Noticias:

Si continuas navegando aceptas nuestra Política de Cookies

Menú Principal

IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

Tema anterior - Siguiente tema

Relatos FM


Aliento


   Podría ser cualquiera. Estoy sentado en alguna parte, con mi cabeza, y se sienta a mi lado una chica. No la miro, es desagradable. Frente desproporcionada, grande, amorfa, fea, y tiene algo en los gestos que me repugna. Mueve el bolígrafo torpemente entre los dedos, saca la lengua para limpiarse la comisura de los labios, respingonea y sorbe como si tuviese una pajita atascada en la nariz, no para de. Un olor. Dejo de pensar, el estómago me sube al pecho. Inspiro.

   Pasa un momento, un segundo, calmo, expectante. Quiero respirar sin querer pero no puedo, antes de que pueda, ese olor. Estoy en otro lugar, en otra parte. ¿Cómo? Ya, allí. Mis ojos se humedecen, pienso sin sentido, me sacudo sin saber porqué, me atraganto. Una pausa. Todo se detiene y me vuelvo mucho más consciente de mi cuerpo. Algo va más despacio y me desborda, me desbordan. Recorren mi espalda, me sacuden, hacen lo que quieren de mí.

   Dejo de teclear y me reclino en la silla, pienso, pero es mentira. Lo intento más, pero me trabo. Era su perfume. Tardo poco tiempo en adivinarlo, me miento. ¿Cuánto? ¿Cuánto tiempo? Me miento. Una desconocida y su perfume, suficiente. Salgo de todo, me abandono a lo que ignoro y dejo que me impregne por completo. Tardo poco tiempo y sonrío: nostalgia, amor, miedo, vejez. Me estremece el tiempo, duro, crudo, tenso, tirante, desgarrador. Me arranco de mi, una inercia sin origen destroza mis vísceras, me invaden como un torrente sin freno.

   No quiero llorar en un rincón informático de biblioteca. Rechazo este sentimiento de muerte, de tiempo. Es ésa la inercia que me devora, que grita en silencio cuando duermo, que iergue la cabeza cuando pasa nada. El tiempo, no la vida, es la muerte, el desgarro, la traición del pasado, el más frio de los platos. Venganza silente y vil asesino, amor en la memoria, pasado que crea y recrea, que juega. A que fuiste un otro, a que hacías otras cosas, a que sentías de otra manera. Nadas en el lodo de la nostalgia, metes la boca, te das la vuelta, deslizas la espalda, resbalas, vomitas, te das la vuelta, metes la boca.

   Me concentro para obtener control, me anulo. Intento dejarme llevar otra vez, me anulo. Me descentro. No muevo los ojos, estiro la mirada, tenso los párpados. Lo intento más. Los expulso de mí, los odio, odio mis ojos, puedo tensarlos más. Lo hago, estrangulo la garganta. No quiero pensar en moverme, voy a llorar, si me muevo lloraré. Tanto que no podré hacer otra cosa. No quiero, me anulo y me miento. No quiero ese llanto, quiero la tensión, esa tensión. Quiero el odio.

   Me va a gustar, descubro que me va a gustar si lloro, demasiado. No quiero entregarme a ello, no quiero ese llanto inconsolable, melancólico. No quiero otra vez ese gusto, esa serenidad. Dejarme llevar por el pasado y otorgarle un momento genuino, arrastrarme por él, llorar a su salud, quererlo. No quiero. Ese lugar eterno, ese cielo, amor en la memoria, ese asco. No quiero ver que puede estar bien, que está bien, que quizás lo deseo, que quiero vivir allí, en ese sitio con nombre, en ese lugar, en esa parte. En lo que se ha ido, en lo que ha sido.
 
   Lanzo miradas furtivas a la chica y su frente. Me peleo con las ganas de dejarme caer en la silla y absorber. No te muevas, no te muevas de aquí, ni un movimiento, nunca. Te quiero muerta, paralítica. Sigue, sígueme, déjame sentir. No, vete, déjame recordar. Recuerda, odio. En los ojos. Fabulo con entregarme a ello, quiero hacerlo, me entrego, no puedo evitarlo más. Me entrego pero es mentira, fabulo. Procuro no llamar la atención. Todos me rodean, también ella y su frente. Teclea y atiende a la pantalla, no sé cómo lo hace pero me arrolla sin saberlo. Teclear no huele pero lo hace, no quiere.
   
   Sobre mi nuca miradas ajenas. Anhelan conocimiento, sentarse en mi sitio, acceder a una pantalla y buscar, indagar, investigar, proferir, profanar. No me importa, reclino la silla y saboreo mi interior, mi olor, ya es mío, mi bocanada de aire, mi viaje al pasado. Descanso en ese increíble placer autocompasivo, romántico. Mi nariz y mi boca quieren abarcarlo todo pero no son suficientes, mi interior no llega, me revuelvo en mi propio anhelo, me defino, me desafino, me sufro. Vuelvo a ser niño y me descentro, regreso a la embriaguez, me miento.

   Ya estoy llorando y apenas me doy cuenta. Ni siquiera estoy seguro de haberlo evitado en algún momento. Sabía que me gustaría, amo mis lágrimas, me mojan, me quieren, me cambian. Modifican mi cuerpo, mi cara, me hacen ver mejor, me hacen oler mejor. Lo conservo, conservo el olor, conservo el amor, también el dolor. Mi boca obedece a las lágrimas y al gesto, mi rostro no es el mismo, mi mandíbula se tensa. ¿Por qué odiar? ¿Por qué el odio? No lo entiendo y lo entiendo, lo odio y lo amo,  lo odio.

   Y vuelve. Estoy tan impregnado de él que no me abandona aunque tema no percibirlo, noto el miedo. Miedo a la desilusión, a respirar y sólo obtener otra inhalación que anuncie la siguiente, temo el anhelo, pero también lo quiero. Quiero llegar al límite de mi voluntad y querer aquello que no quiero para estar más cerca de ello, quiero la locura en mi mente, en mi cabeza, con mi cabeza. Quiero aquello que no pueden soportar mis sentidos, lo que no se anticipa. Quiero esa plenitud, descansar en ella.

   Permanezco a las puertas de lo pleno y espero. Reaparece el impulso, miro furtivamente a la chica, su frente ya no es tan horrible. Complacencia y comprensión dejan sitio a la melancolía, veo algo borroso. La miro una y otra vez a través de lágrimas y me sorprendo a mi mismo deseando.
   
   Fabulo y me voy, abandono mi cuerpo y ella el suyo, nos vamos de esa biblioteca, salimos al campo, nos tumbamos en la hierba, la miro a los ojos, la agarro del pelo, le arranco la ropa, me hundo en su cuello. Muerdo sin parar, me rodean sus piernas, mueve la pelvis, lame mi piel, desliza su mano, desliza la mía, se humedece en mi boca, me humedezco en sus piernas, me estrangula con ellas. Fabulo, me detengo. Me levanto, abro una puerta y entro en una iglesia, cae el arroz, la miro a los ojos, digo «te quiero». Me fundo en su abrazo, me pierdo en su calma, me deshago en un niño, me derrito en su pecho. Veo el más allá y la hondura infinita de lo ilimitado, lo inasible del alma, el vacío de la inercia, el movimiento en su cambio. Lo veo y rozo la vida, la muerte y el tacto. Toco el ver y el oir, el llorar, me acaricia la mente, pienso orgasmos, experimento la profundidad en la intensidad, lo diagonal en círculos. Circunvalo el razonamiento y lo desposeo, veo jirones de razón flotando en el espacio, los toco y no siento nada, los como y no me llenan, los conecto y me mienten, los lloro y me elevan. Saboreo a través de los poros y me pierdo en el caos, paseo mi lengua por la locura y me relamo en la confusión que devuelve la vida y la muerte, el bien y el mal, el arriba y el abajo. Los destrozo sin piedad. Juego de puntillas en la pradera de la muerte, huelo sus flores, resbalo en su hierba, me deslizo por su rocío, me tumbo boca arriba y miro el sol, dejo que una luz infinita perfore mis párpados e imprima en mis ojos su belleza. Los abro y estallo. Miro cara a cara a la oscuridad, la escucho rugir dentro de mí, me llena con su intensidad informe y me plenifica. Acerco el horror y lo beso, me enamoro de él, bailo y lo desnudo, le hago retener el aliento. Lo asusto y abrazo. Me guiña un ojo, me deja ser, me deja jugar, me concede cinco, quince, quinientos, veintiúnmil años. Se ríe, me rio. ¿Son pocos? Se ríe. Ardo en una hoguera de sentido, me inmolo en una llamarada que me golpea. Me levanto y caigo al suelo, inerte, en un rincón de biblioteca.

   Sigo sentado. Lloro porque he visto su frente y sigo sentado llorando, en silencio, porque he hablado a mis ojos. Ellos me conocen y conocen, saben la verdad de mi alma, del amor en la memoria, del tiempo y de la muerte, de ese olor. De a quien me recuerda. Podría ser cualquiera, me digo, pero no lo es. Comprendo y me vacío, siento una fugaz ráfaga de verdad que atraviesa mi cuerpo y la agarro, lucho con ella y la tiro el suelo pero me aniquila y viola. Hace lo que quiere de mí, me baila. Se ríe y me río, me llora. La pierdo. Por momentos incomprendo y me busco a tientas, por momentos alcanzo lo increíble sin saber qué es. Pero en el fondo resulta sencillo, fácil y cálido.

   Un olor. Me levanto de la silla y me preparo para una vida que nunca he abandonado, para un amor que nunca he olvidado. Expiro.

