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V Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 23, 2013, 15:22:11 PM

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Relatos FM

Olor a tormenta



Habíamos visto ya tres rayos en el cielo oscuro de verano cuando Leonor, tirada en la cama, me dijo que no podía oler la tormenta. No creo que se pueda oler una tormenta, le contesté yo con escepticismo, pero ella, nada contenta con mi respuesta, dijo que sí, que ella lo podía oler, que quizás sería por el olor del tabaco que inundaba la habitación con baño y cocina de 18 metros cuadrados que ocupábamos en una residencia universitaria que ahora no conseguía olerlo. Será que no hay tormenta, le contesté yo. Acabo de ver otro rayo, respondió ella, algo que yo seguía sin ver vinculante. Un documental sobre la austera vida de Valle-Inclán y los colonizados parajes con edificios de sobrias piedras que recorrió al otro lado del charco en su juventud se reproducía en mi ordenador, al frente del cual yo estaba sentado. Leonor daba cabezadas. Mientras yo me acercaba a la pequeña nevera que había a un par de metros a sacar una cerveza de los Alpes, mi pequeña amada rubia parecía sumirse en un sueño lo suficientemente profundo como para no hacer caso de los ingeniosos y eruditos comentarios que yo iría a intercalar entre las frases que soltaba la voz en off que narraba los avatares valleinclanescos. Saqué la cerveza, la abrí y serví la mitad en el vaso en el que me había bebido un whisky hacía unos minutos. Estaba comprando un vuelo a Málaga, mirando una página a través de la que esperaba conseguir un curro a tiempo parcial para obtener algo de dinero durante el invierno y sobrevivir el siguiente año académico, buscando por Internet cualquier dato que me viniera en gana por cualquier motivo y cosas por el estilo, cuando al ver a mi izquierda el libro de Tosltói "Guerra y Paz" mi mente me envío a las líneas contenidas en la nota del autor de la mencionada novela. Todas ellas, cada línea, cada párrafo iba destinado a despreciar a la clase obrera y decir que por tanto su obra estaba consagrada a plasmar a gente de la realeza y de la nobleza, como el mismo era, que las vivencias de la gente baja y trabajadora no merecían la pena ser relatadas. Entonces me entristeció que tan insigne escritor hubiera muerto en 1910 y no hubiera podido gozar de los privilegios de los que los de su clase disfrutaron durante la revolución de Octubre unos años después. No me podía quitar de la cabeza lo que dijo Ismael en la plazoleta unos días antes de que esto sólo se arreglaba a tiros: era triste pero tenía razón. Si incluso la legitimidad del actual régimen, ese que nos tenía metidos por incompetencia y corrupción en una grave crisis económica que nos afectaba a casi todos, era el nombramiento que Franco hizo de Juan Carlos como su sucesor. Aún no nos habíamos librado de las secuelas del régimen que después de un millón de muertos se instauró tras la guerra civil. Mandaba cojones, es que cogía el libro de Valle "Martes de Carnaval" y en dos minutos ya estaba indignado, indignado viendo cómo en casi cien años las cosas no habían cambiado, regímenes militaristas como el que Valle denunciaba aún tenían su repercusión en nuestro país, ¿que tenemos una democracia? ¡Y una *****, tenemos una DEMAGOGÍA! ¡Esto no es ni mucho menos el gobierno del pueblo! Estaba claro que se había avanzado mucho en cuanto a nuestros derechos desde la dictadura, pero aún había mucho por recorrer.
   El documental de Valle había acabado y me metí en la web de La Sexta y puse el vídeo del programa "La Sexta Noche" que había sido emitido el sábado anterior. Iban a hablar sobre la comparecencia del presidente Rajoy un par de días antes para dar explicaciones sobre el caso Bárcenas, algo a lo que no había accedido por la petición de los diputados y el pueblo español, sino por la presión de los medios internacionales que podían influir en el rumbo económico del país y por tanto de los ricos empresarios a los que el gobierno tanto defendía. Empezaba el debate y decían que sólo habían asistido al mismo representantes del PSOE, IU y Ciudadanos, que UCD y PP habían sido invitados pero no habían acudido debido a circunstancias que sólo incumbían a los partidos. Esto no me pareció del todo cierto, ya que minutos después Francisco Marhuenda, el director del diario La Razón, defendía a muerte al Partido Popular y llegaba a negar que se hubiera producido financiación ilegal a la vez que aseguraba que el gobierno de Don Mariano estaba sacando a nuestro país de la crisis. No me quedaba del todo claro que se pudiera considerar que no hubiera acudido nadie del PP, partido al que el Señor Marhuenda estuvo afiliado y por el que fue diputado del Parlamento de Cataluña. También bajo el mando del gobierno del mismo partido fue director del gabinete del ministro de Administraciones Públicas y tuvo el mismo cargo en el ministerio de Educación y Cultura, en ambas ocasiones dirigido por Rajoy. Incluso había llegado a escuchar rumores de que ahora trabajaba para el partido desde fuera. Bueno, si tú dices que el Partido Popular debe disolverse... Yo no he dicho que el Partido Popular tenga que disolverse, interrumpió a Marhuenda uno de los participantes. ...si el Partido Popular tiene que disolverse..., continuó el objetivo* periodista que iba a lo suyo y sólo quería soltar su diatriba, entonces el partido socialista con lo de los EREs qué tenía qué hacer. Y ahora salta con lo de los Eres, se oyó la voz de otro de los tertulianos allí presentes. En ese momento, rabioso y con la idea de que lo que decía Ismael de que esto sólo se solucionaba a tiros era cierto, me puse a mirar por la ventana. Tenía toda la razón el periodista con anteojos que el días antes había arremetido en otro programa contra un diputado popular que no quiso contestar a la pregunta de si creía que era bueno que Cospedal, la presidenta de la Junta de Castilla la Mancha, declarase en el juicio del caso Bárcenas y en vez ello atacó al PSOE por el caso de los EREs. El periodista dijo que eso era lo típico del mal político de manual, el y tú más, pero también era normal que en un país parlamentario y electoral, que no democrático, porque el pueblo no manda, sino bipartidista, el diputado del PP considerara que eso era la mejor estrategia, porque lo único importante era derrotar a su enemigo político, y no rendir cuentas al pueblo, al que no le importaba dar explicaciones de un caso flagrante de corrupción en su formación. Con la monomanía de la violencia para solucionar las injusticias del sistema, un sistema en el que los políticos en el cargo no pagan las consecuencias de sus abusos de poder y sólo se remiten a decir que la justicia lo aclare, cosa que rara vez hace, ya que siempre es difícil que un juez medie en asuntos humanos y más todavía cuando el poder actúa con mala intención y encima torpedea su labor, me asomé a la ventana y aunque el coche que recorría la carretera ponía POLIZEI y no POLICÍA, le arrojé con toda la ira que me embargaba la botella de whisky casi vacía que tenía junto a mí. Como sólo era un tercero tuve tino y esta impactó con fuerza contra el cristal delantero. IIIIIIIiiihhh, se escuchó un frenazo y después el conductor perdió el control del coche. Durante unos segundos el vehículo avanzó desviándose hacia la derecha más de lo aconsejable, hasta que, finalmente, unos metros más adelante, salió de la carretera, continuó por una pequeña zona de tierra que había junto a la carretera esquivando así la valla metálica que había justo al lado del río que pasa junto a la residencia, el río Lech, y cayó en él. Entonces, Leonor dijo: ¿Por qué?, y aunque no se refería a mi acción, lo que pasaba es que se había sobresaltado porque el sonido del programa había cesado debido a que yo había tocado sin querer el cable con el que nos teníamos que conectar a Internet en las residencias y había fallado la conexión, a pesar de eso, tenía toda la razón: ¿Por qué?

