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V Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 23, 2013, 15:22:11 PM

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Relatos FM

Son bastantes los relatos recibidos y poco el tiempo disponible para publicarlos. Si alguno de los participantes aíun no ha visto su obra publicada que no se preocupe. Toca un poco de paciencia. Gracias por vuestra comprensión!!.

Relatos FM

LA PREGUNTA

Aunque en la ciudad donde vivía la lluvia era una constante, él era feliz. Feliz porque le encantaba la poesía y ya se sabe que a los poetas les encanta la lluvia. Feliz porque después del rutinario trabajo en la oficina de seguros, donde metía 8 horas, le quedaba un buen rato de tiempo cada tarde y lo aprovechaba para sentarse en uno de los bancos del parque y contagiarse del paisaje; escribir esos poemas con los que se hacía el firme propósito de enviarlos a algún concurso literario, pero que siempre se quedaban en el rincón oscuro de uno de los cajones de la vieja cómoda, porque le daba pánico que un jurado pudiera leerlos, o simplemente leer, leer con los trinos de los pájaros de fondo, con el susurro del agua saltarina del pequeño arroyuelo, embebiéndose en los colores de tantas y tantas flores en su mundo mágico y abstraído; escaparse de la monotonía de la oficina y, sobre todo, del martilleo constante de Rafael, el de impagos, que estaba todo el día presumiendo de sus conquistas amorosas los fines de semana, de que una vez trabajó un verano en la República Dominicana, en una cadena de hoteles donde servía copas y enamoraba terneras, que decía con esa sonrisa picarona que él tenía. Escaparse de los números y vivir unos minutos al aire libre.
Y todo hubiera ido como la seda si Sonsoles, la de Recursos Humanos, no hubiera cogido la baja por maternidad y viniera a hacer su suplencia aquella morenita de ojos como la noche que se ocultaban detrás de unas gruesas gafas y que tenía por nombre Margarita.
Una morenita con la que intimó, por aquello de que coincidieron (ella le preguntó dónde podían toar un café) la primera mañana ante la máquina de café que la empresa tenía en la última planta y donde sólo subía él, porque el resto de compañeros no subía nunca ya que lo tomaban en la cafetería de la esquina.
Una morenita a la que no se atrevía a mirar a los ojos e iba haciendo poemillas en su mente que tampoco nunca se atrevió a escribir por miedo a que ella pudiera leerlos. Una morenita alegre, que le contaba sus cosas de una manera fresca como lo más natural del mundo: que estudiaba idiomas por la noche y había hecho, con gran esfuerzo, algunos pinitos con el violonchelo, que en casa eran nueve hermanos y que sus padres, uno era obrero metalúrgico y la otra, ama de casa. Una morenita a la que él, hecho de otra pasta, sensible a los cambios y a los sarpullidos, apenas hablaba de sus poemas y sus inquietudes y de la que se enamoró como un tonto de baba hasta el punto de que cada mañana, en esos 15 minutos de asueto que les concedía la empresa, ante la máquina del café en la que siempre se adelantaba y metía las dos monedas para los dos cafés con leche, uno de ellos corto de azúcar, quiso hacer una pregunta que, invariablemente, se le quedaba atragantada en la garganta, entre la saliva y la timidez, entre los sorbos de un café que ya le resultaba amargo, porque a ella, como una flor recién abierta sobre la brisa, se le iba poco a poco finalizando la suplencia. Una pregunta que repetía cada noche en sus sueños, en todas las páginas del cuaderno donde escribía los poemas, en todos los libros que leía, incluso en papelillos que encontraba y que luego rompía en pedazos y echaba a la papelera. Una pregunta que volvía a repetir una y mil veces durante el trabajo cuando ella se volvía para coger o dejar algo en el archivador y él la pronunciaba por lo bajo sin atreverse a hacerlo en alto porque se hubiera muerto de timidez.
Así un día tras otro hasta agotar los 112 días de contrato por la maternidad de Sonsoles. 112 días en los que estuvo en un tris de que la dichosa pregunta saliera de sus labios pero que nunca salió, se quedó ahí, como se quedaba él todas las tardes cuando salían de la oficina y ella se iba a toda prisa porque llegaba tarde a los ensayos de violonchelo y luego a la escuela de idiomas.
Ahí, como ese adiós archisabido que ambos se dedicaban hasta perderse, calle de los Tilos arriba, la una y el otro, calle abajo.
Daba tainas la niebla aquella tarde de otoño, Santa Isabel de Hungría cuando ella, sabiendo de la falta que le hacía, le regalaba dos besos sonoros en las mejillas y se despedía hasta una nueva ocasión, porque los días de suplencia de Sonsoles habían finalizado y tenía que marcharse a buscar otro destino, otros lugares, como se iban marchando el otoño, las alegres golondrinas y sus escasas esperanzas, como el aire que casi le ahogaba no dejándole respirar.
Por eso, acurrucado en su timidez como un niño el primer día de colegio, sudó como un sudor frío recorriéndole de la nuca hasta la espalda, sobre todo, cuando ella, abril en las mejillas y música en los ojos y en los labios, con un vestido rojo que la hacía más bonita, salió por las puertas giratorias de la oficina con una carpeta en una mano y un ramo de mimosas que le regalaron las compañeras en la otra.
Subió los 78 escalones hasta el último piso y, pegada la cara contra la cristalera, cuando ella era sólo una mancha roja al final de la calle, susurró despacito, como temiendo que la máquina de café pudiera llegar a escuchar las palabras:
Margarita, ¿tú tienes novio?

Vilda Jarol

Relatos FM

Vivito


En la calle Reyes, haciendo esquina con la calle Remedios, había un barra abierta en forma de v con cuatro asientos más o menos, no tenia puertas ni ventanas, se abría en la mañana subiendo  con un gancho largo una corrediza  pared de aluminio y de la misma forma se cerraba al culminar la noche.  A este barcito de barrio le llamaban "La Piloto".
La Piloto de Reyes y Remedios era un lugar muy pintoresco, por donde las mujeres decentes del barrio no pasaban y hasta se tomaban el trabajo de cruzar a la otra acera para evitar encontrarse con alguno de sus asiduos orinando descaradamente entre los carros, a veces por la ausencia de baño, después de muchas cervezas y otras veces por el puro placer del exhibicionismo caribeño.
De  más está decir que las pocas mujeres que visitaban la piloto regularmente, terminaba en algún matorral, escalera o portal de cualquier establecimiento, que estuviera a oscuras, con la falda levantada, empeñadas en la difícil tarea de lograr una erección a cualquiera de sus compañeros de alcoholismo. 
Muchas veces el nivel de alcohol era tan alto que no sabían distinguir entre cuales eran las que estaban disponibles para esos menesteres y las que no, como era el caso de Mayito.
Mayito, que en su acta de nacimiento rezaba como María, había sido una periodista prominente, hija de una familia burguesa de La Habana de los años cincuenta.  Su abierto homosexualismo y rebeldía, le gano el rechazo de su familia, que abandono el país en el 1959, sin decirle nada a María para que no los siguiera a Los Estados Unidos. 
Frustrada como periodista y como lesbiana, María se tiro al alcohol, se dejo de depilar el bigote y se autodenomino Mayito. 
A pesar de su vicio, Mayito era un señor educado, borracho, pero educado, se le veía tocar con delicadeza la puerta de sus vecinos con un jarrito de aluminio en mano, pidiendo un poquito de alcohol, dizque para encender la cocina.  Todos sabían que era para bebérselo, pero Mayito no molestaba a nadie en el solar donde vivía y la gente le regalaba de cuando en vez, el jarrito con alcohol.
Una noche, los gritos de Mayito despertaron la cuadra entera, mientras se le escuchaba:
-Yo soy  un hombre ****, respétame, respétame- gritaba desesperada, cuando su consorte de borrachera pareció recordar de momento que Mayito tenía una vagina, y se dispuso a usarla sin consultar con la portadora.
Otro de los personajes de la piloto, era el ciego Jiménez, que salía mas ciego que cuando entraba, agarrándose de las paredes para guiarse y cuando estas se acababan, terminaba su torpe peregrinaje  tomando su siestecita ahí mismo, donde se acabo la pared.
También frecuentaba a piloto un señor mayor al que nadie le conocía el nombre y que era como Dr. Jekyll y Mr. Hyde, uno, antes del primer trago y otro, cuando invariablemente empezaba a cantar a toda voz: "Dos gardenias para ti, con ellas quiero decir, te quiero, te adoro, mi viiiida...." A lo que se sumaba un coro de desafinación, incluyendo al barman que casi siempre, le regalaba un cortico más, cuando complacía peticiones del extenso repertorio de boleros cubanos.
Una tarde salió Mr. Hyde como una tuba de la piloto y un coche que venía a toda velocidad lo atropello, haciendo que su esquelético cuerpo saltara por encima del auto y fuera a caer como a tres metros de la piloto.  Lentamente y con el miedo en los ojos se le fueron acercando sus secuaces, esperando lo peor. Uno de los que aun no estaba en coma,  lo movió por la pierna con una suave patadita y negando con la cabeza hacia el grupo dijo:
-Oye, este ya guindo el piojo, y yo que lo iba a invitar a otro cortico-
Al escuchar esta afirmación, como un resorte el atropellado se levanto en un solo pie de la calle gritando:
-Estoy vivito, vivito, estoy vivito- Exclamaba con los brazos abiertos como un torero que acaba de hacer un giro ante el toro y esperaba el "ole" de su público.
Desde ese día, el barrio lo bautizó bajo el apodo de Vivito y con ese nombre vivió Vivito, hasta el día de su verdadera muerte.

