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V Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 23, 2013, 15:22:11 PM

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Relatos FM

Hallazgo en la playa


     En una fría y neblinosa mañana de invierno, un señor mayor caminaba por la

playa.   

     Le gustaban esas caminatas por la arena disfrutando en soledad, del poco amigable

aire marino, pero pensando en la dicha de ser el único habitante de ese lugar a esa hora.

Tan distinto de lo que ocurría en verano, cuando el aluvión turístico no le permitía

disfrutar a su antojo.

     Era su tiempo para la reflexión,  pensaba en lo que le ocurría en los últimos años en

que la rutina del baño marítimo se le hacía difícil. Por un lado debido al natural declinar

físico de la edad y porque había advertido, cierta hostilidad del mar hacia él.

     Lo solían comentar con su señora,  al entrar él en el agua, la respuesta era

invariablemente un encrespamiento progresivo, un arreciar de las olas que cada vez eran

más grandes y rompían con fuerza. Hasta que la violencia de las aguas le aconsejaba

prudencia y salía de estas, para que las cosas no llegaran a mayores.

     La broma habitual era, que el Dios del mar no lo quería y trataba de hacerle daño.

     La cuestión era que cada vez las inmersiones eran de menor duración. Para mejor él

tenía la costumbre, que se había convertido en una especie de dogma según el cual si iba

a la playa, independientemente del estado del clima, se bañaba, hiciera frío o calor.

     Pensando en esa cuestión ve a lo lejos en la línea de la marea, un objeto extraño que

le llama la atención, parecía como un madero pero no atinaba a saber de qué se trataba.

     Al acercarse, se dio cuenta de que tenía en un extremo una especie de horquilla, de

esas que se utilizan para remover el heno en el campo. Advirtió que estaba hecho de

nobles materiales, bronce, acero, el asta era de ébano y tenía arabescos de filigrana de

oro.

     Llegó a la conclusión de que era una pieza muy antigua y que parecía un tridente.

Además a pesar de haber estado en el mar, no tenía deterioros visibles ni rastros de

óxido.

     Mientras observaba el tridente, pensando en como habría llegado allí, advierte en la

superficie del mar una turbulencia, luego un remolino y finalmente la figura de un

hombre extraño.

     Era de una estatura desproporcionada, aparentemente 6 metros de altura. Tenía el

torso descubierto, una cabellera muy enrulada  y rasgos griegos. Cuerpo atlético y muy

cuidado, parecía tener 30 años de edad. Su actitud y su aspecto, eran intimidantes y

emanaban autoridad.

     Se acercó a la playa lentamente imponiendo su regia presencia, sin pronunciar

palabra.

     El paseante le dijo:

-Justamente con Usted quería hablar, debe ser Poseidón o ¿debo llamarlo Neptuno?

-No hablo con mortales.

-Va a ser mejor que hable conmigo, por que esto debe ser suyo, mostrándole el tridente,

lo acabo de encontrar y me preguntaba de quien podía ser.

-Mortal con Usted voy a hacer una excepción, prefiero que me llame Poseidón, Neptuno

me llamaron los romanos, esos petulantes e irreverentes.

-Bueno le voy a decir Pose, ya que su nombre es muy  largo. Esperaba que emergiera en

su carro de caballos y con parte de su corte.

- Mortal, en estos tiempos hasta los Dioses debemos cuidar el presupuesto, además la

gente en general está más incrédula y las ofrendas escasean.

-No pensé que ese tipo de cuestiones tan terrenales, pudieran afectar hasta al Olimpo.

-Afectan mortal, afectan, pero ¿que es lo que me tienes que decir?

-Desde hace un tiempo el mar me resulta hostil, de tal manera que pienso que a lo

mejor, es un problema personal suyo para conmigo.

-Mortal, ¿acaso te crees tan importante como para concitar mi atención hacia tu

persona? Tengo tantas cosas de que ocuparme que no doy abasto. Es posible que

algunos de mis subordinados te haya tomado tirria, a veces hacen cada cosa.

-Mire Pose yo sé que Usted está muy ocupado, ya que además de regir sobre las dos

terceras partes del planeta que son de agua, también se ocupa de las tempestades, de los

terremotos y de los navegantes, pero necesito que me solucione este problema, si quiere recuperar el tridente. Dicho sea de paso es una maravilla y de muy buen gusto, lo debe extrañar.

-Claro que lo extraño mortal, te arreglaré la cuestión de la hostilidad. Cada vez que entres al mar este parecerá un remanso de paz.

-El otro pedido es más sencillo.

-¿Cómo, mortal, no estarás abusando de mi paciencia?

-Es probable, pero esto es más fácil, ¿no podría mejorar el clima de esta, llamada hace

años "Costa Galana"?, a veces se hace insoportable para nosotros los residentes.

-Es cierto que es más fácil, de ello me ocuparé personalmente.

-Bueno muchas gracias por todo, le tiro el tridente para que se lo lleve, muy honrado

por su atención y las mercedes concedidas. Hasta cualquier momento.

-Hasta nunca mortal, gracias por el tridente.

     El señor siguió su paseo, pensando en la excepcionalidad de haber conversado con
un Dios mitológico, y que lástima que no podía contárselo a nadie. No solamente no le iban a creer, sino que lo iban a tratar de viejo loco y alucinado, como suele suceder.   

Ingeniero Campestre

Relatos FM

Cortijo de los sueños

Cerrar los ojos como ahora es tanto como tapar al sol con una mano ¿Has visto algún escrito de carácter proscrito en medio de todos? Puede se trate de una hoja, de un libro, o de cualquier espacio donde haya códigos. Las letras solo son una manera de decir pero se puede hablar de diferentes formas que hasta el silencio dice mucho, y se puede transmitir sin sonido desde los gestos hasta los sueños. Sí, los sueños; y es que había una habitación con el frío del invierno, con colores del verano. Allí cada noche un sueño se levantaba a describir un deseo ¿Quién puede desear estando dormido y pensar realidad? Si haz dormido entiendes, y sabes no es real. A veces crees que lo es y solo es una pesadilla, pero no un sueño. Un sueño donde todo quien se atreve a pensar queda atrás y se grafica un mundo no conocido y allí donde no existe realidad para uno se construye la realidad para el otro.  El otro que vive como tú o como yo. Ella se echó a dormir y personajes no conocidos rondaron un sueño. Allí estaba él un militar muy joven, diría yo, era un adolescente, apenas sus rasgos diferenciaban de ser un muchacho, con manos finas que tienen quienes de piel blanca son. Y ojos claros. El niño se volvía en joven. Toda una vida que pasó por ese sueño. Él crecía, nadie venía a verlo en la academia. Esa era una academia distinta. En medio de la nieve con muros altos y lugares restringidos. Señores de ciencias enseñaban a niños como si fuesen grandes expertos, pero así era. La única academia hecha para niños huérfanos cuya mente es capaz de ser lo que quieran ser, con el único propósito de ser militares. Si su fortuna no les alcanzara soportar el entrenamiento se irían a la soledad de una calle, en el frío más gélido que es el invierno cerca de Azor, las granjas de los pintores, donde el tiempo pasa lento, porque el pincel pinta las horas. Ella se levantó de nuevo. Fue un sueño. Se alistó y se fue con el tren a iniciar una mañana como todas. Volvió en la noche. Un bostezo gigante abría la cama con facilidad. Una nueva noche para dormir. De nuevo el sueño, comenzaba en el inicio de la academia, cuánto esfuerzo para ir al mejor lugar alguien podía ir, alguien sin familia, alguien cuya familia se había perdido tras un coche en la carretera y cuya imagen nadie la recuerda porque la descendencia que lo perduraría no llegó a pronunciar palabra de despedida, no porque le faltara ánimo sino porque a la edad de seis meses no se hace más que llorar o balbucear. Ella despertó. De nuevo así como un soplo de vida despertó, pero recordó el rostro de quien en sueño veía. Recordó tanto que en las calle iba buscando tal vez si alguien se asemejaba a él. Un recuerdo no vivido. Un sueño eso es. Pero quien cree en los sueños siempre se esfuerza. Despierta y trata de cumplirlos. Sí así dicen, también dicen: "aquel que busca encuentra". Todas esas palabras entraron la mente de ella y comenzaron a volar a su alrededor hasta convertirse en acciones de búsqueda en la red. Se acabó el día. Solo un juego, solo un sueño – se preguntó ella ¿Habrá alguna patología que impulse soñar lo mismo cada día? De nuevo volvía al cansancio, luego al sueño. Se encendía una luz, un niño nacía, luego la carretera, luego un adiós. Un extraño llevándolo. La puerta del orfanatorio abriéndose. Una tristeza inmutable para quien no conoció compañía, no conoce soledad. De repente en ella una idea ¿Pero quién ha pensado en un sueño? Yo sino tú tal vez lo has hecho. Si es mi sueño lo puedo cambiar, quiero ver una imagen y lo haré - dijo ella. No soñó nada. No era posible. Cuántas veces soné- ella dijo, por qué hoy no soñar lo mismo. Si no durmió ella fue por la rabia de no tener en mente que hacer. Volvió la mañana a obligarla a continuar y la mente a someterle al pensamiento a la concentración de guiar un trabajo. Otra vez de noche. Hoy no era un día para dormir, el trabajo seguía, el cuerpo fatigado debía seguir. La mañana ya no despierta a nadie, me he dicho. Porque hoy ella despertó a la mañana. La madrugada dejó un documento perfectamente hecho y al costado un gran cuadro de lienzo pintado. Mientras caminaba, pensaba ella. Me imagino así. Lo imaginé así, pero no pondré el nombre. Luego llamó: ¡taxi! Allí con el cuadro y el documento fue al lugar indicado. El camino que lleva al edificio dura solo  media hora. Pero el sueño le domina, las fuerzas solo pueden sostener el documento. La ruidosa ciudad se vuelve silencio, y el silencio se transforma en aquella vida, allí de nuevo un niño, y la carretera. Ella pensó, se esforzó y en su sueño vivió. Ella deseó  y lo graficó solo deseando con la intención de quien salva a alguien, con la fe de quien espera un milagro. Las imágenes del sueño se corregían, una nueva vida se hacía. El mismo niño, se convertía en joven y no estaba solo. La academia de huérfanos no fue su final. No se edificó aquella academia. La casa de los pintores se hacía un edificio. Tantas imágenes. Tanta vida. Tanta fe. Cuánto se hizo en tan poco. Todo. Luego el sonido que es mejor que el silencio, que es suave. Aquello que seguro has sentido alguna vez antes de despertar, no sé si es de este mundo o es un soplo de vida. Luego el calor de quien va a despertar. Un brusco movimiento. Srta. ya llegamos – dijo el chofer. El edificio parece al mismo del sueño. Seguro. Parece una coincidencia. Claro uno sueña el entorno, estando en la cuidad es fácil soñar un edificio. Oh, cuánto por contar a quién entienda de esto. Un ascensor vacío. Unas palabras ¿Le ayudo? Unas gracias. Un adiós. ¡Qué simpleza de día! La oficina. Esos colores grises el mueble frio. Si alguien piensa que las coincidencias existen, fije bien los ojos en las letras, que si uno desea ya no es coincidencia, es un hecho. De nuevo ella con su presentación. La sonrisa en su rostro por su aprobada presentación. La satisfacción realizada. Ella dijo: al fin, valió despertar a la mañana. Miró por la ventana a la ciudad. El edificio del frente era el del sueño. Ella salió del edificio al finalizar el día, pero ese día fue al edificio del costado ¿Realmente para qué? No sé tal vez tú alguna vez como yo, has hecho algo por un porqué. Esta vez el porqué de ella era el sueño. Sí ese era el edificio. Entró al ascensor. Marcar qué número, qué piso. El número de nacimiento. La suma de cada una de los dígitos de la cifras...realmente estoy desvariando – ella se dijo. Un sonido y salió del ascensor. Allí había varias secretarias y entre tantos unos jóvenes con ropa de vestir alistando todo para dejar la oficina. Allí no había nadie conocido.  Se sintió realista. Volvió la cabeza a la salida. Vio el techo. Quien se defrauda rápido se siente materialista- se dijo. Volvió a caminar y dijo- ya perdí cuarenta minutos de mi fin de semana. Su mente cambió de pensar y mientras planeaba sus horas del fin se semana. Un rostro le dejó sin aliento. Para contar a quien entienda. Era aquel niño, que se hacía un joven en sueños. Era él. Como quien espera a la noticia conocida salió de una oficina. Acercarse. Decir el nombre del sueño. Si a veces intentamos cada cosa y no resulta no lo dejamos, por qué no hacerlo –ella se dijo. Si este es un sueño el sueño es realidad. Si está en mi sueño lo que diga entenderá. Que decir. Qué parte del sueño describir. Ya sé - se dijo. El Cortijo de los Pintores que se cambió de nombre a Cortijo de los Sueños. Sí eso. En unos instantes cuántas imágenes pasaron por su mente.  A la mitad del pasillo cuando él se acercaba dijo: "Está usted bien señor Ander". Antes que ella pronuncie alguna otra palabra él dijo: "Bien aquí, en el Cortijo de los sueños, Srta. Andalucía. Un fuerte palpitar hizo estremecer su cuerpo. No era posible. Era su nombre. Buscó su identificación en su pecho. No estaba allí. No era broma. Nadie sabía del sueño. Nadie. ¿Será posible? Se cambió solo con buenos deseos. ¿Será así? Así es el mundo, está hecho de buenas intenciones. Tal vez tú como yo lo entiendo, sabes que de ti depende, pero esa vez fue de ellos.