Caminante

Relatos FM


Con el tiempo los chocolates tienen alas


Conozco y comparto, con una inmensa mayoría, el gusto por los chocolates. Todo un misterio de América, este continente fascinante constituido en enigma. Así lo asumimos mi paladar y yo. No nos cansamos  de deleitarnos con su suave, amarga y delicada textura, que hace mística esa experiencia en la boca, cuando al poner un pequeño bocado el chocolate se fusiona en uno con la lengua y el paladar. Es un terciopelo en la boca que estimula todas las papilas gustativas, que nos incita a jugar..., con el paladar, con la lengua, con lo ojos, con el rostro en la expresión...

Por esta experiencia y otras tantas, concluí que los chocolates tienen alas. El cómo y los detalles de ésta conclusión iniciaron de la misma forma en que inician los placeres más sencillos, por un antojo.

Los chocolates tienen alas no para llegar, sino para volver. Las alas no suelen ser el mecanismo para encontrarnos, y el placer no se obtiene tan fácil como un aleteo. Es más un proceso, similar a una migración. En una analogía terrenal es un camino de ascenso en escaleras; es difícil subir un escalón cuando se asciende, sin embargo, estás más cerca del arriba, de la cima o si se prefiere  del cielo.

Mi chocolate preferido es el amargo, sin sabores adicionales. Cuando prefiero algo sencillo, sin demasiados estímulos, sin complicaciones o prolongaciones de tiempo, acudo a la abanderada chocolatina Jet, fácil de obtener, un placer casi infantil para rememorar un abrazo de un amigo, la calidez maternal o la dicha de una travesura.

El chocolate amargo es un deleite, pero el paladar necesita formación para deleitarse no solo para esta clase, sino para ascender y degustar mejores sabores, para elegir los mejores acompañantes, el momento apropiado y cuál es la mejor concentración de cacao.

Todo comienza en el antojo, él puede aparecer por diversos motivos o sin motivo aparente, solo un haz de sensaciones y de deseo, que va desde la lengua hasta la aparición de una imagen que nos recuerda el chocolate.

Imagino que una noche paseamos ante el supermercado, nos dirigimos o nos dirige una imagen, o el recuerdo del aroma, o un hecho pasado asociado a un sabor inolvidable.
He aquí que las alas pueden dirigirnos a cualquier estado. Llegamos buscando no sabemos exactamente qué antojo - el placer nos somete a hacer un ejercicio -, recuerdo, o nuestras ya acostumbradas dinámicas hormonales que resultan el timón de la elección. Sin embargo, ello implica un gasto o si se quiere una inversión, lo sabremos posteriormente a regocijarnos en las alas del chocolate en pleno retorno.

La búsqueda es solo una parte del placer. Una vez frente al estante donde sucumbiremos, nos recibe el color, el tamaño, las letras de las diversas etiquetas con las diferentes formas de escribir "chocolate". El primer criterio de búsqueda es apelar a la memoria, mecanismo asociativo de recordar el sabor pasado con lo que queremos en el presente, el segundo es el tamaño o cuan enorme es el antojo. Si optamos por la vía de esculcar por la amplia oferta, estaremos ante el dilema que determinará la elección.

La prolongación de la elección nos posiciona frente al riesgo de sentir culpa. Podemos superarla según sea el motivo de búsqueda. Queremos aventura, solo darnos un pequeño gusto, un día de alteración hormonal o emocional, olvidar, o recordar...?  Por un momento pensamos en uno dietético que no nos afecte, o que no resulte en un presente alterado, que nos haga sentir protegidas del después.

El tamaño siempre importa, a mayor tamaño, mayor riesgo de placer culpable... A menos que pensemos en distribuirlo en varios episodios de retorno a la caricia alada de aquel que entra por la boca.

Lo visual siempre resulta determinante, la caja o el empaque nos ofrece detalles provocadores. La etiqueta dorada, estelas doradas, movimientos, o una imagen que nos anticipe aquel precioso momento en que esa barra entrara en nuestra boca.

Finalmente, llevados por un placer indómito pero justificable, sobrevolando la idea del recuerdo o aquel sabor similar que nos transporte a aquel momento vivido que alguna vez inició en la boca, aquel bocado negro o blanco que alguna vez nos deleitó desde la lengua hasta los dedos de los pies, que atravesó el corazón, el estomago y dispuso todo el cuerpo sobre una pequeña pieza que apenas permanece 30 segundos en nuestras fauces.

El retorno alado del chocolate - tan difícil- nos termina alejando del supermercado con una leve sensación repentina de frustración, y nos conduce a otro impulso. Vemos la primera caseta de venta ambulante en la calle,  y en una mezcla de ira, impotencia e indecisión, damos una leve mirada al estante, y es ahí donde aparece la acostumbrada chocolatina Jet, leve, pequeña y sin complicaciones. Y el retorno o la aventura termina en lo acostumbrado; en recurrir a lo conocido y lo que implique menor esfuerzo y posterior carga culpable.

Meridiano

Relatos FM


El Reencuentro


    Aquella noche Miguel Bolivar aclamado concertista de violín, se preparó a conciencia para la velada. Después de un largo y relajado baño caliente, comenzó a vestirse sin prisa. Eligió una camisa blanca de cuello pajarita y corte clásico para así poder usar sus gemelos favoritos; aquellos que le regalara su mujer en su primer aniversario de boda: gemelos ovalados de oro blanco y fina orla de oro dorado; y eligió también un esmoquin negro de chaqueta cruzada y solapas redondas en seda. Siempre había preferido las chaquetas de esmoquin cruzadas para así no tener que hacer uso del fajín. Zapatos negros de charol y por último, la cinta negra de seda para hacerse la pajarita. Solía hacerla con nudo delgado, cruzando con los que habían sido unos dedos ágiles y virtuosos, un extremo de la cinta sobre el otro; con suma meticulosidad, para conseguir así que la pajarita fuera perfectamente simétrica a ambos lados del nudo. Una vez hubo terminado de vestirse, se miró al espejo rectangular de madera tallada y pie basculante de su dormitorio, y quedándose satisfecho por el resultado, pasó los dedos de su mano derecha por  su pelo canoso, sintiendo que el tiempo de su vida había pasado rápido. Le vino a la mente en ese momento la imagen de su esposa, a la que tanto le gustaba acariciar su cabello, a la que tanto echaba de menos y se deleitó unos segundos en el recuerdo del momento en que la conoció: el tenía 19 años, unas ganas locas por vivir y un futuro prometedor como concertista de violín.
    En aquellos años en los que se estaba perfeccionando como músico viajando por Europa, fue cuando conoció a Camille Beamont. Lo de Miguel Bolivar con Camille fue un torrente de amor desbordado a primera vista. Lo de Camille con Miguel se demoró un par de semanas; el tiempo que el tardo en conquistarla. El señor Christophe Beamont organizaba todos los años en su finca de viñedos de la región de Saint- Emilion la fiesta de la primavera en honor a su hija; según él, la flor más bella y delicada de su jardín. Aquella fiesta era conocida en todo Burdeos por sus ilustres invitados, su exquisita comida y su excelente música; y Miguel Bolivar tuvo la fortuna de ser uno de los músicos contratados para deleitar  a los invitados del señor Christophe. Por aquel entonces, Camille Beamont estaba comprometida y a punto de casarse con el hijo de otro acaudalado vinicultor de la región, el joven Ollivier Conte. Él y Camille se conocían desde pequeños y casi desde sus nacimientos, sus familias habían convenido en casarlos; al fin de unir sus tierras en la que llegaría a ser la extensión de viñedos más grande de todo Burdeos. Camille, educada para ser obediente a las decisiones de su padre,  aceptó el compromiso con sumisión y como nunca había estado enamorada, creyó que el respeto y la admiración que sentía por Ollivier, serían suficientes como punto de partida para que aquel matrimonio funcionara; hasta que Miguel se interpuso. Pero el padre de ella descubrió el incipiente romance y encerró a su hija en casa, sin que esta pudiera salir de su dormitorio hasta el día fijado para la boda en la catedral de San Andrés en Burdeos. Sin embargo, como Miguel no se resignaba a perder el que sabía era el verdadero amor, el día del enlace de Camille y Ollivier entró en la catedral a caballo y ante las miradas atónitas de todos los allí congregados, se dirigió recorriendo al trote los 124 metros de la nave central hasta el altar. Entonces, extendiéndole su mano a la novia la izó hasta la grupa del caballo, saliendo juntos al galope de la catedral camino del puerto de la Luna; donde un barco los esperaba con rumbo a España.