Belema Mar

Relatos FM

La Peste


Al caminar por entre los restos descascarados de lo que un día fue un gran hospital, no logro desprenderme de esta parásita sensación de miedo.
   Lo intento, y aún así no logro hacerlo.
   Creo que el terror y la angustia con que se bañaron estas paredes se rehúsan a dejarlas, están adheridas, impregnadas, al punto de ser una especie de pintura invisible que ocupa el lugar de los colgajos de la verdadera.
   Este lugar es un horror.
   Pero el verdadero horror es lo que habita en él. Lo que aquí ha ingresado hace mucho tiempo ya. Lo que se ha padecido en este sitio, y por lo que hoy deambulo sola por sus pasillos.
   Aquí está la Peste...
   Yo lo vi todo, desde un principio, aunque casi nada recuerdo ya. Y hoy, cuando siento más que nunca que mi hora se acerca, que soy la próxima en la lista, no puedo dejar de recorrer estos pasillos y escuchar en ellos los desgarradores ecos de la muerte.
   Sé que en cualquier momento, la muerte puede decidir finalmente venir por mí, y sólo restará unirme a la multitud fantasmal que seguramente ya puebla este sitio. Aunque no los vea, sé que están por aquí; así como en su momento de agonía supe que estaban aquí: sus gritos me lo hicieron saber.
   Pero hoy ya son historia. Parte casi olvidada de una historia para la cual el mundo nunca estuvo realmente preparado.
   Así fue: la Peste salió de la nada misma, o del más profundo de los abismos, nos invadió, nos atacó, nos abrazó, y nadie hasta el día de hoy ha logrado evitar su pútrido beso de ultratumba.
   Al principio surgió como todas las epidemias, unos casos aislados, algunos trascendidos, algunos predicadores apocalípticos, y la estúpida esperanza humana de que rápidamente alguien encontraría la milagrosa cura, y todo volvería a la cómoda normalidad a la que siglos de experiencia humana nos han acostumbrado.
   Pero no fue así. Esta Peste se propagó de la noche a la mañana por todos lados, por entre todos ellos, sin respetar naciones, credos, ideologías, razas o costumbres.
   Uno tras otro, al principio por decenas, luego por miles, y finalmente por millones, las víctimas fueron cayendo sin llegar siquiera a expirar un último aliento de despedida a sus seres queridos.
   Ella se los tragó con una voracidad nunca vista, jamás experimentada, al punto que no hubo científico, médico, chamán o sacerdote que pudiera dar respuesta a la simple pregunta que surgía de todas las bocas antes de la última mueca de fatal agonía: ¿Por qué?.
   Pero no todos tuvimos esa "fortuna" de dejar este mundo sin llegar a contemplar la real atrocidad del sufrimiento que la Peste producía. Hubo aislados grupos que en principio se creyeron inmunes, porque aún exponiéndose no caían ante ella. Pero con el paso de los días sólo vieron estrellarse contra la cruda realidad de un laberinto sin fin a sus absurdas esperanzas de salvación.
   Tan sólo teníamos una breve y paupérrima resistencia mayor que la de aquellos que ya habían pasado al otro mundo.
   Y allí comenzó nuestro verdadero calvario.
   Porque fue realmente terrible ver el padecimiento de otros, sabiendo que cualquiera podía ser (lo sería, y lo fue) el siguiente. Esos vanos intentos de reagruparnos para estudiar este maléfico fenómeno sólo sirvieron para convencernos de la inutilidad de nuestras acciones, lo obsoleta de nuestra "gloriosa" ciencia; y sacar a flote lo peor que la
raza humana lleva en su interior: el egoísmo.
   Cada cual libraba su batalla personal contra un enemigo invisible, al que nadie sabía cómo vencer, pero al cual todos, absolutamente todos, odiaban por haberse llevado a sus seres amados y encaminarse a llevárselos a ellos mismos a una fría y olvidada tumba global: la de la raza humana en su totalidad.
   Lejos de encontrar una cura, los que no caían y tenían "el conocimiento y la sabiduría para guiarnos en esta triste hora", sólo se encargaron de crear lugares como este, enormes mausoleos llenos de gente aún viva (¡aún viva!) y encerrarnos en ellos para utilizar luego la excusa del aislamiento preventivo como infantil método para que ellos pudieran seguir subsistiendo algunos días más.
   Así vinimos a parar a estos gigantescos pabellones mortuorios, simples antesalas del infierno, o el infierno en sí mismo...
   No tengo noción de en qué momento entré aquí, pero siento que estuve dentro de estas horrendas paredes por siempre, como si hubiera sido mi destino desde un comienzo.
   Y los vi caer.
   Uno por uno, en parejas, en decenas, los vi morir ante mis ojos, o los escuché extinguirse en mis oídos, o sentí la fetidez de su pútrida carne días después del deceso, cuando nadie se dignaba siquiera a incinerar sus restos.
   Mientras, desde afuera sólo nos llegaban algunos alimentos, dejados en una sala aislada a la que podíamos acceder solamente por unos minutos al día, siempre herméticamente cerrada desde afuera. Sólo alimentos y medicamentos que todos sabíamos eran pruebas experimentales o simples placebos para mantenernos calmados esperando una salvación que lejos estaría de llegar.
   Y siguieron muriendo.
   Ahora que recorro estos enormes salones, antes atestados de camas llenas de pacientes
que eran atendidos por los propios médicos que habían comenzado a experimentar los síntomas, y al morir estos por las enfermeras, los asistentes o los propios pacientes que aún quedaban en pie, sólo al ver todo esto vacío tomo realmente dimensión de las atrocidades que se vivieron aquí dentro.
    Noche tras noche, vi la estertórea languidez con la que la Peste se los llevaba. Y los que más resistían (¡Increíble maldita ironía!) eran los niños.
   Mientras más pequeños, más resistían. Fueron los últimos en caer, aún ignorantes de lo que realmente estaba pasando, tan virginales frente a la agonía a la que se exponía un mundo que nunca habían conocido en su totalidad.
   Ellos resistieron.
   Aún hoy, con toda esperanza perdida, quedamos esa pobre niña a la que me dirijo a visitar y yo. De entre toda la marea humana de desperdicios pestilentes que dejaron aquí toda esperanza como ante las puertas del infierno de Dante, sólo esa niña y yo quedamos.
   Y sé que ella me sobrevivirá.
   Unos días, unas horas al menos, ella me sobrevivirá. Porque luego de presentar síntomas, ningún adulto logró resistir tanto como los niños. Quizás estábamos demasiado viciados del mundo como para tener alguna objeción ante la parca cuando ésta se nos presentara.
   Pero los niños resistieron más que nadie, y así es como sé que esta es mi hora, mientras subo las heladas y vacías escaleras que me llevaran hasta su habitación.
   No tengo ninguna noción sobre lo que ocurrirá afuera, pero creo que puedo imaginarlo.
   Aquellos que depositaron a sus propios hermanos, padres, hijos y amigos aquí, aquellos que al menos por caridad, instinto de supervivencia, o simple necesidad de
estar en paz con sus conciencias, ellos, hace más de una semana que ya no pasan comida a través del único cuarto que nos comunica con el exterior.
   Quizás se hartaron, tal vez se dieron cuenta de la inutilidad de sus acciones, o simplemente se avergonzaron de ellas. Pero no, en alguna parte de mi ser hay una oculta fibra de mi espíritu que se regocija por creer conocer el final que tuvieron.
   Y me grita.
   ¡Están todos muertos!
   No lo sé, y realmente poco importa ya. Ni a la niña ni a mí nos interesará por mucho tiempo la comida. No moriremos de hambre ni de sed. La Peste se encargará de eso mucho antes.
   Al llegar al pie del primer piso, y contemplar ese pasillo tan opresivo, casi siento tanto terror como para llorar y arrancarme los cabellos. Pero no, el tiempo de eso ya pasó. Lo viví al verlos deteriorarse en las camas de esas habitaciones ahora vacías por las que deambulo.
   Yo ya no recuerdo cuál era mi cama, perdí la noción de eso hace mucho tiempo, o nunca lo supe realmente. Como sea, todas las noches engaño a mi insomnio mortuorio con mis caminatas por el pabellón, terminando en la cama de aquél que aún haya sobrevivido, y al que ya casi nada le queda en este mundo.
   Supongo que esta noche me toca despedirme de esa niña, porque quizás mañana ya no pueda llegar hasta ella.
   Sé, y es inútil negarlo, que la hora se aproxima, y aún con toda esta resignación en el centro de mi alma, no puedo evitar tener que ahogar una y mil veces el alarido de terror que atenaza mi corazón.
   Pero es sólo un lapsus.
   A nadie le importaría eso, porque nadie quedará para dar testimonio de él.
   El mundo, ese mundo por el que pasamos como dueños y señores absolutos, tan déspotas con la naturaleza, tan despreocupados por la supervivencia de otros seres, ese mundo volverá a ser de sus dueños originales, aquellos que nunca debieron dejárnoslo prestado: las plantas, los animales. Y los espíritus...
   Esas camas vacías que veo desde el pasillo al pasar, esos tules hechos jirones, colgajos de una vida que ya no existe, son un triste testimonio de la decadencia humana. Pero al menos, ya estoy cerca de su habitación, y podré llevarme como último recuerdo de este mundo, una visión de humanidad, quizás la última que queda.
   Esta es la habitación. Es la que aún tiene rastros de vida, la menos abandonada, la que menos huele a muerte de toda esta tumba de concreto.
   Pero al acercarme a ella, al buscar la sonrisa esperanzadora por la que fui, el premio al haber sido la anteúltima sobreviviente, sólo me encuentro con un pequeño cuerpo lívido, azulado, carente de vitalidad.
   Muerto.
   Sin llegar a comprender, pero sospechándolo todo, suelto todo el terror que habita en mis entrañas, en un grito gutural que devela mis últimas dudas e inunda absolutamente todo el hospital mil veces maldito, el mundo mil veces maldito...
   La Peste... ¡la Peste soy yo!

Ulises Rodas

Relatos FM

SHAMIR AFELLAY


Durante el último año he estado trabajando con mi tío como peón de albañil. He ahorrado todo el dinero que he podido. El día de descanso he realizado encargos, chapuzas, mandados, limpiezas... Todo con el único afán de llegar a los seiscientos euros. Es lo que vale el pasaje del crucero. Un año de trabajo para poder embarcar en una nave con un solo tripulante. La ruta va desde Tánger a Algeciras. No llegaremos hasta el puerto. Nos quedaremos a unas decenas de metros. El resto a nado. El barco no es un verdadero barco, se trata de una patera.
Lo que a mí me ha costado un año de trabajo ininterrumpido, mi amigo Said lo ha conseguido en una noche. Un golpe con suerte a una joyería, ha sido suficiente para reunir el dinero.
Desde hace varias semanas hablo del viaje con mi hermano Mohamed. Es tres años menor que yo. Solo tiene doce años. Le prometo que cuando me establezca en Europa, conseguiré llevármelo conmigo.
Anoche hablé con mis padres. Mi padre dice que ya soy mayor y que haga lo que crea conveniente con mi vida. Según él, en Europa no es oro todo lo que reluce.  Mi madre no ha parado de llorar en todo el día. Entre gritos me recuerda que frecuentemente llegan noticias de pateras que han naufragado, de muchachos que han sido apresados nada más llegar, de compatriotas que han vuelto después de meses de hambre y desesperación. Dice que trabajando con mi tío, puedo en unos años ahorrar para una vivienda y casarme con alguna buena chica del barrio.
Nada ni nadie podrá convencerme para que me quede aquí. No me veo trabajando de sol a sol para conseguir comida con la que alimentar a un carro de niños. Quiero conocer mundo. Cuando conozca varios países me quedaré en el mejor. Con suerte, dentro de unos años, seré el dueño de una cafetería. Me sobrará el dinero y vendré a por mis padres y a por mi hermano. Si Said quiere seremos socios. Encontraré a una buena muchacha musulmana. Con ella tendré hijos que serán europeos. Estudiarán medicina y serán los mejores doctores de la ciudad.
El patrón de la patera nos coloca a las treinta personas de modo que nuestro peso equilibre a la frágil embarcación. Para salir de Tánger no hemos tenido ningún problema. Con alejarnos un poco del puerto ha sido suficiente.
La travesía ha durado poco más de una hora. El mar en calma ha facilitado el viaje. Cuando llegamos cerca de Algeciras es totalmente de noche. No hay luna y las espesas nubes ocultan las estrellas del cielo.
Cuando nos encontramos a unos cuarenta metros, el patrón nos dice que saltemos al agua. Unos minutos y estaré en un nuevo continente. El futuro es mío. El poco dinero que llevo lo he metido el los calzoncillos envuelto en plástico. Salto y me pongo a nadar. Los nervios no me dejan avanzar con tranquilidad. Más que nadar, golpeo el agua.
En el mismo instante en el que pongo mi pie sobre Europa, se encienden focos y unos altavoces amplifican la voz de un hombre.
-   ¡Deténganse! ¡Túmbense en la arena boca abajo!
Se oían ladridos de perros que corrían sujetos por correas a policías. Nos esperaban en la orilla del mar y nos iban capturando a medida que salíamos del agua.
Varios de nosotros llegamos al mismo tiempo, por lo que los policías no pudieron agarrarnos a todos. Salí corriendo con todas mis fuerzas mientras se oían las voces de la policía mandándonos permanecer quietos.
-   ¡Deteneos! ¡Manos arriba!
Yo seguía corriendo por la playa sin un destino claro. De pronto vi a Said corriendo a mi lado. Cuando creí que habíamos logrado escapar, delante de nosotros se encendieron unos focos que nos cegaron. Yo intuí que detrás de cada foco y en medio de cada dos, se encontrarían policías.
-   ¡Cuando lleguemos a la altura de los focos, nos cruzamos! – grité a mi amigo.
-   ¡Dentro de una semana nos vemos en el puerto de Algeciras! – me contestó jadeando.
Cuando llegamos a la barrera de focos, nos cruzamos vertiginosamente. Vi como un hombre se movía hacia mi lado mientras que otro lo hacía en sentido contrario. Con las prisas, chocaron entre ellos cayendo al suelo. Mi amigo trató de pasar por uno de los lados. Cuando pasaba a toda velocidad, un brazo lo empujó hacia el lado. El choque con el foco fue violentísimo. Unas manazas lo atraparon.
-   ¡Corre, corre!
-   ¡Detente! ¡Detente cabrón!
Vi como uno de los policías estaba todavía tendido en el suelo. Al llegar a su altura di un salto con todas mis fuerzas. Una mano me agarró del tobillo, pero con un movimiento brusco, logré soltarme aunque caí de bruces. ¡Y a correr! ¡Correr! ¡Correr! ¡Correr! La vida me iba en ello. Es la vez que he corrido más en mi vida. Mis pies parecían volar. Los granos de arena salían disparados en todas direcciones. No veía nada delante. Solo la espuma del rompeolas, me orientaba en mi carrera. De pronto, una raya blanca me anunció que había encontrado una pequeña carretera paralela a la playa. Ahora si que iba a ser imposible que me pillaran. Era un caballo desbocado. Los puños apretados, los brazos arriba y abajo, la cabeza arriba, los dientes apretados unos contra otros. A través de un  claro de las nubes, logro ver decenas de estrellas. Son las mismas que en África.
-   Estrellas: ¡mirad como me escapo!
Durante más de una hora seguí corriendo por la carretera.
Pasaron los días y las semanas.
Mis padres tenían razón. No es oro todo lo que reluce. Pasé hambre y desesperación. Me alimenté de lo que encontraba en el campo.
Un día logré que me contrataran para trabajar como agricultor. Aprendí sobre la marcha. La necesidad es la mejor escuela.
Vivíamos en un cuchitril. Cada mañana, el propietario nos recogía en una furgoneta. Éramos diez jóvenes hacinados en el vehículo. Minutos más tarde, bajábamos y a trabajar durante horas y horas. Solo descansábamos para comer.
Así estuve durante meses. Estaba empezando a pensar en volver. Solo tenía que ir a un pueblo y acercarme a un cuartel de la policía. Pero no quería rendirme. Llegaría a tener mi cafetería. ¿Qué sería de Said? No había vuelto a tener noticias suyas.
El traqueteo de la furgoneta indicaba que nos estábamos acercando al trabajo. La furgoneta se detiene antes del fin del trayecto. Se oyen voces. Parece que la policía ha detenido el vehículo. Me veo de nuevo con mi familia, con cara de derrotado. No me lo pienso. Bruscamente abro la puerta trasera, salto y salgo corriendo.
De nuevo lo mismo. Voces de la policía pidiéndome que me pare, pero yo ni los escucho. El trabajo en el campo me ha hecho más fuerte. No hay quien me coja. No entiendo por qué no me disparan. Puedo escaparme decenas de veces. Me gusta la sensación de libertad que produce el correr en contra del viento. Mi velocidad y la del aire hacen que mi flequillo suba hasta el cielo.
El día que no trabajamos salgo a correr por el campo. Soy feliz corriendo. Tanto si acabo volviendo a casa, como si logro establecerme en Europa, dedicaré un día de todas mis semanas a correr contra el viento.
Y los años fueron pasando. Mi vida seguía prácticamente igual. Trabajo y correr. Correr y trabajo. Ahora tengo amigos y alguna amiga.
En esta ocasión si se ha oído un disparo. No creía que pudiera correr tanto. Ahora si que me va la vida en ello. Salgo disparado. Aprieto los puños. Levanto la cabeza. Uno de mis amigos me dijo que no debería levantar la cabeza pero si no la levantara no vería el sol, ni el cielo, ni la luna. Necesito levantar la cabeza cuando corro. Abro y cierro los ojos. Oigo la respiración de los que me persiguen. Aumento mi velocidad. Miro hacia atrás. Solo uno de mis perseguidores logra mantener mi ritmo. Es el peor enemigo que he tenido. No logro separarme de él. Estoy a punto de desfallecer. Si logran alcanzarme, la derrota me hundirá. Aprieto los dientes y miro al cielo. Azul. Limpio. Con este cielo nadie me puede alcanzar. Aún logro incrementar mi velocidad. Estoy disfrutando. Ya no pienso en los que me siguen. Solo corro. Taca, taca, taca, taca. Mi corazón y mis piernas compitiendo entre ellos. Solo en la Tierra. Nadie por delante, todos por detrás.
Vuelvo la cabeza y veo como mi perseguidor se está resignando a no poder alcanzarme. Está perdiendo metros paulatinamente.
Un rugiente clamor me vuelve bruscamente a la realidad.
Lo he logrado, levanto los brazos y grito loco de alegría. El cielo azul me sonríe.
Soy Shamir. Shamir Afellay. Y soy campeón de España de cross.

