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V Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 23, 2013, 15:22:11 PM

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Relatos FM

El hotel



   El viejo se quedó sentado sobre la cama sin hacer nada. Mano sobre mano, no sabía que hacer. Pasó un rato infinito mirando, desde un lugar muy lejano, una de las paredes, la que tenía en frente. Por fuera, él era noventa y dos años que tiraban como buenamente podían a ningún lado, simplemente intentando seguir igual algo más de tiempo. Por dentro, tenía miedo en aquel momento. Estaba acojonado, y también triste, y nervioso. Se hubiese puesto a llorar, pero no acababa de cruzar ese umbral y lo habían educado en que eso era de ser un blando, cosa impensable. Se sentía vacío. Lo nuevo lo pasaba por encima y un instinto de niño pequeño lo mandaba estarse quieto, callado. Hubiese dado un Potosí por volverse invisible o transportarse a un sitio conocido y seguro, a casa, por ejemplo, y allí ponerse a ver la tele en paz.
   La **** verdad (que la verdad suele serlo) es que el sitio no era malo, pero eso no importaba mucho. Él había estado en agujeros mucho peores, dormido en el suelo y gastado días y noches en lugares infinitamente más apestosos. "Parece un hotel". Ese rosario se lo habían repetido un millón de veces para convencerlo y hacer que pusiera buena cara. Describiendo la habitación, todo estaba en morados muy relajantes y lleno de la fría impersonalidad que a un cuarto le suele impregnar la decoración profesional estándar: la cama, el váter limpio con olor a desinfectante y adaptado, el diseño cuadriculado, los cuadros con fotografías de paisajes... Como fuera, no dejaba de ser un establecimiento en el que se aparcaba a la gente, algunos definitivamente, a esperar al tío de la guadaña. Sólo unos pocos estaban por temporadas, temporadas en que las familias tenían compromisos, imprevistos y despropósitos debiendo usar la "perrera para viejos".
La senectud, el personal en blanco sanitario, las conversaciones en el pasillo o la sala de estar entre ancianos dementes en sillas de ruedas con superpuestos monólogos inconexos y delirantes, las pastillas, los pañales y demás materiales, las comidas con especificaciones (ligeras, con y sin azúcar, papillas); todo eso se fundía en un crisol triste. Un buen sitio para un final, o mejor dicho, para el final y simplemente un sitio, ni bueno ni malo, sin la épica de las películas, con demencia, orina, enfermedad y deterioro. En unos años nadie se acordaría del viejo, de que estuvo allí, de que ninguno de ellos pasó por allí. La humanidad solo recuerda a Julio Cesar y compañía. Quizá sea porque siempre fue mejor un mártir que una vieja gloria.
   Alguien, uno de los trabajadores de la residencia, llamó a la puerta, pasó adentro y le dijo que iban a servir la cena. El bajó despacio y se sorprendió cuando le asignaron un sitio determinado. Era cerca de la puerta y quiso creer que era un asiento especial, no que se los asignaban así en función a la comodidad para tenerlos bajo un cierto control. La cena no fue memorable, pero el postre eran unas natillas. ¡Algo es algo! Después, y hasta que le avisaron que debía irse a la cama, estuvo en la sala de la televisión esperando que pasase el tiempo otra vez. No podía hablar con nadie porque no tenía confianza y sufría de la maldición de estar bastante lúcido (para su edad, como solían comentar) en un ambiente dónde eso no era regla; el estigma del tuerto, rey o no, en el país de los ciegos. Subió a su habitación, se puso el pijama y se metió en la cama.
No podía dormir. En lo oscuro todo le parecía más amenazador, más inquietante. Se intentaba consolar en que solo iban a ser unos días, hasta que se pasase la boda y su familia volviese a por él. Fue una noche muy larga.

Alejandro Montemar

Relatos FM

Si se puede



-¡Si pude!, y eso que decían que no lo iba a lograr, que el vino era más fuerte que mí voluntad... ahora les puedo decir; ¡veánme!, todos son unos pesimistas, nadie me creía capaz; hoy estoy sobrio y ya van dos meses que así estoy, que bien me siento, no lo niego, si extraño esos efectos que me hacían sentir diferente, que mis problemas se veían pequeños, que al otro día claro que iba a hacer cosas que había dejado inconclusas. ¡Si pude dejar al alcohol!; dudaban de mi, todos pensaban que me iba a ir a la ruina, que destruiría mi matrimonio, el respeto de mis hijos, pero no, ¡sí pude!; con la voluntad se pueden hacer cosas y hoy la mía es que no lo volveré a probar; 20, 20 años estuve atado a él, hoy, de golpe... lo abandono.
Que meses aquellos en que para ti, esposa mía, los días eran normales: podías ir de compras, al súper, divertirte en el parque con nosotros, tu familia; y yo mientras tanto no dejaba de pensar, de esperar un momento, de apartarme de tu vista para ir a corriendo a la vinatería; lo que sentía correr libre por mis venas era vida para mí, que importaba tu rechazo, o el de mis hijos, el mal olor que salía de mi boca si yo solamente pensaba en el tranquilizante efecto etílico.


Lunes temprano, empieza la semana;
no con agrado pero reconozco que el día se ve distinto
sí sobrio despierto.

No eres tan difícil de librar,
y a veces me haces falta;
Vino, ¿qué voy a hacer contigo?,
te extraño, siento que te necesito para escapar de la realidad y poder soñar,
no queriéndome enterar de ¿por qué hay gente que sufre demás?;

Cuando no estás, al otro día me levanto muy bien sin ti,
me siento liberado de no haber en tus redes la noche anterior caído;
cada vez que me sobrepaso me haces odiarte a la mañana siguiente.

Vino...
¿qué voy a hacer contigo?. 



Yo que estaba enfermo, que creía que sin él no había diversión en alguna reunión familiar, en alguna fiesta, que equivocado estaba; hoy es un nuevo día de ganarle a la vida, de hacer grande este momento porque otra vez estoy sobrio, ya no tiemblo, ya no tengo que esperar un descuido de mi mujer para un trago dar, ya no tengo que esconder mis botellas, ah, soy otro, ya no estoy nervioso.
Tengo –ya lo demostré- voluntad, no soy su esclavo, ya me liberé; me prometí que lo iba a dejar y sé que no es mucho tiempo, dos meses no son nada, pero por algo se empieza, que bien me siento. Sí, lo reconozco, necesité una motivación, algo que fuera más fuerte, algo que me hiciera recapacitar, lo reconozco; ese niño –gracias a él- lo que los grandes no pudieron, ese chiquillo sí, él y ese semáforo que no vi –estaba tan ebrio- ese rechinido de llantas que de nada sirvió, él al hospital fue a dar y a mi me encerraron en este lugar; junto con mi vergüenza y soledad; decían que no podía que el alcohol, que siempre iba a estar en mi, se equivocaron; por eso una silla de ruedas al pequeño regalé, ¿qué más podía por él hacer?, es de la mejor,¡ mucho tiempo le va a durar, el tiempo que sea necesario que ahí tendido –mientras viva- él esté..
Ahora por fin el vicio abandoné, ¿verdad que sí pude al alcohol dejar?, decían que no lo iba a lograr, pero todos se equivocaron; dos, dos meses llevo encerrado en este lugar, los mismos que no he probado ni siquiera una gota de vino, veánme, ilusos, hoy sobrio estoy.

Damautefi

Relatos FM

Prisión de silencio



     Cada día al levantarme eres el primer pensamiento presente en mi memoria, indeleble como un tatuaje, por un segundo imagino que estás a mi lado y el día de pronto se torna más brillante, aunque las gotas de lluvia golpeen en mi ventana y los rayos retumben violentos, rasgando el azul del cielo.  Silenciosa atesoro ese pequeño momento, lo reservo para que perdure el resto del día.  El mundo es un lugar más bello, porque te encuentras en el, cada experiencia vivida es mejor si la acompaña tu recuerdo. 
     Único ha sido el día, en el que mis ojos te conocieron, esa imagen atrapó irremediablemente mi corazón y mi alma.  Desde entonces el amor que siento, crece con cada día que pasa.  Fui descubriendo detalles fascinantes de tu personalidad, incluso tus defectos forman parte de tu perfección, porque ante mis ojos eres el hombre ideal, fui descubriendo la compatibilidad de nuestras almas.  Somos tan similares, incluso viniendo de mundos tan diferentes, opuestos como el día y la noche ¿Cómo es eso posible? ¿Cómo pueden existir en el mundo dos personas tan compatibles? Como dos gotas de agua.
     Te escucho hablar y puedo jurar, que son mis palabras las que recitas, he estudiado cada pequeño detalle de tu rostro y memorizado hasta la expresión más insignificante.  Tu cara refleja el gozo y el enojo, el desconcierto y el desacierto, incluso ruborizadas tus mejillas, resulta obvio que tus contrastes, brindan el mejor entretenimiento que mi vista puede acoger.  Me deleito contando los lunares de tu espalda, estrellas negras sobre un lienzo blanco y terso.
     Me alegran tus victorias y conquistas, reafirman la calidad de persona que eres.  Me duele tu tristeza y melancolía, ¿Qué no daría por poderte consolar? Prestarte mi hombro si necesitas llorar, darte mi corazón palpitante y arrancarte esa pena que te lastima, borrar el amargo de tu boca con un dulce beso.  ¿No lo sabes mi amor? Lo que estoy dispuesta a darte.  Lo que estoy dispuesta a hacer, para poder aliviar tu pena, para limar las asperezas que corroen la plenitud de tu vida.  Si pudiera cargarlas por ti lo haría, sin dudarlo.  Penitencia haría con tal de verte sonreír.
     Cada cosa que hago quisiera compartirla contigo, sentarnos sobre el pasto verde, mientras el viento nos acaricia el rostro, podría soportar que sus dedos invisibles se metan entre tu cabello, que el calor abrazador del sol roce tus mejillas, mientras yo pueda observarte, con eso me conformaría.  Porque eres la imagen viva de la belleza, que se despliega desde el interior de tu alma, hacia afuera.
     Te he esperado tanto mi ángel bendito, ha sido toda una vida esperando tu llegada, te busqué en cada calle, te esperé cada domingo en la puerta de la iglesia, solo las bancas del parque saben cuantas horas aguarde a que pasaras, que desapercibido te voltearas y notaras mi presencia, con ansias aguardé en la cola del cine, sentada en la barra del bar, buscaba entre el humo y las luces que aparecieras y me rescataras de mi miseria, la miseria de no tenerte.  Horas completas aguardando, pronto se convirtieron en días y después en años, décadas permanecí pasiva, guardando mi vida en un cajón, reservándola para compartirla contigo.  Siempre con la esperanza, un deseo latente de encontrarte a la vuelta de la esquina.  Por eso ahora que te he encontrado, no puedo dejarte ir.
     Que fuerte me has herido amor implacable, que duro has golpeado este frágil corazón, que no sabe amar sino esperar.  Pero tanto es lo que te amo, que podría seguir aguardando por una mirada, en esta vida y en la siguiente.  Tu felicidad es lo que más anhelo, aunque no la encuentres a mi lado, porque tan grande es lo que siento, que estoy dispuesta a dejarte ir, aunque en el acto me destruyas por completo.
     Aún así quedaría una esperanza, porque en mis sueños la sombra de tu recuerdo viviría.  Porque en mis sueños somos tan felices y me amas como yo a ti.  ¿Acaso no es lo mismo soñar que vivir? Mientras sueño, no me doy cuenta que aún duermo, en mis sueños tu vives latente, nuestro amor florece, incluso puedo sentir tu mano tibia tomando la mía, tu boca devorando hambrienta mis besos, tu abrazo asfixiándome en la más hermosa de las muertes, lenta y placentera.  Ahí tenemos una vida, un lugar solo para nosotros, donde el mal no puede tocarnos, donde los cielos se tiñen de violeta y naranja.  Ahí tu me conoces, me llamas por mi nombre, que suena melodioso cuando se desliza entre tus labios.
     ¿Quién puede asegurar que está dormido o despierto? Si fuera así no quisiera despertar, podría permanecer dormida si eso me permitiera estar a tu lado.  Porque un segundo después de despertar, me doy cuenta de la realidad, que se clava en mi pecho como un puñal, que severa es conmigo la realidad, por eso durante el día he logrado imitar, lo que en la noche la inconsciencia me permite presenciar, todo tu ser, el sonido de tu voz, incluso tu aroma, que aspiro, llenando mis pulmones cual si fuera oxígeno, me encuentro soñando despierta, en plena reunión laboral.  Pues no puedo elegir la hora ni el lugar, tú estás donde mi mente está.
     Te respiro al despertar, tu imagen es lo último que veo al acostarme.  Hermosa obsesión que raya en idolatría, porque no solo le he sido infiel a DIOS, también he sido infiel conmigo misma, porque ya no vivo por mí, vivo por ti.  Ingrato amor, que me llevará directo al infierno, haciendo una parada por el purgatorio.  De nada me sirve pasar por el confesionario, porque no es arrepentimiento lo que hay en mi corazón, sino una continua necesidad de adorarte, con cada centímetro de mi ser.  Puedo entender porque la idolatría es un pecado, dejas todo y a todos por el ser amado, dejar tu vida en pausa por el objeto de tu amor.  Porque ese amor insano domina, esclaviza, destruye.
     De hecho el infierno existe aquí en la tierra, porque estoy condenada a una prisión de silencio, estoy condenada a callar, estoy condenada a seguirte esperando, por toda la eternidad.  Daría mi último aliento de vida a cambio de una mirada tuya, a cambio de conocerte, ¿Por qué yo te conozco? Y tú ni siquiera sabes que existo, porque te amo en el sigilo, en la penumbra, a las sombras me oculto, porque no puedo gritarlo.  Porque no abandono la esperanza de que nuestros caminos algún día lleguen a cruzarse, porque camino con la ilusión de encontrarte a la vuelta de la próxima esquina. 