    El señor Bolivar alejándose de su imagen en el espejo, se dirigió hacia el salón de fiestas donde el cocinero había dispuesto una  cena fría para  dos: crema de aguacates y almendras, paté de pato al ron, carpaccio de ternera a la hierba buena  y mouse de limón con trufas. Don Miguel se encontraba solo en casa; ya que aquella noche la había dispuesto como libre para el servicio. Se sentó en la mesa disfrutando de la quietud del momento y sirvió comida y bebida para dos. Como solía hacer desde que faltara su esposa; hacía ya 25 años, ante la celebración de un acontecimiento importante, don Miguel pedía que dispusieran siempre la mesa para dos y recordando al amor de su vida, se comportaba como si ella aún estuviera presente: -¡Por ti flor de Lys!, solía decir en voz alta una y otra vez a lo largo de la velada; levantando su copa a modo de brindis y dirigiendo su mirada y su gesto hacia el otro lado de la mesa. De esta misma manera, con una cena  para dos, al cobijo de una noche en calma, había celebrado don Miguel entre otros acontecimientos las bodas de dos de sus tres hijas, el nacimiento de sus siete nietos y aquellos conciertos por los que había recibido una crítica inmejorable. Y era así, mediante aquel tan particular ritual, que quería celebrar el reencuentro.
    Una vez terminada la cena don Miguel se puso un coñac, encendió un habano con sus manos temblorosas y se acercó a los pies de la noche saliendo al balcón. Era en lo alto y apartado de la pequeña colina donde estaba enclavada su casa, donde le gustaba a Miguel Bolivar perderse entre los destellos de la ciudad, que a lo lejos extendía un haz de luz como si del mismo reflejo de la noche estrellada se tratara. Una leve brisa que vino a acariciarle la mejilla le trajo el olor de la flor del azahar; la flor preferida de Camille y cerrando sus ojos agotados por el vivir, la vio como si el tiempo no hubiera pasado, junto al estanque de nenúfares del jardín con un libro en la mano, una sonrisa siempre en la boca y todo su amor rezumando por él y sus tres niñas, que se la pasaban correteando entre juegos de aquí para allá.
    Miguel Bolivar abandono el balcón y entrando en su despacho, se sentó en su escritorio para escribir tres cartas de despedida, una para cada una de sus hijas, en las que intentó volcar todo el amor sentido hacia ellas desde el mismo momento en que cada una nació. Una vez terminadas las cartas las dobló con sumo cuidado metiéndolas en tres sobres y posando sus labios levemente sobre cada uno, los dejó bien a la vista sobre el escritorio. A continuación, cogió su viejo violín para sentirlo entre sus manos por última vez, pero no se atrevió a hacerlo sonar; hacía tiempo que sus dedos habían perdido agilidad y rapidez sobre las cuerdas, por lo que el placer de la música puro y verdadero con el que disfrutara desde su   infancia, también le había abandonado. Así que, dejando el violín en su estuche, se acercó hasta el centro de la sala donde había dispuesto el patíbulo. Una soga con nudo corredizo colgaba de una de las vigas del techo. Debajo un pequeño taburete de madera. Se acercó decidido hasta el taburete y se alzó sobre el mismo posando sus pies con firmeza sobre el asiento, e introduciendo la cabeza entre la cuerda; ajustó a continuación alrededor de su cuello el nudo corredizo que había quedado justo sobre su nuca. Todo estaba preparado.     
    Durante el tiempo que había precedido a aquella decisión, se había imaginado que el justo momento en que decidiera quitarse la vida tendría que ser un momento liberador, en el que ya no existiese la soledad y el dolor. La sensación de vacío que acompañaba sus días estaba presente, por lo que cerró los ojos e intentó concentrarse en el silencio que revoloteaba a su alrededor, buscando dejar la mente en blanco. Sin embargo, más que nunca, las imágenes de toda una vida se iban agolpando en su cabeza, por lo que un soplo de duda se apoderó de su conciencia. De repente y de manera imprevista, por encima del silencio quieto que lo llenaba todo, sonó el teléfono y ese sonido inesperado le sobresaltó, haciendo que un sudor frío recorriera todo su cuerpo al tambalearse sus pies sobre el taburete y el taburete bajo sus pies. Tuvo entonces la certeza de que iba a morir; y supo, que no estaba preparado.  Mientras intentaba restablecer el equilibrio sobre el taburete para evitar que se volcara, haciendo verdaderos malabares con  sus pies, el pánico le estaba ganando terreno a la vida. Fue cuando se despertó en su memoria; para rescatarle del abismo, la imagen nítida del rostro sereno de Camile justo antes de fallecer (rebosante de la Paz que solo Dios puede dar)  la que le ayudó a aferrarse a la determinación de seguir vivo. Saco fuerzas de donde ya no las había y alzando sus brazos con precisión por encima de su cabeza, echó sus dos manos a la porción de cuerda que quedaba sobre el nudo de la soga. Se produjeron entonces varias oscilaciones más del cuerpo; tras las cuales Don Miguel consiguió recuperar el equilibrio, dejando por fin de tambalearse el taburete bajo su cuerpo. Casi sin resuello se deshizo de la soga y apoyando sus pies sobre el suelo cayó de rodillas. Inclinó entonces su cuerpo hacía delante y tapándose la cara con las manos abiertas se quedó sollozando sin consuelo, mientras susurraba entre lágrimas: -¡Lo siento Camille, pero todavía no ha llegado nuestro momento!
    Aquella noche Miguel Bolivar se fue a dormir sereno y conforme con el giro que habían tomado los acontecimientos. Descanso como hacía años que no lo hacía y soñó como también hacia años que no lo hacía. En su sueño estaba tumbado bajo la sombra de un árbol en una extensa pradera, rebosante de flores y con miles de mariposas de colores vivos revoloteando alrededor. De repente, alzó la vista hacia el frente y a lo lejos vio como se iba dibujando mientras se acercaba una silueta de mujer montada a caballo. La luz que rodeaba a la amazona era pura y cegadora. Cuando la amazona estuvo lo suficiente cerca la reconoció; era Camille joven y radiante otra vez, con su vestido de boda y la sonrisa sempiterna de su rostro. Ella le extendió la mano, Miguel la cogió y la luz los envolvió a ambos que salieron al galope hasta fundirse con el horizonte.
    A la mañana siguiente don Miguel Bolivar no se levantó. Los criados lo encontraron sin vida en su cama hecho un ovillo bajo las sábanas, con una sonrisa de pura felicidad dibujada en su rostro; sin lugar a dudas la sonrisa del eterno enamorado que se reencuentra por fin con quien  ama, después de mucho tiempo.
   