José F.

Relatos FM

EL NEGRO GRANDE ...


Vengo de muy lejos...recorriendo unas veces a pie,y otras en jeep, los caminos abandonados.donde el polvo se envuelve en las leyendas de Planeta  Rica.Tengo una cita,unica  e irrepetible para mi vida.Cantar en el evento folclorico mas grande de nuestra musica tradicional y popular...el Festival de la leyenda Vallenata,en la plaza magica Francisco EL HOMBRE ..de Valledupar,aqui voy con mi acordeon,que me acompaña desde los 7 años de edad.
Repleto estoy de sueños e ilusiones,usted entiende,es  una zaga familiar..un reto labrado a pulso,alimentado en la humildad del hogar,esuchando a los viejos trovadores y juglares en las Parrandas vallenatas,que se extienden largas y ludicas como el corazon de la madrugada en el Valle del CACIQUE UPAR.
Se que la tarea,no es nada facil,hay  buenos trovadores y ejecutores del acordeon,algunos son leyendas vivas de nuestra musica...pero luchare con lo mejor de mi,hasta lo imposible...despues?...despues no importa...si he cumplido el reto de mi vida..todo lo demas sobra,nadie me quiere mas que mi magico acordeon,aunque  he tenido buenas y tiernas mujeres,en mi promiscuidad  de semental..
Entonces me trepo a el jeep,que me conducira hasta Valledupar,hay dos personas adentro que me observan,subo y me acomodo,para un viaje largo...coloco el acordeon sobre mis piernas..Amigo...y usted toca el acordeon?..me pregunta una señora sexagenaria... de cachucha amarilla..claro! le respondo...y para donde va?..ah ayA!!  VOY A PARTCIPAR EN EL FESTIVAL DE LA LEYENDA VALLENATA..  NO ME DIGA..y usted piensa que puede  derrotar al NEGRO GRANDE... Alejandro Duran?  a ese negro no le gana nadie!!,es pura musica por dentro,dicen que es la reencarnacion de FRANCISCO ELHOMBRE!...Bueno  intentare superarme,y dar lo mejor de mi mismo,nadie triunfa,si en su mente esta previamente derrotado!!.
Imaginese ..del Negro grande ALEJANDRO DURAN, dicen que esta 'ASEGURADO',y que cuando canta,con esa voz ronca y pausada,es una explosion de  polvo caminero,suspiros,ahogos y sexo alborotado..es un potro cerrero en las tarimas,y usa un collar o escapulario,perfumado de ANAMU,de la tradicion de los Embera-sinu,y un tarrito de manteca de lobo pollero,para sobijarse las coyunturas de los dedos...usa una bolsita de cuero,con piedras de ARA,talisman de la buena suerte para la peleas...
Ademas sahuma el acordeon para purificarlo,y para que huela bien,y tiene un diente de oro con poderes magicos para hechizar a las mujeres.. nunca deja su sombrero voltiao, de 32 vueltas...en el Bajo Magdalena se cuenta que sobrevivio a un duelo con el diablo,enmascarado en la figura de un acordeonero mulato mas claro que moreno,y de ojos sarcos,que traia un acordeon de aspecto raro,colgado en su hombro izquierdo,y al pararse frente a el NEGRO GRANDE...LO RETO!!...y entonces ya los dedos de Alejo no respondian,no le acompañaban,y estaba como congelado,entonces Alejo se trasfiguro,desorvito los ojos y  fue cuando la sortija  que usaba Alejo ..se revento en varios pedazos... y el maleficio paso,dejando un olor a azufre concentrado,en todo el pueblo,que hubo necesidad de evacuarlo inmediatamente...
Esa sortija rezada, se la regalo un brujo de Tucara,en el alto Sinu...
Por mi mente pasa toda la pelicula de mi vida,mis mujeres,mi descendencia fertil,el hambre acumulada,el amor primitivo por nuestra tierra,el duende que habita conmigo y me empuja  hacia el rescate de nuestros mitos y leyendas,la magia de un acordeon  sonando en el filo de la Aurora,el lamento de unos versos que  van y vienen sobre el filo de la  sierra...mientras dialogo con mi instrumento,que es mi alma en las buenas y en las malas,y es mi talisman,para atraer a las mujeres..de pueblo a pueblo cuando canto y toco y amo la vida,con  pasion huracanada...

Ahi esta la tarima,mi tinglado de la vida o de la muerte,entonces veo han llegado Luis Enrique Martinez,"EL POLLO VALLENATO',Ovidio Granados Duran y Emiliano Zuleta Baquero,el gran favorito,la leyenda viva del Vallenato,una gigante,entre gigantes..pero emiliano esta extrañamente sentado en una butaca,en una esquina,con aspecto de peado  moribundo..
Entonces me la juego toda  ALEJANDRO DURAN...  y subo a la tarima...como poseido y jadeando,el duende esta conmigo,la suerte esta echada,el cielo gira sobre mi cabeza,y a lo lejos escucho la griteria infernal..
Tomo mi pedazo de acordeon...y los versos salen de lo profundo de mi alma..
interpreto la puya MI PEDAZO DE ACORDEON,el son ALICIA DORADA, el merengue ELVIRITA, y el paseo LA CACHUCHA BACANA..

Ahora escucho unos segundos de un profundo silencio..y de pronto una lagarabia infernal..ALEJO!! ALEJO!! ALEJO!..la piel se me eriza,como un pollo,y  la animacion llama tres veces a Emiliano zuleta Baquero,pero el juglar no responde...entonces escucho el anuncio,que parece venir del cielo..ALEJANDRO DURAN REY VALLENATO!..el corazon se acelera,y comienzo a sudar frio,me acuerdo de todas mis mujeres,del polvo removido en los caminos,del hambre secular,las parrandas interminables,las piquerias,la amistad sincera de mis amigos,mi familia...mis hijos ..entonces escucho al oido la voz de Francisco EL HOMBRE..LO CONSEGUIMOS ALEJO!.. ambos miramos y tocamos nuestro magico.acordeon..la voz  raizal de nuestros ancestros,mitos y leyendas,un canto que recoge  nuestra tradicion auctoctana....
Bajamos de la tarima,y entonces veo a   la señora de la cachucha amarilla,que corre a abrazarme llorando..y me dice..PERO SI USTED ERA EL NEGRO GRANDE..ALEJANDRO DURAN..!!..francisco me mira y se sonrie..Se lo dije señora,que ganaria el FESTIVAL DE LA LEYENDA VALLENATA!!
Ahora veo la sabana grande,que va a morir a los playones de los rios paseros,el canto triste de los vaqueros arriendo las bestias y el retumbar de los tambores cuando cae la tarde...el alarido de mis hermanos de sol a sol...el exorcismo de nuestros fantasmas atraves  del canto y nuestra musica..

Cesar Augusto

Relatos FM

LA PICOTA


   Monumento a la barbaridad del género humano en su afán por publicar sus atrocidades. Yo la veía allá, en mi parvulez, como una censura y un tema maldito de discusión. En la actualidad se mantiene en su promontorio original, las jaras y carrascas han cubierto por entero el emplazamiento y la antigua ve-reda ha perdido la confianza; da bochorno, un hito de demencia clavado en el subconsciente de los más veteranos y heredado por generaciones que lo con-servan como paradigma destructivo de la razón. Para los chavales de mi infan-cia se trataba de un juego con veto, la manía de hacer lo contrario tan propia de los impúberes; a pesar de las prohibiciones y advertencias de zurrarnos la badana si desobedecíamos los dictados patriarcales, el influjo dominante de la picota superaba las más radicales advertencias; representábamos escenas de guerra, de prisioneros, unos pases por las armas ficticios  que teatralizábamos como mandan los cánones, un cualquiera con el espinazo tanteando la frialdad del monolito, los brazos en cruz no se sabe bien si parodiando a los mártires del tres de mayo o al nazareno crucificado, nos entraba la risa de ponernos de tal guisa, nada de vendas, los valientes mueren de pie y no les asustan los ojos negros de los fusiles, ¿dónde aprendimos eso?, otro cualquiera al mando del piquete, un oficial, por supuesto, porque la orden de matar no la puede dar un subalterno, el sable de caballero trocado por un palitroque sin alcurnia ni tronco noble, de suficiente longitud para cortar el aire y provocar el aluvión de tracas, los demás cualquieras atentos a los mandatos, unos fusiles de pega paralelos al lateral derecho de los muslos, rígidos, procurando una seriedad sin fuste ni muste, que no colaba,
- ¡Carguen, . . ., armas!
onomatopeyas de mecanismos de muerte, ¡clis, clas, clac!, gestos mil veces retenidos, sirven lo mismo para un Mauser alemán que para un Winchester del lejano oeste, únicamente cuenta la intención,
- ¡Apunten, . . ., armas!
un celo putativo en el empeño, cada cual encorvado con una posición cómica enlazando los elementos de puntería dirigidos al pecho del fulanito de turno,
- ¡Fuego!
y el testigo que describe un arco silbante en su caída, y los disparos que resta-llan al tuntún, cada uno de un vientre, ¡pum, pam, pugg!, y el reo que se tira sin exhalar un grito ni una queja, tendido sobre la grava con los brazos abiertos y panza arriba, cerrados los párpados y una sonrisa idiota en la boca,
- ¡Jolines, menganito, que mal te mueres!
porque nadie sabe diñarla de mentiras por mucho intento y preparación anterior que le eche, ni aun aguantando la respiración o quedándose tieso cual bordón de peregrino, y es que en la realidad no hay segundas partes ni repetición de la jugada, o la espichas o no la espichas, y sanseacabó.
   Andaría por los siete largos o los ocho cortos cuando me llevaron al de-testado paraje; me contagió la audacia de otros más dispuestos a desobedecer las imposiciones de los mandamases,
- ¡Cómo se entere mi padre me la he ganado, de un guantazo es capaz de po-nerme la cara al revés!,
- ¡Quién se va a enterar!, al que se chive lo corremos a correazos por la plaza, para que se espabile y no sea tan cagón; venga, a jurar por lo más sagrado que de aquí y de nosotros no sale ni mu.
con una prudencia extrema, disuelto el tropel de investigadores para converger al pie de un roble convenido y de allí coger la senda de los infortunados, siem-pre ojo avizor por si acaso; yo, el más pequeñín, me retrasaba temeroso, Dios nos vigilaba desde las alturas y nos enviaría una cuadrilla de ángeles con es-padas de fuego como hiciésemos alguna barrabasada (es curioso, se me ha quedado fija en la mente la representación de tales seres, todos vestiditos igua-les, con una saya blanca y talar, sus rubias melenas hasta la cintura y soste-niéndose en el aire mediante unas alas que se extendían desde las paletillas); ni que decir que no las tenía todas conmigo, pero me estimulaban las ansias de los demás licenciados y la dulzura interna producida por la trasgresión de tan-tos preceptos juntos, iba a estrenarme en la contemplación de la vergüenza,
- Está detrás de ese recodo, no llega a cien pasos; ¡venga, una carrera, cobar-dica el último!
y la sandalias levantaron el polvo de la vereda mientras los codos pugnaban por dejar a los rivales atrás, adelantaba puestos, los superaba fácilmente, ¡cla-ro que llegaría antes y sería la demostración palpable de no sentir ninguna pre-ocupación, sería el más machote!; tomé la curva destacado,  un par  de  metros de separación en un vistazo fugaz, pero . . . , mi gozo en un pozo, delante de mí se elevaba un repecho imponente, asfixiante, que me dejó tirado en su mi-tad, ¿cien pasos?, ¡pero qué embusteros!
   De repente me encontré solo, ¿dónde estaban?, una confabulación (¿conspiración?) perfecta copiada a los pérfidos judíos y masones enemigos de la España reglamentaria, una felonía moruna, un camelo abyecto y canalla; volví sobre mis pisadas recuperando el resuello, a la derecha se abría una di-simulada trocha que circundaba el otero y llegaba a su cúspide con mayor co-modidad; unos minutos más tarde se reían de mí con generosas carcajadas tumbados en derredor de la infame columna, novatada infantil sin malicia preci-samente allí, en una calva regada con sangre y lágrimas, sana inconsciencia.
- Aquí apiolaban a los rojos, les daban el paseo,
- Y eso, . . ., ¿qué es? . . .,
- Pareces tonto, chavea, que los fusilaban, los mataban de cuatro tiros.
   Y ante esa brutalidad expresiva se me nublaban los ojos y se me atra-gantaba la saliva en la garganta, aplicado a las explicaciones de los entendi-dos, observando la longitud de la piedra, la redonda corona cruzada por cuatro brazos dirigidos a los puntos cardinales (¿acaso pedían clemencia por los mori-turi en el circo ibérico?), indagando la profundidad de unos agujeros que bien pudieron ser consecuencia de las balas ejecutoras, ¿habría todavía restos de sangre?
   Historias de nacionales más majos que las pesetas y republicanos peo-res que el sebo, pues el reparto equitativo de simpatías no cabía en el ideario de la nueva sociedad,
- Al tío Genaro le mataron aquí a sus dos hijos porque no quisieron hacer la guerra con el bando de los buenos.
- ¡Pues qué malos!, ¿no?,
- ¡Chisstt!, ojito con lo que dices, chaval, que te la puedes cargar y luego te van señalando con el dedo por todo el pueblo,
- Y, ¿por qué?,
- Pues porque lo mismo se creen que eres un rojo y que tu familia también lo es, y entonces, pues,  . . ., que te trinca la Guardia Civil y al cuartelillo de cabe-za, y a tus padres los encierran en un campo de concentración y no los vuelves a ver en la vida.
   Y ya no hablé más del tema durante mucho tiempo, nos divertíamos y punto, se convirtió en un tabú, en un silencio protector de los intereses genera-les