Fuego

Relatos FM

El otro rincón


Estaba sentado en la mesa de la esquina, junto a la máquina de tabaco. La cafetería estaba vacía. Solo el camarero, él, y una dulce música de fondo. Tenía la cabeza apoyada en su mano izquierda, el flequillo le cubría la mano, dejando entrever sus largos y finos dedos, y el anillo que su esposa le había regalado hacía un par de días por su cumpleaños.
Estaba totalmente absorto en la lectura de su libro mientras esperaba a que su mujer acudiera a la cita.
Miró la hora. No sabía cuánto tiempo había pasado realmente, pero tuvo la sensación de que ya llevaba demasiado rato esperando. Empezó a pensar que había confundido  el lugar de la cita, no sería la primera vez que le ocurría. La llamó al móvil, pero le salió el contestador. Volvió a sumirse en la interesante lectura.
A los pocos minutos, un hombre y una mujer se acercaron a la barra y le pidieron sus consumiciones al camarero. Se sentaron en el otro rincón, a su espalda. No les  prestó mucha atención, miró el reloj, dio un sorbo de café,  y volvió a sujetarse la cabeza entre los dedos. Sumido en su lectura la espera  pasaba desapercibida.
La pareja parecía estar enamorada. Entre la cálida música de fondo, se mezclaban suaves susurros, acompañados del chispeante sonido de los besos.
Sin levantar la mirada del texto, aquellas significantes muestras de cariño le hicieron pensar en su mujer. Hacía mucho tiempo que no se escondían en el rincón más oscuro de una cafetería para darse tiernos arrumacos. De hecho hacía mucho tiempo que no se acariciaban como dos jóvenes enamorados. Se conocían desde los 27 años y ya llevaban 3 casados. Ella acababa de terminar una relación de 4 años, de cuyo desenlace nunca quiso dar ninguna explicación,  aunque él tampoco había tenido mucho interés en averiguarlo. Prefería pensar que su vida había empezado cuando se conocieron. No quería que hubiera huellas del pasado en su bella historia de amor.
Él había conocido muchas mujeres, aunque no había conocido a ninguna que dejara una huella tan grande en su corazón como la que había conseguido su esposa. Una huella que, estaba convencido, no podría borrarse jamás.
Los primeros años de matrimonio fueron un poco duros, la adaptación a una vida en común requiere su tiempo. Ella siempre se quejaba de falta de espacio y de vida propia, y él quería estar a todas horas a su lado. Quería compartir cada momento, cada recuerdo, cada día que pasaba. Como si  esas sensaciones que acababa de descubrir, y que no había logrado sentir en 27 años, las quisiera disfrutar todas juntas, a cada minuto.
Con el tiempo empezó a entender sus inquietudes, a admitir sus preferencias, a tolerar su espacio, lo que hizo romper un poco la magia que les envolvía cuando estaban juntos, pero a él le sobraba con saber que podía estar a su lado. Y se le aceleraba el corazón al reconocer que era su mujer y que, algún día, sería la madre de sus hijos. Si bien, este tema también era motivo de continúas discrepancias. Sabía que eran muy jóvenes, que ser padre es una  tarea demasiado complicada como para aventurarse sin estar realmente preparado. Pero este hecho era algo que a ella no se le pasaba por la cabeza y tenía muy claro que no existía ninguna posible motivación que le fuera a hacer cambiar de opinión con el tiempo.
Sí, estaban enamorados. Habían vivido mucho juntos, habían disfrutado de buenos momentos y de  malos, que lograban superar y dejar arrinconados en el armario del olvido. Es cierto que a él le gustaría poder compartir más cosas con ella, como por ejemplo su afición a la lectura. Se podía pasar horas y horas delante  de un libro, y disfrutar de ese hobby en compañía de su mujer era uno de sus mayores placeres. Pero ella prefería ir de compras, o al gimnasio, o ir a tomar un café con las amigas, cosas que él odiaba profundamente y hacía que se alejaran aun más sus aficiones.
Intentaba pasar el mayor tiempo posible con ella. Nunca había aceptado un trabajo que le pudiera separar de su familia. De hecho había rechazado varios ascensos en su empresa actual porque ello hubiera supuesto continuos desplazamientos y largas noches fuera de su hogar. Era feliz con un humilde sueldo, una carrera sin pretensiones, un horario flexible y la comodidad de  saber que al finalizar su jornada laboral, recuperaba su verdadera felicidad, su ilusión y la vida que intentaba dedicar intensamente a su mujer.
Ella,  sin embargo, tenía más ambición profesional. No se conformaba con ser la recepcionista de un despacho de Ingenieros y había ido ascendiendo hasta ser Responsable del Departamento Técnico. Y aun así, seguía luchando por subir más peldaños, siempre que en la empresa tuviera la oportunidad de llegar a lo más alto. Era una mujer luchadora,  constante, ambiciosa y muy inteligente, lo que despertaba todavía más la admiración de su marido. Estaba convencido de que llegaría muy lejos y él estaba dispuesto a apoyarla en todo momento. Se ilusionaba pensando que, tal vez, cuando ella  considerara haber alcanzado su meta en el terreno laboral, se planteara darle unos hijos a los que ofrecer todo el amor que entre los dos habían creado.
Sí, estaban enamorados. Habían superado con esfuerzo la oposición de las dos familias. Sus padres le decían que aquella mujer no era para él, que le rompería el corazón. La tachaban de caprichosa y egoísta, cuando a él le había demostrado todo lo contrario. Ella también tuvo que luchar con los continuos reproches de una familia que le aseguraba que podía encontrar un marido mucho más apropiado para ella y que, realmente, estuviera a su altura. Sus suegros no disimulaban al considerar aquel matrimonio como un entretenimiento de su hija hasta que se le presentara la oportunidad social que se merecía.
Pero, el hecho de que su mujer siguiera a su lado, había afianzado su relación y había aumentado su amor por ella, si es que todavía era posible.
A veces no se sentía merecedor de aquella mujer, ni del cariño que le profesaba. Siempre se sentía en deuda con ella y se había convertido en un fiel servidor de su esposa.  Tal vez, en el fondo, él también pensara que ella se merecía algo más y el hecho de haberle elegido a él, le creaba esa necesaria adoración y ese justificado servilismo.   Ciertos ataques  de inferioridad se peleaban con el renacido orgullo que sentía cada vez que pensaba en lo afortunado que era al haber sido el elegido por una mujer tan excepcional a la que sólo podía compensar con su cariño y entrega. No le prometió bienes materiales, ni una buena posición social, ni un gran éxito profesional. Sólo con su sencillez y profundo amor había conseguido conquistarla.
Sí, estaban enamorados. Y no se avergonzaba al reconocer, en su más secreta intimidad, que él lo estaba más profundamente que ella. Aunque le reconfortaba pensar que ambos tenían formas distintas de amar.

Había pasado ya demasiado tiempo. Volvió a llamar al móvil, pero seguía apagado. En lugar de preocuparse sin motivo aparente pensó que, definitivamente, había confundido el lugar del encuentro. O tal vez, era la hora la que había entendido mal, por lo que decidió esperar un rato más.
Volvió a pedirse otro café y mientras se lo traía el joven  camarero, escuchó una risa familiar a sus espaldas. Procedía de la pareja de enamorados del otro rincón y, aunque se vio tentado a echar un vistazo,  no quiso interrumpir el encanto de su complicidad  con un gesto de indiscreción. Aunque  sentía una sencilla curiosidad por saber el aspecto de aquellos enamorados, por reconocer en sus miradas el brillo del amor recién estrenado. Giró levemente la cabeza y pudo ver a un hombre mayor que él,  con el pelo engominado y peinado hacia atrás. Una barba perfectamente afeitada disimulaba un fino labio. Unas atractivas canas daban pinceladas a una cabellera negra. En su mano izquierda, relucía un espectacular reloj de oro y en su dedo anular, un anillo no menos llamativo, indicaba su estado civil. Se quedó un poco decepcionado al encontrar el reflejo de la lujuria y el deseo en una mirada que esperaba demostrar la pasión y la esencia del enamorado.
Volvió su mirada hacia su mesa cuando el joven camarero le depositaba el café.
Habían pasado otros treinta minutos cuando aquella pareja se levantaba para dirigirse a la barra. Desde su asiento, el reflejo de la luz que entraba de la calle no le permitió fijarse en el aspecto de la mujer pero su silueta le resultó muy familiar.
Mientras ella se ponía un largo abrigo  en el umbral de la cafetería, volvió a llamar a su esposa al móvil.  Esta vez la línea respondía al otro lado, mas la voz de su mujer no le contestaba.
La mujer del abrigo  abrió el bolso que le sostenía su acompañante y un estridente pitido resonó con fuerza en el local.  Sacó el teléfono, lo miró, miró a su acompañante, dijo algunas palabras y le ofreció el aparato. Él hizo un gesto negativo con la mano y se dio la vuelta. Ella volvió a mirar la pantalla del teléfono donde aparecía "Juan". El pitido seguía sonando, se clavó en sus oídos, en su cabeza, en su corazón.
Se levantó lentamente y se acercó hacia la puerta. El pitido cada vez sonaba con más fuerza. Era como una alarma que avisaba de un peligro inminente. Se acercaba despacio, con el móvil en la mano, los brazos caídos a ambos lados de su cuerpo, la mirada fija, el alma perdida y el corazón roto. El pitido seguía agonizando y la mujer se acercó el auricular y apretó la tecla de responder.
"¡Cariño! Lo siento, se me ha hecho un poco tarde... ¿Cariño?" Al otro lado, la dulce música se oía de fondo. "¿Cari...ño?"
Se giró lentamente, esperando que la respiración entrecortada que sintió en su cuello fuera producto de su imaginación. Pero, no, allí estaba él, con el teléfono en la mano y los ojos encharcados en amargas lágrimas.
Se quitó el teléfono de la oreja, apretó el botón de colgar y lo miró a los ojos. Permanecieron así un instante, observándose, intentando comprenderse. Pero a él le resultó imposible.
Su acompañante se apartó de la entrada y se dirigió hacia la calle. Él desvió su mirada hacia él, luego hacia ella. Frunció el ceño reprimiendo las lágrimas que asomaban sin vergüenza. Los labios apretados, los músculos en tensión, respiraba al mismo ritmo frenético de sus latidos. De nuevo la miró a los ojos que movía rápidamente mientras buscaba en el archivo de sus mentiras alguna que pudiera disfrazar la cruda realidad.  Pero al observar la sincera expresión de su esposo, no pudo mas que bajar su mirada avergonzada. Él dejó resbalar  también la suya, junto con el  teléfono, el anillo y su cariño.
Regresó a su mesa, cerró su libro y tomó un sorbo del café, ya frío. Giró su cabeza hacia la mesa de atrás, en la que la ahora reconocida pareja había estado dando muestras de su cariño. Dejó que una lágrima resbalara por su rostro. Apoyó la cabeza entre sus manos, cerró los ojos y escuchó de nuevo los chispeantes sonidos de los besos.
Se giró nuevamente  y una pareja de jóvenes se envolvía en dulces y suaves caricias. Se miraban con ternura,  encendiendo la pasión de sus corazones, suspirando por cada roce de sus cuerpos.
Y él, en el otro rincón, apagaba con su soledad el sufrimiento de un amor abandonado.

Lenitoga

Relatos FM

Los hombres de los cuatro rumbos...