Joanna

Relatos FM

AMIGO ENEMIGO



Cuando Miguel despertó le ardían las manos. Había caído boca abajo y sentía un fuerte dolor en piernas y brazos.
A primera hora habían intentando otra vez, no sé cuantas veces lo hicieron durante esos días, asaltar la cota 565. Un punto alto de la sierra de Lavall que habían conquistado los nacionales de la 1ª de Navarra el 1 de septiembre.
Despejado de vegetación y formado casi todo por roca, sin tierra con que cavar trincheras o formar parapetos, todo lo más que podían hacer era ascender por la ladera e intentar asaltar la cota a la carrera después de una o dos horas de martilleo continuo de la artillería propia.
Entre ellos y la cota del demonio había una posición intermedia que llamaban "el castillete". Un grupo de piedras que permitían, cuerpo a tierra, salvarse de los tiros de los nacionales. Sólo desde allí era posible realizar el asalto final a la 565.
"El castillete" cambió de manos no menos de diez veces en aquellos días de 1938. Al ataque de unos seguía el contraataque de los otros, en un vaivén que nunca definía nada porque costaba muchas bajas.
La noche anterior la compañía de Miguel había tomado por sorpresa el jodido "castillete". Los cuatro fascistas que quedaron con vida fueron eliminados a tiro de pistola. Echaron sus cuerpos fuera, haciéndolos rodar por la pendiente que había al este, hasta unirse con los del resto de infelices de uno y otro bando que cayeron aquellos días. No se podía tener prisioneros  en un lugar así.
Otros cuerpos yacían entre el castillete y la 565. Era difícil que se pusiesen de acuerdo para recoger a los heridos. Los muertos se hinchaban al sol y desprendían un hedor insoportable.
Después de haber descansado un poco, tras la toma del "castillete", viendo que los franquistas no lanzaban el esperado contraataque, la veintena de republicanos se decidió a intentar la conquista de la cota. La inacción de los nacionalistas invitaba a pensar que carecían de fuerzas suficientes.
Asomando la primera luz entre las crestas de la sierra, tras un gesto del teniente, se encomendaron al diablo, divididos en dos grupos de diez abiertos a los laterales.
Miguel corrió pendiente arriba como nunca creía que podría hacerlo. El miedo, la necesidad de escapar de aquel infierno y el odio que acumulaba desde lo de Badajoz, le hacían volar entre tanta piedra.
Pero una granada lanzada desde la posición de los franquistas acabó con su carrera dejándole inconsciente e hiriéndole en las manos, haciendo que al caer hacía atrás rodase rompiéndose la pierna derecha y ambos brazos, además de una brecha en la cabeza.
Los demás tampoco llegaron más lejos que él, cayendo uno a uno sin remedio, machacados por los nacionales que habían tenido la suficiente paciencia como para esperar pudiendo acabar así con aquellos infelices sin apenas esfuerzo.
Hacía mediodía un grupo de internacionales que, pese a la retirada decretada por el Gobierno de la República se habían unido a nuestra compañía, retomó el "castillete".
Miguel, que se encontraba caído hacia mitad de camino entre las posiciones franquistas y el espolón rocoso recién conquistado, despertó y sin ser consciente aún de la situación en la que estaba profirió un fuerte grito buscando ayuda:
-   ¡Aaaaaaaaaaaah! Ayuda... Estoy herido... Ayuda...
-   Cállate **** rojo – le espetó una voz cercana, a no más de un metro, ladera arriba, en tono bajo como no queriendo ser oído.
-   ¿Quién habla? – contestó Miguel en su timbre de voz normal.
-   Que te calles de una puñetera vez, que nos van a matar... Es que no te das cuenta que o los tuyos o los míos como nos oigan nos van a pegar un tiro.
-   Fascista cabrón, te mato...
-   No sé cómo. Llevo un rato viéndote y si no tienes los brazos rotos será milagro. Habla más bajo, ****...- le dijo de nuevo en voz baja.
Al oír eso Miguel comprendió que poco o nada podía hacer salvo bajar la voz.
-   ¿Tú estás también herido? – preguntó Miguel.
-   No te jode. Estoy tomando el sol. Claro que estoy herido. No me puedo mover...
-   Te jodes.
-   Lo mismo digo cabrón.
La conversación se interrumpió por un nuevo bombardeo de mortero y cañones republicanos que no duró más de media hora. Unos tres proyectiles impactaron cerca de ambos.
-   Rojales, ¿sigues ahí? – Volvió a oírse en voz baja.
-   Sí.
-   Mira que sois malos tirando. Lleváis un mes intentando machacarnos y no hacéis más que tirar árboles.
-   Sois unos cobardes. Estáis escondidos como conejos en vuestras madrigueras. Los hombres luchan de frente.
-   De frente lleváis vosotros toda la guerra. Huyendo de frente quiero decir.
-   Si salgo de esta te juro que te busco y te mato, hijoputa...
-   Tranquilízate y guarda fuerzas hasta que vengan a recogernos los míos o los tuyos... Se te va a ir la fuerza por la boca. Ya te buscaré yo a ti...
Miguel perdió de nuevo el conocimiento agotado por el dolor. Cuando la tarde caía y comenzaba a sentirse la bajada de temperatura despertó de nuevo.
-   ¡Fascista!... ¿estás vivo?
-   ¡Hombre! Creía que ya habías estirado la pata, rojales.
-   No, todavía tengo que curarme para poder matarte bien – dijo Miguel.
-   ¿De dónde eres, rojales?
-   Soy de un pueblo de Badajoz y me llamo Miguel, fascista.
-   Yo soy de Pamplona. Fernando. Requeté. Los fascistas son los de la Falange.
-   Sois todos iguales.
-   Los rojos no tenéis ni idea... ¿Qué **** vamos a ser iguales? ¿Sois iguales los anarquistas y los comunistas acaso?
-   Pues no.
-   Pues lo mismo.
-   Pero nosotros defendemos la libertad. Vosotros sois todos unos servidores del señorito, del capital y de la Iglesia.
-   Oye a mi no me sermonees que bastante tengo con mis dolores como para encima tener que escuchar tonterías.
-   Tonterías son las que decís vosotros.
De nuevo la artillería republicana intervino en la disputa haciendo que varios tiros de mortero alcanzasen la zona franquista.
-   Ahora..., rojales..., Miguel..., cuando caiga la noche reza porque se pongan de acuerdo los que mandan y salgan a recoger heridos o muertos, por si nos morimos antes.
-   Yo no rezo a ningún Dios.
-   Pues haz lo que quieras, pero no empieces a gritar otra vez o no lo contamos ninguno de los dos.
En esta ocasión la voz del soldado franquista había sido más débil que la anterior vez en que habían hablado.
Miguel  aguantaba el dolor a duras penas. El instinto de supervivencia le hacía no gritar pese a estar deseándolo.
Sentía su garganta cada vez más seca. No había bebido en todo el día. La sed le parecía incluso más cruel que el dolor producido por la caída.
Ya era de noche cuando escuchó de nuevo al soldado franquista:
-   Miguel, rojales, ¿van a venir los tuyos?
-   Y yo que sé. Pregúntaselo tú.
-   Me echaba ahora mismo un cigarro, aunque fuese un "mataquintos" de esos tan malos.
-   Joder pues yo me echaba ahora mismo un trago de agua tan grande como el Ebro.
-   ¿Es que no sabes que estando herido no hay que beber agua? Se pone la sangre más líquida y sale más deprisa por las heridas.
-   Yo no tengo heridas con sangre.
-   Debes tener hemorragias internas por las roturas y quién sabe si por los golpes no tienes más en otros sitios.
-   ¿Eres médico?
-   Estaba estudiando medicina cuando empezó todo esto.
-   ¿Y por qué no estás sirviendo de sanitario?
-   Me alisté voluntario lleno de fiebre por acabar con la República y matar a todos los rojos del mundo, creyéndome que esto era otra cosa... Cuando me di cuenta de donde estaba ya no podía hacer otra cosa que seguir luchando hasta el final.
-   Parece que ahora se te nota más fuerza. Antes creía que te estabas yendo.
-   Me duele todo el cuerpo. A veces me vence el cansancio. Pero por ahora sigo aquí.
-   Dicen que es malo dormirse cuando estás así. Te mueres más deprisa.
-   Tonterías. Si te duermes es por agotamiento...
-   Fascista, ¿tienes novia?
-   Estoy casado por poderes con mi novia de toda la vida.
-   ¿Por poderes? ¿Qué es eso?
-   Que la boda se celebró sin mí. Mi hermano me representó en el Altar.
-   Ostias ¡no te estará también representando en la cama!
Ambos rieron brevemente.
-   Me caes bien Miguel Rojales.
-   Miguel Moreno.
-   Yo tenía un amigo que se apellidaba Moreno. Lo matasteis en Gandesa.
-   Familia mía no era.
-   Seguro.
-   Yo no estoy casado, tengo compañera. Se llama Manuela. La tengo en Barcelona con nuestra niña, Libertad. Tiene sólo un año...
-   Pues como no vengan esta noche a ayudarnos, tu Manuela y mi Pepa nos van a llorar desde bien pronto...
-   Vaya ánimos.
-   Las heridas que ambos tenemos si no se curan se infectan y se gangrenan. Esa es la realidad. Sin contar con que no tenemos agua. Un hombre no aguanta más de tres días sin beber.
-   Yo conozco a uno que se tiró cuatro días sin beber agua y resistió. Casiano Sánchez de la cuarenta y seis, del Quinto Regimiento.
-   Eso es imposible.
-   Pues es tan posible como que os tira con su ametralladora en cuanto puede. Y es de los que abre bien los ojos al disparar.
De nuevo un bombardeo vino a cesar momentáneamente la conversación. Ahora aviones italianos bombardeaban posiciones republicanas...
-   Esos son los tuyos, doctor.
-   Ya era hora. Llevan dos días sin aparecer. Casi nos cogéis.
-   Si esos vienen es que Franco está cerca ¿a que sí?
-   Franco está dirigiendo la batalla del Ebro, tiene que estar por aquí.
A estas últimas palabras siguió un largo silencio reflexivo que continuó en un sueño breve roto por una serie de disparos.
Los internacionales que estaban en el "castillete" comenzaron una loca carrera camino de la cima 565, tal y como habían hecho por la mañana los compañeros de Miguel.
Tampoco tuvieron éxito. No llegaron siquiera a la altura del lugar donde los dos soldados permanecían heridos, volviendo al "castillete" los pocos que quedaron con vida.
-   Joder rojales. Que miedo he pasado. Eran los tuyos.
-   Se han cagado y se han vuelto a bajar a las piedras.
-   Más que cagarse, los han machacado. ¿No has oído silbar las balas?
De nuevo comenzó la artillería a hacer de las suyas. Dejando a los soldados aislados el uno del otro. No pudieron más que cerrar los ojos y encomendarse a la suerte que el destino les tuviese reservada.
Al hacerse de nuevo el silencio comenzaba a clarear el día. Las nubes cubrían todo y parecía que pedían lluvia.
-   Si llueve será nuestra salvación – comentó Fernando.
-   Estoy mal, muy mal – contestó Miguel, con la voz casi apagada.
-   Aguanta rojales que si llueve, como no podrá hacerse ningún asalto, es posible que se pongan de acuerdo para recoger heridos. Aguanta.
-   No puedo... La cabeza me quema... Tengo sed...
-   Aguanta, ****. Llevas un día ahí mal herido y ahora que van a venir a sacarnos te rindes...Aguanta, piensa en tu niña, en todo lo que tienes que disfrutar en la vida todavía... ¿Miguel?... ¿Miguel?
Miguel ya no contestó. Sus últimas fuerzas lo abandonaron. Apenas unos minutos después comenzó a llover.
Antes de mediodía voluntarios de uno y otro bando salieron de sus escondrijos a recoger heridos y muertos.
Aprovecharon para cambiarse tabaco por papel de liar.
Fernando nunca volvió a andar. Postrado en una silla de ruedas acabó Medicina y obtuvo plaza de médico en el Penal del Dueso.
Allí lo conocí. Hasta que obtuve la libertad pasamos largas tardes hablando de mi hermano Miguel.