Jakobertor

Relatos FM

HORIZONTAL



Le tranquilizaba subir la colina y ver el pueblo debajo de sus pies. Con un cigarrillo en la boca, dominaba el tiempo y el espacio con esa mansedumbre del irresponsable. Lo acuciante no trepa por la médula si lo borras prematuramente. No existe lo que no se nombra, no molesta mucho lo no pensado.
Pero el simple movimiento de incorporarse para emprender la bajada le hizo zambullirse como un todo en el lodazal de la memoria.
Traspasado por la fantasmagoría de lo inminente, retrasó la bajada todo lo que pudo. Se detenía a observar la flora agreste, las hormigas en su caos ordenado, el terruño secular que sabe a peste negra, pero su estado era tal que rompió a llorar cuando se ensució los dedos con el aceite de la jara pringosa.
Como de niño, el interés de todas las cosas aumentaba según se acercaba una decisión desagradable.
Pasos lentos, como de patíbulo, y esa obligación de decir algo, que decía Joyce.
No hubo más remedio que llegar a casa. En la puerta estaba esperando un empleadillo más bien flacucho, y aunque joven se le notaba su experiencia en adecentamiento.
-   "¿Es usted el hijo del difunto?".
-   "Así es. Le abro y pasamos adentro".
Se sentó en el camastro mientras observaba al empleado de la funeraria cómo maniobraba de rodillas sobre la cara de su padre, al que habían tendido en el suelo sobre un edredón de colores imposibles.
Se levantó prudentemente para ver qué estaba haciendo ese hombre oscuro hasta hace un minuto desconocido y que ahora manipulaba las facciones de su padre, al que él jamás llegó a tocar, ni a besar, ni a querer. Fue un tanto inquietante ver que el empleado usaba pegamento para sellar los labios de su padre para siempre.
Al ver la cara del muchacho, el empleado le espetó que era mejor así, pues la boca se abriría con el vaivén de la caja camino del cementerio, y no iba a ser agradable cuando le gente lo mirara a través del cristal del triste ventanuco del féretro.
-"El féretro no tendrá cristal. Es muy caro. He podido comprar uno barato con la ayuda de la gente. Deje su boca como estaba".
- "Lo siento, ya es tarde, no sabía que no quería usted el pegamento, pero hágame caso, así quedará mejor. Esta tarde vendremos con el coche para llevarlo a la Iglesia y luego al cementerio".
-"En este pueblo no hay Iglesia, desapareció hace tiempo. Aquí somos poca gente y no viene ningún cura".
- Bien, entonces vendremos sobre las siete para ir al cementerio. Buenas tardes y le acompaño en el sentimiento".
De vuelta en el camastro, miró a su padre como quien mira un cuadro abstracto, tratando se cribar el todo para sacar algo. Miraba su cara y recordó una frase de Cioran. La muerte es lo sublime al alcance de cualquiera.
Esa seriedad, ese rigor mortis dignificaba su cara de borracho, ahora tranquilo.
"Se acabó el terror del sonido de la llave en la puerta, se acabó el silencio previo que hacía que nos cagáramos en los pantalones, se acabó tirarme del pendiente y arrancármelo de cuajo llevándose consigo un trocito de oreja, se acabaron las toses de madrugada, se acabaron los gargajos en el suelo del salón. Se acabaron los ojos morados de madre, se acabaron las fracturas. Se acabó madre.
En la alacena aún quedaba una lata de judías blancas. No podía calentarlas por lo que las vació en el plato y comenzó a deglutirlas con desgana. Una cucharada, dos. Tres. Para la cena.
La soledad definitiva le supuso la tristeza.
"Y se acabaron también los ruidos. El del palo, el de la llave, el de los pedos, el de las toses, el de los gritos en las primeras horas de la mañana para ir donde siempre pierdes. Puedo perdonarte las palizas, los robos legales, las miradas asqueadas, la culpa aprendida, los olores al mentón... pero nunca te perdonaré los ruidos, los ruidos que desequilibran al alma más curtida, esos ruidos que hacen asesino al santo".
Y mientras enjuagaba el plato supo que había crecido. Se hizo maduro de pronto. Y supo que sus sueños de niño ya no dormirían más con él.
Casi anocheciendo, el coche fúnebre hizo un sonido elegante al aparcar en la puerta, un sonido metropolitano al lado del barbecho carpetovetónico.
Del coche se bajó el empleado, acompañado de otro muchacho más joven, de unos veinte años, descargando una caja marrón claro, lisa y suficiente.
Algunas mujeres, a lo largo del pasillo sin macetas, miraban el suelo empedrado sentadas en las sillas de mimbre.
¿Qué hacen aquí estas mujeres? Odiaban a mi padre y él las odiaba también.
Hombres con cigarrillos colgando de sus labios ateridos templaban conversaciones proscritas.
La solemnidad del momento hacía que el motor de un coche, el pecho de una vecina o la pereza de un albañil fuesen conversaciones de susurro en una presencia de cumplimiento secular.
Mientras miraba sus conversaciones inquisitoriales, el empleado le tocó el hombro.
-   "Me comentó que su padre quería que lo enterraran con la abuela de usted, la madre del fallecido".
-   "Sí, hay que sacar los restos de mi abuela y meterlos en la caja con mi padre".
-   "Pero ya sabe que de eso debe encargarse el personal del ayuntamiento. Nosotros no nos ocupamos de esas cosas.
-   "Sí, están esperando en el cementerio".
Todo el vecindario sabía que no era conveniente acompañar al deudo.
Raro como su padre, silencioso poco amigo de visitar tabernas, no se había ganado la amistad de nadie. Además, los gritos nocturnos en la casa de adobe hizo que la familia fuese objeto de permanecer en el centro del cuadro de este pueblo pintor y sentencioso.
Se marchó sin despedirse de la muchedumbre, y los empleados permitieron que se subiera con ellos en el coche, al lado de la caja, pero el traqueteo del camino hacía que se golpeara con no demasiada violencia sobre el techo del automóvil.
Mirando la caja y recibiendo los golpecitos, le dio la sensación de que su padre continuaba atizándole después de muerto, como un cid cabrón y sinsentido.
Al llegar, los tres sacaron la caja con un chirrido molesto. Él sabía que su padre no dejaría de hacer ruidos nunca, y que seguiría oyéndolos de madrugada, esos gritos de demolición, esa presencia segura del muerto, como cuando a un manco le duele un brazo inexistente.
"No te callarás".
Dos empleados del ayuntamiento ya habían sacado los restos de la abuela. Minúsculos, apenas se mantenían los huesos en una estructura entera y frágil. Parecía que sólo tenía huesos y ropajes, como si hubiera pasado por encima del cuerpecito luctuoso toda una guerra civil.
Uno de los hombres le dijo que no mirara, pues para meter el cuerpo dentro de la caja de su padre tendría que quebrarlo y tal vez no fuese una visión fácil de abandonar.
A él no le importó, y el hombrecillo, puro profesional, partió el esqueleto de la pobre arcaica, primero en dos trozos, para posteriormente subdividir los diferentes huesos hasta que todos cupieron en la caja.
Su padre recibió los huesos partidos de la abuela con la misma indolencia con que partía los de su mujer. Con una inercia mortecina, la apaleaba por la cena tibia, por el rechazo a su sexo de aguardiente o por opinar sobre la otoñada.
Una vez introducida la caja con el ángel y el demonio dentro, los operarios tapiaron el agujero con ladrillo visto, para, cuando se pudiera, disponer una lápida como dios y el crédito manda.
Cuando todo el mundo se marchó, pensó quedarse un tiempo en soledad, mirando la tumba, pero se sentía como un espantapájaros en una avenida tumultuosa, así es que se despidió de su abuela sabiendo que ni en los Santos Benditos volvería ni siquiera para cambiar las flores que nadie ha puesto.
Cansado, aturdido, recobrado infantil, se tumbó en el camastro para valorar esta nueva libertad, incómoda, inesperada y salvaje, propia de Estocolmo.

EISENBERGER

Relatos FM

Aire



Aire... Que bien se siente. Quien lo diría, ya no hay miedo, ya no hay dolor, ya no hay angustia o tristeza. Me siento libre de todas esas pequeñas pero enormes emociones que dominan la mente humana.
Recuerdos con violencia invaden mis ojos; mis primeros pasos ¿Sera posible qué sea yo? Que ilusión... Que alegría. Continua. Mis primeras palabras ¡Madre! ¿Si me vieras en este momento tan lamentable dirías algo bueno, algo que calme la desesperación de mí ser? Lo dudo. Padre ¿Te he defraudado también? Mi viejo, cuanto hace que moriste, aun hoy ninguna cosa ha causado un dolor tan grande y profundo como tu partida. Un niño no está preparado para ver morir a su héroe.
Aire... Sigue llenando mis pulmones, tranquilízame, haz que no duela ¿Cuánto daño he causado? ¿Lágrimas? ¿Estoy llorando? Hace cuanto no lo hacía.
Aire... Déjame levitar un momento más en tu corriente, arrúllame unos segundos más. Mi primer amor, cuanto te ame, tanto que ni el número total de latidos que da un corazón en toda una vida podría acercarse.
Desamor, lo recuerdo bien, dolió, pero aprendí que nunca debía aferrarme a las personas, solo a mi familia, solo a mi madre, mi única amiga, mi confidente ¡Vieja cuanto te amo! Pido que me perdones por todo lo que he hecho, no seré el mejor hijo del mundo pero al menos siempre te dije lo mucho que te quería y lo que hacía era por ti, para que estuvieras siempre bien.
Aire... Se acaba el tiempo ¿Verdad? Gracias, muchas gracias por darme la oportunidad de arrepentirme, de llorar, de sentir. Gracias por aceptarme en tu seno, aunque sea solo por un momento.
¿Cuánto tiempo ha pasado desde que me lance del puente?  No importa, No importara más. Padre, Madre, mundo, aire, gracias por todo pero no estaba preparado para llevar sobre mí la carga de hacerlos sentir orgullosos, ni seguir con la carga de mis demonios, que hoy han ganado, me han devorado.
Suelo... Abrázame, abrázame tan fuerte como puedas, no dejes que me duela, mátame tan rápido como te sea posible. Por fin este ciclo se cierra. He matado tanta gente con mis manos y con ellas decidí acabar con mi vida.
¡Oh santo juez!, no permitas que mi muerte sea violenta, no permitas que mi sangre se derrame, Tú que todo lo conoces, sabes de mis pecados, pero también sabes de mi fe, no me desampares... Ya eso es un chiste, una mala broma que  al fin se termina.

Busujima Jorge

Relatos FM

LA PREGUNTA



Los pies del hombre se columpian con un movimiento regular e hipnótico. A unos dos metros de los pies y otros tantos de una pared apenas intuida en la oscuridad que la oculta, el chico, estupefacto, continúa inmóvil; tan sólo sus ojos se mueven, al compás que marcan los pies pendulares...
Hasta que la gravedad cumpla con su ineludible tarea, el cuerpo del chico permanecerá rígido, en la misma postura. Su mirada, en cambio, seguirá oscilando hasta que los pies del hombre dejen de balancearse. Entonces, el chico alzará la cabeza hacia el resto del cuerpo desnudo del hombre, y observará las concentraciones de pecas que en algunas zonas oscurecen la pálida piel del hombre, brillante por el sudor que la cubre.

El chico continúa sin poder mover los pies. Ni las manos. Desde su boca y a través de su barbilla se desliza un hilillo de baba que a intervalos de unos veinte segundos se precipita sobre su muslo izquierdo...
Al cabo de varios minutos, el chico conseguirá erguirse levemente. A continuación, arrastrando los pies, sin dejar de mirar el cuerpo del hombre, se desplazará hacia atrás, hacia la pared invisible situada a su espalda. Despacio, se alejará del centro de la habitación, del cuerpo, hasta que choque con una silla que no podía ver y que le hará perder el equilibrio y caer al suelo. En ese momento, el miedo se adueñará de su mente.

Por eso ahora, quieto su cuerpo sobre el suelo, en el mismo lugar en el que ha caído después de tropezarse con la silla, las manos del chico, trémulas, gritan el miedo acumulado durante horas, el mismo miedo que su boca no ha podido exteriorizar desde que descubriera el cuerpo desnudo del hombre...
No obstante, el chico se tranquilizará, gracias al paso del tiempo, después de varios minutos. Intentará entonces levantarse. Mas no podrá conseguirlo, pues un temblor remanente le impedirá alzar su cuerpo. Por ese motivo, se deslizará sobre el suelo de madera. Pero ya no lo hará hacia atrás, sino que se dirigirá hacia su izquierda, para así poder llegar hasta la puerta de la habitación. Allí, tras apoyar la espalda sobre ella, se detendrá.

El chico está ahora sentado; permanece quieto y casi en silencio: lo único audible es su respiración, todavía vertiginosa...
Pero su agitado respirar se irá normalizando. Y a la vez que esto suceda, levantará su mirada hacia el cuerpo inerte que cuelga frente a él. A pesar de que conocerá su identidad, observará el cuerpo tal y como se mira algo por completo desconocido. Más tarde, tras dejar de mirarlo, desviará sus ojos hacia una brillante mancha sobre el suelo. Intrigado por el aspecto de ésta, se preguntará por su naturaleza, por su origen. Y un extraño escalofrío recorrerá su cuerpo. Además, inquietantes imágenes bombardearán su mente. Sólo cuando transcurran cerca de treinta minutos, asomarán en su rostro las facciones tranquilizadoras de la soñolencia, se cerrarán sus párpados.