Los cuatro hombres estaban parados en los cuatro puntos cardinales, cada uno en el que correspondía a su región de origen. Habían cabalgado muchas millas para encontrarse en ese instante, a partir de ahora se trataría del ombligo del mundo. Estaban seguros de que semejante empresa no podría tener otro término que la refundación del orbe. Un camino tan largo sólo puede concluir con la inauguración de un orden desconocido.
Estaban agotados, llevaban a cuestas milenios de historia humana que abrumaban la lontananza. Las cuatro regiones del mundo del que escapaban -para postrarse sobre la nueva tierra- quedaban atrás, ahogadas en la impotencia de la resurrección, era imposible volver. La infinidad de decisiones tomadas habían conducido indefectiblemente al desorden cósmico que pretendían abolir, el  fundamento virginal en el que sembraban sus esperanzas no debía recurrir a viejas añoranzas para erguirse incólume hacia la eternidad.
Uno dejó colgado en el perchero su gabardina empapada, la eterna lluvia que anegó las cosechas de su pueblo le había guardado ese último vestigio de soberbia hídrica que la naturaleza se reservó siempre y que recordaba la efímera condición de los hombres. Otro pidió un vaso con agua, no soportaría más las inclemencias desérticas de su procedencia, inclusive estaba dispuesto a olvidar la negligencia con que fueron tratados cuando perdieron la voz por pedir socorro en un aullido de ayuda humanitaria que nunca llegó.
Uno más, el que se caracterizó siempre por su mutismo incriminatorio, sólo tomó asiento en la mesa. Guardó sus juicios del pasado para quemarlos con el fuego de la razón creadora. Se jugaría una suerte de malabar metalingüístico para suprimir en las nuevas leyes los vicios del pasado por medio de un exorcismo inefable. Los cimientos del edificio por construir serían eso que calló, quería evitar la mera insinuación de los yerros de antaño.
El último -el sensato según él, el insano para los demás- hizo el llamado a la cordura; era hora de sentarse a inventar otro mundo. El tiempo apremiaba, el cosmos fuera del cuarto se había consumido, no había a donde ir. Las puertas habían clausurado, al cerrarse, los universos que los hombres habían pisado hasta entonces. Eran ellos a la luz de la vela, dispuestos a nombrar la realidad que aparecería al clarear.
Realizaron el primer intento. El esquema apenas se apuntalaba con alfileres cuando se desmoronaba frente a sus ojos, caía a pedazos y las ilusiones más puras llegaban al piso fundidas con los odios recalcitrantes de la desesperación y la angustia. Las miradas se postraban sistemáticamente sobre cada uno, rotaban hacia la izquierda, luego a la derecha. Se podía sentir cómo decaía el ánimo cansado de una búsqueda infinita.
Siempre ha sido más sencillo, dijo el hombre del oeste, trazar el contorno de lo anhelado al borrar de un brochazo aquello que no se necesita en el cuadro. Podemos cotejar nuestros imperios en la negatividad, esperemos que una vez analizado el obscuro panorama reluzcan las aristas lumínicas que habrán de guiar nuestra búsqueda.
¿No sería un tanto precipitado, sugirió el hombre del este, aventurarnos a rescatar de las memorias del pasado lo que queremos que el torrente del olvido arrastre lejos de nuestras playas? Si lo que interesa es la experiencia genética resultante de nuestra volición textual, no podemos contaminar con etimologías gastadas la ceremonia inaugural. Un lenguaje nuevo es la condición de posibilidad de la neoexistencia.
Hay que empezar, señaló el hombre del norte, por derrumbar los muros que se erigieron entre nuestros pueblos. No sólo limitaron el libre tránsito, bajo las sombras que proyectaron sobre nuestros territorios fermentaron problemáticas acuciantes cuyos alaridos no fueron oídos por ninguna autoridad. Todas las migraciones forzadas, los peligros del camino y las desapariciones sobrepasaron las bajas de las guerras de delimitación que tanto nos preocuparon hace años. Cada región se consumió desde adentro y fulminó a aquellos que intentaron entrar de allende.              
También están, añadió el hombre del sur, todas las barreras culturales que pudimos observar en el fanatismo religioso, las convicciones fisiológicas más aberrantes y los prejuicios más descarrilados, son muestra de las inmensas inseguridades del espíritu humano y su tendencia a resolverlas arrojando acusaciones y encontrando culpables en el que le resulta diferente, en el otro.
Tenemos, suspiró el hombre del este, el dilema de la memoria y el olvido: nuestras mutuas discriminaciones; nuestras murallas; nuestra incomprensión; nuestros miedos; nuestras heridas... Pero también tenemos todo el bagaje intelectual que nos debería permitir erigir con la palabra estentórea un sinfín de posibilidades plausibles y asequibles. ¿Qué nos lo impide?
Se levantaron de sus asientos, cada uno miró a su derecha y dieron pie a una danza prolongada cuya intención era borrar las huellas que señalaban el origen de cada uno. Vueltas a la derecha, vueltas a la izquierda; ansiaban desvanecer todo signo pretérito que los anclara a la ruina. Una vez olvidado cuál era el lugar de cada uno intentaron proseguir. Eligieron arbitrariamente sus nuevos puestos; apostaron por el incendio del pasado y de los signos que les sirvieron para interpretarlo, habrían de ser disipados con tal de vislumbrar la luz del nuevo sol.   
La pujanza estrangulante -habló el hombre que ahora se hallaba al norte- de nuestro antisistema caótico de reproducción de la vida no pudo, como lo postularon nuestros ingenieros, atraer a nuestra órbita de crecimiento material a las otras partes del mundo. Nos consumimos en un frenesí de salvación, fuimos un aborto de la última estratagema de los ideólogos del porvenir. Es un error que no podemos repetir.
El refugio de los antiguos dioses -agregó el hombre situado en el sur del nuevo plano- no nos brindó el abrigo que nos fue prometido y al cual ofrecimos torrentes de sangre para purgar el clamor de sacrificios que nos encomendaron. Perdimos la ruta de salida que había sido inscrita en los manuales de los sabios del planeta. El desapego, la entrega y las contradicciones que hay entrambos no bastaron para que se nos tendiera la mano divina que habría de conducirnos sanos y salvos al paraíso etéreo.
Ni siquiera las elucubraciones más rebuscadas -indicó el hombre ubicado hacia el occidente- nos permitieron alcanzar un diseño político capaz de dar voz y voto a cada miembro de las sociedades humanas. No logramos que alguno de los modelos institucionales que se proyectaron en las pasadas centurias consolidara en la práctica una idea. Las convicciones ideológicas se diluyeron en el solvente de la corruptela cotidiana.
No debemos demorarnos más  -interrumpió el hombre en la silla al oriente- en la génesis de nuestro orbe. El tiempo apremia y la desidia nos carcome, si no comenzamos por nombrar esto que tratamos de parir, no llegará a buen término nuestra empresa. Habremos de fracasar por no tener el coraje de dar la primera zancada. Las añoranzas de miles de millones que murieron para que nosotros cuatro llegáramos a este cuarto a refundar el universo habrán sido en vano y la culpa asfixiará nuestros más profundos suspiros.
Los cuatro miraron el centro de la mesa, procuraron dibujar con la mente el diseño arquitectónico que eludiera los errores del pasado. Dejar fuera del tablero cualquier viso de incompetencia era la consigna primordial en el titánico esfuerzo. Los sofisticados materiales y tecnologías que empuñaron para el bosquejo de su creación evidenciaban la decrepitud de los más refinados barros con los que jamás se haya creado a los hombres.
Los cuatro permanecieron con los ojos cerrados por un largo tiempo, el terror los sobrecogía. No se atrevían siquiera a pensar en que la catástrofe les pudiera arrebatar su último triunfo. Se tomaron de las manos en silencio y dejaron resbalar por sus mejillas las lágrimas que debían tornarse en ríos, océanos y mares. La vida debía comenzar. Sin embargo, al volver en sí se percataron de la tragedia. Una vez más habían destrozado su propia obra. ¿Un error de cálculo? ¿Un manotazo intempestivo? ¿Un sabotaje deliberado?
Pareciera, pronunciaron los cuatro al unísono, que el nuevo orbe que fundamos hoy con nuestra palabra será igual de estéril que los que nos precedieron. La retórica fundante se diluyó en la marejada de las acciones humanas que trastornaron el espíritu más puro de la enunciación. Es absurdo, continuaron, tratar de escribir el libro de la neohistoria, el de la que vendrá, pues no estaríamos reconociendo que el albedrío de los hombres dará al traste una vez más con nuestros anhelos. El horizonte ansiado se abría ante ellos como la primera página del ignoto libro, el de la posthistoria, como un infinito de posibilidades que se conculcaban al enunciarse los refinados deseos de estos valientes juristas de la realidad.
La acción del hombre borra toda huella de su pensamiento...   

roberto Oliveira

Relatos FM

Como ya hemos comentado en anteriores mensajes, no os preocupeis si vuestro relato aún no aparece en la web. Primero porque no es requisito para participar, y segundo porque aún quedan alrededor de 300 relatos por subir.

Este año se están pulverizando todas las espectativas. Gracias a todos!!.  :band:


PD: Va a ser verdad que ante las adversidades y palos uno se crece.

Relatos FM

EL VERANO EN LISBOA


   Cuando el verano pasado viajé a Portugal lo hice más para huir de mis problemas, e incluso de mí mismo, que por mero placer: durante el último año, mi vida se había convertido en un caos, y yo renegaba del ser humano, y del mundo en general, de los que estaba desengañado.
   Había visitado Coimbra, que me impresionó por su melancolía, y después, Oporto, muy diferente, aunque su exceso de actividad tampoco aplacó mi espíritu. Hice algunas paradas más antes de llegar a Lisboa, a la que quería dedicar unos pocos días... que se alargaron hasta el fin de mis vacaciones de estío. Y no por sus maravillas arquitectónicas o gastronómicas, sino a causa de una mujer.

   Era un ocho de julio, y la hora, las ocho y veinte. Lo recuerdo bien porque hacía un instante que había mirado mi reloj. Estaba en la Plaça do Comercio, y tenía prisa por llegar al hotel. Así que, imprudentemente crucé la avenida Ribeira sorteando el tráfico, con tan mala fortuna de tropezar con las vías del tranvía, que se aproximaba en ese momento. Temí morir atropellado por un viejo tren, tal y como me había vaticinado una gitana hacía tiempo, después de leerme el tarot, pero unas manos me asieron por los hombros y me sacaron de la trayectoria del vehículo, que pasó junto a mí sin causarme daño alguno.
   Me incorporé, y miré a mi salvador, que resultó ser una mujer joven, morena y de una belleza extraña pero serena. Me quedé sin palabras, y me avergoncé de no darle las gracias de inmediato, con un "obrigado" de acento castellano. Solo pude asentir con la cabeza y sonreír como un estúpido. Ella no pareció molesta con mi actitud. Es más: me devolvió la sonrisa y sus ojos brillaron divertidos, aunque sin perder la compostura y esa serenidad que me cautivaron desde el principio.
   Estábamos solos, mientras que a nuestro alrededor la gente iba a sus tareas cotidianas, ajena al incidente anterior. Solo ella se había preocupado por mí. Quería agradecérselo aparte de con palabras, y la invité a tomar un té en una cafetería cercana. No negaré que lo hice más porque ella me atraía irresistiblemente que por gratitud, pero no me arrepiento de eso. Ella aceptó enseguida.
   Durante el té –que finalmente fueron varios, y se alargaron hasta la hora de la cena- hablé yo casi todo el tiempo, aunque ella asentía y contestaba de vez en cuando en un castellano con un acento que no era portugués, pero que tampoco supe nunca de dónde podía ser, porque ella jamás me lo dijo. Yo no tenía prisa en despedirme, y la joven tampoco mostraba tenerla, así que me atreví a dar un paso más, y la invité a cenar. Para mi sorpresa, volvió a asentir y sus ojos se achinaron, como si adivinasen qué sentimientos tenía yo hacia ella.
La cena, donde el pescado y el vino de Oporto no faltaron, fue excelente, y la conversación, aunque parca en palabras por su parte, devino larga e interesante. Ya en la calle, ella me tomó del brazo y me dijo que tenía que marcharse. Entonces me sentí de nuevo vacío. Era extraño, pero en unas pocas horas había congeniado más con aquella bella muchacha que con todas las personas que conocía hasta entonces. No tuve, sin embargo, tiempo de sumergirme otra vez en mis tragedias personales porque, casi a continuación, me sugirió que podíamos vernos al día siguiente, y que ella haría de cicerone en mi visita a Lisboa. Por supuesto, accedí encantado.

   Habíamos quedado bajo las arcadas de uno de los edificios de la Plaça do Comercio. Era las nueve de la mañana, y empezaba a temer que ella no vendría, cuando apareció. Vestía unos pantalones oscuros y una camiseta negra, que hacían juego con su larga melena, y contrastaban con la bella palidez de su rostro. Nos saludamos como si nos conociéramos de toda la vida, e iniciamos nuestro periplo por la capital lusa. Fue entonces cuando caí en la cuenta que no le había preguntado cómo se llamaba. Le dije que mi nombre era Francisco, y ella me contestó con un "María", suave como una brisa vespertina. No nos hacía falta más.
   Iniciamos la visita por el barrio de la Baixa. Caminábamos despacio, gozando de cada sorpresa que Lisboa nos ofrecía. De vez en cuando hacíamos un alto para tomar un café o un tentempié, y luego otro para almorzar. Ni siquiera descansábamos para retomar fuerzas, y seguíamos la gira hasta la hora de la cena. Era en esos momentos donde me despojaba de armaduras y le hablaba de mi pasado; de amores frustrados y sueños rotos por desconfianza, y de mi hastío hacia mi forma de vivir y la sociedad entera. Dejaba ir mi pesimismo a límites insospechados, hasta que ella colocaba con suavidad su mano sobre la mía y me decía que debía reflexionar sobre todo ello y no culpabilizar al mundo de mis propios errores. Sus palabras eran balsámicas, porque tenían el tono y el fondo que las hacía creíbles, y no eran un banal producto de la cortesía. Después, nos despedíamos hasta el día siguiente. Siempre igual: con una sonrisa bobalicona en mi rostro y con su figura perdiéndose en la distancia.
   Día a día fui conociendo el barrio Alto, y también los de Alfama y Belem. Me extasié contemplando a María, y disfruté cada segundo que estuve a su lado.