EL OCHO ROJO

Relatos FM

UN ESPEJO DEL RASTRO



Querida Helena con "H", como firmas los autógrafos. Te escribo esta carta para que no la leas, para que se autodestruya como en las películas de acción, para poder llorar sobre ella y tirarla después, y sin embargo, con la secreta esperanza de que te fijes en el papel y tal vez tu curiosidad pueda contigo.
Muchas son las cosas que nos han ido separando y uniendo estos años. Buscaré un punto de partida para no divagar, cosa que sé que odias de mí. Empezaré por un día de verano en el que fuimos al Rastro. Sospecho que, aunque eran otras tus excusas, buscabas unas prendas del ficticio pero marcado estilo bohemio del momento, lo que debía vestir una actriz de teatro alternativo pero con potencial, como eras tú. No lo decías, pero lo pensabas. Necesitabas algo con lo que pudiera pillarte alguno de tus, por entonces, escasos fans y pensar lo hippy y cercana que eras. Yo me hice a la idea y me propuse encontrar algún libro viejo que me gustase - no para leer, sino para poseerlo - entre todos aquellos ensayos políticos anteriores a la época de Aznar y esas revistas pornográficas que ya eran más para coleccionistas que para onanistas – aunque sospecho que aquello es una sublimación de esto -. Vagábamos entre los puestos de la Ribera de Curtidores, cuando un brillo me llamó la atención en el escaparate de un anticuario. Un objeto luminoso que no casaba con la profunda oscuridad del resto del establecimiento - cómo si tener la tienda iluminada como un mausoleo fuese a ayudar a vender más - me atrajo como un canto de sirena.
No suelo frecuentar anticuarios. No es que no me gusten las antigüedades, sino que normalmente me resultan prohibitivas. Hice una excepción y penetré en la tienda como un Teseo sin hilo.
Era un precioso espejo de mano con marco y mango de plata labrada, no muy sencillo, pero elegante, clásico, supongo. El anticuario me lo ofreció a muy buen precio. No acostumbro a regatear, pero callé un minuto y él bajó el precio. Aprovechando que estabas perdida entre prendas de algodón, me decidí a comprarlo. Cogí la tarjeta de crédito para pagarlo. El comerciante sacó la terminal del banco, haciéndose mi cómplice en eso de romper la magia que creaban los objetos expuestos. Envolvió el espejo en un delicado papel de seda y lo metió en una bolsa blanca que publicitaba el nombre de la tienda fundada en 1898, según decían la propia bolsa y el letrero de la entrada.
Tú ni te fijaste en la bolsita. Fue fácil camuflarla entre las de libros y la ropa que habías comprado. Más tarde lo llevé a que sustituyesen la hoja picada y amarillenta por una nueva.
El catorce de febrero siguiente, te lo regalé. Te gustó. Sabía que te gustaría, porque a mi eras tú lo que más me gustaba y te conocía, y sabía – y sé - que tú siempre has sido lo que más te ha gustado a ti misma. Yo también te gustaba, muy por detrás de ti claro, y sólo porque se daba la condición anterior. Yo disfruté durante casi una década cada vez que te ponías guapa delante del espejo, con ayuda del espejo y para el espejo. Cuando te pasabas la mano por el pelo y te lo apartabas para verte bien la cara era para mí una autentica caricia. Cuando el pintalabios te rozaba, sentía tu boca haciéndome vivir la vida y la muerte dentro de la cama.
Un buen día te pusiste a hablarle o a hablarte, según se mire. Por supuesto, siempre has sido tu mejor amiga, ¿por qué no ibas a hacerlo? Lo que me molestaba, era que le hablases de mí. Empezaba a tener celos de aquel espejo. Sospeché que el anticuario me lo vendió tan barato para quitárselo de encima. Por eso lo rompí. Te dije que debió caerse por culpa de un golpe de viento, que lo habrían empujado los visillos, pero fui yo. ¿Lo entiendes? Fui yo. Al verte llorar diciendo no sé que de la mala suerte casi se me rompe el corazón. Arrepentido, busqué un cristalero de guardia. 
Creo que lloraste menos cuando, ni dos años después, tu primer y único embarazo se frustró. Yo me deprimí. Comencé a beber y a tragar inhibidores de no-sé-qué como si fuesen caramelos. Tú dijiste encontrar refugio en tu trabajo. Confieso que no tuve fe en ti en un principio, pero me sorprendiste. Abandonaste el circuito alternativo y comenzaste a llenar salas. Comprenderás que me pregunte si realmente buscaste refugio, o si todo sucedió por una razón.
Triunfaste. Frente al público te crecías. Sonreías cada noche para los que se rompían las palmas aplaudiendo. Los focos no te hacían sudar. Eras la viva imagen de la seguridad.
Una mañana, a tu reflejo le llamaste mamá, y no supe si era porque te negabas a madurar, o porque siempre has necesitado una madre y sólo has tenido un esclavo. No lo supe y no lo sé. Sigues haciéndolo cada día. Rompe el alba, y ya no te gusta lo que ves en el espejo. Yo creo que tampoco te gusto, pero es difícil decirlo, porque no me miras.
Por eso me he despedido del espejo esta mañana y he hecho el intento de largarme. No he podido. Me he quedado llorando como una Magdalena. Me he quedado por amor, creo, pero te advierto que hace tiempo que ya no eres lo que más me gusta. No porque yo no sea superficial, que lo soy, pero tu cuerpo sigue siendo apetecible. Tampoco es que no seas interesante. Cualquier semanario desmentiría esa opción, ¿verdad? No me gustas porque se ha roto tu completa devoción por ti misma, porque he perdido esos momentos en los que te ponías a cien frente al espejito y tras los cuales yo obtenía tus favores como obtiene un pordiosero las sobras de la comida de los reyes. Por eso le cuento esto a tu foto mientras espero que vuelvas del teatro, donde el público, tu público, sigue idolatrándote de martes a sábado consiguiendo que aún te sientas bella, aunque el hechizo cada vez se pasa antes y ya no dura ni hasta el taxi. Que no te baste mi opinión me repatea.

Ariadna

Relatos FM

LA INCREÍBLE AVENTURA DE LILY



¡Hola! Me llamo Lily y tengo 10 años. Vivo en Villasoy, una ciudad en una islita muy pequeña que ni siquiera aparece en los mapas. ¡Me dicen que aparece, pero no! Villasoy está al lado de las islas de Hawai. No voy al colegio. Me dicen que es más importante aprender por uno mismo que en el colegio; que es mejor descubrir las cosas en vez de conocerlas. Y así es mi vida. La verdad, en esta ciudad ni siquiera hay colegios, parques ni tiendas de golosinas.
Os voy a contar una historia que me pasó hace poco. Sería hace una semana...
Era un día precioso. Hacía sol y no se veía ni la primera nube en el cielo. Estaba paseando por un caminito que había a las afueras de mi ciudad. Ese camino pasaba  por el medio de un pequeño pradito con vacas al que llamábamos Praca. No nos inspiramos mucho para crear en ese nombre, ya que es una palabra compuesta por "Pra" de prado y "ca" de vaca. Yo no me quejaba.
Bien, estaba diciendo... ¡Ah! Estaba caminando cuando escuché una voz:
-Sí, querida amiga. La vida es así. Estamos condenadas a comer, engordar, tener hijos y luego alimentar a nuestros dueños con nuestra carne.
Con una agilidad felina, giré la cabeza tan rápido que aquella vaca se sorprendió. Sí, queridos amigos, la voz que escuché pertenecía a aquella vaca. Me pellizqué para comprobar que no estaba alucinando y no, aquello era muy real. Asombrada, le pregunté a la vaca que creía que había hablado:
-¿Acabas de hablar?
La vaca, por toda respuesta, dijo rotundamente:
-Sí.
-Pero, las vacas no hablan. Bueno, que yo sepa -le dije.
Tardó un poco en responder. Cuando ya pensaba que no iba a contestar, dijo:
-Pues yo sí que hablo, como tú. ¿Acaso no tiene una vaca derecho a hablar como sus amos?
-No, porque vosotras no nos entendéis –respondí vivazmente.
-La verdad, es que tú piensas que no os entendemos, pero en realidad sí. Yo sé hablar por escucharos a vosotros.
Tan pronto acabó de hablar, corrí hacia casa a contarle a mi madre lo que me había pasado. Cuando se lo dije, contestó:
-Marco, creo que nuestra hija está un poco loca. Deberíamos llamar al médico.
-No, tranquila. Se le pasará –contestó mi padre.
¡Por contarle eso a mi madre me encerraron en la habitación una semana! No me lo podía creer, pero si yo fuera mi madre, la verdad es que también haría lo mismo.
Cuando me dejaron salir, volví a ir a Praca y, efectivamente, aquella vaca seguía hablando.
Cada día visitaba a aquella vaca y como le daba comida, le agradaba que yo fuese. Pero, un día, pasó algo muy distinto. El cielo estaba rojo. Fui a avisar a mi madre, pero ella no estaba. La busqué por la isla y tampoco la vi. No había nadie y las vacas estaban por las calles. Una entró en mi casa. Yo estaba en la cocina bajo la mesa. Las patas de la vaca caminaban por la cocina, cuando de repente, observé sus ojos clavados en mí. Rápida como un rayo, cogí una silla, salí de debajo de la mesa y  la partí en dos sobre el lomo de la vaca. Corrí a mi habitación y me tapé con las mantas. La vaca, tan pronto vio la figura de mi cuerpo, tiró de las mantas y vi que tenía un cuchillo en su pata. Con cara de malvada dijo:
-No te librarás de mí. ¡Es hora de comer!
-¡Noooo! –grité.
Y, de repente, me desperté de un sueño gritando. Luego comprendí que todo había sido una pesadilla y que no pasaba nada.
Ahora sé que las vacas nunca hablarán. No nos entienden. Y yo estaba a salvo de esas condenadas asesinas.
Así es mi historia. Espero que os haya gustado y, ¡esperemos que no os coma una vaca!