De repente, al otro lado de la puerta, comienzan a oírse golpes, gritos, lamentos. El chico abre, con sopor y pereza, los ojos. Antes de ver el cuerpo del hombre, comienza a recordar. En un primer momento cree que todo ha sido un sueño, pero alza la vista y allí está el cuerpo desnudo. No es un sueño. Mientras tanto, los porrazos, los chillidos y los lamentos van incrementado su contundencia, su furor y su patetismo...
Los ruidos sólo cesarán cuando la puerta se abra de pronto, cuando, tras golpearlo, arroje al chico hacia el centro de la habitación, hacia el cuerpo desnudo del hombre. Entonces, sin darle tiempo a reaccionar, unos enormes brazos lo arrancarán del suelo. Fugazmente, el chico verá a su madre bajo el umbral de la puerta recién abierta, y le sorprenderá su rostro lleno de lágrimas, casi desconocido. Después, fuera de la habitación, en el pasillo abarrotado, también verá fugaces semblantes que no será capaz de reconocer. Tampoco, con sus oídos, descifrará el rumor que emanará de las bocas de esas caras informes.

Todos esos recuerdos empezaron a presentarse en cuanto cerró tras de sí la misma puerta que unos treinta años antes lo había empujado hacia el cuerpo que entonces colgaba desnudo en el centro de la habitación.
Dentro de la habitación, una débil claridad cenital asomaba entre las junturas del maltrecho entarimado del piso superior. Una penumbra similar a la de aquel día ocultaba la geometría de la estancia, por eso sólo cuando sus ojos se acostumbraron a esa iluminación se adentró, con pasos firmes, en ella. Cerca del centro de la habitación, examinó el suelo. Aún relampagueaba en su cabeza, aunque sin misterio ya, la imagen de aquella mancha, la misma que durante muchos años envolvió su pensamiento con un halo interrogante y enigmático.
Mirando tanto a su alrededor como al techo, situó el centro exacto de la habitación. Dos pasos hacia delante le bastaron para colocarse en él. A continuación, se quitó del hombro la bolsa que portaba consigo y, tras apartarse a un lado, la puso donde acababan de estar sus pies. Se dirigió entonces hacia una mesa situada junto a una pared. Con ambas manos la arrastró hasta ponerla delante de la bolsa, que levantó del suelo y apoyó sobre la mesa. Después, abrió la bolsa y sacó una cuerda que llevaba ya varias semanas preparada para cumplir con su dramático cometido.
Seguro de sí mismo, con la cuerda entre las manos, se encaramó a la mesa. Ató la cuerda a la viga que dividía simétricamente una de las dimensiones de la habitación. Se cercioró de la firmeza del nudo y, después, saltó al suelo, desde donde la contempló. Consumada ya su metamorfosis, la cuerda parecía resignarse a cumplir con su nuevo papel, como si conociera el inevitable desenlace.
Sin más dilación, comenzó a desnudarse, abandonando la ropa sobre una esquina de la mesa. Una vez desnudo, volvió a mirar el suelo. Buscaba de nuevo algún exiguo rastro de aquella mancha. Pero fue en vano, pues el tiempo había borrado todo vestigio físico de aquella imagen que en su memoria aún permanecía perfectamente definida tanto en sus contornos como en sus matices. Con el recuerdo de la mancha velando todo lo demás, volvió a subirse a la mesa. Con rapidez, colocó el lazo alrededor de la blanca piel de su cuello sudoroso y lo apretó con fuerza. Acto seguido, sin pensarlo, sin dar tiempo a que un leve atisbo de duda ensombreciera su decisión, saltó de nuevo, al vacío.
En esta ocasión, sus pies no llegaron a tocar el suelo.

Mientras su cuerpo cae, imágenes de lo acontecido aquel día estallan, como una traca, dentro de su cabeza: las caras y las voces inefables, el rostro desfigurado de su madre, los brazos protectores que lo arrancaron del suelo, el cuerpo desnudo, la enigmática mancha... Sin embargo, está tranquilo, pues sabe que en menos de un segundo encontrará la respuesta, que la sentirá en su cuerpo brotando desde el centro de su cuerpo, aunque sin saber que eso ocurrirá justo después de ver balanceándose otra vez ante sus ojos el blanquecino y pecoso cuerpo desnudo de su padre.

Antuán Di Beisa

Relatos FM

Armano



Salí a trabajar a los 21:00 horas de un día lunes, solo con mi herramienta lista, caminaba por la renga, antes de llegar a la estación del metro, me compré un sándwich de lomo con queso, una coca cola y unos sobres de café, para el sueño. Me subí al último vagón del convoy, caminé tras un hombre de traje elegante y porte distinguido que me ayudó para hacerme invisible, le revisé los dos bolsillos del abrigo y no había nada, que desperdicio de tiempo y riesgo innecesario, al mirar hacia abajo me percaté de un maletín que estaba abierto e introduje mi mano y tomé con firmeza un estuche plástico, tomé el bulto y lo metí en mi mochila por un cierre que está por abajo de ésta, así puedo meter los objeto robados por debajo y sin necesidad de sácamela.
Me  bajé en Portales, caminé unas cuadras y entré a un bar en Barros 13, fui al baño me encerré en un cubículo y me senté en el trono, abrí el estuche y encontré ocho fardos de billetes de 20.000 pesos, calculé al ojo tres millones por paquete, es decir 24 millones de pesos, era mucho dinero, debía ser cuidadoso en no llamar la atención de nadie.
De regreso en la pieza donde vivía, me cercioré que nadie me siguiera, y escondí los paquetes de dinero bajo el piso en una caja de seguridad metálica que tenía enterrada. Era segura, guardé el dinero y solo tomé un poco, pagué el arriendo como de costumbre y compré alimentos en el almacén vecino, pagando también lo que adeudaba.
Me dirigí al taller de un maestro, que antes ya me había hecho algunos trabajos, para pedirle unas estructuras metálicas para un plan que tenía planificado con tres meses de vigilancia.
En el centro de Metro, estaba el Banco Meridiano, que poseía una de las mayores colecciones de diamantes del país, y otras extranjeras, eran dos mil 500 piezas, cada una del tamaño de una lenteja, hacían cinco kilos de peso en total, cantidad suficiente para caminar con ella en el cuerpo unas seis cuadras lineales, hasta llegar a la estación del metro tren y seguir a Mitodea en donde podría esperar ofertas de los posibles compradores, que te castigan un porcentaje del precio estimado, y el resto te lo entregan en una cuenta en las islas Talos.
El plan estaba calculado de tal forma que las variantes eran controlables, es una de las ventajas de trabajar solo, si bien decían que no se puede abarcar todos los ángulos del robo, con uno basta para poder realizar el golpe limpio, sin rastros ni huellas que te delatan al poco tiempo.
El primer sábado de cada semana, era de aseo y mantención general en el banco, ya que debía ser ventilado y pulido todo el piso de palmetas de ónix azul. Las cámaras de vigilancia eran intervenidas por 10 minutos, y los sensores de movimiento también, solo que en diferentes tiempos, lo que hacía más difícil poder evadirlos. Siempre dentro del Banco algún dispositivo de rastreo estaba esperando la retribución de sorprender algún atrevido u  osado que  quisiera violar la seguridad y hurtar en silencio el preciado botín de diamantes sin marcar, es decir puros e irrastreables.
El golpe de Armano no estaba anunciado en los bajos fondos, nadie en el hampa de metro sabía del atraco al banco y eso le daba una ínfima ventaja ya que los soplones de siempre no darían la información por favores de la policía, delatando y quemando el botín, como le llamaban al fracaso de un plan.
Armano controlaba una vez más la sincronía entre su reloj y el del guardia de la entrada principal. Se desplazó por el interior de las instalaciones traseras del banco, abrió una alcantarilla que estaba sellada con soldadura, Armano fingió un trabajo de contratistas tres días antes en la zona de la alcantarilla con papeles falsos de orden de trabajo, y la liberó del sello cortando con acetileno, luego ordenó el lugar sacó los letreros de trabajos en la vía y se retiró, dejando un letrero de prohibición sobre la tapa de la fosa para que no se estacionaran.
Abrió la tapa con cuidado y la cerró desde adentro sin emitir ruido, bajó por las escalera y llegando al túnel principal caminó 25 pasos en dirección sur este con brújula en mano, y marcó una cruz justo sobre su cabeza, ese era el lugar donde estaba -según sus cálculos- la caja fuerte con los diamantes. Armó una mesa mecano con barras de magnesio livianas y fuertes, luego montó sobre ellas una mesa de cuatro metros con inclinación hacia una fosa inferior por la cual circulaba todo lo proveniente de los baños de este lado de la avenida.
Armano deslizó una pequeña y portátil plataforma que colgaba desde un perno incrustado en la tapa de la alcantarilla, ésta recibiría la caja fuerte con los diamantes, las alarmas se activarían al momento de detonar los explosivos, pero el sistema de vigilancia estaría en modo manual, entonces el desafío era hacer que la explosión no fuera percibida, para lo cual Armano dependía de los amigos de la construcción aledaña.
Hace dos semanas en un café cercano al banco donde Armano navegaba en internet y vigilaba los itinerarios de los cambio de bóvedas, escuchó a un capataz de la empresa constructora que el día sábado a las 20:00 horas se detonaría una carga de explosivos controlados para derribar un viejo molo de roca que estaba ocupando el centro del bandejón que separaba al banco de la constructora en acción. Armano al oír esta noticia se infiltró en los casilleros de los capataces en horas de trabajo disfrazado de auxiliar de limpieza y tomó un cronometro en el que insertó un sincronizador automático que enviaría una señal de microondas al detonador del explosivo del banco detonando así las dos cargas simultáneamente, la del molo y la que él tenía bajo la bóveda del banco. Luego tendría 10 minutos para acomodar la caja en una balsa que navegaría entre hediondeces humanas hasta un canal que descargaba en la costa este de la ciudad, en las agua del mar.
Armano estaba esperando con todo en posición listo para recibir la explosión cuando escuchó que un policía de la ciudad despejaba la calle para comenzar el conteo para la explosión. Al llegar a tres se escuchó un ruido que estremeció toda la calle, ahora el tiempo era oro, antes que las cuadrillas de inspección lo descubrieran, recibió la caja que estaba justo en el lugar calculado por Armano, se detuvo en la mesa de polines y se deslizó hasta la plataforma que la descargó en la balsa, ésta se hundió más de la planeado, pero aun podía flotar, la corriente la impulsó y se perdió en la ***** que flotaba, era un viaje de tres kilómetros que duraba unos 15 minutos a 30 kilómetros por hora, por precaución ató una cuerda con dos globos que le servían como flotadores.
Armano desalojó la alcantarilla cien metros más al este en donde nadie ponía atención, se sacó el overol y los guantes, se subió a su jeep y se dirigió hasta al mar, al llegar al solitario y pestilente lugar vio que la cuerda ya había llegado, se tiró al agua inmunda y tiró de la cuerda con todas sus fuerzas recibiendo un vendaval de porquería, junto con la caja que aun flotaba en la balsa inflada color amarilla con un delfín dibujado en un costado. Retrocedió con el jeep hasta ponerlo en posición en el cemento del borde del canal, abrió las puertas traseras y descolgó un brazo de tubo metálico del que colgaba  una cadena que en su extremo tenían un gancho de acero, la engancho en la manija de la caja  fuerte y comenzó a tirar hacia arriba, un tecle la levantaba como si pesara solo unos kilos, la lavó con una pequeña hidrolavadora a presión, la introdujo dentro del jeep  cubriéndola con una lona negra, desechó en la profundidad del estiércol todos los elementos de apoyo que le habían fabricado y se retiró.
Tomó la carretera principal hasta Costa Brava, entró al boulevard y se estacionó en un edificio de apartamentos frente el mar. En avenida La Marina arrendó un departamento en el piso 24, tomó una ducha, se cambió ropa y contactó a un ex trabajador  retirado de la empresa que fabricaba las cajas.
Elías se había tenido que jubilar obligado por la empresa a los 50 años, aún tenía hijos estudiando. Armano lo siguió hasta un café cercano donde se juntaba con otros retirados a buscar posibles clientes, trabajaban sus autos particulares como taxis ilegales, y cuando no estaban frente al volante jugaban dominós hasta la hora de la cena. Armano esperó que Elías terminara su día, y lo interceptó en una banca donde esperaba el bus para ir a casa, se acercó con una gran sonrisa y le dijo a Elías, "señor si tienes necesidad de trabajar yo puedo darte un trabajo que harás solo una vez y luego jamás nos volveremos a ver, ahora solo necesitas desactivar los sistemas de seguridad de una caja marca Torrington Unites, si lo logras podrás cambiar de vida". Elías respondió a la pregunta de Armano, "mira debo saber qué hay dentro de la caja, antes de abrirla, de lo contrario no hay trato". Armano quien había invertido casi tres días en buscar al pobre diablo que ahora de pronto se ponía difícil, exigiendo saber que había dentro de la caja, no toleró la condición de Elías, lo miró con ira y le dijo que no podía revelar el contenido y que mejor se marcharía a casa con la caja en su jeep.
Elías miraba como el jeep de Armano se retiraba doblando en la esquina y entrando a toda velocidad por la salida a la autopista, Elías tomó su celular y llamó a la policía de Marina, contestó una operadores del 911, Elías les explicó de una jeep el cual cargaba una caja de seguridad negra y muy pesada, que estaba en dirección sur por la interestatal hacia Northshore, color negro y con placa de Marina, 90 T – 00 H. La policía notifico a Elías que había una recompensa de un millón de dólares, por quien diera su ubicación, el sargento Rooster, le indicó a Elías que estuviera atento por si el control carretero confirmaba su información.
Armano conducía en dirección a un taller donde le había hecho trabajos antes, sin preguntar y rápidos, de pronto una patrulla se apegó a su vehículo y un helicóptero lo seguía a baja altura, al verse encerrado por una barricada con cinco autos policiales y una camioneta del sheriff y el alguacil estatal, pensó en huir y tirar la caja algún río pero ya era tarde, al detenerse su rostro lo acusaba, un policía le abrió la puerta del auto sacándolo y esposándolo.
El alguacil ingresó el código de seguridad abriéndola para revisar que los diamantes se encontraban en su lugar, en eso los propietarios de los diamantes y los del Banco víctimas del robo le indicaron al alguacil que llamara a la central para que hicieran efectivo al pago a Elías por el dinero en forma inmediata, un millón de dólares americanos, mas doscientos cincuenta mil dólares por parte de la compañía aseguradora quien recompensaba de esta forma  si se recuperaban todas las piezas
Elías, miraba como su pequeño hijo Simón de 6 años jugaba con la arena del cálido mar de San Diego, su mujer lo miraba y sabía que su marido había hecho lo correcto.