   Una mañana, mientras subíamos por el funicular de Santa Juliana, que conecta la parte más baja y la más alta de Lisboa, ella me dijo que todos éramos como ese funicular: que solo cuando nos hallábamos en lo más bajo éramos capaces de elevarnos, y que yo no podía ser menos. No supe qué decirle, pero me di cuenta, como decía el gran poema de Kavafis , que mis problemas no quedaban atrás, sino que irían conmigo siempre, mientras no fuese capaz de superarlos de una vez y para siempre... y sin echar la culpa a nada o a nadie, como me decía María una y otra vez.

   El tiempo transcurrió tan rápido que cuando quise acordar mis vacaciones casi habían terminado. Al anochecer, horas antes de que yo tomase el autocar hacia España, nos sentamos en los escalones que bordean la Torre de Belem, junto al Tajo. No cabían palabras, solo sensaciones. A pesar de las semanas que habíamos estado juntos, María seguía siendo para mí una desconocida a la que recibía todas las mañanas en las arcadas, y despedía por las noches en el mismo lugar. Casi no sabía nada de ella, aunque le había contado toda mi vida, sin tapujos ni vergüenza. En la intimidad que nos daba la soledad compartida, me atreví a tomarla de la mano y acariciarle con la otra su mejilla. Ella sonrió, y sus ojos me dijeron más que si hubiese pronunciado mil palabras. Entonces, con voz melodiosa y dulce, pero penetrante, me dijo que nos volveríamos a ver al año siguiente; en la Plaça do Comercio, un ocho de julio, por la tarde. Quise pedirle que viniese conmigo, o yo renunciaría a todo para estar junto a ella. María me rogó que guardase silencio y que prometiese que haría lo que me pedía. No me quedaba otra opción que aceptar. No hubo besos ardientes, ni hicimos el amor bajo las estrellas: solo un nuevo roce de nuestras manos, y la promesa de un futuro maravilloso. No nos despedimos en la estación, sino en las arcadas, donde siempre.

****
   
Durante este año que ha pasado he cambiado mi vida gracias a sus consejos: me reconcilié con amistades perdidas por rencillas vanas, y recuperé a la familia. En mi trabajo asumí que las cosas eran tal y como debían ser, y que mis problemas no eran ni los únicos, ni los más importantes. Todo había cambiado, y la vida dejó de ser un infierno. Quizá, también, imbuido por la certeza de que volvería a encontrarme en Lisboa con María, y esta vez, para no separarnos.
   Ha transcurrido justo un año. Es ocho de julio, y estoy en la Plaça do Comercio, junto a la estatua de don José I. Al sur fluye el Tajo. Estoy impaciente, y María no llega. Me acerco hasta el borde de la plaza, por si la veo aparecer bajo el Arco Triunfal, pero sin éxito. Entonces, cuando todo quiere volverse tristeza, la descubro al otro lado de la calle. Viste como más me gusta: con pantalones oscuros y camiseta negra, y con su cabello suelto al aire. ¡María!, grito, y cruzo a buscarla. Ella sonríe y extiende los brazos hacia mí.
   Entonces tropiezo y caigo de rodillas. Voy a levantarme, y escucho un grito ahogado. Giro la cabeza a tiempo de ver como un tranvía se precipita sobre mí. Siento un fuerte golpe en la cabeza, y nada más.

   Abro los ojos. Estoy tumbado en el suelo. A mi alrededor se agolpa la multitud. Murmuran y, por lo que entiendo, sé que agonizo. Veo a María, que da unos pasos y se acerca hasta mí. Parece que nadie se percata de ella; que es ajena a lo que le rodea. Se arrodilla, me coge la mano, con suavidad casi etérea, como si no existiese, y sin perder su sonrisa me susurra al oído, momentos antes de que yo cierre los ojos definitivamente: "Ahora puedes ir en paz, Francisco". Después, se diluye y desaparece, como si nunca hubiese estado allí.

   La profecía de la gitana era verdad, pero esa mujer desconocida me dio tiempo a recuperar mi espíritu, y quedarme en paz con el mundo y conmigo mismo. En paz, en paz, en paz... Y, a las ocho y veinte de la tarde, muero.

1 POETA CONTEMPORÁNEO GRIEGO

Os Belenenses

Relatos FM

Crónica de un Vampiro


A diferencia de lo que muchos piensan hoy en día, no, los vampiros no podemos enamorarnos, pero si obsesionarnos con lo que no tenemos, calor, sangre. Como un ser humano que alguna vez fuimos aún sufrimos con los 7 pecados, aunque no tenemos órganos vivos, nuestra conciencia permanece intacta.
Fue hace mucho años cuando la encontré, me aburría terriblemente viviendo en el mismo lugar por décadas así que decidí recorrer el mundo, como un simple mortal empaqué maletas que no necesitaba para pasar desapercibido y conocer las maravillas que mi naturaleza me ha permitido detallar con el paso de los años.
Pasaba pues por África, caminaba una noche entre las extensas llanuras cuando detecté su aroma y no pude resistirme. Cuando la vi era apenas una niña en un mísero pueblo de chozas de paja, una pequeña niña de piel negra y gruesa, cabello aún más negro y unos impresionantes ojos marrones.
Su fragilidad inspiró algo de lástima en mí, pero mi deseo por su pulso era aún mayor, estuve a punto de atacar, dormía plácidamente y mi presencia era casi imperceptible. Mi nariz toco su cuello, sentí mi cuerpo vibrar como hace muchos años no lo hacía, me sentí vivo de nuevo,mi nivel de éxtasis era inexplicable.
Mi avaricia pudo más que yo, pensé en lo mucho que podría yo tener si esperaba, si la dejaba con vida por unos años, entre mayor fuera su cuerpo mucha más sangre tendría para mí, por ahora era solo un bocadito, en unos años sería un banquete.
Así pues esperé pacientemente, pero para mi desgracia, mi anhelado deseo no se hizo realidad, admito mi torpeza al no entender las costumbres y culturas de otros lugares, al no saber que mi niña no llegaría a ser adulta, no llegaría más allá de los doce años.
La noche en la que los cumplió, su madre la vistió y preparó para ser ofrecida a sus dioses, aparentemente la sequía, que me tenía sin cuidado, estaba matando a la población. La pequeña ya lista, con su carita seria y decidida se acostó sobre una mesa de madera adornada para ella.
La llenaron de flores y cantaron algunas alabanzas, yo sólo veía, desde un rincón seguro, cómo latía su yugular sin entender nada de lo que pasaba en esa escena. De pronto, todos guardaron silencio, sus familiares más cercanos la rodearon y comenzó lo que para mí y sé que para ella también fue una pesadilla.
Con afilados cuchillos y punzones atacaron a mi niña, la desangraron ante mis ojos y una sensación de desespero lleno mi cabeza, no podía más que mirar como su sangre salía gota a gota por los agujeros y ella moría sin remedio.
Me contuve lo más que pude, esperé hasta el final, vi como su madre la limpiaba y la envolvía en tiras de sábana como los egipcios, la metieron dentro de un ataúd de madera sencillo y fue llevada hasta el borde de un precipicio en el que un altar hecho con un tronco sin forma esperaba su féretro.
Para mí eso fue amor, no a lo que era en sí, sino a lo que ella era para mí. Pude haberla matado yo mismo o por la misma necesidad de no saberla agotada pude haberla dejado vivir hasta su último aliento y allí justo allí tomar su vida sin remordimiento. Pero, ya está muerta, ya su sangre no sirve, ya es impura, como un buen vino que derramas en el piso, ya no tiene sentido.
Me olvidé de ella pero no del vacío que se instaló en mí, por primera vez en años me sentí solo, abandonado, triste...
Años más tarde, ya instalado en una ciudad y asqueado con toda la moda de los "vampiros que se enamoran" volví a acordarme de ella, decidí volver y saber qué había pasado con lo que aún quedaba de la niña. En lo que llegué ya todo era diferente, ya no había chozas de paja, había casas.... bien construidas, calles y autos.
En donde estaba su pobre choza ahora había una casa de ladrillos, con un niño mocoso que lloraba no sé por cuál razón y una madre obstinada que continuaba gritándole. La mujer no pudo más y tomo al niño en brazos lo llevó con rapidez hasta una especie de cueva hecha con troncos, intrigado los seguí y ahí fue que la vi.
El precipicio seguía allí y por supuesto el pequeño ataúd también, al parecer como castigo la mujer hizo que el niño se sentara bajo la escalofriante tumba a la que el niño parecía tenerle pavor, llorando y sin poder más se levanto con fuerza y el golpe que dio su cabeza contra la tumba la hizo tambalear y finalmente caer.
Vi en cámara lenta como caía al fondo del precipicio, escuché como golpeo el fondo y cuando finalmente me atreví a mirar, pude ver que de ella, de mi niña no quedaba más que harapos, polvo y maderas rotas.

Maskretas

Relatos FM

El viejo y la niña


Porque eres verso y poema nunca escrito, música inacabada; porque sin ti en todos los ojos veo tus ojos, porque a cada instante te huelo en el viento, en la lluvia, en los atardeceres, donde esplendes entre los rojos copos de nube; porque ocupas el vórtice de mis pensamientos, porque me sangra el pecho...  ven, te necesito.
¿Acaso, amor, alguna vez te hallaste perdida y temerosa en un denso bosque? En este lugar, entre la fronda, uno se siente solo, acechado, perdido. Todo a tu alrededor es igual, pierdes el rumbo y temes que llegue el anochecer.  Así vivo yo. Mis muchos años forman un bosque que me sepulta. En él discurre el cauce del río hacia la muerte, ese igual al de las Coplas de Jorge Manrique,  que me arrastra y aparta del mundo y de la vida. Es un bosque umbrío y acuoso, un aguazal donde la lluvia de la tristeza es eterna. Así, rodeado de angustia y soledad, antes de que llegaras tú, amor, pasaba por el mundo como un cuerpo deshabitado, como un hombre vacío que era solo carne y miedo, ausencia de metas y de futuro, un hombre sin familia, sin pasado, sin presente... Tal vez, esperaba desde siempre tu llegada oportuna. Y por fin viniste a mí.
¿Recuerdas? Fue a últimos de octubre del año pasado, cuando se marcharon las últimas golondrinas. Acababas de dejar tu país de nieves para estudiar en España gracias a una beca Erasmus. Yo caminaba en la tarde de ese día por las calles, sin rumbo, cubierto por los árboles de mis días y años, sin amor, sin esperanza, sin ilusión. Me pesaba la vida. Me senté en la terraza de un bar a tomar café.
Entonces te vi, al fin, toda mía y de nadie. Como el viento que me llenaba los pulmones, así entraste en mí y te hiciste soplo de vida en mi carne tras el latido último de lluvia en mi íntimo bosque,  y en un cielo  sucio coronado por un estigma de nubes plomizas. Te recuerdo caminando por la calle, sin rumbo, distraída, como ausente, casi sin pisar el suelo y a pesar de ello midiéndolo, boina gris, paraguas amarillo y pelo color luz del atardecer, con el que jugaba la brisa salina. Llegabas distraía, con los ojos volando entre las gaviotas del puerto, etérea, leve y liviana como primeros copos dorados de luz del viejo atardecer, apenas vislumbrados en las copas de los álamos, donde se enardecía la brisa y el rumor de la vida.
Sobre las gaviotas, cesó la lluvia y fulgieron entonces las nubes, éstas blancas y luminosas, al igual que tu rostro de mujer de tierras heladas.
Te descubrí mirándome desde otro lado, desde ese otro mundo de tus pocos años. Sentí angustia al revelárseme  deseos inconfesables. Yo era muy viejo. "¿Será posible, Dios mío? Si apenas es una niña, y yo...el amor, el deseo, a esta edad", me dije. No es que me sintiera angustiado y solo en aquella tarde, es que siempre fui así: triste, apesadumbrado, un viajero por la vida en un espacio y un tiempo que en aquel instante no quería que fuese distinto al tuyo; un hombre niño y maduro al mismo tiempo, desde el inicio de mi ser, hasta el mismo instante en que te vi.
Bajaste, entonces, entre las hojas de mi bosque como rayos amorosos, flotando en el aire al igual que un vilano, amándome sin saberlo – o acaso me amaste ya y lo supiste - desde ese otro espacio y tiempo en que tú vivías, desde tus años, queriéndome plácidamente con el querer de una brisa, besándome los ojos con tus ojos, con toda tú, trasmutada y trasfigurada a una silueta de frágil doncella alada o ninfa salida de un cuento de Andersen, como sustancia pura, deslumbradora, acariciadora y tibia que traía consigo un místico silencio y aromas mojados en incienso, con el que se estremeció todo mi cuerpo, todo mi ser. ¡Te vi tan pura y frágil!
Yo, amor, te miré, con descaro; tú me miraste – ojos de pájaro y de sueño- y me sonreíste. Te hablé y dijiste no entenderme – voz tuya donde me anclé, que me llenó el alma de anhelos-.
Entrabas en mí en ese preciso instante, aunque en verdad no entrabas porque siempre has estado encerrada en mis huesos, interminablemente. Eras tú y no lo eras – eras tú, cuerpo presente, hembra perpetua, puerto en el que amarrar todas mis ansias; no lo eras, no eras tan solo mujer de deseo, eras luz y remanso de paz rompiendo tempestades en el cauce del río hacia mi muerte -. Te invité a que te sentaras a mi lado, en la terraza del bar en que me hallaba matando la tarde. No sé por qué aceptaste. Te hablé entonces en tu idioma, de Jorge Manrique y de su rio – que son las vidas que van a dar a la mar-. Quise explicarte sus Coplas, mas no me entendiste. No importaba: tú, sin saber de él, sin saber de mí, querías ser, a contra agua por ese río, reflejo cayendo entre las ramas de la arboleda para entrar por mis pupilas hasta llegar al oscuro hontanar de tu ausencia en mi pecho, llenarlo todo. Entrabas en mí en tanto tomábamos café, me llevabas de la mano río arriba en contra de la corriente natural del destino, para hacer que el bosque floreciera, para crear en él la restitución de la fronda, que se tiñó de un verde intensísimo. ¿Acaso fue un milagro? Tú, tan niña; yo, tan mayor, conociendo el amor por vez primera. Eras una realidad y no lo eras, eras una ilusión, solo copos de luz. Fuiste las tibias manos de la luz en celo.
Así, sin tú saberlo, sin yo entenderlo, contradijiste a la lógica –un viejo no puede amar, y menos a una joven- y a Empédocles, y me llevaste de la mano a una nueva primavera, y supe que después del otoño no siempre llega el invierno, y también supe que había otro mundo tras los árboles –los tristes y silenciosos árboles- de mi angustia íntima.
Fuiste solo in instante, apenas unos meses en que estuviste en mi existencia, en mi casa,  en mi cama, sobre mis sábanas, aunque yo te había sentido desde siempre dentro de mí, boina gris y corazón en calma, hoguera de estupor en que mi sed ardía, mujer de cristal o de sueño salido del poema seis de "Veinte poemas de amor y una canción desesperada", de Neftalí Reyes. Esta es mi prosa de amor, también mi canción desesperada.
Y te marchaste, y te fuiste a tu país de hielo un día en que me dijiste que volverías cuando se marchasen las golondrinas..., y no regresaste, amor, y no volviste, y yo te sigo esperando, y tus cartas me son devueltas –persona desconocida en esta dirección- y yo me muero, amor.
Sí, es verdad que los ríos son la vida que van a dar a la mar, que es el morir, porque sin ti siento ya la sal, el flujo y el reflujo de la marea, el ruido de las marejadas. Si no llegas ahora, amor, en este mi último hálito de vida, allí te esperaré, cerca de la orilla, siendo partícula o átomo de agua cabalgando en el rizo espúmeo de las olas, sabiéndote mía para la eternidad, donde nos fundiremos en las undosas hondas en uno solo, como espuma, enlazado yo por siempre a las tibias manos de la luz en celo.