Luna azul

Relatos FM

El cautivo



    Los nubarrones cargados de agua y el aire trasegado por un olor inaudito  fueron un presagio del saqueo. El centinela estaba lívido y poseído por un rictus de horror inmenso, pero su farfulla la entendieron hasta los niños: "Vienen los saqueadores". Hacía varios meses que realizábamos ejercicios y prácticas de combate, mientras las mujeres solícitas traían en cántaros la preciada chicha. Por ese tiempo, los ancianos me enseñaron a leer las señales en el cielo, las claves del mar de arriba. Las constelaciones expectantes. Sin embargo, ninguna seña pudo anticiparnos el grado del ataque final que fue como una calamidad devastadora. Casi toda la aldea quedó destruida y los cuatro ancianos ahora son alimento para los gallinazos. A nosotros nos eligieron por la edad y la contextura.

    La marcha fue larga y penosa como un canto funerario. Nos lacearon del cuello con una soga gruesa y ferrugienta. El llanto lastimero de las mujeres todavía resuena en mis oídos polvorientos. Dentro del coro quejumbroso y enhiesto, como las copas de los algarrobos, pude distinguir su voz almibarada que enristraba una imprecación. Ella solía acariciar mi mejilla con su voz. Imaginé su níveo rostro surcado por un torrente de lágrimas y añoré la diadema de color fucsia, la cual nunca volvería a ver. Jamás vería tampoco a mi madre, quien la mañana anterior al ataque había viajado a la comunidad colindante –a medio día de camino—para vender unos productos.

    La gran pirámide trunca se divisa desde varias leguas a la distancia. Los prisioneros permanecen recluidos en una estrecha cámara secreta, separada del altar de sacrificios por un patio hexagonal. Los cuatro yacen recostados a la pared, absortos en sus propios pensamientos. Se añaden más sombras a la tensa tarde. El ritual de los adoradores se prepara con sorprendente sincronía. Sus orígenes se pierden en la noche distante de la memoria polvorienta, se remontan hasta la época de los visitantes estelares.

    Permanecemos en silencio mientras una gran agitación conturba el ambiente, un murmullo creciente se filtra por las ventanas altas de la habitación. Imploro a los dioses protectores, si es que todavía siguen allí, que todo transcurra con celeridad. Nunca aprendí a tolerar por mucho tiempo el sufrimiento. Busco con la mirada los ojos de su hermano, pero es inútil. Él permanece muy lejos de aquí, con la mirada ida y una obsequiosa expresión que desconcierta. Cierro los ojos y pienso con ternura en mi niñez. El padre de mi padre aleja el mal de mi cuerpo. Me aíslo y converso con las aves que ahora me observan desde murales coloridos habitados por demás animales mitológicos. Trato de dormir.

   Al pie del Cerro Blanco, la noche extiende su influjo como planta sagrada. Sonidos sibilantes, metálicos se dejan escuchar por todo el emplazamiento. Sin embargo, no tienen su origen en la pirámide trunca. Parecen provenir directamente de las faldas de la colina reluciente que resguarda el lugar. ¿Y si el mismo dios de la montaña los hiciera?

    La sacerdotisa de fiero rostro recita letanías, con voz estentórea, a las tres deidades. Las cuentas en su esbelto cuello resplandecen a la luz de la Luna Llena. Tiene las manos pequeñas y muy finas. Es la hora señalada. Salen a la superficie abruptamente pulpos con cabeza de serpiente, deidades de grandes colmillos y ojos desorbitados, seres marinos, serpientes con cabeza de zorro e iguanas de vistoso color.

    La sacerdotisa levanta la copa con las dos manos, ofreciéndola a la deidad luminiscente. Bebe con presteza la sangre del vaso ceremonial.  Los dioses danzan sobre la arena bermeja.  Todo ha terminado para los cautivos del reino. A lo lejos, alguien llora en el desierto.

Márlet Ríos

Relatos FM

EL SASTRECILLO VALIENTE



A mis padres.
Poco antes de morir, a mi padre le rondaba la idea de escribir  un cuento titulado
"El sastrecillo cobarde". 
Pero no pudo ni tan siquiera empezarlo.
Y me he tomado la libertad de cambiar el título aun corriendo el riesgo de convertir el texto en un Cuento Robado.


Nunca quiso ser sastre, tenía cualidades suficientes para ser escritor, actor o locutor. Se codeaba entonces con ciertas personalidades del cine. Su voz, sin duda uno de sus tesoros, debutó en varias películas doblando galanes en blanco y negro, colaboró en un par de guiones y se inició como actor secundario en un corto de Garci. Pero el destino ya había escrito un camino para él. Aún adolescente hubo de heredar las riendas del negocio paterno. Le obligaron a estudiar comercio por la tarde, cursos de costura y diseño por la mañana. Entre horas ayudaba en la sastrería para ir tomando el pulso al negocio, decía mi abuelo. Sin cobrar, por supuesto. El abuelo era un tacaño aunque mi abuela insista en que padecía el ansia de acumular de quien ha pasado hambre. Pero esa es otra historia.

Mi padre tenía carisma. Un toque único, más allá de la clase o la galantería, quizá eso que los gitanos llaman duende.  Pertenecía a cierta inusual especie de humanos que conocen la naturaleza de las personas. Confeccionaba relaciones a medida. Como hacía los trajes. Sabía tratar a hombres, mujeres, jóvenes, viejos, príncipes o mendigos, cultos y analfabetos. Ante cualquier interlocutor, él sabía qué teclas pulsar, qué preguntar, qué callar, cuándo sonreír, cuándo hacer una pausa, cuándo abordar el tema con humor o con un exceso de autoridad que quienes le conocíamos sabíamos impostado, robado a los duros de Hollywood que protagonizaron las tardes de sesión continua en los cines del centro, esas dulces tardes de pellas soñando historias y moldeando personajes.

Decía que encajó como guante blanco en el negocio de la alta costura. La sutileza con la que trataba a las damas: novias, madres o suegras, amables y divertidas algunas, discretas pocas, zafias, fofas y maleducadas las más; la paciencia con la que gestionaba impertinentes comentarios sobre el resultado de su trabajo en asuntos complejos como chepas, clientes brazipaticortos, gorduras indeseables o flaquezas extremas; la entereza con la que escuchaba confesiones de probador de futuros novios a dos días de una boda condenada. Tan distinto a la torpeza del abuelo, unas veces por brusca, otras por ridícula.

Poco a poco se fue convirtiendo en un gran sastre, mejor que su maestro. Un día dominó el diseño de patrones, otro día conquistó el secreto de medir hasta la más pulcra exactitud, después aprendió a combinar telas y así se caracterizó de su papel principal, de sastre. Sólo le quedaron pequeños huecos para ensayar el papel de escritor cuando volvía del trabajo, ya tarde, y nos narraba relatos increíbles, con sus múltiples voces que nosotras escuchábamos sin parpadear ni intención alguna de dormir. Hasta que llegaba mi madre. Apagaba la luz y el momento mágico del día, con papá. Nunca nos contó Blancanieves ni La Bella Durmiente. Recuerdo la historia de los extraterrestres de Pozuelo y la historia de la marquesa de la mano cortada y Emilio culo gordo. 

En algunos momentos (ahora me doy cuenta de que solían suceder en el entorno familiar de mi madre) me avergonzaba de la profesión de mi padre hasta que comprendí que había aprendido a amar su quehacer y a ser un sastre orgulloso de su trabajo.  Aquello bastó para convertirle ante mis ojos en el sastrecillo valiente. Cierto es que se desmayaba ante la sangre, tampoco se  atrevía a montar muebles o arreglar enchufes, ni siquiera a colgar cuadros. También es cierto que prefería no enfrentarse a ciertas situaciones incómodas, huyendo o tapando el asunto con indolencia impropia de hombre serio.  A ratos se atoraba con los problemas y confieso las innumerables veces en que me pareció  un ser un tanto inútil.  Pero también es cierto que es la única persona que conozco que logró disfrutar la rutina de una profesión no elegida y regodearse en el presente con un valiente sentido del humor que conseguía minimizar hasta la casi total extinción lo negro de ser la anodina extensión de una vida heredada.

Ahora que puedo ver con distancia la vida de mis padres, empiezo a vislumbrar su otra gran valentía.

Mi padre, narrador romántico que era, nos contaba la historia de su gran amor, cómo se conocieron, cómo consiguió conquistar a mi madre y lo hacía con tanto orgullo. Unas veces añadía unos detalles, otras inventaba pequeños aderezos, y mi madre miraba de reojo levantado una ceja y soltando un rotundo -Rodolfo, no inventes-, a lo que él respondía -pero Marisol, no interrumpas ahora, yo sólo tomo prestadas ciertas licencias de narrador para aliñar un poco el relato -.

Así era mi madre. Dura, práctica, realista, una mujer con soluciones para casi todo. Excepto para el cáncer que la consumió. Cuando mi padre empezaba a dimensionar un problema mi madre ya lo había solucionado. Imposible reaccionar con la agilidad y la lógica de su mente inteligente, aguda. Nos criaba, estudiaba cursos de dibujo, cerámica, criminología, grafología. Aprobaba oposiciones, arreglaba enchufes, colgaba cuadros y cortinas, cocinaba, apadrinaba niños. Cosía manteles, heridas o disfraces. Trabajaba en los juzgados, abordaba barcos y levantaba cadáveres. Nos llevaba a urgencias. Nos curaba. Nos salvaba la vida una y otra vez. A todos. Excepto a sí misma. Era el eterno e incansable motor que nunca se estropea y nunca imaginamos que pudiera ocurrir. Menos aún mi padre. Él ni tan siquiera lo contemplaba.

Poco tenía mi madre que ver con el estereotipo de mujer de su época. No necesitaba la seguridad de un hombre, ni su protección. Tampoco requería palabras de amor. De hecho, le repelía el romanticismo blando. Nunca dijo te quiero. Era atrevida, distinta, misteriosa y contradictoria, caprichosa, hija de ricos burgueses de Don Ramón de la Cruz y él sólo era un condenado a sastre. Una imponente morena con mirada de gata, sonrisa de Audrey Hepburn y mejores piernas que Silvana Mangano. Con glamour de diva y seguridad de estrella, bella entre las bellas, decía. Y se casó conmigo, afirmaba, señalándose el pecho henchido de honra.

Fue una valentía decidir enamorar a una mujer así y convertir a la joya de una familia de cuna aristócrata en vulgar mujer de un sastre. Fue una valentía conseguir casarse con ella después de años entregado al juego de una  conquista que parecía imposible. Pero sólo él supo encontrar el talón de Aquiles. Sólo él acertó a descifrar el misterio de Marisol y desentrañar el laberinto que rodeaba su corazón. Hacerla reír, ese era el secreto de mi madre. Tan sencillo. Tan difícil.
Sólo quien consiguiera hacerla reír podía optar a enamorarla. Y ese fue mi padre. El sastrecillo valiente. El enamorado valiente.

N.A. Aún le doy vueltas al curioso dato de las fechas, un lejano 6/1/1966 mis padres se prometieron y como símbolo de amor se regalaron unas medallas de oro con nombre y fecha grabados. Mi padre siempre la llevaba colgada al cuello, Marisol, 6/1/1966. Mi madre sólo a ratos, cuando le combinaba con la ropa, Rodolfo, 6/1/1966. Cuarenta años después, el 6/1/2009, como si escribiese el final de su propio relato, con humor negro de autor irónico o con cierto toque de misterio quizá homenaje a Agatha Christie (su favorita para las tardes de playa), mi padre falleció con su medalla colgada al cuello, a la edad de 66 años. O tal vez sólo fuera su venganza contra adivinos, numerólogos y otras sectas, a quienes consideraba sanguijuelas de la desgracia.