Pablo Paz

Relatos FM

LA VISITA



Sólo, contemplando una piedra fría que encierra tanto. El gélido viento quiere acompañarme en mi sufrimiento. Por fuera puede que no se note, pero por dentro una brutal tormenta zarandea mi barco.
No encuentro un rumbo, perdido sin tu luz que ahuyentaba esas fieras que  acechan personas ocultándose en el fango.   
A veces la rabia me cede sus trajes, y los visto como el alma tus recuerdos tornados en tatuajes.
Desde la foto me miras sonriente y me duele hasta sostenerte la mirada...¿por qué a los buenos se los lleva la muerte y los mezquinos mantienen una vida despreocupada? ¿Por qué si estás muerto te siento presente siguiendo mis sueños en ésta vida falsificada?
Cuando todo está oscuro siempre quedan tus consejos, para no olvidar quien soy en éste mundo de disfraces y complejos. Máscaras y sueños superfluos, dónde se prefiere el tacto del cobre al de los besos.
Maldigo a la muerte porque ni siquiera te dejó despedirte; por jugar conmigo trayéndote en sueños para que así al despertarme vuelva a perderte.
Hoy mi cuaderno solo recibe lamentos en forma de textos cual niño con sus enojos. La luna conoce tanto mis secretos que emite suspiros cuando ve que escribo con la tinta de mis ojos.
Decido abrazarme a la lluvia cerrando el paraguas. Dejo que su tacto me acaricie confundiéndose con las lágrimas. Quisiera decirte tantas cosas...quisiera darte tanto las gracias que apenas atino a encontrar las palabras.
Coloco las flores y seco tu foto. Aparece tímida una sonrisa caída en batalla en un tiempo remoto.
Me quedo quieto con el absurdo deseo de que el pasado vuelva y te traiga de nuevo a mi vera; quieto, cómo un árbol desnudo y nevado soñando con la primavera. 
Me despido. Arrastro los pasos hasta la salida. El olvido no es una opción cuando te sangra tanto una herida.
Otro día más en un mundo descolorido. Te quiero tanto aita...tanto o más de lo que siempre te he querido.

Hasta siempre

J.STARK

Relatos FM

TRAS EL RASTRO



Tenía muchas maneras de salir del atolladero en el que se había metido; lo había hecho inconscientemente, casi sin darse cuenta, como drogado por el correr del tiempo, en una dosis perfecta que anula cualquier conato revelador tentando la realidad.

Como cualquier mundano podría recurrir a la más drástica para borrar del mapa el insignificante lugar que llena con su pesada carga. Pero también despertar y quebrar en mil pedazos el tubo de ensayo de la pócima que contiene el veneno adulador. Saldría corriendo del laboratorio buscando por los pasillos oscuros en forma de laberinto la puerta que abriría al coliseo.

Allí, en plena luz del día con un sol abrasador saludando con los dos brazos alzados, mirará a la princesa, exponiéndose con ello a ser enviado a ser devorado por buitres gigantes amarrado de las cuatro extremidades, consiguiendo por el contrario su amor instantáneo llamándolo a ocupar junto a ella su trono.

Y sería el rey consorte de un reino endiablado y embrujado, en el que el pueblo servil y esclavizado habría puesto en él sus ojos, para librarse y romper las cadenas que lo devolverían a la libertad.

Pero él fue el primero en tener que romper las suyas para escapar del encanto  hechizador de la soberana. Tras una noche de desenfrenado amor y cuando ella sucumbía al sueño, él salió de los aposentos para asomarse al gran balcón desde donde se divisaba la gran capital del reino. Desde ahí saltaría al paso de un gran águila en el que sobre su lomo se agarraría para ir en busca de la bahía azul, de donde zarparía en una gran canoa empujada por delfines hacía la isla de la ilusión. Pero en la bahía antes de zarpar debía romper las normas de vigilancia en torno al palacio del Gobernador, desde donde la injusticia premiaba a sus séquitos de secuaces piratas con el saqueo y pillaje de las humildes aldeas de las costas.

Con la llave de oro que abría la gran puerta del mundo de los sueños llegó a la isla de la ilusión, donde el dragón rojo que escupía bocanadas de fuego defendía la gran puerta. Pero no llegó sólo a la isla, en su travesía se le habían unido tres hermosas sirenas que con sus espigadas colas apagarían el fuego del dragón botándole agua. Ya solo frente a la puerta tuvo dudas, momento que aprovechó un enjambre de grandes avispas para robarle la llave.

De qué había servido tanto esfuerzo cuando teniendo tan cerca el sueño todo se había esfumado, el amor, la ilusión. El futuro ya solo prometía volver al pasado, para recuperar la lanza de madera con la punta bien afilada en busca del fiero león y quitarle el antílope que con su pequeño grupo de cazadores habían conseguido como regalo de la Madre.

En la oscuridad de la noche y de la caverna, alumbrados solo por el fuego prendido a golpe de unir sus manos y dos palos de madera, el grupo concentra con sus plegarias a las estrellas del firmamento toda la fuerza salvadora para él. En la mañana deberá enfrentar al león que les roba la comida y los atemoriza en la recogida de frutas y madera.

Cuando estaba siguiendo la senda del león tras las huellas frescas volvió a tener otro momento de duda, pero ya era tarde, el león con su majestuosa melena estaba detrás preparado para atacarle; había descuidado la retaguardia, cuando más concentrado debía de estar, y ya no había tiempo de volverse y lanzar su lanza afilada sobre el corazón del animal.

El sonido del monitor quedó estable, la intermitencia y las ondas desaparecieron, como la vida. 