Erramún

Relatos FM

EL  ASALTANTE

     
     Algunas personas decían que al ladrón lo habían visto en la casa de la esquina, cinco casas más abajo de donde cometieron el robo. Llegaba allí a visitar a una muchacha que era su novia. Se sentaba con ella en la puerta, por las noches. Pero por las mañanas también venía y se quedaba en la puerta mientras la muchacha lo atendía por la ventana, aunque a veces ella salía y se ponía a hablar con él, de pie. En algunas ocasiones lo vieron cruzar la calle para comprar arepas fritas y café con leche en la fritanga de la señora Laura, que tenía este negocio en la otra esquina. Esto le decían los curiosos a la policía el día del asalto a la joyería. Nadie se imaginó que se trataba de un ladrón, pues vestía bien. Usaba gafas ray ban, zapatos en dos tonos, blanco y negro, pantalón de lino, de color crema y camisa guayabera, de seda. Una mujer dijo que ella lo había visto vestido de blanco, camisa, pantalón y zapatos, pero con las gafas ray ban. Tenía el cabello lacio y brillante, de color castaño. El hombre era delgado y alto, como de un metro con ochenta, de piel blanca. Su edad era de unos cuarenta años. A veces venía tres días seguidos y duraba un par de horas hablando con la muchacha, por la mañana. En otras ocasiones venía a las cinco de la tarde y se iba a las nueve o diez de la noche. La última semana solamente vino un día, por la mañana del martes, ocho días después sucedió lo del asalto. Pocas veces habló con otras personas. Una particularidad en él era que observaba con insistencia el entorno. Otra mujer del sector dijo que ella le vio un anillo grande en la mano derecha, una cadena gruesa en el cuello, un reloj en la muñeca derecha y una pulsera en la muñeca izquierda. Todas estas prendas eran de oro. "Parecía un artista de cine", expresó otra mujer.
     La novia del ladrón atestiguaba que su novio era inocente, lo habían confundido. Entre las declaraciones que dio a la policía, estaba la de que él era dueño de una joyería situada en el centro de la ciudad; eso se lo había dicho él mismo y hasta le regaló varias prendas. Lo conoció en un baile de pre carnaval dos meses atrás y desde ese mismo día  se ofreció a visitarla a su casa y más nunca volvieron a verse en otra parte.
     El propietario de una tienda situada al lado de la joyería asaltada les dijo a los policías: "Yo vivo aquí, al lado de la joyería, y ayudo a la hija de la señora Blanca a levantar la cortina de hierro, todos los días. Hoy, cuando sentí abriendo los candados, salí a ayudarlas, pero vi a ese hombre levantando la cortina. El me miró y sonrió. Al no verle ninguna malicia, saludé a las dos mujeres y entré en mi casa."
     Doña Blanca, la dueña de la joyería, declaró en la inspección de policía en el momento de instalar la denuncia: "El hombre se nos acercó amablemente y nos mostró unas prendas de oro; las estaba vendiendo, y me pareció tentador el negocio. Me dio las prendas mientras él quitaba los candados y levantaba la cortina de hierro. Su presencia, su fragancia y su forma de hablar contribuyeron a considerarlo una persona de bien; en ningún momento se me ocurrió que podría tratarse de un ladrón. Sin embargo, en cuanto entramos, se acomodó rápidamente el antifaz y nos apuntó con el revólver, obligándonos a entregarle gran parte de las joyas y el dinero."
     En cuanto se fue el ladrón, doña Blanca activó la alarma; ella y su hija corrieron a la calle y comenzaron a gritar fuertemente, con los brazos en alto. Los vecinos también aparecieron. La policía llegó dos horas más tarde, y después de indagar a los curiosos y a las asaltadas, salieron a buscar al ladrón.

EUCLIDES 216

Relatos FM

PARÍS Y LA SOLEDAD


Hotel Kléber
7, Rue de Belloy
75116- Paris


         
París, 15 de Junio de 2012


Queridísima Mercedes,
Te escribo esta carta desde nuestra habitación de París. Es la primera vez que no estás, y te echo mucho de menos. No te puedes imaginar cuánto. Ahora mismo está lloviendo, y eso me hace añorarte aún más.

Recuerdo cuando nos conocimos, exactamente el 15 de Junio de 1998... Hace ya unos cuantos años. Estabas preciosa, parecías una estudiante de Arte en busca de la luz de París. Me chocó escuchar tu peculiar acento, tan basto, tan franco, y te pregunté: "¿Eres murciana?". Tú, muy solemnemente, me respondiste muy seca: "No. Soy cartagenera". Habíamos empezado mal... A mí nunca me había gustado Cartagena, me parecía una ciudad sucia y descuidada. Nada que ver con mi querida Murcia, claro. Cómo me hiciste cambiar de opinión. Es imposible que algo tan maravilloso como tú hubiera nacido en un lugar diferente del paraíso.

Aquella primera impresión, negativa impresión, fue diluyéndose a medida que transcurría la jornada. Yo tenía la misión de mostrarte ciertos detalles prácticos del programa informático que habíamos creado para la coordinación del dispositivo especial de seguridad para el Mundial de fútbol de 1998. Bueno, a ti y a una docena más de informáticos llegados desde España. Fue un auténtico desastre, ¿recuerdas? Fuimos al Parque de los Príncipes por la tarde, se jugaba un Alemania-Estados Unidos... Menos mal que no pasó nada, porque todo funcionó al revés. No cabía en mi cuerpo de enfado, no podía siquiera tragar saliva. Lo único que me suavizaba era observar tu carita de niña pícara, divertida, que apenas podía ocultar que estabas gozando de lo lindo. Por eso me atreví a invitarte a una cerveza, cuando todo acabó y tus compañeros regresaban a su Hotel.

Me sorprendió que aceptaras mi invitación. Eso sí, tardaste poco en decirme que estabas casada... De hecho, no hablaste de otra cosa en toda la tarde. Tu marido, tu hijo de dos años, tus perspectivas de futuro, lo mucho que te gustaba Madrid... De mí hablamos poco. Emigrante a los diez años con mis padres, volvía a Murcia por vacaciones, pero muy de tarde en tarde. Te empeñaste en que tenía que volver para conocer bien Cartagena, que tú me la enseñarías... Ojalá hubiera ocurrido. Pasó la tarde volando, y te invité a cenar en una pequeña Brasserie de Trocadéro. Volviste a sorprenderme. Vimos iluminarse la Torre Eiffel y sentimos esa maravillosa brisa perfumada que sólo se siente en París los días de lluvia. Que son la mayoría, por cierto... Sentiste frío y te abracé instintivamente. Diste un respingo, y me dí cuenta de que te había incomodado. "¿Dónde te alojas?", te pregunté. "Creo que muy cerca, en el Hotel Kléber. No hace falta que me acompañes, nos vemos mañana". No sé qué cable se me cruzó en ese momento, pero no pude evitar darte un beso. Años después me confesaste que fue el beso más dulce que nadie te haya dado en tu vida... "No te confundas conmigo, no puede ser. Ya te dije que estaba casada. Adiós". Saliste corriendo en dirección opuesta al Hotel. Cuando te diste cuenta, noté el rubor en tu cara y el fastidio de tener que volver a pasar por delante de mí. Yo me quedé impasible, hasta que al volver a pasar intenté rozar tu mano. "Lo siento, de verdad. No fue mi intención molestarte, ni provocar algo que no deba pasar". Nunca me dijiste qué pasó en ese momento por tu cabeza. Sencillamente te paraste y rompiste a llorar. Quise consolarte, pero me apartaste furiosamente. Levantaste la mirada y con lágrimas en los ojos me dijiste: "Acompáñame a la puerta del Hotel. No sé llegar".

Te juro que aquella fue la noche más maravillosa de mi vida. Nunca ha habido otra igual. Cuando me diste la mano a mitad de la Avenue Kléber, solo sentí ternura. Pero cuando la apretaste para no soltarla en la puerta del Hotel, mi corazón dio un vuelco. No la soltaste hasta que entramos en la habitación, nuestra habitación... Estaba claro que eras una completa inexperta, temblabas y sudabas por igual. Mis manos recorrieron todo tu cuerpo, te dejaste hacer... Juntamos el cielo y la tierra, creamos nuestro paraíso particular. Tardé mucho más que tú en dormirme, pero tú me despertaste antes del amanecer. "Debes irte", me dijiste. "Mis compañeros no deben verte aquí".

Qué extraño se me hizo el día siguiente. Por la mañana teníamos una jornada formativa en nuestras oficinas de La Defènse, y por la tarde partíais hacia España. No me importaron nada los chistes y bromas que hicieron tus compañeros, sobre las "lecciones" que los franceses dábamos a los españoles, después del fiasco del día anterior. Solo tenía ojos para ti, pero tú huías. No quisiste estar ni un minuto a solas conmigo, no me mantuviste la mirada más de un segundo. Se me ocurrió apuntar en la pizarra mi correo electrónico personal, así como mi número de móvil. Nunca lo hacía, pero quería que los anotaras. Seguro que, tarde o temprano, los usarías.

Así fue. Diez meses después... Tardé varios minutos en abrir tu correo. La sensación que tuve fue indescriptible. No sabía si ponerme a gritar, a llorar o a reír. "Hola, soy Mercedes, de España. No sé si te acuerdas de mí, pero vuelvo a París en Junio. El día 15". Me levanté de mi silla y salí a la calle. Necesitaba respirar, dar las gracias a los Dioses por hacer realidad mi sueño. Sabía que lo nuestro era especial, como así ha sido todos estos años.

Pasamos dos maravillosos días en Hotel Kléber, esta vez sin cursillos ni compañeros. Me contaste que no fue difícil convencer a tu marido de que tenías un nuevo cursillo de dos días, justo un año después. Menudo cursillo nos tiramos. Aprobaste "Cum laude".