RITA RELATA

Relatos FM

ESPERA, MARILYN, PONTE ASÍ



A Luz

Espera, Marilyn, ponte así. Ajá, apoya el rostro en tu mano izquierda. Ladea la cabeza un poquito más. Mírame. Perfecto, así está bien. El amarillo es un color básico, llamado también primario; eso lo sabes, ¿no? Claro, también es un color cálido porque da la sensación de calor, de fuego como tus labios cuando los beso. Una pizca más de blanco para conseguir el tono de tu pelo. Voy a abrir la ventana para que el olor a pintura se disipe y no estornudes. Yo ya estoy acostumbrado a estos olores, humores, sabores, sinsabores. Sobre todo sinsabores. Desde que empecé a pintar respiro pintura, thinner, aguarrás, óleo, aceites pero tú, con esa naricilla de princesa, te asfixiarías, ¿verdad? Debería tener un taller amplio, con aire acondicionado, con ventanales que den al mar como lo tienen muchos de mis colegas, pero, ¿sabes?: mi única aspiración siempre fue la de pintar, así sea en este cuchitril que es nuestro castillo y refugio. Nada como sentarse en el gran sillón Sócrates para disfrutar de Capricho italiano, por ejemplo. Este LP está medio rayado de tanto que lo escucho, pero un par de notas de menos no disminuyen su calidad. Estamos en la habitación 283 del hotel Lima, no lo olvides, grábatelo en tu cabecita por si acaso te pierdes un día. Queda a un paso de La Parada. ¿Escuchas esas voces? Son las de los vendedores ofreciendo sus productos: papa, camote, choclo, zanahoria, cebolla, etc. Quizá un día me anime y pinte bodegones; ¿por qué no? Si Van Gogh pintó una Naturaleza muerta con col y zuecos, ¿por qué Humareda no podría pintar El gran sillón Sócrates con tocadiscos, por ejemplo? O Los comedores de papas amarillas remedando a Los comedores de patatas de mi maestro y amigo. Ríe. Me gusta. Yo también reiría pero no puedo hacerlo por culpa de esta vaina que tengo en la laringe, así que escribiré jajajajá. Debería pintar mejor La risa de Humareda, ¿no? Voy a subir el volumen para que el ruido de la calle no nos perturbe. ¿Que no te gusta Tchaikovski? A mí me encanta. Nada como trabajar escuchando al gran maestro ruso. ¿Prefieres a Frank Sinatra? Gustos son gustos. ¿Vas a cantar? A ver, te escucho. La verdad, me encanta tu voz, pero no New York, New York. Demasiado romanticón para mis gustos. Tampoco me agrada Over the rainbow aunque en castellano signifique algo así como Sobre el arco iris, según dices. Quizá a Toulouse-Lautrec le guste. Al chato le encanta todo lo popular. Ironías de la vida: el hombre tiene un nombre más largo que su tamaño: Henri Marie Raymond de Toulouse-Lautrec-Montfa, conde de Toulouse-Lautrec-Montfa. Es conde, como Drácula, aunque parezca un duende. ¿Que qué tal se te vería como Marilyn Monroe condesa de Toulouse-Lautrec-Montfa? Suena bien, aunque te prefiero como actriz. Además, monsieur pulga no es de sentar cabeza, le gusta la vida bohemia. ¡Cómo añoro esos días en que nos íbamos de parranda junto a Van Gogh! Chatín siempre se excedía: se quedaba días, semanas enteras pintando en el Cinco y Medio, en Huatica, en El Botecito. Pintando y chupando hasta perder la conciencia. Un par de veces lo encontré en La Parada botado como un perro sin dueño sin acordarse siquiera de quién era. Ya ha estado en un sanatorio mental pero el hombre no aprende. Para mí que anda acomplejado por su tamaño: apenas mide metro y medio. Ni al ombligo te llega. ¿Irías en su compañía a recibir el Oscar? Ah, claro, Toulouse-Lautrec es Toulouse-Lautrec así sea pigmeo. Como tu amigo Truman Capote. Pero es un tipo bacán. Uno de estos días te lo presento. Siempre se acuerda de visitarme con orejita Van Gogh. Antes nos íbamos de juerga hasta que el cuerpo pidiera chepa, ahora ni agua puedo tomar por esta vaina que me está matando. Aunque sea iremos a dar unas vueltas a la plaza Manco Cápac. Al duende le encanta ese lugar pues allí se siente en ambiente. Yo ahora no soy mucho de salir, prefiero quedarme trabajando siempre en la búsqueda de la esquiva belleza. O conversando con el pequeño si prefiere quedarse a contarme sus cuitas, con el orejudo, con Delacroix, con Gauguin, con Goya, o contigo mientras te pinto. Al blanco le agrego una gotita de rojo para obtener el rosado clarito de tu piel. Para la sombra, un puntito de marrón. Claro que tuve otros amores, Elizabeth, por ejemplo, pero eso fue mucho antes de conocerte porque desde que te vi en The seven year itch quedé prendado de ti. Eso fue en 1955, un año después de tomar por asalto nuestro castillo. El embrujo fue instantáneo. Cómo olvidar tu vestido blanco plisado agitado por el viento, tus piernas perfectas como modeladas por las manos de Miguel Ángel. Caramba, no te pongas colorada si es cierto. Honor a quien se lo merece. Un poquito más de blanco para el pubis y el busto. Tenías veintinueve años, yo treinta y cinco. Apenas te llevaba seis años, no era mucha la diferencia, será por eso que nos comprendemos bien, ¿no? Una sombrita por aquí, otra por acá. No te muevas que ahorita hacemos una pausa para que no te dé calambre. Hace treinta y un años que te amo. ¡Qué rápido pasa el tiempo! Ahora estoy viejo, lleno de achaques, con un pie en el más allá mientras tú estás más bella que nunca. El tiempo no degrada tu belleza. No entiendo cómo Joe DiMaggio y Arthur Miller pudieron dejarte. Quizá nunca te amaron, como tampoco lo hizo el chiquillo James Dougherty, con quien te casaste a los dieciséis añitos. Me hubiera gustado conocerte entonces para cuidarte, mimarte, adorarte como ahora. Siempre fuiste un ángel herido, sufrido. Norma Jeane Baker te llamabas. Tu niñez la pasaste saltando de un hogar a otro, en cambio, la mía fue feliz respirando el aire límpido de mi Lampa querido, bebiendo esa agüita pura y cristalina de los arroyos, contemplando en las noches el cielo cubierto por un manto de estrellas. Mis desgracias comenzaron cuando dejé mi pueblo y me vine a Lima con las intenciones de hacerme pintor. Hasta hambre pasé, por eso dejé mis estudios, pero después los retomé y no paré hasta graduarme con honores. Gané una beca para perfeccionarme en la Argentina, después otra que me llevó a París donde volví a padecer por culpa del enano. Prometió que me daría posada y serviría de guía pero justo por esas fechas se metió una borrachera de padre y señor mío y su familia lo internó en un sanatorio mental porque tuvo un delirium tremens y estuvo tirando bala como John Wayne. Me quedé con las ganas de conocer el Salon de la Rue des Moulins, el Moulin de la Galette, el Moulin Rouge, el Le Chat Noir. ¿Te dije que la pulga es caserito de esos lugares? El vicio ha sido su perdición, o su inspiración más bien, que es casi lo mismo. Pero al menos me di el gusto de visitar el Louvre. Allí caí de rodillas y lloré ante las obras de Caravaggio, Rubens, Goya, el Greco, Gauguin, Van Gogh, mis maestros y amigos. Y por supuesto que visité el Palacio de la Berbie, que la familia de chaturri ha convertido en el museo Toulouse-Lautrec. A quien Dios se la dio... Tus uñas de nácar, tus labios rojos como la sangre que corre alegre por mis venas desde que estamos juntos. Un puntito de negro para oscurecer el rojo. El rojo también es un color básico como el amarillo, y cálido. ¿Tienes ganas de hacer pis? Bueno, hagamos una pausa. Pero cúbrete con algo, no vaya a ser que algún sapo te tome una foto y mañana salgas en Última hora como lo hiciste en el primer número de Playboy en diciembre de 1953. Mientras vuelves, le voy dando unos retoques a tu rostro. Si Leonardo da Vinci la viera, pintaría La Marilysa en lugar de La Monalisa. Marilyn en honor a la actriz Marilyn Miller y Monroe por ser el apellido de soltera de su madre. Nombre puesto por Ben Lyon de la Twentieth Century Fox. Marilyn Monroe de Humareda suena bonito. ¿Qué dirían en mi Lampa querido si me vieran llegar con ella? Cuando estamos paseando en la plaza Manco Cápac la cirean hasta por gusto. Algunos frescos le lanzan unos piropos medio subidos de tono. La adoran. Hace un tiempo la llevé a presenciar un clásico y todo Matute se puso de pie para aplaudirla. Donde también la quieren es en La Parada, tanto así que la Asociación de Carretilleros la ha nombrado su Reina Eterna de la Primavera y están buscando un director de prestigio para filmar La reina de la papa... Por fin volviste. Espera, Marilyn, ponte así, como denantes. Ajá, así está bien. Esa música es El lago de los cisnes, también de Tchaikovski. Ya, ya, ya te compraré un disco de La Voz para que lo escuches todas las veces que quieras mientras yo salgo con el chato y con el orejón a dar unas vueltas por ahí. Caramba, no te pongas así que no vamos a hacer nada malo. Tú sabes que tengo prohibido tomar alcohol desde mi operación. Además, ya no estoy para esos trotes. Eso es para ustedes, los jóvenes. Si quieres, puedes venir con nosotros. A lo mucho iremos al Palermo a bebernos unas manzanillas. ¿Que no quieres salir? Bueno, bueno, se hará lo que usted ordene, princesa mía, qué importa que mis amigos digan que Humareda es un pisado. Si vienen a buscarme diles que ando en busca de la belleza y por eso no puedo acompañarlos. Levanta un poquito la pierna derecha. Ajá, así está bien. No hay nada como un erotismo sutil. ¿Sabes qué?: estaba pensando pintar mi serie Marilyn Monroe, algo así como hizo Toulouse-Lautrec. Hasta ya tengo algunos títulos para empezar: Marilyn y arlequín, Marilyn en la Quinta Heeren, Marilyn en La Parada, Marilyn en el hotel Lima, Marilyn en el gran sillón Sócrates. ¿Qué te parece mi idea, te gusta o no? Ya sabía que te iba a gustar. Tu sonrisa de querubín, una sonrisa que promete el Paraíso, tus dientes como perlas, tu lengüita rosada. La paloma y el sapo, dicen algunos a mis espaldas, comparándonos con Diego Rivera y Frida Kahlo. La comparación me gusta, la que no me gusta es Frida por esas cejas pobladas y ese rostro de charro que tiene. Yo amo la belleza, tu belleza de ángel, tu belleza casi divina, celestial. Amo tu piel, el color de tu piel, tu cabello rubio plateado aunque no sea natural. Carajo, cómo me gustaría ser Vallejo o Neruda para escribirte unos versos como esos que te dedicó Ernesto Cardenal, el curita medio revoltoso. Tus pestañas largas, rizadas, tus cejas un hilo fino de oro. Tu pubis color caoba. ¿Es cierto que también te lo tiñes? Perdona la indiscreción. Lo sé, lo sé, soy muy curioso. Terminando podríamos ir donde doña Vicky a tomarnos un cafecito con sus ricas cachangas. ¿O prefieres unos picarones con miel de higo? No engordarás, Marilyn, yo sé lo que te digo, siempre tendrás las medidas 94-58-92 que mostraste en el número inaugural de Playboy. Siempre tendrás treinta y seis años. ¿Será coincidencia?: mi querido Toulouse-Lautrec también tiene eternos treinta y seis años y Van Gogh apenas un año más. Yo soy el que ha envejecido. ¿Otra coincidencia?: ninguno tenemos hijos, nuestras obras son nuestros hijos. Listo, Marilyn, cuadro terminado. Cuando seque le pongo mi firma y ya. Ahora vístete para salir a dar unas vueltas por Manco Cápac. Ponte ese vestido de La tentación vive arriba. Con eso se te ve más hermosa, y sexy, por supuesto. Lo sé, lo sé, con este sombrero bombín me veo ridículo, ¿pero qué quieres que haga si me gusta? Apaga la luz antes de salir. No, no cierres la ventana, déjala abierta para que la habitación se airee.