Antusas

Relatos FM

Finca Los Galanes



Hace tiempo que veo los tejados de lo que debe ser una vieja casona emboscada tras un bosque de encinas. Los veo cuando voy en coche por la N-420 camino de Daimiel. Siempre digo que tengo que acercarme hasta allí para ver de qué se trata. Pues bien, ayer decidí que había llegado el momento. A la altura de los Ojos del Guadiana, abandoné la N-420. Metí el coche por un sendero de tierra que continuaba por un trazado irregular, sombreado por un puñado de robles, y que se desvanecía tras una curva para adentrarse en el encinar. Detuve el coche en el sendero durante un instante y tomé algunas fotografías del entorno. Hacía calor, el cielo era nítido y muy azul. A la izquierda se extendía una llanura triguera, a la derecha un pequeño campo de maíz. Continué hasta llegar a una curva que dejaba a la derecha una casa de hechura simple y grandes proporciones. La casa estaba abandonada desde hacía tiempo. En su momento debió de ser una especie de silo, ya que tenía ventanas abuhardilladas en la parte baja del tejado. Las puertas de madera se mantenían cerradas, a pesar de haber sufrido durante años el rigor de un clima tan cambiante. Allí disparé algunas fotos. En ese punto del camino se bifurcaba el sendero. Tomé el ramal de la izquierda que continuaba por el bosque de encinas. Pasado un minuto apareció a mi izquierda un muro amplio, de altura considerable, rematado con teja castellana. Y en su vértice, por un torreón de planta cuadrada que le daba al conjunto cierto aire señorial. Junto a un portón clásico flanqueado por dos faroles (era sin duda la entrada principal al recinto), había una placa de cerámica en la que podía leerse: Finca Los Galanes. El sendero acordonaba el muro, así que continué por él. En seguida supe que me estaba alejando de la zona noble de la residencia, ya que del otro lado el muro estaba desportillado y carecía de tejas en la parte superior; incluso estaba deshecha la base de uno de sus vértices. A ambos lados del sendero había aperos de labranza suficientes para tres o cuatro tractores. Llegué a la parte posterior del recinto. Allí había dos vertederas y una grada desperdigadas por el terreno. También, una cosechadora y dos segadoras de gran tamaño estacionadas una junto a la otra. El muro estaba dividido en su mitad por un portón sencillo. Frente al muro había una explanada con varios árboles separados entre sí por unos metros, rematados en la base por algunos brochazos de pintura blanca. Había también una caseta para perros que era la miniatura de una casa manchega. Detuve el coche para observar el conjunto. No cabía la menor duda de que se trataba de una finca de un tamaño considerable. Me preguntaba quiénes serían sus propietarios, cuando un hombre delgado, vestido con ropas de campo y una cazadora vaquera, abrió el portón lo justo para asomarse junto con un perro que andaba a su lado. Al perro le caían por el hocico babas transparentes. El tipo me miró en silencio. Tenía pinta de no gustarle los desconocidos, así que arranqué el motor y rodeé los árboles pintados de blanco para tomar el sendero por el que había venido. El tipo avanzó unos pasos y mostró sin disimulo una escopeta de dos cañones, que yo supuse estaría cargada. Aquel tipo debía ser el guardés que se ocupaba de custodiar la parte trasera de la finca. De pronto me pareció que me encontraba en el lejano oeste americano. Lo saludé con la mano y tomé el camino de regreso. El perro siguió al coche con la mirada, enseñando los dientes. Al llegar de nuevo al muro principal, pensé tomar alguna fotografía del portón antiguo, también del torreón, pero dudé, ya que sabía que me encontraba dentro de una finca privada. Imaginé que las personas que habitaban el lugar estarían acechándome a través de alguna ventana (que yo no veía), y puede que esas personas no fuesen especialmente hospitalarias con los forasteros. Tal vez, salir del coche a tomar unas cuantas instantáneas no fuese, en realidad, una buena idea.

Josefa Mendoza

Relatos FM

Verde


                           
Para Aurelio.

Estaba calmada y tranquila, calientita también, sentía que tenía contacto con todo y a menudo veía a otros en esa misma condición y sonreía con la idea y fingía que se estiraba cómodamente aunque nunca se movía de su sitio.
Los cambios empezaron un día sin previo aviso, le hacían cosquillas; en las otras semillas llegaron primero, grietas, brotes, raíces... y antes de que se dieran cuenta estaban convirtiéndose en una cosa descolorida que quería salir de casa. Rarísima idea hasta ese momento para todos.
Algunas no lo lograban, algunas ya no volvían, algunas se desesperaban en el intento y desaparecían al final fundidas en la tierra; otras se estiraban más y más hasta lograr salir bien alto y una vez allá, sus raíces ya no hablaban más con Ella.
No supo por qué empezó más tarde que las otras; las otras que se reían divertidas e ignoraban las raíces más cortitas y seguían en lo suyo. Ella gritó y pataleó con sus raíces nuevas y cortitas, ya no era divertido como antes
Y de tanto gritar y patalear se quedo sin palabras y sin crecer como las otras. Escuchó de lejos como las otras se reían por fuera, pero las raíces no le hablaban más y eso la dejo muy triste, como si estuviera varada.
Hasta que apareció Verde.
Al principio ella no tenía idea de quien era Verde o de donde venía exactamente, sólo sabía que se había aparecido y le gustaba; le gustaban su voz y sus risas, y le gustaba que le hablará, entonces sus raíces hacían cosquillas de la emoción y todo parecía más bonito, hasta lo que no lo hubiera sido.
Verde llegaba sobre todo los días de lluvia, le contaba por donde viajaban las gotas, le describía la ruta que recorrían afuera, deslizándose por los troncos, le hablaba de su sonido al caer, de lo resplandeciente y perfecto que era ese sonido.... entonces Ella se emocionaba, reía y estiraba raíces y lengua para poder pescar gotas juntos. Con Verde todo era más divertido.
Había días en que Verde no aparecía... si pasaban muchos días Ella se sentía sola, sin gotas y raíces con cosquillas y sonrisas y escuchaba de nuevo las raras risas de las otras riéndose de su capullo blandito y sus raíces cortas, y de pronto, de nuevo se quedaba sin palabras.
Cuando Verde volvía la regañaba por quedarse sin palabras y volvía a explicarle todo de nuevo, y volvía a llover, siempre volvía a llover y volvían a pescar deliciosas gotas de sonidos perfectos.... Verde le contaba historias, muchas historias, y sus palabras siempre terminaban por regresarle las palabras.
Un día Verde le dijo que debería ir afuera, crecer como las otras, lo dijo así tal cual "Debes crecer y salir" y fue como si con esa frase diera el asunto por zanjado y Ella se quedó pensando mucho en eso, todo el día, acarició la tierra alrededor y miro las raíces lejanas de las otras, pero no se emberrinchó esa vez, ya no quería quedarse sin palabras. Y tampoco quería quedarse sola, sin Verde, sin ver la luz.
Esperó a la lluvia, que era cuando por inercia estiraba las raíces... y empezó a intentarlo, se estiró y atrapó gotas de lluvia, se estiró y sintió cosquillas y mariposas y brisa y calor y ganas de ser verde.... y se estiró y las risas de las otras, que al principio habían sonado muy nítidas, se acallaron... se estiró y le pareció que sabía y entendía cosas que le había contado Verde de la lluvia y la luz... se estiró y se acordó de todas las historias de Verde, le pareció oír su voz y se dio cuenta de que nunca había estado lejos de arriba.
Y se llenó del impacto de la lluvia, del aire, de la luz, de una sensación curiosa que era de todos los colores y todas las texturas y sabia a sabores que nunca había probado, y con los primeros rayos de luz que recibió se echó a reír.
Y entonces, apenas unos milímetros por encima de la tierra, miró a su alrededor... olvidó a las otros y miró hacia arriba, muy alto siguiendo la línea del tronco de un árbol y se encontró a Verde transformado en gigante que casi tocaba el cielo.
Y se rieron felizmente ambos, del aire, de las gotas, de la luz... y así Ella se fue llenando también de palabras, de sensaciones y de colores... de blanco, de amarillo, de rosa, de rojo... y de verde.

Sofía Castro

Relatos FM

Invierno



No sería justo decir que era el invierno más frío de los últimos años. Era un invierno más. Todos son fríos. Supongo que no importa tanto. No viene al caso, o tal vez sí. Hacía frío y no recuerdo que me importase mucho. Tampoco recuerdo cuando fue la última vez que algo me importase realmente. Sé que suena egoísta, pero la verdad es que poco influye en el mundo lo que a mi me importe o deje de importarme. Desde hace ya un tiempo yo no me meto con él y él no se mete conmigo. Hemos pasado los últimos treinta años manteniendo distancia. Me refiero ciertamente al mundo y yo. Creo que la única cosa que he mantenido conmigo del mundo exterior es el recuerdo de ella.

Como decía, aquel invierno fue frío. Tal vez sólo haya un par de cosas más que pueda decir de ese invierno, una es que fue el momento de mi vida en que todo se alineó, esa especie de momento en que cada partícula del universo parece encajar y todo se nos revela de una forma absolutamente clara. El bien y el mal se entrelazan en una parafernalia única a la vez que cada hito entre la concepción de una interrogante y su respuesta desaparece por completo. La luz se enciende dejando ver la oscuridad que había en su ausencia y todo, absolutamente todo tiene un sentido. La otra cosa que pasó ese invierno fue que me quité la vida.

Aquel invierno llevaba ya un año lejos de la mujer más hermosa que haya conocido. Tan hermosa que sería un pecado intentar describirla. No me refiero sólo a su increíblemente dotada imagen. Mujeres bellas hay muchas, hermosas algunas... como ella... no lo sé. Pero lo que me cautivó fue su luz. Sólo con estar allí iluminaba cualquier lugar en el que se encontrase. Era difícil estar cerca de ella y no perderse en su delicada belleza, pero más difícil era dejar al menos por un momento de admirar su corazón, su inteligencia, su elocuencia... y... ese algo... ese algo que parecía transformar cada cosa y cada ser a su alrededor en algo mejor.

Aquel invierno llevaba un año lejos de ella. Durante el día intentaba ilusamente distraerme en la inevitable sucesión de la cotidianeidad, jamás lo lograba. Por la noche recordaba cada uno de los momentos que pasé con ella. A veces, cuando el corazón me lo permitía y la fortaleza estaba de mi lado, miraba su foto y allí me quedaba sin tener noción del tiempo.