Mercedes, nunca entendí por qué solo nos veíamos esos dos días al año. Todos los 15 de Junio aparecías por París, como si el tiempo no hubiera pasado. Y los 16 te ibas para no aparecer hasta el año siguiente. No querías que te escribiera, ni que te llamara. Te propuse vernos en Cartagena (¡¡Dios mío, yo en Cartagena!!) y tampoco aceptaste. Me recordabas una y otra vez que estabas casada, felizmente casada. Eso me dolía, ¿sabes? Mucho. Tanto, que por eso me busqué una amante el año pasado. No sabía cómo decírtelo, hasta que encontré el momento mientras paseábamos por nuestro parque, el Parc Monceau. Entre exuberante vegetación, ruinas egipcias y griegas, mansiones de cuento de hadas... Pensé que nuestro lugar mágico lograría romper el hechizo en el que estabas envuelta. Si yo te contaba que tenía otra amante, pero que te quería a ti, te darías cuenta de todo. Dejarías a tu familia y te vendrías conmigo a París. Fue una tontería. Te pusiste hecha una furia, como nunca te había visto. Me dijiste que nunca habrías esperado eso de mí, que bastante tenías con las infidelidades de tu marido, con los sinsabores de una vida perfectamente ordenada y...podrida. Dijiste podrida. Me incluiste en tu vida podrida. No pude más y te dí una bofetada. Me dolió más a mí.

Mercedes, no nos hemos vuelto a ver. No me has escrito, no me has llamado. He reservado nuestra habitación, y aquí te estoy esperando. Sé que esta carta nunca te llegará, porque no sé a dónde mandarla. Pero quiero que sepas que nunca habrá nadie como tú en mi vida, y que sólo te quiero a ti. Estés donde estés, te esperaré siempre.

Te quiero,
Cristina


Una lágrima selló la firma de Cristina. Besó dulcemente la carta y la escondió en el doble fondo del Secreter de la habitación. La habitación de Mercedes y Cristina.

Cristina

Relatos FM

El azar y las matemáticas


   Jamás he podido superar la inquietud inefable que me produce el mar, el pesimismo miedoso que me recorre los tuétanos cuando miro a la lejanía intentando dilucidar con evidente miopía el lugar impreciso donde el azul marino se confunde  con el azul celeste, abismo insondable, pozo inexplorado que me habla del final: del cero al infinito, del todo a la nada.

   Caminando sobre la arena, abriendo senderos inestables, amigos de las olas y su rumor eterno, repasé mis hitos vitales y me dejé llevar por la melancolía de la tarde en el preludio del ocaso, clara metáfora de la vida.

   Encontré una botella: literatura, fantasía, aventuras, salvación, cuántas sugerencias me traía. Se me ocurrió una idea brillante. Arranqué su marbete y escribí en él un proverbio chino que por entonces me rondaba la cabeza. Debidamente enrollado lo introduje, ilusionado, en la verde transparencia de aquella vieja botella de vino. Convenientemente tapada la lancé al mar con esperanza infantil, con la ingenua fe de que un día podría ser útil a cualquier náufrago de nuestro proceloso mundo. Y continué mi paseo reflexionando sobre la vida y sus azares.

   En mi memoria, plena, años de lucha y ambición. Mi pasión por las matemáticas y los ordenadores marcaron mis primeros pasos estudiantiles en la creencia firme de que por la ecuación no resuelta de azar, probabilidades y estudio pasaba el éxito de mi vida. Y me puse a trabajar en ello.

   Con veinte años era licenciado en exactas por la Universidad de Granada y tenía aprobados varios cursos de Económicas e Informática. Estaba llegando la hora de asaltar el futuro. Estaba convencido del éxito, aunque nunca dejó de angustiarme el binomio cero-infinito, espada de Damocles de mi férrea voluntad.


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   El azar quiso que cayera en mis manos el suplemento de hojas salmón de un diario. Que en él se ofreciera un puesto como agente de bolsa, para el que habría que pasar una dura criba tras un curso de preparación, que llevaría a los seleccionados a un puesto muy bien remunerado para una reputada empresa de inversiones. Brilló por primera vez mi estrella.

   Mi intuición me decía que debía de poner las matemáticas al servicio de mi trabajo y no entrar en la aparentemente  fácil y exitosa carrera de muchos de mis colegas quienes, abusando de las teorías aprendidas rápidamente y de la bonanza del momento, inflaban sus cifras bancarias sin aparente riesgo. Su éxito se basaba en creer en las probabilidades en relación al futuro, tomando al 100% por probables los hechos ya pasados, lo que sin duda les llevaría a conclusiones equivocadas, añadiendo a todo ello la estúpida prepotencia de atribuir su éxito a la calidad de su elección.

   Gané menos que ellos durante varios años, pero mi prudencia y mi superstición me salvaron en la recia marejada de una pertinaz crisis, más allá de lo calculado, que arruinó a la mayoría. Nuevo destello estelar. De su desgracia nació mi fortuna y pude impulsar un nuevo proyecto: mi propia empresa de inversiones.

   Hasta entonces, nunca había arriesgado mi dinero y pude verificar la caída de arrogantes peligrosos que pasaron de ser admirados al desprecio y la miseria. Tenía el respeto, la consideración y el favor de los demás, era el corolario del éxito. Con mi  encanto, perseverancia y aplomo fundé mi familia y me rodeé de un envidiable círculo de amigos,  aunque aquella vieja superstición siempre me hacía mirar al cielo cada día y para no olvidarla adorné mi despacho con una plaquita plateada donde hice grabar: "La realidad es una ruleta aún peor que la ruleta rusa. ¡Cuídate del cañón de la realidad!".

   Mis negocios progresaban geométricamente y no quise dejar de avanzar en mis estudios matemáticos. Me interesé por el "Método Monte Carlo" de simulación de historias alternativas a partir de una situación inicial y algunas reglas. Con la ayuda de potentes ordenadores hice predicciones con las que  convertí en millonarios a muchos de mis clientes que dispararon por doquier mi fama.  Abrí oficinas en las principales plazas del país y, aún en los fuertes vaivenes de la economía mis números seguían en positivo. Empecé a creerme una especie de demiurgo, un adivino, o mejor, un generador de la historia. Incluso estuve tocado para un alto cargo político.

   Con el ego desbordado, decidí que, aunque humilde en mi origen, era grande mi destino y que estaba llamado a ser un gran hombre. La soberbia me hizo olvidar mis viejos preceptos, lo de ganar menos sin arriesgar más y la prudencia para empezar a poner en juego mi propio capital. Mis ganancias  se hicieron descomunales y se me empezó a conocer como el nuevo gurú de las inversiones. Con sonrisa sarcástica retiré un día la plaquita ennegrecida con aquella máxima para cobardes.


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   Estaba seguro de que reunía los ingredientes exactos para el éxito, pues además de conocimientos, era serio y educado; así me convertí en una referencia en la comunidad de operadores de bolsa que admiraba mi meteórica carrera. Mi fortuna personal aumentaba exponencialmente, al igual que la de mis clientes. La combinación de informática con las técnicas de inducción y la estadística me hacían sentirme invulnerable ante los vaivenes del mercado. Aun así, siempre que pisaba la calle no podía evitar mirar hacia arriba, para sonreír al cielo claro o para ensombrecerme con los nubarrones.

   Cada mañana tomaba un taxi para ir a mi despacho. Un día tuve el infortunio de ponerme en manos de un chófer novato al que tuve, después de mucho tiempo perdido, que señalar calle por calle hasta una plaza alejada de mi destino. Mi tiempo era oro. Caminé deprisa, subí a mi oficina y retomé mi tarea. El día fue muy fructífero. El mejor día de mi carrera.

   Al día siguiente me sorprendí a mí mismo pidiendo al taxista que me llevara a la plaza del día anterior, e incluso me hice el propósito de gratificar al chófer insultado ayer. Pero la suerte no fue la misma.

   Tras varios años buenos con grandes subidas y leves bajadas en las bolsas se presentó otra crisis anunciada. Una más. Todo controlado.

   Cuando el mercado empezó a caer, acumulé más bonos de países emergentes a un promedio razonable de 52 dólares. En un mes bajaron a 43$. Había perdido mucho aunque mis cálculos auguraban, como anteriormente, una recuperación que me haría resarcirme pronto. Pero, pasado el siguiente mes, cayeron a 20$. Pensé que estos bonos estaban ya cerca de su valor por defecto y que pronto  se revalorizarían. Así, aposté en ellos toda mi fortuna y arrastré conmigo a mi selecta clientela. Nunca les había fallado.

   Para horror de todos, el mercado siguió naufragando y los números rojos rozaban ya los 10$. Era la ruina total. Había perdido todo el capital y a mis clientes. Ahora, tornados en fieros acreedores, se adueñaron de todos mis bienes y me amenazaron de muerte. La sobreestimación de mis análisis, la tendencia a casarme con mis posiciones y mi falta de pensamiento crítico me llevaron al desastre total.



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   El chalecito junto a la playa, tantas veces recorrida en mis meditabundos paseos, mi primera adquisición, era la única propiedad que me quedaba. Era mi único remanso de paz y muro de lamentaciones. En él me atrincheré con mi familia.

   Una tarde triste, como otra cualquiera, frente al rojo horizonte, absorto en mis zozobras, observé el rodar de ida y vuelta de una vieja botella zarandeada por el suave oleaje. Fue un relámpago, una intuición... eché a correr hacia ella y la tomé entre mis manos. Sí, era mi botella. La abrí anhelante,  como esperando un tesoro, como si no conociera lo que había en ella. Extraje el papel en cuyo reverso escribí hace años:

   "El momento elegido por el azar vale siempre más que el momento elegido por nosotros mismos"

   Pensando que el juego aún continuaba y que mi número todavía estaba en el bombo, anoté los números del código de barras de la etiqueta, me dirigí a una oficina de Loterías y Apuestas del Estado a rellenar una primitiva y comencé a hacer planes: El lunes pasaría a recoger el fruto que la rueda de la Fortuna había puesto de nuevo en mis manos.