Toulouse-Lautrec

Relatos FM

¡Llegó la primavera!



Ya llegaba. Podía sentirse en el aire, en el ambiente. La atmósfera  amenazaba con romperse en millones de fragmentos cristalinos, a una velocidad sin límites, cubriendo el vasto espacio que empezaba a temblar. Las vibraciones se sucedían e invadían la negra dimensión que se henchía por momentos. Ya llegaba.
Con arrastrada lentitud, la atmósfera se veía privada de oxígeno. Una exorbitante fuerza succionaba el aire, confinándolo a un agujero negro que se abría sin un atisbo de retraimiento, con una fiereza animal, como unos labios oscuros, húmedos y ávidos de compañía.
El poderoso abismo empezó a absorber cualquier elemento que osaba acercarse a él cuando un impulso, más allá de cualquier autoridad humana, provocó la detención del tiempo. Y poco a poco, con una fuerza titánica, empezó el retroceso, sujeto a los caprichos de la naturaleza, inalterable a cualquier acción. Imposible de detener, una atracción aspiraba cualquier voluntad, imposibilitando todo lo demás.
Ya llegaba.
Poco a poco, tal como había empezado, el retroceso se detenía. El espacio se nublaba, ofuscando la inmensidad que todo lo abarca, de principio a fin.
Los seísmos ascendían por toda la superficie, causando estragos allá por donde pasaban. El aire escaseaba, atrapado en la negrura. El tenebroso agujero succionaba sin compasión, dejando sin alternativa a todo aquello que, desesperadamente, luchaba contra esa poderosa fuerza que engullía en la más profunda noche.
La oscuridad se hizo absoluta. El movimiento se detuvo mientras las vibraciones se intensificaban, inquietas, asaltando todos y cada uno de los lóbregos rincones. Rápidas y afiladas, atravesando cuanto podían. Se aceleraban, cada vez más, más rápido.
Y entonces silencio. El colosal agujero negro dejó de absorber con su incontrolable furia. El tiempo se detuvo unos instantes, unos gloriosos instantes, libre. Por fin, sujeto a su propio destino, la poderosa fuerza que controlaba la totalidad del espacio cesó. Sólo unos instantes... Y se desató la catástrofe.
Un impulso mucho más potente que el anterior, desmedido y formidable, invadió el espacio. Un sonido aterrador retumbó en la áspera oscuridad.  El retroceso se convirtió en una progresión, mucho más rápida. Todo aquello que el agujero, con sus tenebrosas fauces, había tragado, empezó a revolverse. Y finalmente, disparadas a una velocidad insospechada, millones de partículas volaron a través del cosmos, cubriendo el espacio que envolvía la negra obertura.
-Jesús.
-Gracias.

Pachita

Relatos FM

Tésera



Paloma estaba radiante, había sido contratada por la junta de Castilla y León para colaborar en unas nuevas excavaciones en la Necrópolis  celtíbera de Carratiermes. Permanecería allí al menos un año y si los resultados eran buenos, la renovación del contrato estaba casi asegurada, cosa ardua difícil en los tiempos que corrían, debido a la crisis.
A pesar de su juventud (solo tenía 22 años), se podría decir que era casi una experta en la materia y desde que tenía uso de razón, se había sentido atraída por todo lo relacionado con la arqueología. Se había graduado cum laude  en la Universidad  Complutense de Madrid.
Estaba familiarizada con la zona pues no era la primera vez que tenía contacto con ella. Seis años atrás su padre había dirigido unos trabajos muy cerca de allí.
Recordaba haber pasado horas y horas observando  a su padre, que la llevaba consigo a las excavaciones siempre que podía, viendo como clasificaba y trataba los restos encontrados.
- Mira Paloma, le dijo su padre en una ocasión: ¡Qué obra de arte! mostrándole lo que a ella le parecía un animal con unos símbolos muy extraños.
- Es una tésera de hospitium, es decir, de hospitalidad.
¬- Sabes, antes los acuerdos se hacían de forma verbal, pero de esta forma el pacto quedaba sellado con una prueba, con algo demostrable. Es el equivalente a un contrato actual.
- Se trata de un hallazgo único, no hay dos iguales, hija, - le decía.
- Eres muy afortunada de poder contemplarla tan de cerca en estos momentos.
- Sí, papá, le respondía con una sonrisa de felicidad plena y lo miraba atentamente.
Recordaba con frecuencia a su padre, pues solo hacía ocho  meses de su fallecimiento, tras una dolorosa enfermedad, que lo había consumido poco a poco. Pese a ello, siguió acudiendo a su trabajo hasta que la morfina no lo dejó  mantenerse en pié. Aún se le aguaban los ojos al pensar en él. Lo echaba muchísimo de menos. Seguro que se sentiría orgulloso de ella si pudiera verla ahora.
Estaba trabajando en una zona de ajuares cerámicos, brocha en mano y en cuclillas tratando de extraer con sumo cuidado una vasija de barro rojo decorada con pinturas negras, realizadas con oxido de hierro. Llevaba su larga melena recogida en una coleta, para no entorpecer su trabajo. Era alta y esbelta y se movía con agilidad .Sus compañeros la definían como agradable en el trato y siempre tenía palabras amables para ellos.
Se sentó unos minutos para descansar y refrescarse. Tenía las rodillas entumecidas de la posición de trabajo. Ese día el calor era sofocante aunque no era lo habitual.
Por un momento, inmersa en sus propios pensamientos, cerró los ojos y se sintió transportada a esa época. Se encontraba en una casa, vestida con raros atuendos. Debía de proceder de una familia influyente pues las 3 habitaciones que conformaban el hogar eran enormes y ostentosas. Solo los más pudientes vivían así. Todo le resultaba muy familiar, como un déjà vu.
Por indicación del que debía ser su padre, se dirigió  a la estancia delantera donde había una trampilla en el suelo para acceder a la bodega  donde fue a buscar "caelia", una especie de cerveza que extraían del trigo fermentado y unas bellotas y nueces para acompañarla, pues se encontraban en medio de una reunión familiar.
Conforme se iba acercando con el encargo a la estancia principal, los murmullos se fueron transformando en una extraña jerga nunca oída hasta entonces,  pero que curiosamente, entendía a la perfección. Incluso se sorprendió a ella misma respondiendo y pronunciando algunas palabras con una voz gutural. Parecía todo tan auténtico que no sabía si lo que percibía era real o se trataba de un sueño, su sueño...

Simón L. Ferrán

Relatos FM

EL TABIQUE DE PAPEL


   
Cuando estaba a punto de jubilarme, el Colegio de Abogados me invitó a participar en unas conferencias. Eran unas jornadas en las que expertos con muchos años de ejercicio teníamos que exponer nuestras experiencias laborales a los profesionales del ramo. Me pidieron que colaborara relatando mi primera defensa y acepté. La recordaba perfectamente y no solo porque había sido mi debut, sino porque fue decisiva para mi carrera. Aprendí que un abogado, para salirse con la suya, siempre debe ponerse en el lugar de su cliente.
   El auditorio estaba lleno. Me pareció que causaba buena impresión y me alegré de haber sacrificado mi comodidad escogiendo un ajustado traje de chaqueta y unos zapatos de tacón. El organizador me presentó y comencé mi exposición.