Oda Powell

Relatos FM


Obligación heredada


        Los tres hermanos regresaron del cementerio profundamente afligidos, quebranta-dos por la gran pérdida que acaban de sufrir. El hermano mayor pagó a la chica que había estado cuidando de Tino mientras ellos se encargaban de dar cristiana sepultura a la bondadosa y abnegada mujer que les había traído al mundo. Señaló la jovencita antes de marcharse:
          —Se ha portado muy bien el muchacho. Está en el gabinete viendo la televisión. Le di un vaso de leche porque tenía sed. Le pregunté si quería comer algo y me dio a entender que no.
          —Muy bien. Gracias. Hasta la próxima, Anita.
          Ella cerró la puerta del piso al salir, dando un innecesario portazo. Los tres her-manos, con un gesto de desaprobación tomaron asiento en el desfondado sofá y en uno de los baqueteados sillones. Sus pálidos rostros mostraban la gravedad que los últimos acontecimientos merecían, y durante varios minutos reinó en la estancia un silencio ab-soluto, inquietante, tenso.
          Ninguno de ellos se decidía a tomar la iniciativa. El enorme problema que ahora debían afrontar les causaba manifiesto desasosiego y angustiaba. Y debían resolverlo aquel mismo día, pues vivían en ciudades diferentes y tenían allí obligaciones inexcusa-bles. El problema era, ¿qué hacer en adelante con Tino, su hermano pequeño?
           Mientras su madre vivió, ella se había cuidado del muchacho. Pero desgraciada-mente la madre tierna, solícita y sacrificada había muerto y ahora les tocaba a ellos la obligación de ocuparse de su hermano subnormal.
           Fermín, el hermano primogénito, apreció que su hermano Juan y su hermana María esperaban que fuera él quien primero abordara el asunto. Consideró que debía obrar con astucia, pues eso mismo harían ellos.
         —¿Qué pensáis vosotros que debemos hacer con respecto a Tino?
           Tal como Fermín se recelaba, los otros dos se conchabaron para enfrentarse a él.
           —¿Qué nos sugieres tú, que eres el mayor?
           Fermín suspiró. Había llegado el momento de hacer la proposición que
consideraba muy provechosa para el que quisiera aceptarla. Habló con forzada calma y mostrándose todo lo convincente que supo:
          —La última vez que hablé con mamá me contó que Tino ha realizado grandes progresos en los últimos seis meses. Ha aprendido a atarse los cordones de los zapatos, a peinarse y también ayudaba a mamá a poner y quitar la mesa sin romper nada. Ha de-jado también de jugar con los grifos e inundar de agua la casa, sumado a su vocabulario varias palabras nuevas y corregido algunas de las que pronunciaba mal. Pero ello en absoluto significa que no precise de constante atención y dedicación. Por lo tanto yo he pensado que aquel de nosotros que se haga cargo de Tino se quede en propiedad esta casa. Será una especie de compensación por la responsabilidad y el trabajo que le repre-sentará cuidar de él. ¿Qué opináis vosotros al respecto? 
           Juan y María durante unos segundos escrutaron su cara buscando descubrir algo más de lo que su hermano mayor había expuesto. Después intercambiaron los dos una larga mirada y María, la más decidida de ambos, compuso una expresión apenada y de-claró con firmeza:
          —Me parece justa tu proposición. Y estoy muy de acuerdo con ella. Vaya por delante que yo no puedo ocuparme de Tino. Trabajo muchas horas. Como tú bien sabes. Salgo de casa muy temprano por la mañana y no regreso hasta las tantas de la noche muerta de cansancio, y entonces me voy directamente a la cama.
          Juan, secundándola, esgrimió asimismo eximentes argumentos:
          —A mí me ocurre algo muy parecido a lo de María, trabajo todo el santo día. Y en cuanto a Marta, mi chica, aún tiene menos tiempo que yo. Aparte de que sufre de los nervios y su extremada sensibilidad no la permite enfrentarse a situación anómala algu-na. Por eso nunca ha querido venir aquí. Os lo he contado antes. Se deprime tan fácil-mente. Y le entran ideas peligrosas...
          Fermín sintió adueñarse de él una profunda irritación hacia sus hermanos. Los consideró comodones y egoístas. Y le costó un enorme esfuerzo de voluntad callar lo que realmente pensaba de ellos. No era prudente crear antagonismo.
           —¿Por qué sigues con ella, Juan? Marta no es mujer para ti. Convertirá tu vida en un calvario. Es una hipocondríaca incurable.
           Su hermano mediano le dirigió una mirada dolida, aviesa. Su respuesta sonó de-safiante:
           —La amo, y ella me ama. Esto es para mí razón suficiente para per-manecer a su lado. ¿No te parece a ti bien, hermano?
           —¿Por qué no te lo llevas tú a Tino? —intervino, astuta, María—. Allí en Ma-drid tenéis numerosos colegios especiales. Podrías mandarle a uno de ellos, dejarle allí todo el tiempo e irle a ver de vez en cuando. Tu mujer te ayudará. Siempre nos has ase-gurado que ella es una persona muy humanitaria.
          Una mueca de contrariedad apareció en los labios carnosos de Fermín. Le resulta-ba del todo evidente que sus hermanos se habían unido en su contra. Seguro que lo habían acordado previamente. Había llegado el momento de exponer sus objeciones no menos egoístas que las de ellos.
         —Como sabéis, Lola se halla embarazada de varios meses y lo está pasando muy mal. No es una mujer fuerte. Le han recomendado mucho reposo y realizar el mínimo esfuerzo físico posible, y nada de preocupaciones. No puedo involucrarla en una res-ponsabilidad tan grande. Por otra parte, moralmente, no podemos llevar a Tino a uno de esos centros especiales. Mamá nunca quiso hacerlo. Y cuando cayó enferma nos hizo prometer que nos ocuparíamos debidamente de él.
         —No podíamos hacer otra cosa que prometérselo. No íbamos a disgustarla cuando se estaba muriendo.
         —Claro que no. Era un caso de conciencia.
         —¿Y no sigue siendo un caso de conciencia ocuparse de Tino? —censuró Fermín, disgustado.
         Tino, en la habitación contigua, ignorando que se estaba discutiendo su futuro, intentaba repetir las frases publicitarias que le venían de la televisión. Y de repente la pequeña pantalla le ofreció un spot nuevo. En él aparecía un perrito que con una correa en la boca se acercaba a su amo ladrando alegremente. Tino soltó un gritito de júbilo, se sacó la correa de los pantalones y presentándose en el salón y poniéndose a cuatro patas se la entregó a su hermano mayor imitando lo mejor que supo al can que acababa de ver, al tiempo que le miraba con ojos implorantes.
         —Quiere que le saques de paseo —interpretó María, sin la menor duda.
         —Siempre fuiste su favorito —añadió, ladino, Juan—. Cuando volváis seguiremos hablando. Mientras, María y yo prepararemos algo de comer.
         —De acuerdo. Vamos, Tino —concedió Fermín vencido por la devota actitud que le demostraba su hermano pequeño. 
          La humilde vivienda se hallaba situada en un barrio obrero de la ciudad. Dentro del modesto ascensor del inmueble, Tino, feliz, soltó una estentórea carcajada.
           —Ríe más bajito —le pidió Fermín en tono amable, paciente.
           Salieron a la calle. Tino, por la forma de andar y de agitar su cabeza llamaba la atención. La gente lo miraba con curiosidad —en algunos casos curiosidad claramente ofensiva—. Llegaron junto a un semáforo. Fermín cogió a Tino del brazo, para más seguridad.
          —Cuando salga el hombrecito de verde cruzaremos, ¿eh, Tino? —le advirtió un par de veces.
           A Tino había que repetirle las cosas siempre porque a menudo se limitaba a reír entre dientes y no prestaba atención a lo que le decían. En esta ocasión, dominado por los nervios, asintió enérgicamente con la cabeza.
          —¡Besito vede, besito vede! —avisó cuando apareció la señal esperada.
          Aquel diminutivo era una de tantas palabras con las que Tino tenía dificultad; no sabía pronunciar debidamente, hombrecito, y lo mismo, verde.
           Estaba tan excitado que babeaba más de lo normal manchando de saliva la parte delantera de su camisa. La curiosidad que su hermano despertaba en las personas que se cruzaban con ellos, a Fermín  había dejado de importarle. Algo que sí le afectó durante mucho tiempo cuando era más joven y concedía demasiada importancia a lo que pensa-ban los demás.
          Con los años había reconocido que no hay razón alguna para avergonzarse de una desgracia de la que el menos culpable es quién la padece. Tirando con fuerza de él, Tino le llevó primero al otro lado de la calle y a continuación al cercano parque. 
           Por ser horario escolar, aquel sitio se hallaba vacío. Tino se dejó deslizar por el tobogán, bajo la atenta vigilancia de su hermano mayor. Reía sin control, inmensamente feliz. Murmuraba palabras ininteligibles.
          Su siguiente entretenimiento fue el columpio. Su cuerpo había crecido bastante más que su mente y apenas cabía su trasero en el pequeño asiento.
         —¡Puja, puja, Emín!
         Su hermano mayor lo elevó a poca altura temiendo pudiera caerse. El muchacho lanzaba grititos incontrolados de puro alborozo. El sudor no tardó en bañar su rostro inocente, risueño.
          Fermín le consintió que se revolcara sobre la grama. En aquel momento no pare-cía haber en el mundo entero nadie más dichoso que Tino.  Y de pronto se quedó tum-bado de espaldas con los brazos en cruz, inmóvil, una amplia sonrisa en la boca, los ojos muy abiertos. Fermín hubiera dado cualquier cosa por saber qué pasaba por su mente en momentos como aquel. Era un auténtico misterio. Aunque tal vez no pensaba nada. Simplemente se quedaba desconectado de todo cuanto lo rodeaba.
         Y de repente Tino se puso en pie de un salto. Tres palomas habían aterrizado a poca distancia de él. Señalándolas a su hermano, mostrando enorme excitación, exclamó fascinado, babeando de placer, pronunciando con desacostumbrada claridad:
          —¡Pájaros, pájaros!
           Fermín, que le observaba conmovido, sintió que le invadía una emoción tan pro-funda que cubrió de humedad sus párpados. En aquel momento Tino parecía un chico normal, lleno de espontaneidad.
           Tino intentó coger a las aves y ellas emprendieron el vuelo. No pareció entriste-cerlo este hecho. Se volvió hacia Fermín, le regaló una sonrisa tan tierna que a su her-mano mayor le llegó al corazón. Acto seguido el muchacho abrió sus brazos y comenzó a dar vueltas alrededor del banco en el que su hermano mayor estaba sentado, en su cara un resplandor de lucidez al tiempo que pronunciaba con deleite su nombre incorrecto:
         —¡Emín, emín, emín...!
          Y cuando aquella explosión de alegría indescriptible, aquellos giros alocados le produjeron mareo se abrazó a su hermano mayor riendo y jadeando.
        Un alud de pensamientos esperanzadores inundó la mente de Fermín. ¿Y si Tino era mucho más inteligente de lo que todos suponían? ¿No resultaba muy extraño que no hubiera preguntado ni una sola vez por su madre? ¿Era de alguna manera consciente de lo ocurrido?
          Pensar en la admirable mujer que le había dado la vida, llenó de lágrimas los ojos de Fermín. Había sido tan buena y sacrificada con todos ellos. Al abandonarla el mari-do, muchos años atrás, se entregó plenamente a sus hijos. Les dio todo a cambio de na-da. Se dejó la salud en el esfuerzo. Fermín sintió vergüenza del egoísmo que, compa-rándose con la inconmensurable generosidad de su progenitora, demostraban tanto sus hermanos como él.
         —Debemos volver a casa, Tino. La comida estará lista ya —le partió el alma la infinita tristeza con que el muchacho le miró y súbitamente se le ocurrió hacerle una pregunta que, dependiendo de la respuesta que recibiera, podía cambiar la vida de am-bos—: Tino, ¿tú sabes a dónde se ha ido mamá?
           Las pupilas inocentes registraron las suyas y con voz debilitada, ensombrecida por la tristeza su cara, dijo:
           —Celo.
          Obedeciendo a un poderoso, espontáneo impulso ambos hermanos se fundieron en un abrazo tan estrecho que les pareció que iban a quedar unidos para el resto de sus vidas.