Andreama

Relatos FM

Doctor Pizarro


Como cada viernes, el doctor Pizarro abrió la puerta del despacho a las nueve y quince de la mañana. Disponía de cinco minutos para acomodarse y diez minutos más para revisar los historiales de los pacientes que iba a recibir. A las nueve y media comenzaban las sesiones.
Ignacio Pizarro, doctorado en neurología y psiquiatría por la Universidad de Deusto y director adjunto de la Clínica San Blas, dedicaba la mañana de los viernes a revisar a los pacientes ingresados cuya patología requiriera un seguimiento más directo - casos publicables, los llamaba él - y cuyo tratamiento se resistía a ceder a sus colegas. Aquellas perlas no debían caer en manos inexpertas, se decía. Y de ese modo disfrazaba su soberbia con un alto sentido de la responsabilidad.
El doctor Pizarro se arrellanó en la butaca y contempló el microcosmos desplegado sobre la mesa de roble: la pila de historiales, el cubilete con lápices perfectamente afilados, el almanaque, un par de volúmenes encuadernados en piel y el portarretratos enmarcando a su esposa y a sus dos hijos adolescentes. Al mirar la foto de familia, sintió una ligera punzada en el testículo izquierdo y recordó que la víspera - los jueves y sábados noche estaban reservados al sexo conyugal - su mujer se había declarado indispuesta cuando quiso acariciarla. Al Dr. Pizarro le incomodaba el regusto amargo del deseo insatisfecho; lo consideraba nocivo para el buen desarrollo de toda labor profesional.
Hijo de un coronel de la Benemérita, Pizarro había elegido la psiquiatría a modo de instrumento para reparar las piezas defectuosas del entramado social; piezas que, una vez restauradas, podían ser recolocadas apropiadamente en la maquinaria. Si Pizarro padre había intentado proteger el frágil equilibrio de este universo nuestro con pistola y tricornio, Pizarro hijo lo hacía con bata blanca, perspicacia y disciplina. Ambos creían luchar contra el caos, ambos eran taciturnos, ambos desdichados.
El coronel Pizarro murió consumido por el Alzheimer en el mismo hospital que ahora dirigía su hijo. Por entonces - veinte años atrás - el suceso reforzó en el joven residente la convicción de que el enemigo del ser humano - el maligno, en términos teológicos - es lo irracional, lo no mesurable, todo aquello, en fin, que desordena las conductas y nos avoca a la confusión; el prototipo de mente perfecta debería estar libre de tales fantasmas. En ocasiones - su padre era un ejemplo - la invasión del horror era inesperada e inevitable; otras veces, sin embargo, era posible defenderse y vencer. El Dr. Pizarro se consideraba a sí mismo un combatiente honesto y eficaz. Por lo demás, desconfiaba del arte, del alcohol, de las mujeres y, por supuesto, de la religión.
Cuando llamaron a la puerta, la jaqueca inoportuna de su esposa - circunstancia demasiado reiterada en los últimos meses - todavía le ocupaba el pensamiento.
- Aquí se lo dejo, doctor. Si me necesita, estoy afuera, en el pasillo.
El auxiliar cerró la puerta y el doctor quedó a solas con el paciente.
Por ser la primera visita de aquel enfermo recién ingresado, Pizarro tenía fresco el historial: Genaro Fuentes, 43 años, licenciado en ciencias químicas, doctor en filología hispánica y filosofía, interino en un instituto de secundaria donde daba clases de literatura desde hacía cuatro años. Soltero. Hernia discal. Trastornos maniaco depresivos desde la adolescencia con episodios psicóticos en los últimos meses. Dos intentos de suicidio y varias denuncias por agresión. Ingreso en la clínica por dictamen judicial tras armar un escándalo en el aula (al parecer, había golpeado a una muchacha por negarse a adorar una imagen supuestamente sagrada que, por cierto, solo él podía ver, y los alumnos habían acudido en defensa de su compañera). Terapia de mantenimiento con diazepam y neurolépticos.
Según el último informe, Genaro persistía en sus delirios.
El Dr. Pizarro, que esperaba a un intelectual desmañado, de mirada vidriosa y gestos ampulosos, halló frente a sí a un hombrecillo enjuto, apocado y sonriente que examinaba el entorno con ojos infantiles.
Poco amante de los rodeos, consciente de que aquel tipo con aspecto de conserje no había obtenido las tres licenciaturas en una tómbola, el doctor disparó sin más preámbulos:
- A ver, Genaro, siéntese. ¿Qué es eso de las apariciones?
- Qué mesa más bonita, doctor, ¿es haya o roble? - sorprendentemente, una profunda voz de barítono surgió de aquel cuerpo esmirriado.
- Roble. Ahora hábleme de la Virgen. - Pizarro acorralaba por sistema a los pacientes, como el otro Pizarro, el padre, hiciera con gitanos y contrabandistas.
-No está aquí ahora, doctor, - Genaro alzó la cabeza y miró al techo, sonriendo - pero no anda lejos.
- ¿Desde cuándo ocurre eso, Genaro?, ¿desde cuándo se le aparece?
Genaro se levantó de la silla, respiró hondo y juntó la palma de las manos en gesto de oración. Pizarro miró al paciente con el desafecto de su profesionalidad curtida y anotó algo en un cuadernillo.
- Ay... ella es la reina del cielo, la santa presencia que ensancha mi alma...
- ¿Y qué aspecto tiene, es guapa? - el doctor Pizarro sabía que el paso de lo abstracto a lo concreto descolocaba momentáneamente a ciertos pacientes psicóticos. Genaro reaccionó, sin embargo, de modo inesperado: dejó de sonreír, frunció el ceño y se sentó de nuevo, con gesto enérgico.
- Voy a decirle que aspecto tiene - con la mirada fija en el doctor, parecía asumir con gravedad la enorme responsabilidad de tamaña descripción.
Se sucedió entonces un interminable monólogo cargado de abarrocados detalles sobre la figura, la indumentaria, la voz y demás atributos de la Santa Madre de Dios; semblanza que Genaro había ido atesorando durante las visitas con que le obsequiara la insigne Señora.
El retrato duró unos veinte minutos y el Dr. Pizarro se aburrió bastante, pero consideró prudente no interrumpir al visionario y se limitó a tomar algunas notas. Al fin y al cabo es la primera sesión, ya cabrán interrogatorios en futuros encuentros, pensó mientras miraba el reloj.
En el momento de la despedida, encajadas las manos, Pizarro sonrió al paciente:
- Nos vemos la semana próxima, Genaro. Cuídese y no haga tonterías.
- Gracias doctor, este despacho me gusta mucho y además...
De repente, una súbita presión en la mano sorprendió al Dr. Pizarro. Genaro le miraba con expresión arrebatada, clavándole los ojos. Cuando habló, las palabras surgieron de su boca con la solemnidad de un oráculo:
- La Inmaculada Madre de Dios me visitó anoche y me encargó un mensaje para usted (aquí Genaro encorvó la espalda y convirtió su voz en un susurro): "Hijo mío, tu esposa no sufre dolencias de cabeza sino de corazón, pues su aflicción es tu frialdad, tu desamor. Pronto verás vacía la casa donde vives pues ella buscará consuelo en otros brazos. Ahora prepárate para el llanto, hijo mío."
Genaro enderezó bruscamente el rostro y miró en rededor, como si despertara del sueño en un lugar extraño. - ¿He dicho algo inconveniente, doctor? A veces no recuerdo mis propias palabras... Adiós, doctor, gracias, doctor.
Ignacio Pizarro, doctor en psiquiatría, permaneció inmóvil ante la puerta cerrada, sumergido en una espesa niebla de perplejidad. Brotó de la memoria el rostro demacrado de su padre, atado con correas a la cama del hospital, poco antes de morir balbuceando incoherencias.
El pobre doctor se dejó atravesar por un escalofrío, y aquel sólido edificio interior que constituía su carácter y sus convicciones se tambaleó durante unos instantes.  Consideró que lo irracional, lo oscuro, lo inclasificable, tomaba miles de formas, - a semejanza del demonio medieval - mezclando verdad y mentira para así dominar al hombre.
Venceré, se dijo temblando, sin saber muy bien a qué se refería.
Aquella noche, el doctor Pizarro se mantuvo despierto en la cama, con la mirada fija en la espalda de su mujer.

Marlowe

Relatos FM

AJEDREZ


"¡Manden traer a la Torre, necesitamos una Torre aquí!", grita Caballo a los peones a su alrededor a quienes protege.
"Señor, no hemos podido localizar en donde está la Torre", contesta un subordinado.
Caballo inspecciona la lejanía, no sabe si lo que se ve a lo lejos es un Alfil o una Dama, solo observa un cuerpo blanco y esbelto; sabe que si se trata de una Dama están perdidos, al menos que la Torre, la única sobreviviente de una aventurada y temeraria incursión al frente, siga con vida.
Pasa el tiempo, nadie habla, Caballo intenta vislumbrar en la lejanía. "Tú, Alfil, deberías acercarte, al menos para apantallar a esa maldita Dama".
Alfil, atrás de Caballo, arrinconado e inservible desde hace rato ya solo espera lo peor. "De qué serviría, da igual que sea un peón eso que no puedes distinguir entre Alfil y Dama, si no hay Torre no tendremos muchas posibilidades a la ofensiva".
Caballo está furioso con Alfil, le molesta que hable así ante los peones que se miran asustados.
Al poco rato llega Caballo de Rey y el otro se muestra contento, al menos no los han olvidado.
"¿Qué pasa con la Torre?", pregunta el impaciente.
"Olvídate de la maldita Torre", contesta el otro.
"¿Está perdida?"
"Como si lo estuviera. Han cambiado los planes, corre hacia F6 y captura al Alfil".
Caballo sabe que no volverá a ver su gemelo, pero no dice nada y se apresta a realizar el viaje.
"Señor", lo aborda uno de los peones que lo ha acompañado desde que inició la partida. "Ha sido un honor".
Caballo hace una mueca, algo así como una sonrisa, y parte.
Su gemelo, con un semblante más duro, escupe, y el grueso salivazo se lo traga la tierra negra. Voltea a ver a los peones que muestran hidalguía. "No les será fácil", murmura Caballo y voltea hacia el cielo que empieza a oscurecer.

Santo Santiago

Relatos FM

¿¡LIBERTAD!?


      "Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con ese título. Hoy, que se me ha presentado la ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado volar la pluma a capricho."
                                                      
Gustavo Adolfo Bécquer


He aquí una afirmación categórica: "vivimos de espaldas a la realidad". ¿Alguien lo pone en duda? Pues sirva este relato para demostrar la injusticia de nuestro mundo. La sociedad en la que nos movemos, preñada de miserias y egoísmos, de intereses inconfesables y metas mezquinas, nos ha acostumbrado a esquivar unos problemas que deberían preocuparnos. Pero lo cierto es que solo nos interesa aquello que nos atañe directamente: como la familia, la vivienda, el coche, las vacaciones... Por ejemplo, la investigación médica resulta algo demasiado enigmático para la mayoría de la gente, hasta que padecen una grave enfermedad y precisan de un fármaco milagroso que les devuelva la salud... Puro egoísmo. Mientras tanto, los ríos se mueren, los mares se contaminan, los bosques se queman y el aire se envenena, porque el hombre necesita alimentos sin importarle la aniquilación de la fuente que se los proporciona: el propio planeta. El desequilibrio ecológico resulta un concepto demasiado lejano, lo consideramos un problema grave, pero que deberán solucionar las generaciones futuras. Sabemos lo que está ocurriendo y, sin embargo, nos empeñamos en cerrar los ojos ante la triste evidencia. Nos negamos a corregir nuestra errónea conducta, a poner remedio al nefasto comportamiento humano con el medio ambiente, incluso sabiendo que ese camino de paulatino y gradual deterioro tan solo conduce hacia la autodestrucción, al final de la vida de nuestro estimado planeta Tierra.


EN UN LUGAR DE ÁFRICA. 
Paul Ondieki, peón de una mina diamantífera sudafricana, permanecía atónito contemplando a su joven y bella amante Tamara Chesire, quien acababa de anunciarle su firme decisión de marcharse del país.
        Pero... ¿por qué? –inquirió él desconcertado, albergando en su fuero interno esperanzas de hacerla cambiar de opinión.
         Porque deseo conocer otros lugares y otras gentes. Necesito vivir en completa libertad –alegó con dulzura aquella muchacha, cuyas negras y hermosas pupilas brillaban de un modo especial, quizá de felicidad por haber sabido romper sus ataduras a tiempo.
        -¿Libertad?... ¿Acaso no eres libre de hacer lo que quieras? Por favor, Tamara, abre los ojos a la realidad. La esclavitud fue abolida hace mucho tiempo.
        ¿Qué entiendes tú por libertad?... ¿Que te permitan elegir mediante unas votaciones de dudosa legalidad a los caciques que van a seguir explotándote en una falsa democracia?
         ¿A mí? ¿Quién me explota?... Antes sí que éramos verdaderos esclavos, cuando se nos obligaba a trabajar todo el día a cambio de una miserable ración de comida y de un sitio para dormir en un sucio barracón –comentó Paul con evidente irritación . Pero ahora es diferente. Hago mi faena y me pagan por ello. Cobro un salario digno y puedo comprar comida, ropa, beber hasta emborracharme e incluso podría tirarme a cualquier furcia si quisiera. No soy ningún esclavo, Tamara. Ya no existen las cadenas ni el látigo.

         ¿Quieres saber dónde están las cadenas y el látigo? ¿De veras quieres saberlo, Paul? –preguntó ella dulcemente, con una voz suave, semejante al rumor del viento cuando acaricia las hojas de los árboles . Es cierto que antes trabajábamos por un plato de comida y que las mujeres se prostituían por unas monedas. Hoy las cosas han cambiado, por supuesto. Pero tú continuas siendo un esclavo de las compañías extranjeras porque sigues comprando la comida que venden al precio que te marcan, utilizas los vestidos que traen de sus países, bebes su licor pagándoles con tu salario y si acudes a alguno de sus burdeles, encontrarás allí a nuestras mujeres. Piénsalo bien, el dinero que ganas en la mina vuelve a ellos de muchas formas distintas. Esas son las invisibles cadenas que mantienen esclavizada a nuestra sociedad. Y aunque tengamos diamantes, oro, manganeso y bauxita debemos vendérselo todo a ellos, al precio que nos impongan. En esa dependencia económica está la clave de nuestra libertad y eso es algo que los países ricos nunca tolerarán... Yo necesito ser libre y por eso debo irme. Por favor, Paul, no me lo pongas más difícil. Esta será mi última noche contigo.
        Tamara se desprendió del vestido de algodón mostrando su lozana desnudez, comparable solo a la belleza de una diosa con piel de ébano, y avanzó hacia la cama dispuesta a consolar a su amante con el calor de su cuerpo y la ternura de sus caricias.

EN UN LUGAR DE EUROPA.

Marta Llach entró en el vetusto edificio experimentando un sinfín de sentimientos, pero resuelta a dar el paso definitivo de terminar con su triste y deprimente pasado por muy duro que se le antojase. Acababa de despedirse de la fábrica textil donde había trabajado durante diez largos años y ahora llegaba a casa de sus ancianos padres angustiada por la determinación de tener que decirles adiós. Sabía que sería una situación harto dolorosa pero estaba decidida a emprender una nueva vida lejos de la ciudad, a darle un verdadero sentido a su existencia, distinto de la monótona rutina que había llevado hasta entonces. Animada por una enorme fuerza de voluntad, dispuesta a no seguir siendo una mujer de carácter frágil y procurando mantener la calma en los delicados momentos que se avecinaban, acudía a visitar a sus progenitores para plantearles su irrevocable resolución.
       Al cruzar el umbral del tercer piso se vio invadida por un extraño sentimiento de culpabilidad y egoísmo. Notaba una honda congoja que le impedía expresarse con sinceridad puesto que le sabía que sus padres habían procurado sacarla adelante con los escasos medios económicos de los que disponían. Además, era preciso reconocer que tras una larga dictadura militar no existen excesivas posibilidades para que una familia humilde brinde un porvenir halagüeño a cada uno de sus hijos.
¿Qué tal? –saludó con su acostumbrada alegría.
    ¿Qué te trae por aquí a estas horas, Marta? –quiso saber su padre, sorprendido por una visita que resultaba tan intempestiva como imprevista.
         Bueno, solo quería despedirme de vosotros –confesó Marta deseando acabar cuanto antes con una situación tan desagradable.
Sus ancianos padres clavaron sus cansadas miradas en ella, esperando con la resignación propia de la edad que su hija quisiera ofrecer más explicaciones.
        ¿Pero cómo podía explicar sus verdaderas intenciones? ¿Cómo iba a confesarles que lo que en realidad deseaba era encontrar una solución a sus frustraciones?
         Voy a marcharme lejos una temporada. No sé cuánto tiempo estaré fuera, quizás unos meses o puede que... para siempre.
         Confío que sepas lo que haces y no tengas que arrepentirte luego –manifestó su padre en un tono carente de emoción . Hija, no cometas errores de los que más tarde puedas avergonzarte. Procura actuar siempre con dignidad sin mancillar el honor de la familia.