«Empecé como abogada de oficio y aquel era mi primer caso. A pesar de ser el primero, no estaba nerviosa ni emocionada. Era un caso absurdo y sabía que lo tenía perdido de antemano. Además, mi clienta se resistía a que la defendiera porque decía que yo allí no pintaba nada. Así pues, acudí al juicio contrariada y de muy mala gana. Ella, que era alta y flaca, se presentó vestida de oscuro y con el pelo recogido. Taconeando y con la cabeza erguida, cruzó la sala hasta la mesa de la primera fila. Se sentó y, con despreocupación, cogió unos papeles que yo había dejado allí y empezó a abanicarse con aire de aburrimiento. Le llamé la atención y me miró con rabia. Fijándose en mi melena larga y rizada, me dijo con desprecio: "vaya pelos". En aquel momento, el juez entró en la sala y anunció que se abría la sesión.
   »Ella escuchó la acusación sin inmutarse. La llamaron a declarar y subió al estrado. El juez le pidió que contara su versión. Ella se removió en el asiento, lo miró y, con pose de abatimiento, empezó:
   »―Pues verá, Señoría, me casé muy enamorada pero no atiné demasiado con mi elección. Yo tengo un dormir muy malo y me casé, sin saberlo, con un grandísimo roncador. Dicen que el amor es ciego. Sordo lo necesitaba yo.
   »El fiscal protestó alegando que aquello no venía al caso pero el juez no lo consideró y le pidió a mi clienta que siguiera.
»―Pues como le decía, Señoría, me equivoqué al escoger marido. Y no porque fuera un mal hombre.  Era un trozo de pan y nos queríamos con locura. Por eso, mientras duró la primera pasión, fui trampeando el asunto de los ronquidos pero luego la cosa se torció. Me costaba conciliar el sueño y me despertaba a la menor ocasión. Pero él... cómo roncaba, por Dios. Yo en vela y él dale que te pego. Yo le chistaba, lo movía, lo empujaba, pero él ronca que te roncarás. Lo zarandeaba y le gritaba: Calla, que te calles, cállate, por favor. Pero nada, él a lo suyo. Me cambié de habitación, me tapé los oídos, tomé somníferos. Nada. Él también se esmeró: fue al especialista, se puso parches y hasta se operó del tabique nasal. Nada. Yo, ya fuera de mí, empecé a tener malos pensamientos. Pensaba en amordazarlo, en ahogarlo con la almohada, imaginaba mil maneras de cortarle la respiración. Me sentía acorralada. Desesperada. Yo lo amaba y no quería hacerlo pero, en fin, lo que tenía que pasar, pasó.
   »―¿Y qué fue lo que pasó? ―le preguntó el juez prestándole mucha atención.
»―Nuestra relación se acabó. Nos divorciamos ―dijo con un gesto de dolor.
»En la sala se oyó un murmullo general de satisfacción pues los asistentes se estaban temiendo lo peor. Ella, aprovechando el momento de distensión, sacó un pañuelo del bolso y se secó los ojos. Movió la cabeza y suspiró. El juez le pidió que continuara.
   »―Liberada de aquel tormento, compré un piso y me instale allí. Pensé que, por fin, podría vivir en paz. La idea de que podría conciliar el sueño me tranquilizaba. En cuanto me metí en la cama, me invadió una increíble felicidad y me quedé dormida al instante. Pero, de repente, un ruido ensordecedor me despertó. Ya sabe usted, Señoría, cómo funciona hoy en día la construcción: un desastre, una chapuza, hacen los tabiques tan finos como el papel. Como le decía, me desperté y cuando entendí lo que pasaba, grite horrorizada: ¡Nooo! El causante era mi vecino y, para mi desgracia, era otro potentísimo roncador. ¡Y de él no podía divorciarme! Me levanté de un salto y aporreé con fuerza la pared. El ronquido continuó. Volví a arremeter con ímpetu: con las manos, con los pies, con la cabeza, con el cuerpo entero. Golpeé y golpeé ―dijo lanzando puñetazos al aire―. Pero él siguió resoplando como un puerco. Yo embestía y gritaba: Cállate, cabrón. Cierra el pico, *****. Que te calles, tío *****. ¿Qué te has creído, mamón? ¿Que me cargué mi matrimonio y me quedé a dos velas para que ahora vengas tú a joderme la vida sin contemplación?
   »El juez la llamó al orden pero ella, imparable, continuó.
―Y entonces ―dijo poniéndose de pie― tuve una iluminación: el arma que heredé de mi padre, su escopeta de cazador. La cogí, la cargué hasta los topes, me encaré hacia el ronquido, puse el dedo en el gatillo y banggg, disparé y disparé ―exclamó como si sostuviera la escopeta mientras apuntaba al juez, que dio un respingo en el asiento―. Pero el ronquido continuó. Aprovechando el desaguisado que habían hecho los tiros en la pared, la emprendí a culatazos y abrí un boquete en el tabique. Saqué el cañón por el agujero y grité: Escúchame, capullo, te lo digo por última vez. O te callas o te vuelo la tapa de los sesos. Nada. Enfurecida, aticé más culatazos y el boquete se agrandó. Introduje medio cuerpo, apunté hacia la cama y banggg ―volvió a apuntar al juez―. Nada: el ronquido no cesó. Joder ―mascullé―, he fallado. Bueno, pues... qué cojones, allá voy. Entré a saco por el hueco, me planté en medio del cuarto y ratatatata ―gritó mientras simulaba que nos acribillaba a balazos―: barrí la habitación a tiros hasta que ¡por fin! el roncador se calló.
   »Se dejó caer exhausta en la silla. En la sala se escucharon cuchicheos. Yo miré al demandante que enfundado en un traje gris, seguía el juicio encogido en el asiento.
   »―Así pues ―intervino el fiscal, con chulería―, ¿se declara usted culpable?
   »Mi defendida no respondió. El juez la apremió para que contestara. Ella, indolente, le preguntó que a qué debía contestar. El fiscal formuló de nuevo la cuestión y ella exclamó en tono de sorpresa:
   »―¿Culpable? ¿Yo culpable? ¿Culpable de qué?
   »―De intento de asesinato y allanamiento de morada. Usted misma acaba de admitir que allanó y destrozó el piso de su vecino.
   »―¿Y qué?
   »―Pues si admite que lo destrozó, es culpable de...
»―Un momento ―dijo poniéndose otra vez de pie y recuperando toda su energía―. Yo no soy culpable de nada porque, vamos a ver: ¿tengo yo la culpa de que ese tonto del haba ―dijo señalando al demandante― naciera sordo como una tapia? ¿Tengo yo la culpa? A ver, que alguien me lo diga ―dijo poniéndose en jarras y jaleando con chulería a los presentes―, a ver quién es el guapo que se atreve, a ver quién tiene los huevos de decirme a mí, a la cara, que la culpa la tengo yo.
   »―Pero usted pudo haber matado a mi cliente ―le replicó el fiscal.
   »―Actué en defensa propia. Pero, aun así, no lo maté.
   »―No. Afortunadamente, con el estropicio que usted estaba armando, la lámpara del techo le cayó en la cabeza, se despertó y pudo esconderse debajo de la cama.
   »―O sea que ¿todo este jaleo viene por un maldito chichón? ¿Es que la justicia de este país no tiene nada mejor que hacer que entretenerse con un quejica cagón?
   »―Usted le destrozó la casa y la víctima pide una indemnización.
   »―¿Qué víctima? Si la víctima soy yo.
   »Yo estaba abochornada. Me sudaban las manos y la cara. Comprendí que tenía que parar a mi clienta. Me puse de pie y dije:
   »―Señoría, mi clienta está muy nerviosa. Le pido que me permita...
   »―A ver si te callas, mona, que ya te tengo dicho que tú aquí no pintas nada ―me interrumpió ella dando un taconazo en la tarima.
   »―Y tú ―le gritó al demandante amenazándole con el dedo―, tócame el bolsillo y te parto la cara a hostias y te rajo en dos.
   »El demandante puso cara de terror porque, aunque no podía oírla, la actitud y las intenciones de mi clienta eran transparentes como la luz del día. El juez, ya harto, ordenó su desalojo. Ella pegó un brinco del estrado, corrió hacia su vecino y lo agarró por el cuello.
   »―Ahora mismo te mato, cabrón.
   »Hubo un gran revuelo en la sala. La policía la apresó. El juez, fuera de sí, dio un mazazo contra la mesa y gritó: ¡Se levanta la sesión!»

Mis oyentes movieron la cabeza con estupor y, aunque la  tenían la cosa clara, se interesaron por el desenlace.
   ―Perdí el juicio. El juez la condenó a pagar una indemnización. Se negó. Le embargaron las cuentas y el vecino cobró.
   Aunque era un final esperado, se oyó un murmullo de desilusión.
   ―Pero después ―añadí―, la cosa se arregló.
   Les expliqué que, si bien no recurrí la primera sentencia porque pensé que estaba fuera de lugar, después cambié de opinión y presenté una demanda contra el marido, el vecino y el constructor de la vivienda.
   ―¿Una demanda? ¿Por qué? ―me preguntaron, extrañados.
   ―Por ser los causantes de la enajenación de mi clienta. Alegué maltrato psicológico e indefensión.
―¿Y cómo lo articuló?
―En cuanto al marido, expuse con detalle el permanente, prolongado y abusivo maltrato mental que, debido a sus ronquidos, mi defendida había sufrido a lo largo de su matrimonio.
―¿Y al vecino? ¿De qué lo acusó?
―Contaminación acústica y acoso vecinal.
   ―¿Y al constructor?
   ―Invasión de intimidad y falta de medidas de seguridad. Me basé en lo declarado por mi clienta en su día ante el juez: "La construcción es un desastre. Hacen los tabiques finos como el papel". Defendí que eso suponía una agresión a la libertad y a la vida privada y argumenté que, si la pared hubiese sido una pared como Dios manda, ella no hubiese podido consumar el allanamiento de morada.
   El auditorio aguardaba el final de la historia con expectación.
―Y esta vez gané ―añadí con satisfacción―. Conseguí que los tres hombres fuesen declarados responsables de la enajenación de mi clienta. Los condenaron, a cada uno por su parte, a indemnizarla con una gran cantidad de dinero y una sustanciosa pensión de por vida.
   ―Pero ―me preguntaron― ¿qué le hizo cambiar de actitud entre el fallo de la primera sentencia y su demanda posterior?
―Quería sentar Jurisprudencia.
   ―¿Jurisprudencia? ¿Por qué?
Me quedé mirando a los asistentes, paseé la vista por todos ellos y, con un fingido aire de resignación, les dije:
   ―Porque, entre una cosa y otra, a mí me ocurrió lo mismo que a mi clienta. Me casé, sin saberlo, con un grandísimo roncador. Tal vez ustedes no puedan entenderlo pero...
Estalló un revuelo en el auditorio. Todas las mujeres, como impulsadas por un resorte, se pusieron en pie y gritaron a la vez:
   ―Claro que podemos entenderlo. ¡Lo entendemos perfectamente!
   Y mientras las unas a las otras se relataban los tipos y detalles de los ronquidos de sus compañeros de cama, una voz se hizo oír entre el barullo. Era la de una mujer rubia que se aventuró a apostar a que la primera sentencia la había dictado un juez y la segunda una jueza. Yo, al oír el comentario, sonreí pero continué callada. En la sala aumentó el bullicio y se dispararon las apuestas. Me puse de pie y, levantando la voz entre el jolgorio, a modo de despedida, dije:
―Han sido ustedes muy amables. Gracias por su atención.

Relatos FM

Las tres mandarinas



Entonces vimos cómo tranquilamente sobrevolaba el puerto al ras del agua un pelícano de plumaje pardo que llevaba colgando del cuello una ristra de tres mandarinas de tres colores diferentes, con inscripciones talladas en la piel atadas con un fino cordel de seda roja.
Era un día nublado que anunciaba inminentes lluvias. Nosotros estábamos pescando en la orilla del puerto cuando vimos aquella inusual ave pasar a pocos centímetros de nuestras cabezas a toda velocidad.
Unos decían que se trataba de un albatros, dada su gran envergadura. Otros propusieron que debía ser un alcatraz por el aspecto de su pico. Incluso algunos se atrevieron a sugerir que se trataba de un cormorán, basándose solamente en el aspecto de su cuello. Si no es cierto que se trataba de un ejemplar de gran tamaño y que los alcatraces tienen un pico muy similar al de los pelícanos no cabía en mí la menor duda de que se trataba de un congénere mío, los sabría identificar a cualquier distancia. Estas estúpidas gaviotas no saben lo que dicen, pero se negaban en redondo a rectificar sus palabras, así que alcé el vuelo fui tras mi igual para demostrarles que se equivocaban por completo.
Había aparecido de la nada. Es muy extraño, pues hace días que la mayoría de los nuestro ya habían migrado, y es muy pero que muy inusual que alguien se confunda de ruta y mucho menos que de media vuelta. ¿Quién querría permanecer más tiempo en este recóndito y gélido páramo?
Pero sobre todo tenía una gran curiosidad por aquel extraño colgante que lucía. Nunca había visto nada parecido ni oído hablar de nada semejante. Además, su aspecto es un tanto peculiar. ¿De dónde habrá venido?
Esperé a que se posara en algún lugar para detenerme a su lado y poder hacerle todas las preguntas que me rondaban en aquel instante por la mollera. Pero no cesaba, no bajaba ningún ápice la intensidad de su vuelo. Estábamos dejando demasiado atrás el puerto, así que intenté llamar su atención, pero no se inmutó lo más mínimo al oírme graznar. Pensé en adelantarle, pero de improvisto una de las mandarinas de su colgante cayó a la superficie helada. Ambos nos dimos cuenta, por lo que aproveché para descender junto a él y así intentar preguntarle algo.
Todavía en el cielo vi como manipulaba a mandarina, pero para volver a ponerla en su colgante. Volvió a alzar el vuelo, abandonando allí la fruta. Yo seguí llamándole la atención, pero pasaba de mí por completo, por lo que le dejé marchar y me quedé observando la mandarina. Era de color morado y las inscripciones eran doradas.
Pensé en llevármela, pero de repente comenzó a zarandearse sola. Me quedé petrificado por la impresión y el desconcierto. El pequeño cítrico seguía revolviéndose en el hielo mientras yo me alejaba con cautela. Y no tardó en salir de su interior un frágil brote de color morado, que poco a poco iba ganando altura. El hielo se estaba fragmentando y el brote se estaba convirtiendo en un gran árbol de madera morada y hojas blancas. No dejaba de crecer.
Hacía tiempo que había alzado el vuelo y había salido huyendo a toda prisa para volver al puerto. Miré hacia atrás un instante y vi como el árbol era mayor que cualquier montaña que jamás hubiera visto en todas mis migraciones. Pronto oscureció el cielo y lleno toda la atmósfera con su dulce polen.
Al cabo de unas horas el árbol dejó de crecer, y rápido crecieron infinitud de mandarinas, y de la nada apareció una bandada pelícanos similares al primer forastero que oscureció el cielo,  para llevarse consigo cada uno otras tres mandarinas.