Aquel invierno dije, todo se alineó frente a mí. Parece poco coherente. Podría haber dicho que esto ocurrió dos años atrás de aquel invierno, lo cual no deja de ser cierto. La primera vez que la besé todo pareció cobrar sentido y el mundo entero se me presentó como algo hermoso y tuve la certeza de que había encontrado el camino. Pero, es verdad también, aquel invierno, luego de estar tanto tiempo lejos de ella volví a tener ese momento de claridad y constó en darme cuenta que ese mismo instante no era un momento sino mi vida entera.

Aquel invierno me quite la vida.

Han pasado treinta años. A decir verdad no llevo la cuenta, bien podrían ser más. Lo que recuerdo es un beso que fue diferente a todos los besos. Unos ojos que fueron diferentes a todos los ojos. Una mujer a la cual le prometí que siempre iba a estar a su lado sin importar nada.

No sería justo decir que fue el invierno más frío de los últimos años. Fue un invierno más.

Un invierno sin ella.

Como dije, aquel invierno me quite la vida... y se la entregué a ella.

Es todo cuanto recuerdo. Es lo único que importa. Luego, sólo queda este trozo de papel... el frío y la muerte. 

Pittamiglio

Relatos FM

LA LLAMADA DEL PROFETA



   El combate del siglo se celebró el 30 de noviembre de 1974 en Kinshasa entre el campeón de los pesos pesados George Foreman y el aspirante Muhammad Ali. La diferencia de edad entre ambos, el primero era siete años más joven, y la controvertida carrera personal y profesional del segundo, vaticinaban una victoria aplastante del Gran George. Todo parecía transcurrir según lo previsto hasta que el octavo round Muhammad Ali noqueó a su rival tras una izquierda en uppercut y una derecha recta. Había nacido el boxeador más grande de la historia.
   Aquella noche vi el combate por televisión. El boxeo no era el deporte que más me entusiasmara, pero la publicidad hecha por la BBC hizo que nadie en Londres se lo perdiera. Ciertamente la idea de celebrar una pelea por el título mundial en África y, en medio de la selva, se me antojó cuanto menos exótica. Sin embargo, un amigo mío decía que aquel combate simbolizaba algo más profundo, algo así como la lucha del ciudadano negro occidental contra sus propios orígenes africanos. No aposté todo mi dinero por Ali, pero llegué a darme cuenta de la ventaja que supone jugar en casa.
   Cuando se retiró Muhammad cuatro años más tarde supe que era el momento. Dejé mi nombre atrás, mi carrera musical y mi vida, y comencé a vivir una segunda juventud libre de ataduras materiales y sociales. La religión me salvó de una existencia vacía, hipócrita y superficial y me dio la oportunidad de volver a sentirme nuevo y limpio. Ninguno de mis amigos entendió la decisión, me veían viejo para intentarlo, de vueltas de todo, pero no sabían que no tenía nada que perder y en cambio mucho que ganar. Aquel no fue el final de mi carrera, sino el comienzo de mi verdadera vida.

Relato homenaje a Cat Stevens, también llamado Yusuf Islam

Black Dog

Relatos FM

Pasiones Colectivas



Cada noche, con la primera fresca, mis labios devoraban su piel rugosa. Acostado sobre la hierba húmeda, ella me correspondía con dulces caricias que se derretían lentamente sobre mi lomo. Cada uno de sus gestos borraba todo signo de temor, calmaba el picor de las heridas que marcaban mi cuerpo maltrecho. Sus manos agrietadas llevaban a mi paladar aquel sustento que derretía con la saliva. Después, guiaba mi boca al encuentro del manantial donde me amamantaba hasta calmar toda mi sed. La contemplaba callado mientras tanto y atisbaba en sus ojos el placer. Una vez saciado, lamía su cara y susurraba alguna cosa en muestra de mi eterna gratitud. Disfrutaba tanto de su compañía que en el transcurso del último roce ya ansiaba nuestro próximo encuentro.

En acabar conmigo, repetía el mismo ritual con todos y cada uno de mis compañeros. No hacía distinción de aspecto, de color, de olor, de tamaño, ni tan siquiera de sexo. No le importaba el tiempo que pasara, sus tiernos movimientos no denotaban prisa alguna, ni tampoco que alguno pudiera sobrexcitarse en la espera, ella tenía atenciones para todos. Se empleaba con una energía inagotable. La felicidad brillaba en su cara al ver en la nuestra una tranquilidad y una satisfacción que aportaba algo de sentido a nuestro vagar, una débil luz a nuestra oscuridad. Finalmente, aunque colmados, el desánimo se cernía sobre el jardín cuando ella se despedía hasta el siguiente día.

La espera hasta el reencuentro se hacía tan larga que en algún momento de mi existencia decidí seguir sus pasos por el día. Solía agazaparme frente a la clínica a la que acudía todas las mañanas, a sabiendas del riesgo que suponía para alguien de mi especie. Estaba acostumbrado a esquivar los continuos zarandeos y las amenazas de la muchedumbre que por allí pasaba. Sin embargo, mi resistencia se veía recompensada cuando la volvía a ver. Siempre vestía el mismo harapo negro y sus cabellos alborotados custodiaban un rostro al que se le advertía el largo pasar del tiempo. Después de permanecer unos minutos dentro de aquel centro, salía sujetando dos bolsas de importante tamaño. En alguna ocasión, mi torpeza hizo que me divisara, pero antes de que pudiera acercarse ya había huido por alguna callejuela, confiando en que me hubiese confundido con otro.

Con algo más de discreción la seguía por un itinerario que difícilmente cambiaba. Por la mañana recorría descampados, casas abandonadas, alguna obra y jardines, donde su fiel clientela la esperaba con ansia. Tal y como lo hacía con nosotros, aplacaba la sed, el apetito y el abandono de aquellos necesitados con sus deliciosas atenciones. Mi paladar se deshacía al ver en aquellas caras ese cúmulo de sensaciones, lo que me tentaba a hacerme pasar por uno de ellos. Nunca lo hice, sabía que aunque fuésemos muchos, ella podría diferenciarnos perfectamente.

De vez en cuando, con rubor e impotencia tenía que ver cómo su labor era increpada por algún vecino molesto que no dudaba en imponerse con violencia o con llamar a la policía. Ella, indefensa y asustada, huía arrastrado su petate, con el amargor de haber dejado a medias su labor. De los que no la recriminaban recogía el azote del silencio, la marginación y la burla. No puedo comprender como el ser humano era capaz de repudiar a un corazón capaz de reconfortar a tantos.

A la hora en que el sol brillaba en lo más alto del cielo, se guarecía en un bloque de pisos situado cerca de nuestro hogar. El portal del edificio estaba completamente destrozado, atestado de vidrios rotos, escombros y un hedor a putrefacción que envolvía toda aquella zona y que casi me hacía perder el sentido. Deambulando por allí debía extremar mi cuidado. No sólo tenía que preocuparme de sortear jeringuillas o cristales de botellas, sino que además debía ser prudente con la gente que por allí acechaba. A uno de mis compañeros le cortaron el rabo unos jóvenes del barrio. El único motivo, el puro divertimiento, la fascinante sensación de someter al débil a las garras del poder, el aplastamiento como emblema del miedo. Tras divisar aquella triste realidad donde habitaba mi sustento, regresaba al jardín.

Una de aquellas tardes, con la primera fresca, nuestra impaciencia parecía desbordarse ante la idea de no reencontrarla. Agitábamos con violencia nuestra cola, como si se nos escapara la vida. Cuando llegó al jardín, me percaté de sus torpes movimientos al andar. Observé sus pómulos salpicados por el color morado y sus labios donde lamía los rastros de sangre de un profundo corte. Sin embargo aquellos golpes no mermaron la alegría de su semblante al repartir el pienso que devorábamos y el agua cristalina con la que refrescábamos nuestros gaznates. Tras una sesión de mimos más larga de lo habitual, se perdió entre las sombras mientras las lágrimas surcaban su rostro marchito. La pesadumbre de haber consumido nuestro último encuentro se adueñó de mí y comencé a llorar desconsolado.

Así fue. Al día siguiente no apareció ante la puerta de la clínica veterinaria, ni tampoco pasó a dar de comer a otros callejeros como yo. Aquel día no recibió ninguna mirada de rechazo, ni nadie la echó a empujones de su jardín. No entró al portal donde apenas subsistía, ni se mezcló con el hedor que la embriagaba. No fue nadie a preguntar cómo murió o quien la mató, ni mucho menos a despedirla. Nadie pensó en si tendría algún enser por reclamar. Sólo los gatos acudimos a decirle el último adiós. Sólo en nuestras mentes vive aún su recuerdo. Sólo en nuestra piel caldea aún su ternura.

Rafalé y Olé Guadalmedina

Relatos FM

ELLA Y ÉL



¿Cuántas veces al día se puede pensar en alguien?

Él lava las tazas que ensucian los dos. Algunas veces, usan la pava eléctrica de ella para calentar el agua. Otras, la cafetera blanca de él, recién comprada. Los dos toman el café con edulcorante.
Casi siempre, la rutina los obliga a compartir solamente un momento. A eso de las ocho de la mañana, cuando todos han arrancado su actividad habitual y en la oficina reina un silencio único, propio de otro lugar. Nada de teléfonos, ni alarmas o llamadas del jefe por el intercomunicador.
Ese instante es sólo de ellos. Nadie los interrumpe, nadie los molesta.
Él no sabe si ella siente lo mismo.
Cree que no. Porque en cuanto termina su café, ella vuelve a su pequeño cubículo, con una sonrisa. Enciende la radio, hojea papeles, usa el teclado de la computadora.
Desde su silla, él puede verla casi todo el tiempo. Y retiene en sus pupilas cada gesto, cada guiño, cada mirada cómplice.


¿Cuántas horas al día? ¿Seis? ¿Ocho?
¿Las horas que sueño con ella también cuentan?

A veces, él lava las tazas solamente con agua. Sólo las enjuaga, pero un día a la semana baja hasta la cocina de la empresa para usar esponja y detergente. Las limpia y las seca con mucho cuidado. Son muy frágiles. Siente que están a punto de romperse.
Como el rostro de ella. Como sus manos, siempre tan frías.
Algunos días, él la descubre cuando ella se escapa a fumar, detrás del edificio. Puede contemplarla desde su ventana. Se asoma, como distraído, desde el tercer piso y la observa. En ocasiones, empapada por la llovizna gris.
Tal vez ella no se da cuenta de que la está mirando. De que esos segundos son los únicos que valen la pena para él.
Tampoco sabe que él se jura, cada madrugada, empezar a evitarla. No buscarla tanto, concentrarse en su trabajo, dejar de distraerse... Pero cada mañana a las ocho, él vuelve a encender su cafetera. Y cada día, como en los últimos seis meses, de lunes a viernes, elige esperar. Esperar por ella.