         Dignidad y honor son conceptos sobre los que nunca nos pondríamos de acuerdo. Para ti significa acatar sin rechistar las órdenes de los que mandan, callar ante la injusticia, cerrar los ojos ante la opresión y las brutalidades de la policía, no meterse en líos porque quién ostenta el poder posee la fuerza y, en consecuencia, la razón. Para ti el honor y la dignidad se limitan a tener la conciencia tranquila para descansar durante la vejez, disfrutando de la miserable pensión que el estado concede por una vida llena de privaciones y sacrificios. Lamentablemente, nuestra sociedad se basa en la explotación del hombre por el hombre –concluyó Marta enojada tras haber soportado en silencio durante años la amargura de una labor ingrata . Mírate a ti mismo, padre. ¿Qué has conseguido en esta vida?... Trabajar cuarenta años enriqueciendo a los demás para cobrar ahora una ridícula paga con la que malvivir hasta el día de tu muerte.
Dios sabe lo que hace –murmuró el anciano abatido, sabiendo que su hija tenía razón pero sin atreverse a admitirlo.
¿Dios?... No puede existir un Dios capaz de permitir semejante explotación. Ni que miles de niños mueran de inanición en Somalia, ni que los hombres se maten en guerras absurdas por cuestión de "principios", ni que se destroce el planeta talando bosques para fabricar muebles que solo están al alcance de unos cuantos, ni que se contaminen el mar, los ríos y el aire con tal de elaborar unos productos que necesitan los países desarrollados... Los hombres se matan por su maldito orgullo y por su desmesurada ambición, mientras muchos niños inocentes mueren cada día a causa de los efectos de la guerra o porque no tienen ni un mendrugo de pan que llevarse a la boca. Esa es la clase de mundo que hemos construido entre todos... y por eso me marcho, porque estoy asqueada y hastiada de la sociedad de consumo. ¡Lo siento, mamá! No he podido reprimir mis emociones –exclamó Marta ya más tranquila después de desahogarse y tras besar a sus ancianos padres, añadió-. Me voy.
        A continuación, salió del piso y estalló en sollozos con el corazón desgarrado por el dolor de aquella despedida, pero feliz de haber roto las últimas cadenas que la ligaban a un mundo vil.

David

Relatos FM

Los Monstruos de la sociedad


I
EL BIBLIOTECARIO
(Confesión autobiográfica)
A lo largo de la historia de la humanidad, el sueño más atrevido de los megalómanos ha sido querer dominar el mundo. Siempre he pensado que no hay mejor manera de conseguirlo que mediante el uso del miedo y por eso yo, Maxwell von Hindenburg, bibliotecario conservador del Archivo Nacional de Cataluña y experto en libros antiguos, he inventado un método para dominar Barcelona y después, si funciona, me lanzaré a la conquista del mundo.
Utilizando unos simples maniquíes, algunos miles de voltios, una sustancia correosa y extraña (que yo mismo extraje de un meteorito que cayó cerca de mi finca en Vinaròs) y un programa de terror informático para ordenador, os puedo asegurar que he descubierto la forma de dar vida a las peores pesadillas de la gente, es más, ya las he creado mediante las réplicas exactas o clonación de los personajes más terroríficos de la literatura universal.
Además, con un chip biónico acoplado al nervio óptico de mis creaciones (¿o quizá debería decir aberraciones?) puedo avistar sus andaduras por la Ciudad Condal.
Sin más dilación, voy a echar una ojeadita a la primera de estas creaciones, extraída del libro de Anne Rice: "la Momia".


II
MUSEO EGIPCIO DE BARCELONA
- Chicos, fijaos bien en este sarcófago. Mirad, eso son cartuchos. Aquí es donde los antiguos egipcios escribían el nombre del difunto y...
- ¡Seño, seño! Jonathan y Maxim han desaparecido –avisó un alumno.
- Estos chicos... Ya le advertí al director que no deberíamos haberlos dejado venir de excursión –aseguró la maestra a su colega de profesión.
   Mientras tanto, en un lavabo para caballeros del museo, los dos "fugados" se desfogaban increpando y criticando.
- Vaya coñazo de excursión. Yo quería ir al IMAX a ver una peli, no venir a ver piedras y fiambres –comentó Maxim subiéndose la cremallera de los pantalones.
- Sí, qué bodrio. Ahora podríamos estar jugando a la play en casa –le respondió Jonathan mientras se secaba las manos.
De repente, una silueta aterradora y envuelta en vendas antiguas irrumpió en los urinarios. Caminaba a grandes zancadas dirigiéndose hacia ellos y produciendo unos sonidos guturales espeluznantes. El bibliotecario miraba boquiabierto la escena. Los dos chicos, en lugar de asustarse se mofaban del ser.
- Mira, Maxim... Yo flipo. ¡Un tío disfrazado de momia! ¡A leches con él! (hay que decir que estos dos chicos no eran angelitos precisamente y, por supuesto, tampoco eran de aquéllos que ante una momia tratan de averiguar el misterio de su origen o la lengua que habla).
Von Hindenburg observaba la pantalla de su ordenador hipnotizado. El monstruo se protegía como podía de la paliza que le estaban propinando los dos "estudiantes". Sin ni siquiera dudarlo se afanó a pulsar la tecla "suprimir" y el monstruo pasó a ser un maniquí rodeado de vendas... y magulladuras.



- ¡No puede ser! ¡El mundo de la enseñanza cada vez está peor! Ahora entiendo a los maestros cuando se quejan de los alumnos –admitió el bibliotecario incrédulo-. Bien, quizá sea el turno de ver cómo se desenvuelve "Drácula", de Bram Stoker, un personaje que no tiene miedo de nada ni de nadie.


III
POBLE SEC
El vampiro aristócrata se movía con sigilo por las callejuelas del barrio de Poble Sec. No había una sola alma a quien acosar. De repente, de un portal oscuro, surgió un hombre con una bufanda a modo de pasamontañas.
- ¡Eh tú, burgués! ¡Dame er peluco, el aniyo de oro y la cartera si no quieres que te raje! –exclamó el ladronzuelo con acento andaluz mientras ponía la navaja en la barbilla del vampiro.
- ¡Te chuparé la saaangre! –contestó Drácula sin amedrentarse.
- ¿Pero que díses, pischa? ¡Venda, joder, dámelo tó!
Von Hindenburg no sabía qué hacer. ¿Suprimir este personaje o esperar a que el ladronzuelo se percatase de con quien se enfrentaba? El malhechor le robó el anillo y la cadena de oro. Luego huyó a grandes zancadas. El afligido vampiro permaneció quieto unos instantes sin saber cómo reaccionar. ¡Le habían atracado! Sorprendido abandonó aquellos callejones hasta llegar a un parque próximo y sentarse en un banco. Enseguida, un grupo de pandilleros salió por atrás y le dijeron que aquel lugar era su territorio y tenía que pagarles el peaje. Era la ley de la calle. Al negarse, los jóvenes sacaron unos bates de béisbol y lo molieron a palos.


- ¡Increíble! ¡La juventud actual ya no tiene respeto ni por los difuntos! ¡Venga, suprimir! –dijo agobiado el bibliotecario-. Creo que lo hará mejor una bestia feroz, un monstruo salvaje y despiadado. Es el turno de dar vida a una criatura infernal. ¡El perro de los Baskerville! ¡Ja, ja, ja!


IV
CALLE MARINA
A altas horas de la noche el restaurante chino "La Gran Muralla" estaba a punto de cerrar. Sus amos, los hermanos Xiao Peng iban a lanzar las basuras en el contenedor, cuando de pronto se encontraron con un colosal perro de color negro azabache.
- Mila, ¿ves lo mismo que yo? –preguntó uno.
- Sí. Un pelo abandonado. Poblecito...
El perro ladraba y enseñaba los afilados colmillos sin provocar ningún efecto en los dos asiáticos.
- Ven cosita, ven. Nosotlos los chinos tenemos un plovelbio: todo lo que tiene cuatlo patas y no es una silla o una mesa va directo a la cazuela –dijo el hermano más alto sonriendo pícaramente.
En cuanto escuchó tal comentario, Von Hindenburg, horrorizado, se echó las manos en la cabeza. ¿¡Serían capaces de hacer lo que se imaginaba!?
Cuando el perro se disponía a atacarlos, los dos hombres le golpearon con las bolsas de basura y lo dejaron aturdido. No tardaron mucho en llevárselo adentro. El creador de monstruos no podía dar crédito a lo que estaba observando por el chip óptico de la criatura. Acto seguido, los chinos pusieron en marcha los fogones y metieron al can dentro de una olla.


- ¡No tengo palabras por describir lo que siento! Jamás volveré a entrar en un restaurante de ese tipo. ¡Válgame Dios!... ¡Suprimir!... ¡Creo que ha llegado la hora de la artillería pesada! Blob, el terror que no tiene forma, ja, ja, ja, ja –rió el bibliotecario mientras pulsaba la tecla de Intro.


V
ZONA FRANCA
En la planta comarcal de reciclaje situada en un extremo de la Zona Franca, el monstruo sin forma surgía de un camión de los centenares que pasaban por allí a diario. No tenía una estructura definida. Era como una especie de gelatina rojiza. Poco a poco iba ingiriendo todo lo que encontraba delante e iba aumentando de tamaño. Al cabo de poco tiempo tenía las dimensiones de un trolebús. Se adentró en una cloaca y continuó absorbiendo ratas y detritus. De repente, se encontró cara a cara con un trabajador del ayuntamiento.
- Cada vez son más guarros los barceloneses –se quejó el operario de la brigada de limpieza-. ¡Mira que tirar un moco así! ¡Qué asco!
Cuando el hombre fue a limpiarlo con el aspirador, el extraterrestre lo succionó sin que la víctima pudiera siquiera gritar.
- ¡Por fin un monstruo que da resultado! ¡No sólo da miedo, sino que además mata a la gente! Nadie osará enfrentarse a mí. ¡Seré el alcalde vitalicio y aquel que no esté de acuerdo será absorbido! –exclamó eufórico Von Hindenburg.
Blob se desplazaba por el interior del alcantarillado succionando todo lo que hallaba a su paso: ratas, insectos, algún mendigo... El terror sin forma iba creciendo y creciendo hasta que llegó a un punto que ya apenas lograba moverse. Su apetito voraz la obligaba a seguir ingiriendo cualquier cosa.
- ¡No comas tanto, alien idiota! ¡Acabarás reventando! –masculló abrumado el bibliotecario.
Dicho y hecho. El monstruo alienígena se había quedado atascado y cambiaba preocupantemente de color. Era cuestión de tiempo que explotase. El ser gemía como si fuese un gato malherido. De rojo pasó al naranja, de naranja a amarillo, de amarillo a verde y al final de verde a violeta. Un par de segundos después, reventó dejando toda la cloaca y una buena parte de la zona portuaria embadurnada de aquella especie de sustancia viscosa.
- ¡Vamos, chicos! Debemos contribuir con la madre naturaleza –explicó una maestra que se dirigía al puerto de excursión con sus alumnos-. Unos vándalos han dejado la acera hecha una porquería, pero nosotros lo arreglaremos. Venga, poned todos los chicles dentro de esta bolsa.
- ¡Cómo es posible que la gente sea tan majadera! –objetó con un mohín el conservador aprendiz a científico-. ¡No son chicles, señora, son trozos de sustancia extraterrestre! ¡Maldita sea! Por hoy se me han acabado los monstruos, pero mañana seguiré creando más. Y en esta ocasión será la definitiva. ¡Nadie me impedirá dominar Barcelona y luego el mundo entero! ¡Nadie!
Cerró el ordenador y al caminar hacia la salida del laboratorio encontró un viejo diario donde pudo leer varias noticias interesantes. De pronto, tuvo una brillante idea.



VI
AEROPUERTO DEL PRAT
   - Atención a todos los pasajeros. Un avión con destino a Palma de Mallorca ha sido desviado de su ruta. Por el momento de desconoce la identidad de los presuntos secuestradores y sus motivos. Ningún aparato despegará del aeropuerto hasta nuevo aviso. Disculpen las molestias.
   Aprovechando el tumulto y la confusión generados por el incidente aéreo anunciado por megafonía, un magrebí provocó la histeria colectiva dentro de una tienda de Duty-free enseñando el Corán y una pistola de agua (obviamente la gente ignoraba que era inofensiva). Al mismo tiempo, un jugador de fútbol muy famoso (cuyo nombre empieza por "Mes" y acaba "si") fue agredido por un perturbado mental provocándole lesiones de cierta gravedad y causando el pavor entre los aficionados y seguidores de su equipo que muy pronto iba jugar la Champions League europea.