Emmanuel Pablo Buendía vilches

Relatos FM

Autostop



A Mario Vargas Llosa y la conversación
en la Catedral que nunca sostuvimos


Tú lo sabias, Estebita, que si Vargas Llosa esto, que si Vargas Llosa lo otro. ¡Forra ese libro, niño!, te dijo la Ceci pero no la tuviste en cuenta. Nunca la tuviste en cuenta. Ahora manejas un camión repleto de naranjas y te arrepientes de la mitad de las cosas que has hecho en tu vida. Un camión de naranjas de oriente a occidente, a lo largo y ancho del país. Cada tres días un camión de naranjas. Te arrepientes de muchas cosas, Estebita, pero seguro estoy que tomaste a bien haber recogido a aquella chica que pedía botella en la autopista. Aquella chica que a diferencia del resto, no sostenía en la mano un billete de cincuenta, sino algo que desde la altura y distancia del camión parecía una postal, o una lámina recortada de una revista, una de esas revistas exclusivas que vende el viejo de la calle central, una de esas revistas soviéticas que ya no existen.
¿A dónde te llevo?, y ella no respondió, o al menos eso fue lo que pensaste. Te dio la postal, lo que tú creías que era una postal y resulta que no era postal ni lámina, sino una fotografía, una fotografía de una pareja y dos niños, esa fotografía que ella te pidió que colgaras del parabrisas como si fuera una virgencita de Guadalupe, o una virgen de la Caridad del Cobre, un resguardo para la seguridad de un conductor, un resguardo para la seguridad de un cargamento de naranjas. Son mis padres, dijo sin darte tiempo a que preguntaras, el pequeño es mi hermano, y clavó la vista en la carretera, en el tramo de carretera que se alcanza a ver desde el asiento delantero en la cabina de un camión cargado de naranjas. Tú querías saber más, pero con el tiempo te has convertido en un tipo prudente. Ya han quedado atrás esos años de la Universidad, esos cortos años de la Universidad donde te enorgullecías de poseer un pensamiento propio, como si tal cosa fuera realmente importante, como si las opiniones ocuparan tanto espacio, fueran tan pesadas, que te resultaba imposible sostenerlas allá en el fondo. Esperaste un rato, trataste de encontrar un tema en común, algo ordinario, algo así como el estado del tiempo, el precio de la vida o las líneas teóricas fundamentales de la filosofía de Kierkegaard; pero sabías, Estebita, que tus cortos años en la Facultad de Filosofía no serían suficientes para captar la atención de una chica que pide botella a cambio de una foto de familia.
Ceci tuvo razón aquella tarde, sobre la fría arena de Guanabo, después del aguacero, cuando el cielo se cubrió de un azul intenso y se marcharon los ómnibus amarillos, que en la mañana habían dejado caer en el agua medio centenar de chiquillos gritones y malcriados, que no pararon de correr de un lado al otro, de un lado al otro, de un lado al otro. Ceci tuvo razón, pero no la tomaste en cuenta, nunca la tomaste en cuenta.
La chica te pidió que cambiaras de emisora, que ya estaba harta de las mismas noticias, que todo no era más que una sarta de mentiras. Giraste el dial hasta que diste con un tema de Dona Summer; por supuesto, tú no sabías quien era Dona Summer, nunca habías oído hablar de una tal Dona Summer. La chica te hizo un cuento largo sobre la infancia de la cantante, sus frustraciones de adolescente y el modo en que llegó a la cima, a esa cima en la que descansan los grandes artistas. La chica hablaba mucho, Estebita, tú permaneciste la mayor parte del tiempo en silencio, hasta que de repente, así, sin acordarte mucho de cómo, ella habló de sus padres, de su hermano y de Calligan. Conocías a Kierkegaard, a Nietzsche, incluso alardeabas de dominar las líneas teóricas de Kant, pero nunca habías oído hablar de un tal Calligan, no sabías, ni por asomo, quien podía ser ese tipo.
Los ómnibus se marcharon y Ceci dibujó al detalle cada una de las posibles consecuencias. Tenías hambre, no hacías más que asentir y pensar en unas pizzas de jamón y queso, en un vaso bien grande de refresco de Cola o en un jugo de tamarindo, eso Estebita, siempre te ha encantado el jugo de tamarindo. Le dijiste a la chica que debías parar un momento en el Conejito, que te reventabas de los deseos de ir al baño y que quizás encontraran algo de comer. Para ella un pastel de guayaba, para ti un sándwiches y de nuevo al ruedo. Tú al timón, ella a los basamentos del tal Calligan, a su teoría del bien común, a la función de cada cual dentro de ese gran sistema que es el funcionamiento del universo.
Creíste que Calligan era quizás un filósofo moderno, uno de esos que poseen una secta, o un blog y cientos de seguidores, uno de esos que organizan campañas, conferencias, estandartes para sus pupilos, fiestas benéficas, recitales de poesía y estrategias para contrarrestar la contaminación, la tala de los bosques, o el crecimiento acelerado de las falsas necesidades como producto de la difusión de la sociedad de consumo. Nada de eso, dijo la chica. Nada de eso, dijo Ceci, tienes que pensar muy bien las cosas, acá nada es por gusto, acá todo está pensado, si sigues por ese camino puedes echar a perder tu futuro.
Tú lo sabías, Estebita, que si los Rolling Stones esto, que si los Rolling Stones aquello. ¡Esconde ese disco niño, guárdalo en una portada de la Original de Manzanillo o las Maravillas de Florida!, te dijo la Ceci, pero no la tomaste en cuenta. Nunca la tomaste en cuenta.
Calligan me abrió los ojos, dijo la chica, me hizo ver la vida de un modo diferente, antes nada tenía sentido. Creíste que podría ser cierto, que la mayoría de los adolescentes se la pasan buscándole un sentido a todo, tomando decisiones equivocadas; como tú, cuando te paseaste por la Facultad con aquel pullover que te había traído tu tío desde Miami, aquel pullover de la Universidad de la Florida.
Según Calligan, dijo la chica, el poder no radica en el dinero, no tiene nada que ver con las posesiones, sino con el movimiento y la autodeterminación. Mientras más te mueves, mayor poder adquieres, todas las riquezas radican en autodeterminarte, saber qué hacer, cuándo y cómo, sin presiones, solo por voluntad propia. Creíste por un momento, pero solo por un momento, que eras el hombre más poderoso del mundo. Nadie se movía más que tú, de oriente a occidente, a lo largo y ancho del país, llevando a cuestas un cargamento de naranjas. Determinabas por voluntad propia a quién llevar, de las decenas de personas que en la autopista agitaban un billete de cincuenta, a qué velocidad manejar el camión y el lugar exacto donde detenerte. Tenías autodeterminación, movimiento, a una chica cambiando el dial, lo tenías todo.
Sin embargo sentías una especie de vacío, no ese vacío existencial del que hablaban Nietzsche y Kierkegaard, no te interesaban las eternas preguntas de ¿quién soy?, o ¿cuál es mi función en el mundo?, sino que ibas un poco más allá, a la disyuntiva del superhéroe, a la idea de que bajo ningún concepto debías ser simple y llanamente el chofer de un camión repleto de naranjas. Que alguien, esa chica, por ejemplo, podría descubrir que sirves para algo más que para manejar un camión de oriente a occidente, a lo largo y ancho del país.
Imagino que esa sea la razón, Estebita, por la cual aceptaste el reto. "Todo Poder trae consigo una Responsabilidad". Solo bastó una hora para que te convencieras de que el tal Calligan tenía razón, solo bastó una hora para que te lanzaras a toda velocidad contra el muro de piedras que circunda la llanura de Matanzas.
Tú lo sabías, Estebita, que si el Partido esto, que si el Partido aquello. ¡Cierra esa boca, niño!, te dijo la Ceci, pero no la tomaste en cuenta. Nunca la tomaste en cuenta. Ahora estás en una cama de hospital, te arrepientes de la mitad de las cosas que has hecho en tu vida y apenas me dejas hablarte en la hora de la visita, no haces más que mirar esa fotografía enmarcada que alguien ha colocado en la cabecera, esa fotografía de una pareja y dos niños que como si fuera una medallita de la virgen de Guadalupe o de la virgen de la Caridad del Cobre, una medallita que te protege contra el sabor amargo de la sopa de fideos que reparte la enfermera, te protege contra el insomnio o contra el tipo de la tercera cama, el tipo que cambia el canal y no te deja ver los documentales del Animal Planet.
Por eso espero a que despiertes, Estebita, para aconsejarte, para decirte que es probable que el tal Calligan no exista, que no aparecieron rastros de la chica después del accidente y que lo que tienes enmarcado en la cabecera de la cama no es una foto de familia, sino una lámina publicitaria de una de esas revistas exclusivas que vende el viejo de la calle central, una de esas revistas soviéticas que ya no existen.

Jacques de Sores

Relatos FM

Y MARCO



   Se abrió la puerta del ascensor y Amanda salió al enésimo pasillo que había recorrido en aquel hospital durante las dos últimas horas; pero esta vez era distinto. Según su pie derecho salió por la puerta del ascensor y se posaba en el suelo, tuvo la sensación de que por fin iba a encontrar lo que buscaba.

   Recorrió el pasillo siendo ignorada por toda la gente que había en él, como había ocurrido desde que había entrado en el hospital, pero ella no se extrañó, ya que todo el mundo parecía muy ajetreado y ocupado. Fue asomándose por cada una de las habitaciones que encontraba a su paso. Una a la derecha y otra a la izquierda. Su movimiento en zig-zag no consiguió llamar la atención de nadie. Antes de llegar a la última de las salas se paró: tenía miedo de no encontrar respuesta a ese sentimiento tan raro que le había hecho dirigirse hasta allí. Cogió aire. Lo soltó lentamente por la boca. Repitió este proceso un par de veces más, hasta que consiguió las fuerzas suficientes para mirar dentro del cuarto que, como todos los demás, seguramente estaría vacío.

   Cuando su mirada hubo cruzado el umbral de la puerta, no pudo creer lo que sus retinas captaron en ese momento. Su madre, su padre, su hermana pequeña y Marco, aquél chico de su clase que aún no se había atrevido a presentar formalmente a sus padres. Todos ellos estaban llorando alrededor de la cama, destrozados. La familia se abrazaba mientras Marco estaba sentado en una silla, mirando a suelo, desconsolado.

   En la cama se encontraba ella, Amanda, con su preciosa melena de color castaño claro descansando sobre la áspera funda de la almohada. La misma aspereza que había dejado la sal de las lágrimas bajo los ojos de la gente que la quería. Los mismos ojos que ella tenía cerrados, ya sin capacidad para llorar. Quiso correr, huir del lugar, aquello no podía ser cierto, pero el miedo había anclado sus pies a las frías baldosas del suelo. Y entonces ella quiso recordar.

   Ráfagas de ideas pasaban por la cabeza de Amanda, pero nada en claro. Recordaba haber apagado el despertador y haber bajado a desayunar; darle un beso a su hermana en la frente para despedirse y acto seguido coger mochila, móvil y, justo antes de salir, las llaves de casa y de la moto. La moto. Entonces el sonido del golpe, el ruido del casco chocando contra el asfalto. Entonces, ¿qué había pasado si llevaba el casco? Poco a poco sus recuerdos eran más débiles, la imágenes más grises y ya sólo percibía claros los sonidos, las voces, pero cada vez más tenues y distantes.

   En su mente oyó una sirena, ahora sabía que fue la ambulancia en la que más tarde iba montada; también escucho una voz desconocida que decía que vio chocar el vientre de la pobre chica contra el guardarraíl. Lo siguiente lúcido que recordó fue "No tiene graves lesiones externas, pero sí una herida interna de gran tamaño".

   Antes de verse aturdida en la puerta del hospital se vio a sí misma, desde fuera, tumbada en la camilla y a varios médicos a su alrededor intentando reanimarla. Dedujo así que la camilla que vio pasar rápidamente antes de entrar en el hospital y comenzar su búsqueda, era la camilla en la que yacía su cuerpo ya sin vida.

   Ahora ya lo sabía. La moto. La moto por la que tanto le insistió a sus padres, la moto en la que tantos paseos había dado con Marco, la moto que había pensado ceder a la pequeña de la casa. Se acercó a ellos, acarició a su hermana en la mejilla; abrazó a sus padres y besó a Marco; y en ese instante, en ese preciso instante llegó la luz y con ella la calidez del hogar y un escalofrío que estremeció a los presentes en la sala.

Unmandrilymedio