¿Cuánto tiempo puede pasar hasta que la persona más especial entiende lo que significa para uno?

Ella no usa maquillaje. Ni aros, ni pulseras. Solamente una pequeña cadena de plata, alrededor de su cuello.
Su ropa es simple, oscura. Nada que llame la atención. Viste botas de color negro, tal vez gris.
Todos los lunes, él le regala un chocolate. Sólo ese día. Lo deja en su escritorio, escondido en el primer cajón de la derecha. Ella nunca le agradece. Pero sabe que es él y le sonríe de una manera distinta el día que comienzan la semana de trabajo.
Él espera esa sonrisa desde el viernes a las siete de la tarde, cuando terminan su horario. Sus fines de semana se han convertido en el prólogo de los lunes. Sábados y domingos, él habla solo frente al espejo del baño. En su cabeza, crea pequeñas listas con temas nuevos de conversación. Recuerda las frases que ella dijo en los días anteriores y las repasa. Las medita. Trata de encontrar en ellas algún indicio, alguna pista. Una pequeña esperanza.
Aún no la encuentra. No sabe si tiene tiempo pero va a intentarlo. Aunque ella no sospeche nada.


¿Se puede ser amigo del amor de tu vida?

A veces, muy temprano, se encuentran por casualidad a unas cuadras de la oficina. Se saludan con un beso. Ella sonríe, él se acomoda -nervioso- el nudo de su corbata.
Caminan en silencio. Él no sabe de qué hablar, pese a haber preparado durante la cena un mar de preguntas para ella.
Porque ama preguntarle. Sobre su vida, sus cosas, su familia. Sus amigos, sus salidas. Sus clases de piano. Lo que come, lo que bebe, la ropa que le gusta, la música que escucha. Si prefiere leer, bailar o hacer deporte...
Recuerda que una sola vez la escuchó cantar, al seguirla a escondidas por uno de los pasillos de la empresa. Con su voz mágica. Como salida de un cuento de hadas.
No se cansa de escucharla. Para él, el tiempo es infinito al lado de esos ojos del color del horizonte. Las horas se congelan cuando mira su boca. Sus labios pálidos, el pequeño espacio entre sus dientes, la forma de su lengua, sus pecas.
Muchas veces sueña. Sueña con ella. Con su tibio perfume y su aliento a cigarrillo. Con el ruido de sus pasos al bajar las escaleras. Con su cintura y sus piernas en el mar, en una playa, en una isla desierta. Con su pelo, negro y lacio, mecido por el viento.
Otras, calla. Aprende a amarla en silencio. Sabe que, a veces, es mejor de esa manera. Y abraza el dolor de saberse imposible. Imposible él para ella. Imposible ella para él. Son tan distintos, tienen tan poco en común pero igualmente... él ama cada segundo compartido.


¿Se puede extrañar tanto a alguien hasta que el cuerpo empieza a doler?

Ella no se imagina lo que él llega a sentir. No podría creerlo. Jamás lo sabrá.
Sin embargo, a veces, él se siente tan cerca... Sí, ella debe saberlo. Ella lo sabe. Sabe que él no se anima, que es un cobarde, que ya tiene una familia y nunca va a dejar todo por ella.
O no, tal vez no lo sepa. Tal vez crea en la amistad entre los dos. Tal vez piense que en la vida hay muchos como él, que saben escucharla, que pueden caminar a su lado hablando de sus novios, de sus amigos, de todos sus problemas.
Él nunca va a animarse a preguntarle si se siente sola. Si alguien más la quiere como él. Y piensa. Piensa mucho. Piensa qué va a ser de él cuando ella termine su pasantía y se reciba.
¿Lo dejará solo? ¿Buscará otro trabajo? ¿Algún lugar donde le paguen más y no tenga un compañero enamorado desde el primer momento en que la vio? Si ya es capaz de odiar los viernes, no quiere imaginarse si llega ese día.
No quiere imaginarse su trabajo sin ella. Su vida sin ella. Sin la esperanza, sin la promesa de ese amor imposible.


***


El primer lunes sin ella fue horrible. No pudieron despedirse. Incluso ella faltó a la cena que organizaron en su honor para su último día de trabajo.
Él tampoco fue. No quiso ir y verla rodeada de otros besos y abrazos.
Ahora sólo piensa en cómo organizar los pedazos de su vida que se fueron derrumbando estos últimos meses.
Él sabe que va a seguir amándola. Soñándola. Esperándola. Lo sabe y se muerde la lengua por cada palabra que no se atrevió a pronunciar. Sabe que va a seguir pensando en ella desde el primer suspiro de la mañana hasta la noche, cuando saluda a su esposa con miedo de confundir sus nombres.
Solo como nunca, se sienta en su escritorio. Enciende la computadora. Comienza a ordenar sus papeles y en el primer cajón de la derecha encuentra un chocolate, envuelto en papel de regalo.
En algo se parecen. Los dos odian las despedidas.

Aurelio

Relatos FM

Historias de Lisboa



Caminar sobre los adoquines de Lisboa hacia el barrio alto sobre tacones de aguja con 3 mojitos en el cuerpo no es tarea fácil, especialmente cuando se quiere impresionar con antiguas batallitas al chico de turno, intentando mantener el equilibrio, o cuanto menos la verticalidad.
Él me pidió que le hablase de mayor lío en el que me había metido con mis padres siendo adolescente. Contextualicemos: yo siempre fui una niña buena. Era la chica de azul en el colegio de monjas (calcetines y coletas...). En realidad en realidad, fui la niña de gris y granate en el colegio del opus, pero esto son detalles sin importancia. Lo que nos interesa para esta historia es que nunca me metía en líos. Pero cuando un chico mono te mira y no ve nada más en un radio de doscientos kilómetros, y lo notas, hace calor, y  es verano, y te gusta que te mire, y que te siga mirando... entonces hablas, y sigues hablando, y echas mano de esa historia que sabes que le gustará oír y a ti sentir que él escucha.

I

Yo tenía dieciocho años y mi padre decidió que debía estudiar ingeniería, pues a él le había ido muy bien con eso y todos sabemos que los padres quieren lo mejor para sus hijos. Y lo mejor para los hijos es exactamente lo mismo que lo mejor para los padres. Así que hice la maleta y me fui a Madrid. Pocas faldas cortas y mucha ropa de esa que invita a sentarse ante el flexo y conseguir ese hermoso color azulado tan de moda entre la dinastía de los Austrias. Me fui con un presupuesto detallado, más del cincuenta por ciento estaba dedicado a libros, pero con lo bien que funcionaba la biblioteca de la Politécnica terminé gastándomelo en Zara, desayunos en el Vips y copas en Cats.
Todo esto se lo ahorré en mi relato a Mr Love. La historia para él comenzó directamente en aquellas copas en casa de mi amigo Mateo. Antes de llegar a la capital, quedar en casa (o jardín, o portal) de alguien, llevar botellas y beber como si no hubiera mañana se llamaba "botellón". Pero no en Madrid. En Madrid eso eran "copas". O "copasss" en idioma local. Pues bien, allí estábamos en las copasss de Mateo, los de siempre. Y nos encantaba conocernos todos, coincidir invariablemente las mismas caras, y por qué no, las mismas conversaciones pseudo-intelectuales (el eufemismo es intencional). En el ambiente de la habitación convivían la incondicional nube de humo -en aquella época fumaba todo el mundo- con otra aún más etérea, de palabras como Cortázar, Mali, exámenes, gin tonic, Serra, Koolhaas, comunismo y elOchoahavueltoapencarme –porque en la universidad uno nunca suspende, le suspenden a uno.
Mi amiga Candela me había pintado la raya en el ojo, y yo me sentía Elizabeth Taylor en Cleopatra.  Haciendo un esfuerzo por ver más allá de las 3 capas de rímel que llevaba en las pestañas, me pareció que al fondo del salón, en el balcón que daba a Alcalá, había un tío despeinado, en camiseta, fumándose un porro. No, imposible. Nadie salía con camiseta el viernes por la noche.
Me faltó tiempo para cruzar el salón con 2 zancadas y acercarme a hablar con él. La ventaja de ser chica es que no tienes que decir nada ocurrente, simpático o interesante; basta con respirar y sonreír. O eso creía yo hasta conocer al chico alternativo. "Hola, soy Chloé". No sé cómo describir su reacción. Fue una especie de expiración sonora que hizo las veces de acuse de recibo. Rollo, "te he escuchado y no me interesa saber más".
"Eres amigo de Mateo?"
"Somos primos".
Vale, el chico alternativo no es muy hablador. Ahora estoy frente a él y se gira noventa grados para exhalar el humo por la ventana. ¿Es que no se ha fijado en mis ojos de gata este mamarracho?
Presa de la desesperación le suelto un "con esa pinta no te van a dejar entrar en ninguna discoteca", clásico recurso para chinchar al niño que te gusta en el parque cuando tienes siete años, muy maduro.
Como diría mi amiga Daniela en el más puro español guayaquileño "no me paró bola", y como no hay nada que nos motive más que ser desoído, solo hizo que yo ganase interés. Y finalmente, como por arte de magia, decidió dedicarme más de dos palabras. Cinco para ser exactos: "Me voy temprano a Roma".
El corazón me dio un salto. Roma, la ciudad eterna –podría haber algo más romántico que "ir a Roma"?
Como mi provocación había funcionado la primera vez, no se me ocurrió otra cosa que decirle: "¿Y ya te vas a dormir? Qué aburrido!".
Podría haber preguntado diecisiete cosas interesantes. Podría haberle contado que siempre soñé con ir a Roma. Que me apasiona el arte y que yo una vez también vi cine independiente. O que mi madre quería llamarme Sylvia tras ver a Anita Ekberg bailando en a Fontana di Trevi mientras Marcello buscaba leche en la ciudad desierta. Pero no. Resolví en decir esa bobada y supe que jamás me volvería a dirigir la palabra el chico alternativo. Tan-ta-na-nan. Dramón. Final sin esperanza de la mayor historia de amor jamás escrita. The End.
Me sentí tan estúpida que me di la vuelta como intentando no hacer ruido para esconderme en alguna esquina tras rellenar de Beafeater la copa medio aguada. Y de repente le oí decir "porqué no te vienes conmigo".
Un momento, rewind, ¿qué ha pasado?. Confundida le pregunté "¿cómo?" y me explicó que su amigo Ramiro se había comprado el billete hace tiempo, pero su padre le había regalado entradas para el clásico y era tan merengue que no se lo perdería ni loco. "Seguro que jamás has hecho nada que no estuviese planeado. Yo te invito" me dijo sonriendo.
Cuando sonreía sus ojos casi desaparecían de la cara y yo pensaba "es guapo de llorar". No sabía si me tomaba el pelo, pero estaba tan fascinada que no importaba.
Yo tampoco salí esa noche. Hablamos unos veintiún minutos (que pueden haber sido diecisiete o treinta y tres) en los que no aprendí nada de él. Más que una conversación fue un monólogo que podría titularse "frases inconexas de una Chloé alterada y aturdida". Y antes de las dos de la mañana me fui a hacer la maleta.
Contextualicemos: se trataba de una época en la que viajar era algo mucho más romántico, en la que el contrato de viaje envolvía menos tecnicismos y menos abogados escribiendo en letra pequeña. Si Ramiro había comprado un Madrid-Roma que no iba a usar, no había ningún problema con que yo me presentase en su lugar.