VII
EL BIBLIOTECARIO OTRA VEZ
(Reflexión Final)
   A tenor de los fracasos acumulados he llegado a la conclusión de que los monstruos de antes ya no dan miedo. Pero gracias al viejo diario me percaté de la realidad de nuestra sociedad. Es racista. Se espanta sólo ver un hombre con turbante. Se preocupa demasiado por cosas tan superficiales como el deporte. He sido capaz de provocar el pánico utilizando los clones de personajes odiados por la gente: un musulmán armado con una pistola de agua y un Corán comprado por Internet y un perturbado mental golpeando a una estrella del fútbol. Pese a ello, sigo sin entender el talante de la sociedad actual. Podría calificarse nuestra sociedad de... como diría... ¿Monstruosa?

Héctor

Relatos FM

EL PREMIO


Caminaba meditabundo por el pasillo carmesí, bajo el estruendo de los vítores. Pensaba las palabras exactas que diría al recoger el premio. Calculaba el tiempo otorgado a cada premiado y contaba, según la velocidad y el ritmo de sus palabras, cuántas podría relatar. Pero sobre todo, qué debería decir, y qué dejar en el más absoluto olvido.
-"Gracias por este fabuloso premio...."
El premio Nacional de Música, modalidad Composición. Todo se precipitó con el último galardón recibido. El Gran Premio Ernst Von Siemens, el pasado mayo. Muchos lo consideran el Nobel en su categoría. Traía consigo un prestigio incalculable. Y sus 200.000 euros.
Para paliar el desafortunado olvido con su arte, se especuló seriamente concederle también el de Interpretación; pero motivos meramente políticos lo desaconsejaron. Debían agradar a personajes más mediáticos, y este joven intérprete ya tendría suficiente con un galardón. Hubiera sido la primera vez desde que se instauraron, allá por los 80. El jurado sabía que se lo merecía. Sus compañeros también. Incluso él. Pero todos tenían la certeza que el nuevo genio no iba a mover ningún hilo, no iba a pelear por conseguirlo. Era extrañamente ajeno a todo ello.
Tan solo vivía para la música.
Veinte años atrás jamás habría imaginado estar en un anfiteatro, con público de pie, ovacionándole. Tarde tras tarde. Actuación tras actuación. Y mucho menos recoger un premio de esta naturaleza. El reconocimiento a su carrera como compositor, concertista, innovador, creativo y creador... en tu propio país. ¡Con lo difícil que es ser profeta en tu mismísima tierra!
Gracias a este premio, le habían llovido los contratos. Algunos interesantes, como ayudar a crear una sinfonía entre niños de varios países con discapacidades diversas, pero con la nota común de su idolatría por la música. Sencillamente maravilloso. Otras, verdaderamente estúpida, como componer la melodía que sonaría machaconamente en todos los medios de comunicación para el supuesto caso de que concedieran las Olimpiadas del 2020 a la ciudad de Madrid.  Y si no se la concedían, dormiría oculta en un cajón. Pero sería religiosa y muy gratificantemente pagada.
Prestigio y dinero.
Si. Gracias a ese estúpido premio. Pero, en realidad, si había de dar las gracias a alguien era a su madre, que Dios la tuviera en su gloria o donde estuviese.
-"...y sobre todo quiero agradecérselo a mi madre..."
Se miró las manos y se las retorció. Se fijó en sus dedos, en sus uñas sanas, brillantes, perfectamente limadas y arregladas. Recordó a su madre, pegándole con una pesada regla de madera en la boca cada vez que le sorprendía oculto, mordisqueándoselas.
"Eso es asqueroso. ¡Si pareces un pordiosero!"
Sonrió. Se rozó la parte del incisivo partido.
Se volvió a mirar las uñas. Ya no había rastro de comeduras ni de padrastros mal cortados.
"Bueno, al final lo conseguiste. Ya no me las muerdo. Ni siquiera me apetece hacerlo. Es más, cuando veo a alguien entre el público royéndoselas, me dan ganas de detener la audición y echarle a patadas."
Recordó de nuevo a su madre. Su cara enjuta, sus ojos pequeños y agudos, su sonrisa escasa. Su rectitud enfermiza. Su severidad. Su extrema, exagerada y hasta dramática severidad ante cualquier fallo, error, traspiés, estúpido desliz o indiscreción que pudiera cometer involuntariamente. Como cuando le confesó, con la inocencia de sus once años que, de mayor, le gustaría ser ingeniero. "¿Por qué?", le preguntó ella.
"Porque me encantan los puentes. Me gustaría poder fabricar uno muy muy largo, como esos que vimos en la revista. Primero construiría uno pequeño, que cruzara el río de una ciudad importante, como el puente de Londres. ¡Qué bonito es, tan azul! Pero luego me gustaría poder hacer uno laaargo, que uniera varias islas, o incluso que uniera dos países cercanos."
Eso recordaba vagamente que había contestado. Si. Más o menos. Pero lo que recordaba con una nitidez asombrosa era la respuesta de su madre.
-Pues debes empezar ahora mismo a prepararte, porque sólo te consentiré ser ingeniero si eres capaz de construir el puente más perfecto de todos los que se hayan levantado hasta ahora.
Y su vida se convirtió en un auténtico calvario. Ya no hubo más partidos de futbol, ni tebeos, ni dibujos animados. Cada minuto de tiempo libre que tuvo, era empleado en asegurar una buena base para su futuro. Todos los juegos fueron construcciones educativas, mecanos y puentes levadizos. Todos los libros hablaban de materiales, de estructuras o de colores. El televisor ya tan solo emitía documentales de edificaciones singulares.
Así que antes de que pudiera llegar a apreciar un buen puente que uniese varias islas entre las olas embravecidas del océano, comprendió que jamás sería ingeniero, porque antes de siquiera llegar a plantearse nada, odió con todas sus fuerzas todo lo relativo a ese mundo.
Sin embargo no se atrevió a contárselo a su madre.
Y siguió engullendo documentales. Pero sin atender en absoluto a lo que decían. Tan solo escuchaba la música que acompañaba las explicaciones. Cerraba los ojos y se dejaba llevar. Empezó a distinguir un violín de una flauta. Pero, más adelante, consiguió  diferenciar el sonido agudo de un violín, o incluso de un primer violín, y el más grave de una viola. A diferenciarlo y a apreciarlo. Con trece años consiguió que un compañero de clase le diera unas nociones básicas de solfeo. Y de ritmo. Y de melodía. Él atendía con interés desbordado y, al llegar a su casa, estudiaba, completaba, ampliaba lo que había aprendido. Pero en el más absoluto secreto. No estaba convencido de sus emociones y, sobre todo, no quería que su madre entrara en escena y destruyera lo romántico y puro que existía en su más reciente descubrimiento.
Así que lo ocultó.
Sabía el peligro que corría, y, aun así, se arriesgó.
Pero, desgraciadamente perdió.
Su madre lo descubrió. Un poco tarde, porque él ya estaba seguro de lo que sentía sobre la música. Pero no demasiado, porque todavía podría corregirse esos vicios iniciales de principiante que arruinarían inevitablemente su hipotética carrera de músico consagrado.
Si cuando confesó su admiración por los puentes su vida se complicó, aquello no fue nada comparado con lo que se le vino encima. Academias, conservatorios, clases particulares, profesores estrictos, castigos durísimos, ensayos interminables. La sombra alargada y silenciosa de su madre le acompañaba siempre. De día y de noche. Cada error que cometía se convertía en un severo castigo. Cada vicio adquirido requería cientos de horas de correcciones. Cada dificultad nueva se combatía con más y más trabajo.
Pero todo lo aguantó. Todo lo soportó porque, verdaderamente había descubierto su auténtica vocación. Amaba la música. Estaba hechizado con el sonido que conseguía al alcanzar una tonalidad lejana. Escribir, nota a nota las partes de dos o tres docenas de instrumentos que deberán sonar conjuntamente, tras innumerables ajustes y reescrituras y nuevos ajustes. Y ser meramente suya. Crear melodías inexistentes hasta que él, él mismo las había descubierto y las había sacado a la luz para poder ser disfrutadas por cualquier persona, amante o no de ese maravilloso arte.
Pero de igual manera que empezó a amar la música, comenzó su odio irreversible hacia su progenitora.
Cada golpe que recibía, cada castigo que le imponía, cada profesor despedido por mostrar algún leve síntoma de compasión ante un adolescente realmente dotado para la música, era correspondido con un punto más de odio. De odio. De verdadero resentimiento y odio.
En las audiciones trimestrales de la academia era ovacionado. En los conciertos que empezó a dar en el conservatorio era fervorosamente aplaudido. Él, serio, agradecía esas muestras de admiración y, silenciosamente se retiraba. Pero corría a algún lugar seguro, oculto y lloraba de la emoción. Sus manos temblaban y su cuerpo se encogía. Amaba la música, si, y la música parecía también amarle a él.
Luego, cuando su  madre le encontraba, siempre la misma idea, siempre las mismas palabras.
-No ha estado mal. Pero puedes hacerlo mejor. Debes perfeccionarlo para llegar a ser el único. El mejor.
Él callaba y, con la cabeza gacha, asentía. "Dios, cómo te odio".
A los 18 años entró en una escuela de alto rendimiento para músicos notables y ello fue el fin de su cautiverio. Curiosa paradoja. Se despidió de su madre una mañana lluviosa, cargado con sus pertenencias, y ya nunca más la volvió a ver. Su madre enfermó y murió al cabo de unos pocos meses. Él la visitó una vez al hospital. Consideraba que era su obligación. Pero debido a una complicación, fue operada de urgencia. La operación duró casi veinte horas. Después pasó 48 más en reanimación, pero él ya no podía esperar más. Debía dar un concierto en Hamburgo. Los organizadores le propusieron retrasar la fecha, o incluso cancelarlo. Pero él se opuso tajantemente.
-A ella no le habría gustado – dijo.
Y durante ese concierto, en medio de un solo en la menor en el que toda la orquesta cerraba los ojos al escucharle para no distraerse ante nada, su madre expiró.
Él lo sintió.
Fue su auténtica consagración. La crítica dijo que no se había visto a nadie con tanto talento natural desde... desde incluso el malogrado Mozart. Había que remontarse a los clásicos para poder equipararlo a alguien. Tal vez con el "padre de la sinfonía" Joseph Haydn, o con Beethoven y su música fresca  ligera hasta que su sordera la convirtió en épica y turbulenta.
Su música, a partir de entonces, fue mucho más libre, más etérea, más salvaje. Entró en una dimensión desconocida para él, y para la mayor parte de sus profesores, que se limitaban a corregir pequeños errores de forma, deslices perfectamente perdonables ante tantísimo talento.
Recorrió el mundo entero. Regaló a todo aquel que quiso escucharle, esa música que le nacía desde dentro y que era tan distinta a lo que se había escuchado hasta ahora. Sus composiciones eran alabadas con unanimidad de público y crítica. Sus grabaciones se agotaban en los estantes de las tiendas de música en horas.
Escribió libros. Sobre música. Sobre esfuerzo. Sobre pasión.
Creó una fundación para familias amantes de la música, pero carentes de recursos. Y una organización sin ánimo de lucro que deleitaba a niños enfermos. Y dio muchos, muchísimos conciertos benéficos.
Pero nunca volvió a mencionar a su madre.
Nunca, hasta aquella noche. Ante un aforo de familiares de los restantes premiados y personajes importantes, nacionales e internacionales. Incluso, algunos políticos y ministros. Pero, sobre todo, periodistas cubriendo el evento que harían que sus palabras dieran la vuelta al mundo en cuestión de segundos.
"...sin ella, sin su perseverancia y su constancia, me habría sido imposible llegar a dónde estoy ahora. Gracias, madre".
El público, conociendo la anécdota de su orfandad temprana y su profesionalidad al no  suspender aquel concierto, estalló en una merecida ovación. Hasta el protocolo fue algo más laxo con él, porque  la aclamación no fue sofocada hasta muchos, muchos minutos después que él abandonara el escenario, con el público entregado a ese músico tan recto y cauto ante todo.
Se retiró y, de nuevo, como hacía cuando era un mero principiante, oculto en la clandestinidad, lloró de emoción. Le temblaba el cuerpo. Temía que se le cayera el premio de las manos y se destruyera en mil pedazos, en mil ilusiones quebradas. Sabía que ya tan solo dependía de él. Su éxito o su fracaso, su genialidad o su vulgaridad.
Nadie pudo apreciar el gesto que hizo, indicando con la figura reluciente insertada en un estuche de terciopelo que no; que ya nadie le podría atar ni ahogar. Ni gritar. Ni ordenar. Que era libre y no se sentía en deuda con nadie. Y muchísimo menos con su madre.
-¡Ojalá te estés pudriendo en las entrañas de la tierra! 
Recogió su abrigo del guardarropía y, atándose la bufanda blanca de cachemir al cuello, salió a la calle, tranquilo, sereno. Respiró el aire fresco de la noche y, tras un leve saludo a los encargados del recinto, se marchó.

CASA CON JARDÍN