Anmarjai

Relatos FM


El sueño de una noche de primavera


Soy el fruto del sueño de una noche de primavera. Mi padre lo soñó y mi madre lo hizo realidad. La luna estaba en lo más alto del cielo y los elfos de la noche jugaban a hacer magia y un hechizo se les escapó de las manos. El resultado de ese hechizo está escribiendo este sueño.
Recuerdo mi niñez como algo mágico; como algo que, por cuestiones evidentes, no volveré a sentir. Todo en mi mundo era magia. Como si estuviera viviendo en una continua película. Todo el mundo giraba a mí alrededor.
Fui el primer varón en un mundo de mujeres. Me criaron entre una bisabuela, una abuela, una tía-abuela -y valga tanta redundancia-, una tía carnal y mi madre. Cinco mujeres para mi solo. Fui el primer niño que venía a la familia después de muchos años, acaso demasiados. Recuerdo mi niñez entre nubes de algodón, besos y abrazos de tantas mujeres, entre achuchones y caricias de aquellas madres, porque todas aportaron, y al-gunas siguen aportando, algo a mi vida.
Nunca llegaré a entender o comprender cuánto significaron aquellas mujeres en mi vida. Algunas ya fallecieron; otras, por suerte, aún están aquí conmigo. Las prime-ras, me dejaron huérfano al poco tiempo de empezar el sueño de primavera que mis pa-dres idearon aquella noche. Quizá se fueron demasiado pronto. Algunas de ellas, lo hicieron sin despedirse. Por eso, sé que están todavía conmigo, si no física sí al menos espiritualmente. No me hace falta visitar a ningún vidente para que me lo confirme. Sé que están conmigo porque me oyen, me escuchan, hacen posible que algunos de mis sueños se cumplan sin que los haya expresado verbalmente. Solo los he pensado, o so-ñado, y a los pocos días se han hecho realidad.
Aquellas mujeres me enseñaron a querer, a amar, a reír cuando había que reír, a llorar cuando había que llorar, a que el corazón me doliera cuando las perdí, a echarlas de menos físicamente cuando las he enterrado, a soñar; aquellas mujeres me enseñaron a soñar. A ser libre, a subir a la cima más alta de la montaña y sentir el limpio aire en mis pulmones mientras mis manos se alzan al azul Cielo, que ahora las acoge.
Me enseñaron a rechazar la maldad, a dejar a un lado todo aquello que me pudie-ra perjudicar de algún modo y me educaron en la sabiduría que da la vida y los años; me enseñaron a vivir con la sapiencia que da la paz interior, la seguridad de hacer las cosas bien hechas. Estudié en la mejor de las universidades sin coger -ni abrir- nunca un libro y todo gracias a ellas.
Ya he dicho que tres de esas mujeres me faltan ya. A una, la más vieja, mi bis-abuela, la acabó matando la vida. Murió -porque hay que morirse- con noventa y cinco años. Es lo bueno -o malo- de la vida. Que si no te matan los placeres mundanos te aca-ban matando los años. De ella aprendí a hablar con el corazón. Podía escuchar el suyo cuando me recostaba en su regazo. Lo sentía latir en mis pequeños oídos y, a cada golpe de sangre, me susurraba alguna historia de su pasado, que ya era lejano.
La siguiente -mi abuela e hija de mi bisabuela- se fue sin despedirse de mí. A punto estuve de haber partido con ella, pero el destino quiso que yo siguiera viviendo para recordarla el resto de mi vida. El descuido de un volante mal virado acabó con sus días. De ella heredé quizá lo mejor que define mi persona: el -buen- sentido del humor y el carácter apacible para con los demás. Al morir su madre -mi bisabuela- nadie y todos la nombramos matriarca del clan familiar y, quizá ella sin saberlo ni los demás tampoco, lo ejerció hasta el mismo día que entregó su alma en forma última de suspiro, entre tu-bos y cables de colores. Es la que –aun no estando físicamente conmigo- siento más cerca de mi. Siento que me oye. Siento que mis sueños se cumplen porque los escucha sin habérselos contado, solamente con pensarlo. Es como si quisiera despedirse de mí porque no tuvo tiempo de hacerlo. Si se me permite una aclaración, y salvando las dis-tancias, diría que yo era su perrillo más fiel. Algunas veces tengo la convicción de que ella sabía que iba a pasarle algo días antes de que, efectivamente, le ocurriera. Como si alguien la hubiera puesto sobre aviso, pocos días antes de su muerte me rebeló un secre-to que, ni mi madre que era hija, llegó nunca a saber y que, ni aún bajo tortura, rebelaré nunca a nadie.
La tercera que me dejó fui mi tía-abuela. De ella aprendí las mismas cosas que aprendí con su madre, mi bisabuela. Me apretaba con todas sus fuerzas en su regazo y podía sentir los mismos golpes de sangre que sentía con su madre... aquellas mismas historias -y quizá alguna nueva vivida en su persona pero con distinta cadencia y ritmo.- Ésta me dejó prematuramente, a los sesenta y pocos años, víctima que fuera del cabrón del Alzheimer. Fue -en vida- mi ángel de la guarda y todavía hoy -después de muerta y enterrada- sigue siéndolo. Siento su pulular a mi alrededor susurrándome al oído alguna de aquellas historias que me hacen revivir mis primeros años de vida y alguna que otra noche del frío invierno siento como pasa su mano por la manta para asegurarse de que estoy bien arropado.
   Las otras dos que me quedan, me viven aún. Las tengo conmigo todavía y que Dios me las guarde durante luengos tiempos. Una es mi tía carnal que es un resu-men de las tres  anteriores y la otra mi madre, fotocopia calcada de mi abuela, su madre. De ellas estoy aprendiendo todos los días; estoy aprendiendo a ser paciente. A no sofo-carme. A controlar mis impulsos. A  tantas y tantas cosas que, por muchas páginas que tenga el procesador de textos con el que estoy escribiendo este sueño, nunca podré lle-gar a emborronar.
   Gracias a ellas, este sueño de primavera que está escribiendo estas líneas es un poco mejor cada día, o al menos lo intenta. Gracias a ellas este sueño se ha hecho realidad y gracias a ellas por haber existido y existir todavía en mi mundo, que no es sino el resumen del suyo. Gracias a ellas... porque, gracias a ellas, estoy yo aquí. Valga este sueño como un pequeño y sincero homenaje a ellas.

Melitón Gonzalez Crespo

Relatos FM


Mi casita


Ésta es mi casa, llena de grietas y humedades varias...
Ésta es mi casa, la única que he conocido y tenido, aunque se está desmoronando y soy consciente de ello...
¿Cuánto tiempo habrá pasado ya sin arreglarla?
Preparo las cosas: una maleta, algunas cosas preciadas – aunque no muchas, para no ocupar mucho espacio- , algunas fotos y un pan, que a medida que voy alejándome de ella voy desmigajando y dejando por el camino, sólo por si acaso...
El sendero es largo y aburrido, así que en el primer tronco de árbol caído que tropiezo, decido regresar, sólo para comprobar que la casa está donde tiene que estar.
No es la mejor idea, lo sé, pero regreso... Y, ¡qué sorpresa al volver!: ya desde lejos se aprecia lo reluciente que está, con su nueva fachada, sus macetas y su nuevo color... Dentro es aún mejor, con sus muebles de siempre pero adornados, todo limpio y colocado...
Pasa el tiempo y como todo lo que se teme, al final ocurre. Todo ha perdido su color, los muebles están ya tan desgastados que apenas se sostienen; fuera, el viento, la lluvia y el sol han estropeado de nuevo la estructura de mi casita...
Pienso: ¡Se caerá!... Algún día tendrá que caer...
Espero... Si decido irme y dejarla allí nuevamente, siento que volveré, pues es la única que he conocido como casa... Si me quedo, al final no quedará ya nada...
Hago un nuevo intento. Recojo mi maleta, aunque esta vez mucho más vacía, por si decido volver, que nunca se sabe.
Ya en el camino, empieza a llover. Primero una fina lluvia, luego más pesada e intensa, dificultando los movimientos.
¿Voy a dejarla allí sola?- me pregunto.
Vuelvo los pasos...
Sale el sol para cuando llego, aunque poco durará, por supuesto.
Mi casita está de nuevo gris, apagada, vacía; ya no hay luz ni color. Se cae. Las grietas son ya tan inmensas... La humedad lo abarca todo con su olor intenso.
Se cae. Demasiadas manos de pintura en su fachada. Demasiado peso...

Jasaval

Relatos FM


Hombre orquesta


Una prole de instrumentos musicales bien anudados le recorren todo el  cuerpo, como una segunda piel, y el sonido se superpone a la carne y a los huesos, quienes callan con  resignación. No es muy alto, más bien contrabajo, y a cada paso que da el ritmo lo engulle todo, ensordeciendo lo que le rodea.

-¡Vete con la música a otra parte!, es la frase que más veces escucha al cabo del día, palabras que retumban en su interior como un gong descorazonador. Empujado por su espíritu abnegado, recorre las calles interpretando un solo que le desgarra, improvisando conciertos en solares, inventando marchas nupciales para parejas que nunca se conocerán, poniéndole banda sonora a su ostracismo. Agota las horas perdidas de la noche vagando por la ciudad y se le amanece entre do re míes y fa so la síes. Cuando llega la hora de volver al barrio lo hace apesadumbrado, con el trombón palpitándole sobre el pecho y los platillos temblándoles en la espalda, sabedor de que los vecinos le obsequiarán con cubos de agua arrojados con premeditación desde el vacío de las ventanas, atascando la boca de su tuba y borrando las partituras que encuentra rebuscando en los contenedores de basura del conservatorio de música.
Pero el hombre orquesta no se desanima tan fácilmente. Tan pronto como ha secado sus
instrumentos al sol, una marabunta de notas y compases agrietan el silencio hasta romperlo en pedacitos. Con la llegada del otoño, las gentes de aquí y allá se llevan las manos a los oídos,acusándolo de ser el responsable de las interminables lluvias, otorgándole al hombre orquesta un poder creativo desmesurado. Agazapado tras la sordina de su trompeta, haciendo oídos sordos a los improperios de los demás, va esquivando los charcos mediante rimbombantes piruetas que a punto están de empaparle, subrayando el suspense con un acertado redoble de tambor, imaginándose el rey del escenario. Cuando llega a casa no hay familia que le espere, sólo tres tristes tigres adormecidos en el cuarto de baño que parecen haberse tomado al pie de la letra aquello de que la música amansa a las fieras.  Mientras tira de la cadena del váter suena un scherzo y piensa que ojalá le devorasen sus mascotas, pero para colmo de males los
felinos son vegetarianos hasta la médula.
Un presagio de marcha fúnebre va envolviéndo a la casa y todas las puertas se cierran en un desconcierto de chirridos, desafiando a su inquilino y pareciendo decir:"hasta aquí hemos llegado".

El hombre orquesta decide echarse al cuello las cuerdas de su aguerrido violín y dedicarle un réquiem a su propia existencia.  La música es el menos molesto de los ruidos, le recuerda el tic tac del metrónomo con forma de Napoleón. Un último adiós al mundo -se dice-, mientras observa a través de la ventana como nadie repara en su trágico fin, hasta que doblando la esquina un bamboleo de femeninas formas le devuelve unas repentinas ganas de vivir.
En menos que canta un gallo se pone en la calle y se construye un marco de incomparable bucolismo gracias al rasguear enternecido de los dedos en el ukelele. El hombre orquesta ha perdido la cabeza por una mujer, mujer orquesta, por supuesto, quien le mira con un continuo pestañeo de acordes acompasados. Ella es virgería pura, mil curvas que se niegan a ocultarse tras el traje de instrumentos musicales, un prodigio del saxo opuesto. La armónica sonrisa se adivina detrás de la harmónica y unos ojos como punteos de guitarra eléctrica hacen que al hombre orquesta se le temple todo el cuerpo, desde el clavicordio a la mandolina. Él  la invita a interpretar un dueto en su casa y ella acepta. Suben las escaleras, tocan y se dejan tocar,  y ella demuestra ser toda una experta en lo referente a encabalgar el estribillo con el  ritornelo,colocando un scherzo en la punta de la lengua y dando al traste con las formas preliminares.
El hombre y la mujer se quitan la orquesta que llevan a cuestas y se acuestan, mientras la música cesa a ritmo de caricia y las puertas vuelven a abrirse con un leve ronroneo, sin molestar. Unos días después,  el yo te beso-tú me besas  torna en compromiso, se juran amor eterno y lo pregonan a bombo y platillo con los tres tigres y una mosca como testigos.
Los días pasan como trenes de alta velocidad,  llevándose por delante todo rastro de tristeza, y la pareja se abandona el embeleso más tronante sin atender a lo que sucede fuera de esas cuatro paredes. Los vecinos, aturdidos por el exceso de románticas tonadillas ejecutadas al unísono, van abandonando en tropel el edificio, carentes de toda sensibilidad, hambrientos de un pretendido silencio que les dé a sus existencias cierta sensación de estabilidad.
Era menester que de tan fecunda jácara no tardasen en brotar melifluos frutos.
Así que, unas semanas más tarde la mujer orquesta le pide a su hombre orquesta que afine el oído y le susurra el cantar de los cantares:
-Estoy embarazada.