Toxi

Relatos FM

#113
Había una vez un lugar NO INÉDITO - FUERA DE CONCURSO


            Ya hace una semana que me marché. Sin apenas equipaje, la verdad para lo que

iba a necesitar, mejor ir ligero sin nada. Aún tengo en mi recuerdo aquella mañana del

final del invierno, con lluvia en los cristales y lágrimas en tu cara. Me despedías con

resignación sin soltar mi brazo para no dejarme escapar.

            Imagino que todo seguirá como lo dejamos, más triste pero todo igual. Yo sigo

siendo el mismo aunque un poco más solo. Anhelando en todo momento estar junto a ti,

ya sabes te extraño mucho.

            He aprendido cosas nuevas. No te he podido comprar ninguna camiseta de

recuerdo, porque en este lugar a nadie se le ha ocurrido hacer una que ponga "I love

you". No te he comprado unos pendientes, ni perfume ... porque donde estoy, no hay

nada que comprar. Pero te envío esta carta, que como todos los buenos cuentos debería

comenzar diciendo ...

            Había una vez un lugar ... en el que nadie se conocía,  pero todos eran buenos

amigos. Donde nadie quería nada,  teniendo sin embargo todo. Nunca podrías imaginar

coches y enormes aviones, aunque viajar se hiciese muy rápido.


             Desde que estoy aquí nadie me ha molestado, no he visto envidias ni celos. La

gente parece ir a lo suyo en esta enorme extensión, que dudo mucho poder visitar entera

alguna vez

            La noche antes de partir, te quejabas de este viaje que nos iba a tener separados.

¿Por qué te tienes que ir?, me preguntabas. Para que no caigas en la tristeza te diré, que

en mi universo de sueños sólo apareces tu.


1
            Tenemos un pequeño río al que he regalado tu nombre, desde sus orillas se

pueden ver inmensos campos verdes con todo tipo de flores, con sus fragancias me

acercan más a ti cada día.

            Se que te gustaría – para un ratito – pasear por estos lugares conmigo de la

mano, donde tu mismo puedes pintar las nubes y darles formas de besos de algodón. El

cielo es siempre azul como en los cuentos de hadas, el sol te lo puedes guardar en el

bolsillo.

            Soy feliz aquí, tengo una larga lista de tareas pendientes de realizar. Hay una

gran sala de espera con toboganes de madera, balancines pintados de vivos colores y

caballitos de carrusel. Allí nos reunimos para recibir a nuestros seres mas queridos,

nuestros amigos e incluso aquellos que nunca han tenido nada ni a nadie.

              Hoy una niña pequeña ha entrado en la sala, iba un poco aturdida abrazando un

pequeño peluche. Ha sido emocionante salir a recibirla y hacerle una bonita fiesta con

globos, como en el mejor de sus cumpleaños.

            Ahora estoy en un parque sentado en la hierba, acariciándola con mis manos

igual que hacía con tu pelo. Y recordándote, siempre recordándote.

            No temas por nada, estoy bien. Piensa en esos días pasados en que tus besos

viajaban en mis labios, tus sueños se refugiaban en mis brazos.

No te sientas jamás sola. La vida está en ti, nunca dejes de mirarla

            Yo desde aquí, intentaré que tu mundo esté rodeado cada día de campos de

flores, de cielos azules y ríos de aguas limpias y claras, esperando pacientemente que

una mañana al final de algún invierno, disfrutes conmigo en toboganes de madera,

balancines de vivos colores y caballitos de carrusel, para hacerte ... la más bonita de

todas las fiestas.

Reyes

Relatos FM

Hambre de Ciudad


El vapor y el humo subían casi juntos, como si compitiesen. La gente se arremolinaba alrededor del puesto, se arrinconaban lo más que podían bajo la lona raída; parecía como si desearan arrojarse al fuego, como carne viva, con consciencia. Entonces, la otra carne, desnuda de piel y vida, roja en su brutalidad de alimento, era arrojada a la parrilla; el sonido de la sangre, músculos y nervios, haciendo contacto con la plancha caliente, emitía un siseo restaurante.  La lluvia arreciaba sobre la ciudad deslavada en tonos grises.
"Voy a pedirle a alguien que me dé un poco de lo que tiene; algunos ya hasta están masticando lento: estoy seguro que ya no quieren, sólo comen porque no quieren hablar entre ellos. Comen porque pueden hacerlo. No será un crimen que les pida un poco. No me puedo ir sin comer"
El hombre los miraba desde la entrada al banco frente al puesto de tacos; llevaba mucho tiempo refugiándose. Algunas gotas le entraban por la parte trasera del cuello, luego corrían hasta su espalda, robaban el poco calor bajo sus ropas sucias. La mayoría de los que estaban comiendo bajo la lona eran empleados de oficina, de vientres duros y necios. Algunos tenían hilillos de sudor corriendo por la frente.
"Ya casi me voy, ya no me voy a esperar: no se va a quitar esta lluviecita. Alguien, alguien no se atreverá a negarme siquiera un taco. No le quitará nada: no me van a volver a ver."
Uno de los empleados del puesto cortaba limones en una de las barras laterales. El sonido del cuchillo, cayendo sobre la tabla de picar, parecía ser el metrónomo que daba ritmo a la lluvia. Otro de los empleados, que rellenaba constantemente los recipientes de las salsas, clavó una mirada larga e incomprensible sobre el hombre que se amurallaba el estómago con los brazos rayados de cicatrices; le había reconocido el hambre.
"Ya se dio cuenta que no traigo nada,  que llevo horas viendo y no me acerco; sabe que si me acerco será sólo para limosnear, rogarle a alguien que me dé un poco para el camino."
Una mujer, con un niño en brazos y otro aferrado a las orillas de la falda, se detuvo junto al hombre. La lluvia había vuelto a arreciar. La mujer sacó de su pecho el monedero y empezó a contar. El hombre miraba fijamente las manos de la mujer, luego volvía a mirar el monedero. Estuvo a punto de moverse, pero la mirada del empleado que cortaba los limones lo detuvo. La mujer volvió a correr hacia la avenida.
"No me puedo ir así, si ya voy mojado, por lo menos no con hambre. No me importa, voy a pedir y después veo qué hago, o qué me hacen."
El hombre soltó las amarras de sus brazos nervudos y famélicos. Se acercó al puesto. El empleado que lo vio a punto de abalanzarse sobre la mujer, le clavó un vistazo rabioso y expectante, esperando el momento justo para arrojarse sobre él y descargar toda la rabia contenida desde quién sabe cuándo. El hombre ni siquiera volteó: pensó que si el empleado decidiera golpearlo estaría en su derecho. Es más, le agradecería que lo hiciera, porque así no sentiría una deuda pendiente, no debería nada.
-Deme dos tacos, por favor.
Pronunció las palabras con una vergüenza infinita, con una indefensión tal, que lo sorprendió  lo escucharan e hiciesen caso. Extendió la mano como si fuera un crimen, un acto repugnante que ninguna de aquellas buenas personas se merecía, y menos a la hora de la comida. El calor del plato de plástico lo hizo, por un momento, pertenecer, no ser diferente. Masticaba con la cabeza agachada, con una de las manos cubriéndose la boca, como si temiera que el alimento, una vez más, se escapara de él en el momento más cercano y puro; nada de eso pasó. Pidió otra vez. Incluso se atrevió a colarse entre la gente y tomar ingredientes de la barra: los nopales parecían los intestinos de algún animal, casi vivos de tan espesos y brillantes. La lluvia era un recuerdo muy lejano, algo que se escuchaba muy por detrás del tierno siseo de la carne al chocar con la plancha. Por un momento sintió nauseas, sintió cómo su estómago rechazaba el alimento. Respiró hondo y tomó el último bocado. Levantó la mirada lentamente, como si sus ojos pesaran más que la ciudad entera.
El empleado seguía mirándolo con odio, como esperando el momento para atacar; nadie lo reprendería por abalanzarse sobre alguien que comió sin pagar. El hombre iba a decir la primera palabra cuando un empellón por la espalda lo distrajo.
-Amigo, cóbrese de aquí lo mío y lo del señor. –Lo del señor. Era como si de repente ya no fuese anónimo para nadie, como si hubiese hecho, de esa carne que comió, la suya, y ahora fuese visible para todos.  La ciudad seguía siendo lluvia y concreto. Aquella mano recibió el cambio y se alejó de ahí luego de dar las gracias: no se vieron a los ojos. El hombre lo miró alejarse, con pasos cómicos y dispares para evitar los charcos; se iba cubriendo la cabeza con un periódico empapado de noticias tristes y agua. El hombre creyó verlo abordar un taxi, pero no pudo estar seguro. Preguntó la hora: 5:52. Ya tenía que irse. Por lo menos iba con algo en el estómago.