II

"Así que te fuiste a Roma con un chico, tus padres se enteraron y estuviste castigada todo el verano?"
"No Señor Amor, la historia no termina aquí".
Mi amigo americano estaba impresionado.  Mr Love me conocía bien y me di cuenta de que le había sorprendido esa espontaneidad, así que continué por esa línea.
Roma fue un sueño. Su organización caótica me fascinaba: ropa tendida en los balcones, vespas a punto de atropellarnos a cada paso, gritos, gestos, cornisas, materiales nobles, chianti y helado.
Mi chico alternativo (sí, llevábamos un día y medio juntos y ya era MI chico) era  artista.
Tenía la suerte de tener talento. Tatareaba interminablemente letra de tantas tanciones (perdón, canciones) como venían a su cabeza. Me contó que en Madrid iba a la escuela de bellas artes y ahora lo que más le interesaba era la iconografía asiática.
Me pregunto si se daría cuenta de que yo le miraría con la misma cara de boba si me hablase de fútbol, que no me podría interesar menos.
"Siempre quise ir a la India" me dijo con la boca medio llena de pizza de prosciutto.
"Puaj y punto" es lo que yo habría pensado frente a cualquier otra persona. Más por el hablar con la boca llena que por el mal olor que me imaginaba que tendría India, a donde no tenía ningún interés particular en ir.
"Pues vayamos mañana" es lo que dije, en tono desafiante y seductor.

III

"¡No me digas que te fuiste a la India!"
Mr Love había dejado de admirar Lisboa. Estaba tan profundamente imbuido en mi historia que poco faltó para que se lo llevase por delante el tranvía.
Por el camino cambiamos el rumbo y entramos a tomar una copa en la "Pensao Amor" en un barrio no tan alto. Yo necesitaba hidratación por el calor y el esfuerzo físico y mental, y la música de mano de una mujer sexagenaria que me hacía pensar en una abuela hippie no estaba nada mal. Así que resolví en terminar más pronto que tarde el relato y dedicarme al copeo y el baile con mis siete sentidos.
"Hoy me parece una locura, pero sí, nos cogimos un avión y nos plantamos en Delhi".
Le conté que el país me produjo tanto placer como aturdimiento, le conté que me sentí sobreestimulada, le conté que comí curri hasta reventar, le conté que me pinté las manos de henna como los turistas alemanes que se compran en España camisetas de "I love Torremolinos", le conté que me picaron todos los mosquitos del país, le conté que comencé a tener escalofríos y dolor de cabeza, le conté que entré en coma. Le conté que contraje malaria.
Me desperté totalmente desorientada y con un dolor muscular terrible. Soportar el calor era difícil, y aguantar las náuseas aún más. Y aquí comenzó el lío con mis padres: no podían imaginarse que estaba en otro continente.
Me aterraba la posibilidad de no despedirme de ellos, de decepcionarles como último recuerdo. Me empeñe en volver a España de inmediato, pero ninguna compañía aérea me dejaba volar hasta que no me hubiera recuperado. 
Resulta que el chico alternativo podía saltarse cualquier control aduanero, y que en control de pasaportes eran más bien laxos con su familia, pues su padre era diplomático. Entonces me lo propuso: Chloé, casémonos y así podrás salir del país con mi documentación".

IV

Mr Love podría ser un extranjero en Lisboa, sufrir una leve deshidratación (que es una manera elegante de decir ebriedad), tener voluntad de creerse todo lo que un chica medio española medio francesa le cuenta una noche de verano en Europa. Pero no tenía un pelo de tonto. No tardó en poner esa cara de escepticismo con la que cerró el telón del teatro que yo acababa de improvisar.
Creo que mi historia se metamorfoseó en telenovela justo en el momento que decidí embarcar en Fiumicino rumbo al aeropuerto con nombre de aquella famosa primera ministra.
Me encanta inventar, pero siempre he detestado a los farsantes. Desde el momento en que alguien se cree un cuento, se convierte en una mentira, así que siempre me acabo confesándome demasiado rápido o contando algo tan ridículamente absurdo que mi interlocutor se ve obligado a abrir los ojos y desenmascarar  mis patrañas.
"Mi vida no tiene grandes historias interesantes de las que hablar Mr Love, pero yo siempre tendré historias que contarte".

Silvia

Relatos FM

LA MISMA ISLA



"La condición de nómada está asociada a escapar de la historia, la opresión, la ley y las obligaciones agobiantes, a un sentimiento de libertad absoluta"
Wallace Stegner, The American West as Living Space.
Del cielo caían infinitas gotas de lluvia. Ya tenía todo listo para partir. El bolso, con algunas mudas de ropa, algo de comida, su libro favorito y la foto de su difunta amada, a quien recordaba cada día, la causa de su vacío existencial, un agujero emocional era todo lo que había dejado una muerte tan prematura e inesperada que además lo había alejado de toda su familia. Finalmente el capitán del barco indica la entrada de los pasajeros a bordo y él entró precediendo la fila y eligió el mejor asiento al lado de la ventana para poder ver el movimiento de las olas. Era la primera vez que viajaba. Todo el mundo le había hablado de la isla como un paraíso sobre la tierra, las playas cristalinas, el sol radiante cada día y ninguna razón para la melancolía. Estuvo horas, días, semanas, meses hasta que decidió que lo mejor era partir, alejarse de la gente tóxica que lo rodeaba, la rutina del mundo, el malestar de la gran ciudad. El viaje fue bastante ameno, aunque nervioso pudo disfrutarlo, sentía la ansiedad controlándole cada músculo de su cuerpo, la expectativa, la incertidumbre, estaría solo, a la deriva, como nunca se había enfrentado a sí mismo.
Después de dos horas de viaje llegaron a puerto, no hubo demasiadas personas que descendieron con él: una joven vestida con ropas sueltas y una guitarra, otro hombre con la barba crecida desde hace meses y la apariencia de odiar el agua, un africano lleno de anillos y pulseras plateadas que brillaban en su piel y una mujer seria que daba la impresión de que ya conocía ese lugar y que era habitué. Los largaron como perros callejeros y el barco zarpó de nuevo, los otros viajantes en seguida emprendieron su rumbo sin vacilar. El crujido del mar retumbaba en la selva que se imponía en frente de sus ojos, se encontraba parado sobre una pequeña extensión de arena y el resto era una incógnita a resolver.
Los primeros días se sucedieron rápidamente, sólo se dedicaba a construir su choza para poder dormir por las noches y a buscar alimentos en los altos árboles que lo rodeaban. De noche se escuchaban animales por doquier y se sentía menos solo, pasaba horas nadando en el mar, nunca volvió a ver a los otros cuatro que descendieron junto a él, parecía que la tierra se los hubiese tragado. Para su sorpresa, se sentía demasiado cómodo y vivía tan naturalmente como si esa fuera la única vida que conociera y de repente todos sus problemas se hicieron humo. Al pasar las semanas la ilusión fue perdiendo su brillo, comenzaba a tener frío y a sentirse amenazado por el océano inmenso, su estómago rugía por comida y una tormenta comenzó a azotar su pequeña casa. Sin dudar se puso de pie, incapaz de reconocerse a sí mismo, agarró la lanza que había fabricado días atrás y comenzó a buscar entre la oscuridad de la selva esa ausencia de calor humano por la cual lloraba. La lluvia no se detenía pero aún así siguió sumergiéndose en el corazón de la isla. Se detuvo cuando los escuchó. Esas voces que se mezclaban y alzaban como si fuese la danza del fuego, las siguió con sus oídos, era aún más al norte, apuro sus pasos para alcanzarlos. Y de pronto, el silencio. Elevó su vista al cielo, el cielo se había vuelto estrellado nuevamente y ni siquiera se había percatado, al volver su vista al horizonte divisó la luz, voló como una flecha hasta que en un abrir y cerrar los ojos los encontró. Ahí estaban, sentados en ronda alrededor de una fogata, todos vestidos con taparrabos, eran unos veinte y entre ellos estaban el negro, el hippie y la jovencita, inclusive la señora ejecutiva, la única que aún conservaba su traje de trabajo. Todos lo miraban con una sonrisa en sus rostros, él detuvo su vista en cada uno de ellos y a mitad de camino se encontró con su madre:

- Finalmente llegaste, te estábamos esperando, ¿O creíste que te dejaría partir de mi lado? – Ella sonrió también pero esta vez victoriosamente, como regodeándose del hecho. Se paró y se acercó a su hijo. – Aquí está la señora Simmons, - dijo como hablándole a un niño y señalando a la dama de traje - no te preocupes, estarás en buenas manos, tomá tus cosas que nos vamos.

Quedó atónito, la mirada perdida y sin más fuerza en su cuerpo, la lanza cayó de sus manos, su cuerpo también permaneció inmóvil como su alma. Y se dejó llevar, porque no podía enfrentar tanto peso, tanto poder. Siguiendo las miradas del resto de los presentes creyó ver a su amada ¿Creyó? No, la vio de verdad. Pero ya era tarde, se encontraba acostado en su cama acolchonada, sentía el olor a comida recién hecha de su madre, el bolso que había armado para partir estaba ahora a un lado de la puerta de su habitación, la gente tóxica que lo rodeaba, la rutina del mundo, el malestar de la gran ciudad, la doctora Simmons hablándole como a un loco y recetándole pastillas para olvidar, para tranquilizar, para aliviar, para dormir.

Gaviota