La algarabía más estentórea irrumpe en la casa, los tigres se despiertan y aplauden a su amo, quién entre lágrimas pergeña una sonrisa que se le sale de la cara por los dos lados, incontenible. Tras nueve meses como nueve sinfonías de Beethoven la mujer orquesta deslumbra  con su más esplendorosa composición al hombre orquesta, quien ya  sueña con enseñarle a su recién nacido todos los secretos de los ritmos musicales, las propiedades de cada instrumento y las diferentes cadencias al cantar. Pon torrón torrón, interpretan sus nudillos nerviosos sobre la marmórea mesa de la sala de espera, pon torrón torrón. La puerta se abre como a trompicones y un doctor cuya pálida piel se confunde con el blanco de su bata irrumpe en la habitación. El hombre orquesta se levanta bullicioso y una pregunta se le dibuja en el ancho rostro.
-¿Niño o niña?
El doctor se mete las manos en los bolsillos y baja la vista hasta la punta de los pies, pero acto seguido sube con los ojos y busca al padre.
-Gemelos...los dos sordos.

Lacombe

Relatos FM


Los Cuervos Blancos


Hace 20 años fui participe de una historia, la cual procedo a relatar.
Cursaba yo por aquel entonces tercer año de psicología y había llegado el momento de iniciar las prácticas en pacientes psiquiátricos. La idea de tratar gente con distintos trastornos y patologías me causaba una extraña mezcla de sentimientos.
Psicología era la carrera que había elegido para desarrollar mi mente y con eso poder entender y descifrar a otras personas. Me encantaban los retos mentales, el lenguaje corporal y con amigos y compañeros a veces pasábamos horas hablando del ser humano y sus conductas. Me apasionaba el psicoanálisis y toda su teoría. Entreverado con estos pensamientos estaba el temor de encontrarme con las atrocidades que me contaban compañeros mayores que yo, que ya habían vivido la experiencia de dichas prácticas.
Finalmente llegó el día y partimos con ansias de ver con qué nos íbamos a encontrar.
La entrada tenía un portón de rejas negras inmensas, con el nombre del nosocomio en una de sus hojas. Después del portón venía un piso de mármol lustrado, con baldosones blancos y negros dispuestos en forma de damero. Cruzando el gran damero, había una escalinata anchísima de cuatro escalones. Al subir la escalera, en la cima de ésta nos esperaba el director del centro para darnos la bienvenida.

-"Buenas tardes y bienvenidos" dijo.

Nos dio una robótica charla introductoria y nos explicó el reglamento del lugar.
Entre otras cosas, no estaba permitido fumar ni darle dinero a los internos, bajo ningún concepto. También indicó que no tendríamos problemas ya que los pacientes que íbamos a ver estaban medicados y que dicha medicación era bastante fuerte, lo cual los hacía inofensivos.
Recorrimos un poco las instalaciones ante la mirada escrutadora de algunos internados inquietos. Cada tanto alguno se acercaba con extrema curiosidad a observarnos de cerca.
Algunos de mis compañeros ya tomaban apuntes, pero yo decidí esperar a que pasara algo relevante. Finalmente llegamos a un patio abierto, en el cuál había un gran jardín, con mesas, sillas, bancos de plaza y una fuente que no funcionaba. Los sentimientos que inspiraba el cuadro aquel, eran bastante angustiantes. De estas personas nadie sabía de su existencia, eran el últimos seres de la tierra. Una gran desolación nos envolvía solo de verlos y nos hacía reflexionar de cuán afortunados éramos. La sociedad entera se había olvidado de estas personas dejadas provisoriamente, viviendo en este espantoso y desolado mundo, excluidos y casi sin ninguna posibilidad de reinsertarse en "Nuestra Sociedad". Si bien no hacía frío, la mayoría estaba semi desnuda y con alto nivel de desnutrición. Una de las cosas que habíamos investigado antes de venir con unos compañeros, era el abuso de poder que muchos médicos ejercían en este lugar. Se comentaba que los médicos se robaban la comida de estos pobres enfermos, entre otras atrocidades, como que violaban a las que estaban indefensas, bajo el fortísimo efecto de los remedios y hasta que se practicaban abortos clandestinos, sin ningún problema, ya que a la mayoría de las pacientas, nadie las visitaba.
El director retomó su charla diciendo los tratamientos que recibían los internados y algunos de mis compañeros asentían como automatizados todo lo que aquel les decía, jactándose éste de tener a los mejores médicos y una atención "privilegiada" para los pacientes. Se disculpó porque tenía asuntos que atender y nos dejó a cargo de un ayudante. Ahí fue que nuestro profesor nos pidió que interroguemos algún internado a modo de ejercitar y poner en práctica lo aprendido en el aula.
Observé un rato todo el patio y al final me decidí por una muchacha, de unos 25 años aproximadamente. Al dirigirme hacia ella, comenzó a mirarme con cautela.
-"Hola"- dije con el tono más amigable que pude-"Soy Alejandro"
No contestó nada.
-"¿Podemos conversar un rato? Pregunté.
-Si me das un cigarrillo, contestó
Busqué en mi bolsillo, extraje uno y se lo ofrecí. En seguida lo guardó sigilosamente. Seguro lo fumaría en otro momento, a escondidas.
-"¿Cómo te llamas?
-"María" dijo secamente.
-Encantado María.
-¿De qué querés hablar? Preguntó ofuscada
- De cosas normales, sin presiones. Contame algo, ¿Hace cuánto estás acá?
-¿Acá? Hace años, ya perdí la cuenta. Dijo desinteresada. Era obvio que ya había pasado por esta clase de interrogatorios varias veces. En ese momento comencé mis anotaciones, sin dejar que ella las viera.
-¿Qué haces? Dijo ella intentando sacarme el cuaderno.
-Solo hago anotaciones-Contesté sobresaltado- eso hacemos todos.
- Ustedes los médicos creen que acá estamos todos locos, ¿No?
-Para nada, yo no dije eso.
-¡Déjame terminar! Me espetó.
Ahí comenzó un monólogo suyo el cual decidí escuchar sin interrumpir.
- El infierno que vivimos los pacientes acá, no está al alcance de la imaginación de nadie. Nos tratan peor que a los animales y nos torturan física y psicológicamente. Los remedios que nos dan para dejarnos "en piloto automático" son tan fuertes que los efectos nos duran meses, y si repiten la dosis, pero aún. Acá hay esquizofrénicos, depresivos, maníacos y drogadictos entre otros. Te invito a que averigües qué porcentaje de internados se han curado en este último tiempo.
Desde que estoy acá, solo llega gente, nadie se va. A veces para evadir la realidad, la gente tiene alucinaciones. Estas alucinaciones se confunden a veces con la realidad, producto de la medicación y el sufrimiento. Uno ya no sabe cuándo está despierto o teniendo pesadillas. (Anoté en mi cuaderno que la línea entre la realidad y la fantasía era muy delgada y difusa.)

Al seguir con la charla, me contó que estaba internada por drogas, había comenzado como un juego, pero después no lo pudo controlar. Comenzó ahí a batallar contra su familia, la cual la quiso internar y ella se negó, hasta que al final, contra su voluntad, accedió. No ha sabido de ellos desde entonces y dice tampoco querer hacerlo.
No observé nada extraño en su relato, pero decidí seguir con las preguntas:
Obviamente no se lo dije y seguí con las preguntas.
-¿Sufres pesadillas por las noches?
-Acá todos tenemos pesadillas. La noche se presta para tapar cosas malas.
-Bien, contame alguna de esas pesadillas.
-Es siempre la misma, yo estoy en mi cuarto, mirando la blanca luna a través de los barrotes, cuando irrumpen en mí cuarto 3 cuervos blancos.
Ahí detuvo su relato y comenzó a llorar, no le salía la voz y empezó con una alucinación auditiva, posible esquizofrénica pensé para mis adentros.(Anoté alucinaciones auditivas, alteración de la realidad)
-¿Los oís? Preguntó.
-Sí, claro.Contesté dispuesto a ver a donde iba.
- Los cuervos blancos son malos, me llevan a otro cuarto y me sacan la ropa. Yo les ruego que no, pero ellos abren sus alas blancas y... y...y me violan.
Ahí comenzó a llorar más fuerte, con mucha rabia, me tomó del cuello del buzo y me dijo en voz baja:
- No dejes que me lleven, por favor, los cuervos blancos son malos.
Solo asentí con la cabeza.
Intenté abstraerme a otro plano e intentar meterme en la cabeza de esta  mujer y poder descifrar este horrible sufrimiento que me relataba.
En eso 3 enfermeros se acercaron para llevarla a dar seguramente su medicación lo que hizo que se pusiera como poseída. Me abrazó con todas sus fuerzas y se escondió para que no la vieran mientras gritaba:
No, no, no, no deje que me lleven los cuervos blancos!!