El tráfico en la ciudad era más pesado que de costumbre. El locutor anunció el clima y después la hora: 7:00 en punto. Casi cabalístico. El taxista aceleró un poco y bajó la ventanilla  a petición del pasajero.
-Es que me dio calor por los tacos que me comí.-El hombre deseaba hacer plática: había sido un buen día en el trabajo y ya iba para su casa. Arrojó al asiento el periódico mojado con el que se había cubierto de la lluvia. Estaba de tan buen humor que ni siquiera reclamó por los minutos que el taxista pasó en la gasolinera. 
-Y ahorita el tráfico está insoportable.-El taxista hablaba como si diera un dato harto repasado, mecánico; voz ronca, incolora, monótona. Su gafete colgaba del espejo retrovisor.
-Supongo que es por la hora.
-En parte, pero ha de haber pasado algo, nunca está así.
El taxista aceleró para meterse en el carril a su derecha y tomar el retorno; los claxonazos del carro al que aventajó estaban llenos de furia falsa, casi ensayada. Algunos metros más adelante, los tres carriles de la avenida se reducían a dos. El taxista avanzó. El pasajero miró el puesto de tacos donde había comido; recordó al hombre. Un par de metros más adelante, cerca de un puente peatonal, vieron qué causaba el tráfico.
-Él se tiró, ya le están diciendo todos que vieron cómo él se tiró, oficial.- Un hombre hablaba casi a gritos con el policía que había llegado al lugar. Algunas personas fotografiaban, con sus teléfonos celulares, el cadáver que nadie se había preocupado por cubrir.
-Es de ésos que nadie va a extrañar-la voz del taxista nació cuando pasaban junto al cadáver- una vez que iba allá por...
El pasajero miró el cuerpo. Suspiró cansado.  Pensó por un momento que quizás, si el hombre no hubiese recibido su ayuda, aún estaría vivo, lavando el puesto de tacos, o detenido en la delegación. Pero era tarde para pensar. En casa, si nada había cambiado desde la mañana, lo esperaban su mujer y sus hijos.

José Carver

Relatos FM

EL AGUJERITO


Desde chico admiré el viejo subte que llegaba hasta Plaza Miserere y que, en algún momento, se prolongó hasta Primera Junta. Era una línea centenaria con una formación de coches iluminados con tulipas de vidrio esmerilado que irradiaban un resplandor amarillo en su interior y tenían, lo sé, asientos de varillas de madera lustrosa y revestimientos también de madera barnizada, procedentes de Bélgica. Y sus ventanillas, tenían una oreja de cuero que dejaban ver el vertiginoso recorrido de una estación a otra, desafiando la temible oscuridad que siempre, es verdad, alimenta la imaginación del que va atento. Qué tal. En unas palabras, su presencia imponía en sus pasajeros (al menos en mí) una respetable luminosidad de época fugaz que se filtraba en más de una mirada. Habría que agregar, que tenía los desplazamientos acústicos más lindos que recuerdo, porque eran de lo que se llamaría, con el pasar del tiempo,  la Belle époque; aunque los pasajeros fueran seres de épocas ya idas que viajaran por un túnel del tiempo, en el que las vías sonaban como violines o chelos en sus curvas, y tuvieran acordes cortos y repetidos como un concierto de Stravinski en la Consagración de la Primavera.

El agujerito apareció por primea vez en un viaje de aquél subterráneo que alguien, no sé, llamó de la línea A. probablemente para distinguirlo de los que vinieron después, cuando a la calle Corrientes la convirtieron en un  callejón ancho que va a dar a un monumento llamado obelisco y concluye en el bajo, donde comienza una zona portuaria. Pero fue a partir del agujerito en el subte, cuando surge una sensación que va más allá de la realidad (y se borra) como por arte de magia, en ciertos instantes de mi vida.

La literatura es así, como una hermosa niña de cabellos rubios, desde su nacimiento; pero puede ser, en sus finales,  como una vieja mujer desdentada que confunde lo diurno con lo nocturno. Aunque la noche pueda ser esplendorosa. Pero aquella vez, debo aclarar, fue en pleno trayecto y en el último recorrido de la noche, donde había, creo, dos o tres personas adormecidas que parecían despojos del tránsito cotidiano, que estaban, por decirlo así, como dibujadas en el vagón. Tal vez, más que personas, eran fantasmas. Entonces cerré mi ojo izquierdo y apoyé el derecho en la madera que divide un vagón del siguiente, para ver qué ocurría del otro lado. O sea, el lado oculto de lo acostumbrado. Y  para mi sorpresa, logré entusiasmarme con las imágenes que se sucedían más allá del agujerito: eran similares a las de una película del cine mudo: con grandes carteles murales de famosos escritores del pasado, que aparecían vertiginosamente como salidas de un libro de Cervantes o de Shakespeare, por ejemplo. Creo haber divisado, también, a otros más recientes, como Borges y Sábato. Lo cierto es que cada transeúnte anónimo que pasaba, buscaba el cuadro de su preferencia, lo penetraba, porque esa pared permitía atravesar la imagen; y al salir, salía duplicado el mismo anónimo personaje convertido en una imitación servil del escritor elegido. ¿Es posible vislumbrar así una vocación literaria? No lo sé. Pero de este modo fue que una musa nació en mí, como el florecimiento de una forma de interpretar la literatura.

Yo soy, podría decirlo, un escritor del siglo veinte, que como muchos otros ha visto por el agujerito de su biblioteca, el sortilegio o la caducidad de ese género de la lengua escrita.  Porque siempre existe un agujerito por donde ver cosas que no se pueden ver en la realidad. Y la realidad, en este caso, es en la que se agota una forma de escritura que hasta ayer se denominaba bellas letras. Un siglo que, parece repetir, instancias del pasado, donde la lengua, como en épocas anteriores, y como diría Juan Pablo Forner, asiste a sus propias exequias. O sea, lo que para mí es la adulteración de la literatura. En definitiva, podría agregar que la palabra es, en lo personal, una celebración interior en el concierto de las edades. Así heredé de mis mayores la capacidad de escribir desde la pluma y la tinta cruda. Y con esa crudeza, inventé historias y me enfrasqué  en la tarea de componer como un músico una partitura. Tal como aquella anécdota de Mozart que me hacía tan feliz, cuando hablaba de que estaba buscando dos notas que se amaran. Porque las palabras son así: se aman o no.  Se puede encontrar  uno con la perspectiva de convocar a las palabras para realizar una idea y hacer de esa idea, una escritura. Porque solamente con amor  y con oficio, a veces, se logran páginas memorables. Decididamente, hay muchos libros que se lanzan al mundo que ya están muertos desde el comienzo. En realidad, como dice Borges, uno puede lograr el final de un cuento, estando en la sala de cuidados intensivos por un accidente en la cabeza. Entonces, la tabla de salvación de un escritor es el borrador que sirve para expurgar las partes. Eliminar infinitos borradores y volver sobre una frase mil veces, como un escriba antiguo que busca la eternidad. Por eso, tengo la certeza de que la palabra, es como una escultura personal que el escritor hace al contar su historia. Y yo aprendí a enamorarme perdidamente de las palabras, antes que de las mujeres. Menos, aquella musa que para mí es como una Venus del nacimiento de la literatura...

Y es por eso, que las mujeres creen que uno las engaña cuando estoy tejiendo mentalmente una historia. Una historia que trasplanta mi mundo privado al papel en cuestión de días o de años. Y que pasa a la imprenta recién no se sabe cuándo. Yo aprendí a depender del papel y de la tinta  con la tenacidad y la pasión que da la juventud, ahorrándome los peligros de esa época Y que misteriosamente parece resolverse en una ecuación fatídica frente a la tecnología. Es decir, el afianzamiento de una nueva forma de discurso que tiene por elementos principales, a mi ver, tres factores de poder, que, antes, convivían con el arte de la escritura y que, hoy, desgraciadamente, son el factor determinante de las denominadas corporaciones (o sea tres grandes parásitos) de la mente humana: una Sodoma y Gomorra (léase perversión), una política (léase corrupción) y una usura (léase como se quiera). Por lo que habría que anunciar el valor estratégico que tiene, para los días que corren, el envilecimiento colectivo de un residuo lingüístico, que consiste en adaptarse a formas del decir, en relación a la informática y a las nuevas tecnologías. Me parece entrever, lo sé, algo de todo esto en un cuento de Borges en El jardín de los senderos que se bifurcan. Precisamente en Tlon, Uqbar, Orbis Tertius, donde el escritor retoma el tema de la escritura para señalar que cualquiera puede ser su propio Shakespeare o, en definitiva, su propio clásico. (Ojo: que no me refiero a los avances científicos.) La palabra, entonces, tiende a transformarse en un predominio del poder por encima, pienso, de lo que en el pasado se llamaba formas de un idioma en un sentido poético, si vamos al caso, de la literatura y del pensamiento crítico. Hasta ayer, era testigo viviente de que la palabra escrita, era la más sacrificada del mundo, porque se quedaba ahí, sometida a la curiosidad y a la censura de los lectores de su época y de las épocas futuras, en el que la discusión y el análisis movían a la ponderación o el desinterés del lector. Entonces pensé en esbozar un libro que llevaría por título algo así, como "Escritores muertos que están vivos y escritores vivos que están muertos", lo que me sugería –desde ya-, un planteo muy especial.

Como escritor nacido en el siglo veinte, debo admitir que nunca dejé de usar la pluma para mis historias, pero ya ven, hoy todo es automático y hasta los analfabetos escriben electrónicamente, cuando todo indica que estamos en el fin de toda forma de literatura, es decir, cuando la copia es considerada basura y la basura, una clase de literatura...

Antes, cuando la literatura era escrita por escritores, uno tenía la convicción de que su discurso podía desembocar (en el pánico o en la locura); pero hoy, no, desaparece aquella nebulosa primigenia que daba lugar a lo que podría ser un poema, o una narración imaginativa, para cristalizarse en la aparición de una masa verbal, envilecida por un interés de un sector político o de un conglomerado mediático, que sirve al mundo del poder, posiblemente del sexo y, probablemente, de la usura. Contrariando un poco aquella célebre cita de Quevedo, cuando dice de las palabras, que son como las monedas, que una vale por muchas como muchas no valen por una.

La modernidad, arguyo, parece haber ido reduciendo el enriquecimiento lingüístico para ir acoplándose a una monserga ideológica, que sólo busca instalarse en el poder como la política, póngase por caso...

Como ya dije, soy un escritor del siglo pasado que sigue adorando a su musa de las palabras; apenas un insomne que viaja en subte y mira y se queda dormido a través de un agujerito...

Brodie

Relatos FM

Un coloquio cuadrupedante


   Como alumno del extranjero en la complu (la famosa Universidad Complutense de Madrid), asistí en una asignatura dedicado al estudio de la obra más conocida de Miguel de Cervantes Saavedra. Un día la profesora nos mostró una noticia sobre un concurso de escritura. Los concursantes, explicó ella, tuvieron que entregar un relato breve que empiece con la primera frase de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. La idea me captó y me encerré escribiéndolo por todo el fin de semana.
En el lunes lo entregué al Círculo de Bellas Artes, el sed del concurso.
* * *
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Por la noche, el caballo había estado preocupado y el perro pensaba en preguntar por qué. Son pocos los momentos en que se ocurre a un perro hablar con un caballo y menos aún los tiempos en que le responden los rocines.
   – ¿Es posible que realmente hable ese can?
   – De todos modos no lo hice por un gusto de oír insultos ecuestres. Hablé con la intención de dar una solidaridad cuadrupedante.
   – Lo siento tío, pero normalmente no entiendo nada entre tus ladridos. No sé porque esta noche me parece idioma con sentido.
   – Normalmente no hay que decir y puedo ladrar sólo para dar gracias a lo demás.
   – ¿Crees que tus ruidos nos dan placer?
– ¡Otra vez con tus desprecios! Nunca he dicho nada sobre tus relinches.
– Disculpe. Quiero escucharte en serio. ¿Qué es lo que deseas saber?
   – Vale, pues noto que andas muy preocupado. ¿Te ha pasado algo?
   – Bueno, como me habías parecido un galgo más simpático, uno que caza no por el gusto de la sangre sino únicamente cuando recibes órdenes del amo, te voy a compartir unos pensamientos míos. A mi parecer nuestro jefe está desarrollando planes muy raros y tiene previsto hacer aventuras como aquellos caballeros de los siglos pasados. Temo la idea puesto que un caballero necesite un caballo y aunque soy rocín él no tiene mejor caballería. Llevar un hombre tan delgado no me molestaría pero si le ocurre vestir en la armadura de sus antepasados creo que me fatigara muchísimo.
   – ¡Guay! digo ¡guau! ¿Qué has visto?
   – Pues, nada en concreto. Por las noches, sin embargo, el viejo permanece despertado leyendo unos libros muy anchos y bien saben los animales que «por su mal le nacieron alas a la hormiga», que quiere decir que después de leer los libros los seres humanos dejen de ser como deben por su naturaleza y se convierten en figuras que se extrañan a todo el mundo. Bajo la influencia de los textos, los hombres (no pasa tanto con las mujeres) son capaz de actuar no sólo como caballeros sino como caudillos, nacionalistas, republicanos, comunistas, judíos, cristianos, musulmanes y otros muchos monstruos creados por la literatura.
   – Me alegro, entonces, que nosotros los demás animales no tenemos tal droga disponible.
   – Nuestro amo —añadió el rocín— ha formado el hábito de hablarse a sí mismo, puntuado sus discursos de vez en cuando con exclamaciones pavorosas. Por las mañanas suele entrar de manera furtiva a la habitación donde ha puesto su abuelo las armaduras familiares. Le he visto por la ventana limpiándolas cuidadosamente. Imagínate ¿cuánto pesa este montón de metal?
   – Y supones que realmente va a hacer estas locuras, ¿qué te pasará? —preguntó el perro.
   – Por lo menos aprovecharé sus caminos para ver el mundo. ¿Quién sabe que será? Me han dicho, cuando era potro, «que entre los bueyes, arados y coyundas sacaron al labrador Bamba para ser rey de España».
   – ¡Ja! —exclamó el perro— ¡Que viva el rey Rocín!
   – Mire quien ahora hace las burlas.
   – Lo siento amigo pero la imagen era como una escena de las películas.
   – No obstante —continuó el caballo— hay oportunidades para mejorarme. Me gustaría ver las tierras ajenas y conocer, por ejemplo, el fabuloso Montiel. Nunca he respirado aires buenos como se dicen que existen en las sierras. Siempre he querido saber de que consiste una ínsula. En Toboso, según una leyenda de mi juventud, vive una yegua, eternamente joven, con una belleza extraordinaria.
   – Me parece muy turístico aunque admito que la posibilidad de encontrar hembras nuevas es siempre interesante. Así somos los perros.
   – Por las noches me gustaría oír las historias de interlocutores fascinantes. Me imagino que se puede escuchar historias interesantes bajo las ventanas de las ventas, especialmente cuando empiecen a contar sus vidas los soldados, los mercaderes, los oidores y los duques.
   – ¿Los duques en España? —exclamó el perro en esta sazón— Quizás eres tú quien hayas leído demasiado en los libros antiguos.
   – Asaz contento estaré con las historias de gente soez —respondió— si son novedades. A pesar de tus objeciones creo que todavía hay duques en algunos países.
   – ¿Piensas en caminar hacia el extranjero? Creo que no has pensado bastante sobre los trabajos de un rocín del caballero andante. Faltan muchos kilómetros para ir a las cercanías y las carreteras de hoy son más duras que los caminos en que andaba Babieca.
   – Sí, tienes razón.
   – Además, los caballos no van sólo para proveer transportes sino también para participar en la acción. ¿Piensas, realmente, en asistir a las batallas?
   – ¿Batallas?
   – Me perdones, amigo ecuestre, pero un caballero en el estilo barroco no es ningún guiri con intenciones sólo de visitar los palacios y las iglesias de Iberia. Su meta es el sueño imposible, luchar en contra del enemigo invencible, etcétera, etcétera.
   – Pero ¡ésta es una locura!
   – Creo que hemos decidido esta misma desde la primera página.
   – Desde luego no quiero ir a las guerras. ¿De que me valen las historias y las vistas panorámicas si tengo que morirme en el combate pocos días después? Mejor quedarme aquí en la aldea donde hay siempre cebada y unos buenos amigos como tú. No quiero irme. ¡No quiero irme!
   – Tranquilo, tío, tranquilo. No tendrás que ir a ningún parte. Ésta de los caballeros no es nada; ni un autor contemporáneo del siglo de oro pueda inventar tales historias. Estamos hablando para matar la noche. Seguro que el viejo no te llevarás nunca a tales aventuras locas.
   – ¡Que susto!
   – No pasa nada. Cálmate. Nuestro jefe tiene demasiado planes para mí, como es justo puesto que los perros no pueden vivir sin sus amos.
   – ¿Y los caballos?
   – A los ecuestres no faltan las personas como a los perros. Vosotros viváis en un mundo aparte, incluso hay caballos salvajes en muchos partes del mundo. Al contrario, nosotros dependemos en los bípedos y por eso somos sus mejores amigos. Nos dan nuestros nombres y nuestra razón de vivir.
   – Pero para salir al combate. ¡Que osadía tienes!
   – Nada de eso. Las actividades de nuestro cincuentón no son nada peligrosas, sólo es que a él se le mola un mogollón cuando me vea a mí emocionante como si estuviéramos saliendo para aventuras reales. En verdad no hay nada temible en sus paseos. ¿Te sientes mejor?
   – Pues sí, a pesar de que tengo todavía un cierto desasosiego. Ojalá no tenga que dejar la granja. Pienso en engordarme un poco. También me interesa la jaca de la finca al lado.
   – No hay nada para preocuparte. El amo no va a salir contigo para dejarme sólo en la aldea. Él no me trataría así. Un galgo tiene vida siempre que ande por los bosques y corra por los prados. Tengo que salir con él cada día para hacer mis investigaciones de los senderos y los arroyos. El amo nunca me trataría así porque sabe que no existiría yo sin él. Nunca, nunca me dejaría perecer en la primera línea.
* * *
Como saben los lectores atentos de El Qujiote, a lo largo de los dos tomos la frase galgo corredor no reaparece nunca luego de la primera línea.

Can Adiense

Relatos FM

El taxidermista


Mi vocación no ha conocido altibajos. Desde los quince años he lustrado, cuatro horas cada tarde, el lomo de los libros que de la biblioteca pública, donde hoy trabajo, llevaba a casa. La ansiedad que otros padecen (o disfrutan) en su juventud por cambiar el mundo, cedía su lugar en mí a la idea fija de conservar en buen estado los volúmenes que amaba. No reconozco, en mis años luego, un placer más gozoso. Un disfrute que sin embargo ha llegado a arruinar mi salud y a merecer, de los que me conocen, el desdeñoso calificativo de manía.
   A algunos de los que así juzgan, está dedicada esta breve relación de mi carácter y espero que les arroje una luz sobre los extraños hechos que me adjudican los periódicos.

   Hubo días (hoy ya tan lejanos) en que a algunos de ésos, a los de más confianza, casi llegué a convencer. Discutía yo el atractivo que ellos a la sazón me señalaran, la oportunidad de una excursión no sé adónde... el móvil de una pasión cualquiera que al menos por una horas o toda la vida nos tensara, nos sostuviera alejados del aburrimiento. Eran años –es obvio decirlo- en los que leíamos, más que vivir. Los hermanos mayores vocados a la política e instalados pronto en el orden los veíamos como reinotas ya, pero aún no con el punto de cinismo que luego los volvería más interesantes. Los horizontes domésticos, profesionales o sexuales nos parecían al uso; algo trivial; una vida de menesterosos que –sabíamos- tarde o temprano nos alcanzaría y alargábamos ese momento para claudicar lo más tarde posible.  En broma, que no dejaba ser una suave excomunión entre nosotros, le señalábamos al amigo desertor los párrafos de la correspondencia de Flaubert en que el escritor, en situaciones parecidas, disparaba ironía hacia el amigo casado o integrado al orden.
   Éramos una pandilla de fracasados antes de haber recibido el más mínimo revés y, en suma, mucho antes de proponernos nada.
   Así las cosas, no desaprovechaba ocasión para convencerles de que sólo se podía hacer soportable la vida entregándose uno a una pasión. El problema era cuál. Claro que rápidamente se nos ocurrían tres o cuatro pero ahí estábamos todos pronto con la espada desnuda para darle tajos en el aire. Maestro era yo en esas migajas. Resultado de mis diatribas contra esas ingeniosas, hipotéticas pasiones vitales me apodaron, entonces, el taxidermista; algún osado condíscípulo en la secta del spleen de Baudelaire. El mismo que una tarde llegó a mi casa con dos copas quizá y arrojó (sobre la mesa en donde yo reparaba, encuadernaba, recubría de oro los viejos libros que un empleado de la Diputación encontró apilados en su sótano durante la inspección de la ventilación) un ave muerta; una paloma.
   - Hay que comenzar por vaciarla por completo, dejando sólo el pellejo con el plumaje y los dos huesos de las patas, y retirando los ojos... que luego volverás a colocarlos una vez que hayas rellenado la cabeza.
Me decía esto mirándome fijamente, con un extraño tic en labios que yo                                                                                                              achaqué al eructo del whisky.
         - Te has comportado como Diógenes el cínico arrojando en medio del discurso del sofista célebre una pata de gallo.                                             
   Este punto de humor, esta treta de complicidad no le convenció a mi amigo. Que seguía extáticamente parado ante mis libros y en la actitud del que acaba de presentar la dimisión en un club. Días después supe, por otros, que había intentado suicidarse. Afortunadamente en aquellos años los suicidios no estaban de modo y la actitud de ese amigo ni siquiera mereció un comentario en nuestro grupo. Como si hubiera tenido un resfriado, al volver a nuestras reuniones le preguntamos cómo le iban las cosas, el catarro de vivir es crónico para algunos por mucho que intenten poner eficaces remedios, y otras perlas de ironía de esa guisa.
   Mis deseos, sinceramente, de agradar a mis amigos me animaban para convencerles de la amplitud de mi vocación de conservador de libros. Alguno, por independencia (rebeldía que hacía más vergonzosa la imitación), trató durante una temporada de ganarse fama de experto restaurador de cuadros, de muebles, operarario de relojes antiguos, de todo tipo de máquinas antiguas, de motos que olían al polvo craso de los trasteros; algún otro, incluso, siempre de modo oblicuo refiriéndose a la vanidad de mi tema o manía, cambió de talante ideológico y se mostró conservador en política o en moral.
   Ahora comprendo el sutil juego. La formidable y macabra ironía que, con aquellos homenajes más o menos directos a mi vocación, me dirigían todos ellos. Quizá me temieran en el fondo, o quizá me tomasen por loco contagioso; en cualquier caso mis opiniones les deslumbraban, mi coherencia y mi ironía implacable les paralizaba cuando pretendían, raras veces, mostrarse abiertamente a la contraria de mi obsesión.
   Llego a estas líneas con una duda insondable sobre mí y sobre mi capacidad justa de juzgarlos, y entiendo que no debo ocuparme más de ellos, aunque, sí, ellos fueron –lo intuyo- el móvil inconsciente de las acciones mías que a continuación voy a relatar.

   Pasó aquella década y llegué a esa edad en que llega la primera crisis y, con ella, los primeros remordimientos de juventud.
   Me había independizado hacía ya varios años y comenzado a trabajar en esta sala de la biblioteca. En mi tarjeta, cómo no Giacomo Casanova, misántropo y bibliotecario del Ayuntamiento de... Apenas había, hasta entonces, salido del pueblo y no prestaba más que un benevolente, contemporizador entusiasmo ante las descripciones de los viajes de mis amigos, los pocos amigos que aún conservaba. ¿Para cuándo pues esa excursión que teníamos pendiente... hace diez años? No podía remediar, en medo de mi sincera simpatía, el endosar ese aguijón a su olvidada momentáneamente complicidad, sino recordarles que se dirigían a mí, no a otro. Como explicarle a un mahometano la excelencia de un festín de cerdo. Esa inconsciente, estúpida manía de que todos compartan nuestras evasiones. Ni siquiera se cortaban de contarme los detalles, mínimos, absurdos – París, tal restaurante, tal museo, tal anécdota en el barrio Latino – de sus viajes. Los había que me enseñaban fotos y fotos, álbumes enteros; algunas, muchas de las personas retratadas ni siquiera yo conocía, novias o amigas esa temporada, compañeras de viaje que repetían las mismas poses y sonrisas sin interés en las instantáneas.
   A veces (temo ahora pensarlo) era más importante que el viaje, para ellos, el contármelo y mostrarme sus fotos que yo archivaba en la memoria con el rótulo el jardín del deseo. Esa expresión, salida en alguna ocasión de mí, llegó a gustar, o molestar, no sé, a alguno, por lo que se hizo en adelante común preguntarme, después de un viaje, si ya había visto su jardín del deseo cuando era evidente que ya me lo había enseñado mi informador. Un día de éstos, recuérdamelo, te enseñaré las fotos que nos hicimos en Méjico el año pasado Juan y yo. Ahora hablaba mi compañera en la biblioteca, que nada sabía de mí ni de mis relaciones con los amigos, y a cuyo marido, por cierto, el tal Juan, apenas conocía teniéndolo como poco simpático.
   Con esas primeras crisis y tales engorrosas situaciones me volví una temporada dubitativo de mí mismo. Pero pronto –casi siempre al pasar el invierno renovaba mi energía espiritual¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬- volví a ser el mismo convencido. Y más aún me volqué en los ejemplares más raros de mi colección, las joyas de mi corona de restaurador, hice encuadernaciones incluso para colegas de la Biblioteca Nacional que me contactaron a través de un boletín de la asociación a la que por supuesto me adscribí. En cierto modo comencé a compartir entonces de verdad mi vocación.
   Un poeta local, de nombre Andrés Acedo, me solicitó información, un día, sobre un libro que no hallaba mi compañera. Curiosamente ese libro, de aquéllos de la Diputación, lo tenía yo desde años en casa, su restauración era muy lenta y penosa, pero no sé por qué caprichosos motivos me empeñé en restaurarlo íntegramente.
   Satisfice al poeta y le hice anotar, al entregarme su ficha, que mañana tendría a las nueve en punto su libro. Era un volumen de Erasmo, el Elogio de la locura, impreso por la Diputación de la provincia, en reproducción facsímil de un raro ejemplar del siglo XVII que existía en el Archivo del Obispado y del cual habían sido arrancadas casi todas las hojas: en su tiempo, libro superincluido en el Índice; los propios lectores lo habían ido arrancando de allí hoja a hoja y se lo habían llevado a su casa.
   Me entregué con pasión. La cena me la salté. Esa tarde noche no fui a los sitios donde solía. Y me entregué a la pasión de escribir las hojas que faltaban en el libro. Ahora –estoy seguro que a vosotros os parecerá absurdo; a mí, también. Tenía en mi casa una edición de bolsillo del humanista y podía haber copiado su texto... pero no sé qué juego o empeño de desdoblamiento me llevó a sentirme como un médium inspirado directamente por Erasmo. Ahora él ya no podía decir lo mismo. Si aquel libro, que tanta censura le había acarreado, había sido absorbido: ahora, para devolver su originalidad prístina al mensaje, había de ser nuevamente un texto intolerable, no correcto, disolvente o incitador.
   Me daba cuenta de que ésa era otra dimensión de mi conservación.
Y a la mañana siguiente volví al trabajo con el libro, que puse en las manos del poeta.
   -Tiene usted quince días para leerlo, don Andrés.
   -Vaya favor que me ha hecho usted, se despidió el poeta. Llevándose su amable y un tanto excesivamente cortés silencio.