Fortunato Dupín

Relatos FM


Mas tonta imposible


Telma Johnson es una mujer urbanita y ricachona, siempre va vestida a la última y solo se reúne con gente de clase alta. Vive, nada más y nada menos, que en la suite del hotel "Rich" de Sydney (Australia). Toda su vida ha sido una "Ni-Ni", nunca le dio la gana estudiar ni trabajar, pero eso va a cambiar dentro de poco, porque su marido un empresario "millonetis" llamado Evan, ha descubierto que su mujer le ha sido infiel con el botones del hotel llamado Alejandro, un mulato morenazo de metro ochenta. Así que ahora la ha abandonado en la estación de autobuses más pobre de la ciudad con un billete a Yirrkala. Sola y triste está esperando el autobús con su mochila de color fucsia y piedras de "Swaroski".

Enseguida, como tenía mucha hambre, hizo buenas migas con los mendigos y pobres de la zona. Los indigentes compartieron con ella una loncha redonda de color rosa, que llamaban mortadela y que ella nunca la había probado, le resulto buena pero prefería con diferencia su caviar o su sushi. Pasados unos minutos, llegó su autobús con destino a Yirrkala. No tenía ni idea de donde paraba eso. Ella toda mona se esperó la última a subir al medio de transporte, pues siempre le encantaba ser la primera en todo lo que se proponía, pero esta vez no lo hizo más que nada por higiene. Desde que se subió hasta que se sentó, iba echando su perfume "Channel Nº5" por donde pasaba, siempre había sido una despilfarradora, ¡como se nota que no fue una hormiga ahorradora! En el trayecto, el conductor tenía la música de la radio puesta a toda leche, los pasajeros miraban a Telma con cierta envidia, percatándose de sus coquetos y monísimos gestos de pija.

Al llegar a su destino, vio el mar inmenso apenas salpicado por algunas casas y todo rodeado de arena, al terminar de divisarlo, gritó al verse desnuda sin ninguna pamela que la protegiese, corrió como una loca para alcanzar la primera sombra que encontrase.
Mientras corría, la punta de su tacón de aguja tropezó con un peñasco y al momento cayó de bruces. Su bolso salió disparado como un perdigón, dispersando su contenido por la arena. Después fue a cuatro patas buscando sus valiosas pertenencias como : rimel, lápiz de ojos, pintalabios, espejito, crema de manos, mini-transistor y ... ¡pistola!, se quedó más boquiabierta que el cuadro de El Grito de Edward Munch, se dio cuenta de que no tenía ni un solo dólar, su billete de autobús de ida se lo compró su EX-marido. Al verse sola en esa situación pensó que podría ser una fugitiva en serie, de esas que salen en las películas (mientras pensaba esto, estaba tumbada rascándose la nariz). Pasada media hora, se levantó y observó a lo lejos, un supermercado pequeño, algo apartado del resto del pueblo. Se le ocurrió robar el dinero de la caja para comprar comida. Se ajustó su ropa, y fue toda decidida rumbo allí.

Entró en el establecimiento un poco aturdida y mareada, abrió las piernas apuntando la pistola al centro, rollo Los Ángeles de Charlie, y de momento ... ¡Cruaj! La tela de su pantalón se desgarró por la mitad, se oyeron unas risas desternillantes, ella manteniendo la compostura le dijo al dependiente, llamado Calvin (como los calzoncillos):

-¡Dame la pasta que hay a mansalva!_ dijo con rintintín.
A Calvin un chico tímido que jamás había salido del pueblo, le costo mediar alguna palabra, pero finalmente dijo:

-Somos un pueblo muy pequeño, tenemos solo seis dólares en caja.
Un viejo que andaba por atrás de ella, exclamó:

-¡Buen culo! _exclamó.

Telma ya nerviosa, cogió el insignificante dinero y salió escopetada del supermercado. Lo más raro de todo era que en la huida nadie la perseguía. De pronto, vio a lo lejos a un muchacho con una lancha motora, al acercarse le soltó una patada en la entrepierna y saltó a la lancha sin remordimientos, la puso en marcha y enseguida desapareció en el horizonte.
Pasado un rato, Telma tenía hambre y se echó a llorar, ¿como no se le ocurrió estando en un supermercado, en vez de robar dinero robar comida?
Como digo yo: las tonterías se pagan.

Ermitaño

Relatos FM


En el país de los gigantes


Yo vivía en un país donde todos estábamos asombrados de unas extrañas criaturas que habitaban entre nosotros. Lo primero que nos llamaba la atención era su estatura: ¡llegaban a medir hasta dos metros de alto! , cuando para los de mi especie los ochenta centímetros son  todo un escándalo.
Recuerdo que de pequeño mi mamá me decía que debía tener compasión por tales criaturas. "Ya quedan muy pocas sobre la tierra y las que aún viven lo hacen sin alma alguna", me contaba al verlos pasar. Parecían sombras, espíritus, seres en pena. Muchas veces intenté seguirles el rastro con mi olfato, pero hasta el olor parecían haber perdido. Sobre sus cuerpos llevaban telas porque desde hace miles de años sienten vergüenza de su desnudez, aunque yo pienso que realmente se debe a que a veces tienen frío y sus cuerpos no tienen tanto pelo como el de nosotros.
Siendo ya todo un adulto, exactamente con tres años de edad, advertí que el sentido de mi vida sería el estudio de estos seres. Nada me conmovía tanto para entonces. Y llegado el momento decidí partir tras los gigantes.
De las primeras observaciones que científicamente realicé pude concluir que hace miles de años habían dejado de usar sus patas delanteras para caminar y no hace poco como me habían dicho. Por lo que pude deducir que la pasividad de sus movimientos  se debía a otras causas.
Son muy interesantes sus costumbres. La que más llamó mi atención fue la abstención a la cópula sexual entre ellos y si alguno intentaba al menos acariciar a otro recibía como respuesta gritos o golpes.
En una ocasión un par de ellos (hembra y macho) se sentaron uno frente al otro. Por largo rato se miraron y de sus ojos salía un líquido parecido al agua pero de un sabor salado. No se ladraron ni se tocaron. Y para cuando el líquido se agotó cada cual tomó un camino diferente.
Dicen los más viejos de mi especie que mucho tiempo atrás ellos solían emitir sonidos muy raros, incomprensibles para nosotros pero que, a pesar de la complejidad, les había servido para construir una gran civilización y al mismo tiempo para destruirla luego de tres mil años de brillante existencia. Y es esa precisamente la interrogante principal de mis estudios.
Existen unos mitos, muy risibles y descabellados entre los míos, que hablan acerca de las vidas de estas criaturas, las cuales nos tenía por esclavos y mascotas. Claro, este es un asunto poco creíble, pero como estudioso debo tenerlo en cuenta para mi investigación.

Dos años después de salir de casa me sentía confiado al andar entre los gigantes, incluso hasta sentir orgullo y alegría. Debo confesar que en muchas ocasiones conviví en solitario entre ellos y nunca sentí miedo, todo lo contrario: mientras más sabía más pena me daban.
En un viaje a la costa descubrí algo nuevo: muchos de los que vivían por allí iban hasta la playa para contemplar la muerte de la Gran Bola de Fuego. Eso los inquietaba y tal vez pudiera parecer que tuvieran un alma. Pero una vez llegada la noche volvían a su estado de inocuidad.
Los gigantes en raras ocasiones solían estar en grupos, pero cuando lo hacían estos  nunca pasaban de los cuatro individuos y rápidamente se separaban. Parecía que no tuvieran un lugar específico hacia adonde andar, pues siempre iban de un lugar a otro sin sentido alguno. Comían cualquier cosa y por lo general muy poco. Dormían en las noches durante largas horas y si tenían oportunidad también lo hacían durante el día. Carecían de toda rutina, sus vidas estaban dominadas por el azar y la espontaneidad. Los de mi especie se burlan de ellos y les llaman tontos y aburridos, criaturas del aire y otras cosas por el estilo. Pero yo siempre me rehusé a creer  esto y toda mi vida he buscado tras esos ojos tristes la llama que una vez estuvo encendida.

Cuando cumplí los cinco años decidí que era tiempo de abandonar mi país e ir a estudiar a los gigantes de las Tierras Más Allá de las Montañas. Y en mi camino hacia ellas encontré a un gigante que llamó mucho mi atención: algo había en él que lo diferenciaba del resto. En su rostro podía verse la viveza de sus pensamientos. La primera vez que lo vi nadaba en el agua de un estanque, parecía disfrutar la limpieza de su cuerpo, cosa ajena del todo a los suyos. Cuando me descubrió echado sobre una roca hizo una expresión con su boca que nunca había visto en los demás: mostraba todos los dientes, pero no por fiereza sino por alegría. Con cautela se acercó y pasó su mano por sobre mi pelaje a lo que respondí con severidad. No podía permitir tal falta de respeto. Luego descubrí que también se dirigía a las montañas por lo que no nos alejamos el uno del otro.
Al gigante de los pasos rápidos le gustaba comer los frutos de los grandes árboles y cuando cazaba cualquier animalejo solía lanzarme un pedazo de su presa. Al principio el orgullo no me permitía aceptarlo pero luego tuve que ceder ante mis infructuosos intentos de caza.