     Transcurridos unos días, volvió el poeta y se dirigió directamente a mí para pedirme otro libro; esta vez lo tenía en el estante público. Pero me excusé diciendo que también mañana lo tendría en sus manos. Era una novela de Radiguet, El diablo en el cuerpo.
   Las Poesías del conde de Villamediana, Reflexiones sobre Norteamérica, de Miguel Espinosa; Azul de Rubén Darío, El casamiento engañoso y coloquio de los perros, novela ejemplar de Cervantes; el Teatro de Espronceda, los Diálogos de Platón; El último preso, novela olvidable, finalista de un famoso premio; La feria de las vanidades, de Thackeray, todo Baroja, el Diario íntimo de Unamuno... Durante semanas con el pretexto de reencuadernarlos y en un rapto de trabajo rescribí tales libros, poniéndolos a la mañana correspondiente en las manos de sus peticionarios.

       El poeta apareció de nuevo y me pidió Comunicación con los Mundos de Eric. Me dijo que no conocía de qué trataba el libro, le sonaba a una biografía secreta del músico Eric Satie. Le dije lo mismo y volví al día siguiente con su ejemplar.
   Otra vez me pidió Tres días para resucitar –"el título promete", me dijo; siempre embutido en su gabardina, con el cuello casposo, levantado. Volví a prestárselo.
   En un año había yo encontrado la piedra filosofal de mi vocación y mis amigos no volvieron a saber durante tiempo de mí. Creía que te habías metido monje en su garita, me crucé con uno una vez por la calle, mientras llevaba yo en mis manos a la biblioteca, dos nuevos libros para Acedo: Los relojes sinestésicos, y La duda ofende, nueve tesis para exponerse a los teólogos o Cómo disfrutar mintiendo.

        La prensa, cierto corresponsal local, ha publicado un disparatado relato sobre la locura de un bibliotecario reformador de libros y ha salido mi foto y mi nombre en todo el país. Hasta a países del extranjero ha viajado la noticia. La opinión de unos me tilda de nuevo dadaísta; otros de gamberro o de maníaco peligrosos; un sindicato de autores ha pedido la suspensión de mi empleo y funciones a la administración municipal. Lo peor de todo ha sido ver, hace pocos días, a mis amigos en la biblioteca, pidiéndome un cuento de Borges. No han entendido nada.

Aldana

Relatos FM

El vestido


   Clara se dirigía aún con las legañas puestas a la prueba de vestido de novia de Alicia. Le parecía un espectáculo soporífero, pero no podía negarse. A tres meses de la boda, Alicia se había transformado en una persona hipersensible que convertía el más mínimo desinterés en un ataque personal.
   Llegó a la tienda, un escaparate de maniquís perfectos con vestidos de blonda y raso que le recordaron a todas las amigas que había visto casar, una tras otra. Apenas le dio tiempo a recobrar el aliento cuando sonó el móvil:
   —¡Clara! Ya estoy dentro. Me lo acabo de poner. Pasa, corre.
   Clara falseó una sonrisa antes de entrar y pensó: "Qué ***** hago yo aquí". Aún así, se propuso decirle que estaba preciosa.
   —¿Qué tal? Me siento como una princesita ¿A qué es genial? —preguntó Alicia, que volteaba el vestido de un lado a otro estudiando cada perfil en los interminables espejos.
   Clara quedó paralizada en la puerta, tapando con una mano la expresión de su rostro. Era el vestido de novia más explosivo que había visto. Con ese corpiño blanco de cortesana acompañado de cordones rojos cruzados y espalda descubierta, nadie le iba a mirar a los ojos. A la cintura de avispa poco acorde con el cuerpo de la novia, le seguía una falda voluminosa imposible de dominar.
   —Vaya, es... llamativo. ¿Cuáles son los otros? —preguntó Clara, fingiendo interés.
   —No hay otros —sentenció Alicia, que había dejado de moverse y fusilaba a su amiga con todos los poros de la cara.
   —Ah —se atrevió a pronunciar Clara, temiendo que alguien le arrancara la lengua y notando cada uno de los puñales que Alicia le clavaba con la mirada. Casi agonizando, intentó salvar la situación, pero su cerebro no procesaba nada coherente que minimizara el impacto de aquella humillación.
   Alicia empezó a verse más gorda y eso le enfureció.
   —Y ahora dirás que sólo es un vestido.   
   —Alicia, yo...
   —Pues no. Es el vestido. El ves-ti-do. El que quise siempre. El que recordaré el resto de mi vida.
   "Tú y toda la boda, hermosa", pensó Clara, consciente de que había despertado a todos los leones.
   —¿Sabes cuántas veces he imaginado este momento?
   —Bueno...—balbuceó Clara.
   —Hoy debía ser un gran día.
   —No, si yo...
   —No me hables ahora.
   —Pero...   
   —¡Calla!
   —Bueno, sólo es un vestido. —"¡Adiós! Maldita la hora en que se me escapó la frase", conjeturó Clara, que ya se veía usando los codos como escudo.
   —De **** madre —replicó Alicia, mientras intentaba desabrocharse el corpiño.
   —¿Te ayudo?
   —Quita —ordenó, dando medio paso atrás.
   Llegado este momento, Clara intuía que debía callar, pero la boca fue más rápida que la intuición.
   —Perdona, pero no soy yo la que lleva una hucha entre las tetas.
   —¡Vete ya! —le ordenó, señalando la puerta.
   Clara tropezó con sus pasos varias veces antes de llegar a la salida. Intentó estar tranquila, pero antes de volver a casa ya se sentía la persona más ofendida de la ciudad. Comprendía su error, pero las consecuencias eran desproporcionadas.
   Después de esperar que amainara el temporal, Clara llamó a Alicia, pero Alicia no cedió a ninguno de sus mensajes. En verdad, a Clara no le interesaban esas ceremonias, aunque a una parte de ella sí le emocionaba que en algún momento dos personas creyeran que podían quererse para siempre.
   La mañana de la boda, Clara fantaseaba sobre qué estaría haciendo Alicia. La veía recién salida de la peluquería, preocupada por si alguien le tocaba el peinado, a su madre insistiendo en que debía desayunar, a su padre disimulando los nervios por llevarla al altar, a las tías del pueblo a punto de llegar y se veía a ella misma colaborando en que todo saliera bien.
   Pero dos frases mal dichas la habían privado de estar allí. Exprimió dos naranjas para desayunar mientras refunfuñaba sobre los momentos estúpidos y se veía muy lejos de arreglar nada. Tenía tantas ganas de verla. ¿Aguantaría la ceremonia sin reír? ¿Tendría un discurso sorpresa preparado? ¿Conseguiría dominar el vestido?
   Clara quería ir. Quería estar ahí. Rescató del armario un traje pantalón negro, un top azul y unos zapatos de tacón. Caminó hacia la iglesia, calculando llegar 20 minutos tarde para que no la viesen entrar.
   Se colocó en el último banco con invitados. Alicia estaba preciosa, la caída del vestido por detrás era espectacular. La espalda, más tapada de lo que recordaba, tenía un juego de cuerdas de tonos pastel muy original. En algún momento se giró hacia sus padres. Clara lo vio. No era el vestido de la tienda, era otro, un palabra de honor desenfadado, muy acorde con el estilo de Alicia. "¡Qué guapa está!", se dijo, mientras los clínex absorbían lagrimas bañadas en rímel.    
   Al girarse, a Alicia le pareció distinguir a Clara en la última fila. Quería haberla llamado hacía semanas. Esos días todo eran enfados y quiso interpretar que no tendría en cuenta sus arrebatos.
   Clara, casi satisfecha, decidió regresar igual de invisible que había entrado. Quiso irse, despacio, pero escuchó su nombre por el altavoz. Notó cómo un tsunami le sacudía de pies a cabeza. Cierto. Alicia le había pedido ser testigo de la boda y ahora el párroco le reclamaba. La novia, sonriente, hizo gestos con la mano para que fuera y, una vez recuperado el aliento, Clara se dispuso a caminar por la alfombra roja, hacia el altar.


Aina Canto

Relatos FM

LÁSTIMA


Aún no lo tengo nada claro. No tengo nada claro si la lástima se apoderó de él, fagocitándole  por completo, o si por el contrario él se apoderó de la lástima de un modo tal, que decidió por sí mismo y por su propia cuenta no compartir ni un minúsculo pedacito de esas siete letras, incluida la tilde, que confirmaban el sentido obsecuente de tal lastimosa connotación.

Cada día a la misma hora le veía aparecer por la parte derecha de la acera en aquella calle, que por intransitada y retirada parecía tan sólo nuestra; nuestra  y de aquel pequeño que se aferraba a su mano, tosca y encallada, con la firmeza del que confía sin condiciones. Supongo que tras ese aferramiento, acompañado de cada mañana hábil, yacía un propósito loable y necesario, un propósito muy digno que seis o siete años atrás le habría abierto, todo ello en mis suposiciones,  una puerta a la esperanza con mayúsculas.
Nunca pude alcanzar a percibir la conversación que con frecuencia abundaba entre sus labios, pero sí la vi bailar al ritmo de mutuas promesas, de sueños futuros y de premurosos pasos.
También había una mochila; una mochila que descansaba limpia de reflexiones, de silencios del miedo,  de misérrimos ires y venires, de pasados arrepentidos, de futuros añorados... sobre la espalda del conversador menos tímido y más travieso.
Él, mientras tanto, callaba.
Callaba porque supongo entre otras cosas, que nada tendría que decir, nada que objetar, nada que rebatir y porque también supongo, que esa era su mejor forma de explicarse, aunque esa explicación fuese muy poco convincente para su pequeño interlocutor.

Cada día a la misma hora aparecían ante mis ojos.
Yo, casi siempre me encontraba esperando tras ese semáforo cabezón que se empeñaba  en cerrarse metódicamente a las 8:15 horas.
Ellos, dos comunes viandantes con una clara intención: la de acudir al colegio público que coronaba el final de la calle.
Quizás me había hecho una idea equivocada de la situación.
Quizás los ojos nos engañen con demasiada frecuencia.
Quizás la cara, contrariamente a lo esperado,  no sea el fiel reflejo del alma.
En una ocasión impregnada de exiguas cavilaciones, hasta me pareció vislumbrar en él un gesto cansado habitando de ocupa en sus ojos, con el único fin de burlarse de mi madrugador soliloquio. Al fin y al cabo, mi vida me sería devuelta en el mismo instante en el que el semáforo se abriera para que de ese modo la suya  volviera al inexorable olvido de la cotidianidad.
Pero esa mañana el despertador, haciendo un alarde impropio de su materialidad inmóvil, se propuso hacerme recapacitar aún más si cabía, y me jugó una pasada que probablemente nunca sabré cómo definir.
Aprendí que el semáforo no sólo teñía de rojo carmesí sus intenciones a las 8:15, también lo hacía a las 8:45, hora en la que le vi retornar, solo, sin más compañía que esa pena perpetua que parecía revestirle por dentro como los revoques de una casa y por fuera a modo de desolación forzosa, castigándole a comenzar cada mañana con un propósito muy suyo  pero en el fondo ajeno.
Pero de una forma u otra, él, parecía haber nacido para mimetizarse con la lástima y con ello parecer un único ser, un único sentimiento. Sentimiento que prendía con sensación de derrota meritada en el forro deshilachado de su vieja y sucia coreana azul fuliginoso.
Lo pensé, cuando un buen día repentinamente le vi descender desde la acera hacia la calzada de un modo suicida, con el único objeto de rescatar peligrosamente un cigarrillo mediado y aún encendido, que algún otro viandante habría desechado con opulente desdén segundos antes desde la ventanilla de su coche.
Lo pensé, cuando por primera  vez sus labios cambiaron el habitual gesto pesaroso que castigaba su rostro, para esbozar la más amplia sonrisa que uno jamás pudiera imaginar.
Lo pensé cuando por un instante le presentí feliz.

Linar