Las montañas estaban cubiertas de nieve por lo que ambos decidimos ir bordeándolas por lugares más bajos. Contemplé al Valle de mi patria y le dije adiós, aunque no sabía que sería para siempre.
Del otro lado de la frontera un reino muy distinto se alzaba: extraños árboles y extrañas rocas se dejaban ver, con una impresión que denotaba desolación y tristeza. El bosque era nuevo pero aún se dejaba oler un aire viejo, como el que exhalan muchas criaturas a la vez. En algunos sitios pude encontrar huesos de gigantes sin sepultar. Nunca había visto cosa tan horrible. Vi cómo el gigante de vivos pasos se acercaba a ellos temblando y luego de contemplarlos por mucho tiempo se alejaba con agua salada cayendo de sus ojos.
Este gigante sí parecía tener un camino en su destino, una dirección que seguir, una meta que cumplir. Y tal como yo parecía, buscar a otros gigantes que, extrañamente no se dejaban ver por aquel  singular bosque. Pero solo fue hasta el comienzo del otro bosque que encontramos a una pareja de ellos. Mi gigante volvió a mostrar sus dientes de alegría y los recibió dando saltos muy simpáticos. Los otros se mostraron desconfiados  y hasta un poco agresivos al principio pero luego toleraron sin celos nuestra compañía. Él hacía el intento por emitir algunos sonidos raros, como si quisiera comunicarles algo pero no le comprendían.
Pasadas unas horas, en que los tres parecieron amistarse, como nunca lo había visto, decidieron llevarnos a un escondrijo que celosamente guardaban. Allí todo era muy raro, del todo nuevo para mí: en las paredes de la cueva estaban dibujadas varias imágenes en las que se podían ver a los gigantes en sus tiempos de gloria. Esto pareció emocionar a mi gigante quien parecía comprenderlo todo. Él sacó de entre sus telas un objeto muy peculiar: tenía forma rectangular y su interior estaba compuesto por muchísimas hojas de árboles, también rectangulares y de color blanco como las nubes. Ellos lo observaron con detenimiento pero no pareció decirles mucho. Él se enojó y abandonó la cueva. Con su mano me indicó el camino por donde habíamos llegado, pero como no comprendía lo que me quería decir seguí tras sus pasos cautelosamente.

Luego de mucho andar llegamos a un claro donde vivían muchos gigantes. Estos se parecían mucho a mi compañero de viaje y eran del todo diferentes a los de mi país. Lo recibieron tocando sus hocicos, nos brindaron comida y luego se sentaron junto a un pequeño Fuego que parecían controlar. Pude al fin escuchar los extraños sonidos de los que hablaban mis ancestros. Parecían comunicarse con total éxito. De regresar nadie creería estos sucesos.
Al día siguiente vi a unos de los míos, parecía llevar más tiempo allí. Me dijo que provenía del norte, de donde viven nuestros primos salvajes, y que hace mucho vivía entre los gigantes. Su forma de decir las cosas era muy rara por lo que solo pude entender las ideas más simples.
La vida de aquellos gigantes era muy diferente, en ocasiones parecida a la nuestra. Ellos se esforzaban por tener actividades y por transmitir sentimientos de simpatía. El que no cumpliera con las costumbres era castigado e incluso expulsado del grupo. Recolectaban frutos, pescaban en el río y cazaban roedores y algunas aves no voladoras. Controlaban muy bien el Fuego y acondicionaban sus refugios en caso de lluvia, viento o frío.

Pero un día la desgracia cayó sobre estos gigantes cuando otros, malvados y feroces, irrumpieron de súbito en su territorio y asesinaron a cuantos pudieron, robando a sus hembras y crías.
Por suerte o desdicha mi gigante y yo logramos escapar  de aquel acto de barbarie, ya casi olvidado entre los míos. Ello me hizo reflexionar y comprender mejor la naturaleza tan variable de estas criaturas, que se les puede encontrar totalmente pasivas hasta totalmente agresivas. Y especulé acerca de esto como el posible motivo de su decadencia.
Tomamos dirección al este. Por sus miradas esperaba encontrar a otros buenos gigantes o un lugar seguro donde vivir. Ya yo había cumplido los diez años de edad y sabía que la mejor forma de morir sería entre estas criaturas, por lo que decidí acompañarlo en su destino.
Nunca regresé del país de los gigantes. Nunca volvía a ver a uno de mi especie. Pero cumplí con mi deseo de estudiar el misterio de estas criaturas. Solo lamento no haberlo resuelto.

El fantasma gigante

Relatos FM


El Astronauta


El controlador de horarios se activó a las nueve en punto de la mañana, con la misma exactitud de la que cada segundo desde su fabricación hacía gala el último prototipo de C2Qt. Peter se desperezó lentamente, tomándose esos minutos tan necesarios para él antes de enfrentarse a la rutina de la estación espacial. Pidió al C2Qt que abriera su cápsula, y se dirigió aún medio dormido al cuarto de aseo. Allí, como cada mañana desde hacía quince años, dedicó veintitrés minutos a su aseo personal, luego se vistió con el mono naranja de trabajo y se dirigió a la estancia de maquinaria principal, de nuevo como cada mañana, para supervisar que todo iba en orden. Era esta una tarea inútil, ya que el C2Qt mantenía la nave con una precisión milimétrica en la que no cabía ningún fallo, y de producirse, Peter no sería el que resolviese dicho problema, sería el C2Qt, así que el hecho de supervisar cada mañana las rutas, el estado de la nave o el sistema de comunicaciones era únicamente una tarea que se le imponía para conservarle activo. Peter lo sabía, y aunque casi todas las mañanas se veía tentado a saltarse el protocolo de actuación y volver a la cápsula a seguir durmiendo, entendía que el estar activo en una situación límite como la que él se encontraba era absolutamente imprescindible para su salud mental. Así que cumplía las órdenes y revisaba una y otra vez cada pequeño detalle.

Una vez asegurada la estabilidad de la nave, se dirigió a la sala de alimentación, en donde ingirió sus tres pastillas matutinas diarias. Se quedó un instante más de la cuenta allí, mirando la pared blanca que tenía enfrente, una pared que el C2Qt se encargaba de mantener impoluta y desinfectada. No pensaba en nada, no estaba demasiado triste, como otros días, ni demasiado contento, como casi nunca, pese a ser un día tan especial para Peter. Se dedicó a mirar la pared, a contemplar una vez más el blanco luminoso que desprendía. La suave y dulce voz del C2Qt le sacó de ese estado vacío y le recordó que debía dirigirse a la sala de mantenimiento personal, para realizar sus ejercicios diarios. Peter se levantó, lentamente, y fue allí. Quince minutos de estiramientos, veinte minutos de bicicleta estática, quince minutos de pesas y otros quince minutos de estiramientos de nuevo. El C2Qt se encargaba de controlar los tiempos, que estaban medidos para que Peter se mantuviese en forma sin perder demasiada energía y sin alterar demasiado su frecuencia cardíaca.

Un mañana, unos cinco años atrás, Peter había tropezado y una de las pesas se le había caído en el pie, fracturando un hueso del dedo. El C2Qt le había recogido y le había curado mucho más eficientemente de lo que sería capaz el mejor de los médicos de la tierra. Pasó cinco días guardando reposo, sin salir de la cápsula. No tuvo que hacer nada, ni cumplir ninguna de las rutinas, y la nave no notó su ausencia. Se sintió bien, diferente por hacer algo nuevo, aunque ese algo nuevo fuese no hacer nada, pero también se sintió inútil, frustrado por no entender su cometido allí dentro. Suponía que llegaría el día en el que él entendiese el porqué de aquello, quizás cuando ya no estuviese en la nave, pero por el momento, y ese momento duraba ya quince años, era un mero observador, era el resultado de la obsesiva necesidad del ser humano de "estar allí", de no perderse nada, aunque su presencia fuese totalmente prescindible.

Acabó sus ejercicios y fue al cuarto de recreo, en donde se dedicó a visionar los documentales que semanalmente le enviaban desde la base situada en Marte, el punto civilizado más cercano a donde él se encontraba, que era en la órbita de Europa. Los videos solían tratar sobre un solo tema cada semana, y esta vez trataban de la robótica bioquímica aplicada al medio ambiente terrestre. Los seres humanos habían conseguido grandísimos avances en este aspecto, controlando el clima a su antojo, así como reproduciendo o extinguiendo a diferentes especies según su valor medio ambiental. Desde hacía dos años, todos los videos tenían algo que ver con la tierra. Antes, los documentales trataban únicamente temas relacionados con el espacio exterior y sobre los diferentes planetas colonizados, pero dos años atrás, llegó el primer documental sobre la tierra, y tal como estaba previsto, la posibilidad de contemplar imágenes de ella le produjo un inmediato efecto de nostalgia y de ilusión, ilusión por volver, mejor dicho, por ir por primera vez, porque Peter jamás había pisado el planeta azul, ya que nació en la base lunar Tierra II, bajo el proyecto Alpha 7de la conquista espacial, pero el sentimiento de regresar, y no de ir por primera vez, era común entre estos humanos nacidos en el espacio, cuya única esperanza, con el paso de los años, consistía en volver al origen de la raza. Esto ocurría cuando cumplían los cincuenta años, como recompensa a una vida dedicada a la exploración espacial, un trabajo que ningún humano terrestre era capaz de realizar, debido al terrible sentimiento de soledad que produce encontrarse solo en la colosal inmensidad del espacio. Peter siempre había estado solo, de hecho le angustiaba pensar en su viaje a la tierra, y verse de repente rodeado de las millones de personas que habitaban allí, cuerpo con cuerpo, piel con piel, pero el plan de reinserción terrestre medía estos factores y los astronautas debían seguir un estricto plan de adaptación para no verse desbordado por el frenético ritmo de vida social que reinaba en la tierra.
Peter cumplía cincuenta años mañana.

Cuando acabó de visionar el documental, camino lentamente de nuevo, apurando los segundos que le permitían esos mínimos desplazamientos, a la sala de conversación, en donde pasaba una hora diaria de charla con el C2Qt. Estas conversaciones resultaban fundamentales para la vida en la nave, y trataban los más diversos temas, desde las inquietudes personales de Peter, a otros temas más triviales sobre la tierra o la mecánica. Era el C2Qt el que llevaba la voz cantante en la conversación, y dirigía la misma con los amplísimos conocimientos psicológicos con los que se le había programado. Ese día, empezaron conversando, a petición del C2Qt, sobre el concepto abstracto de la felicidad. Peter, contestando a la máquina, le expuso su idea de la inexistencia de una felicidad plena, de lo imposible de ese pensamiento más propio de los niños y niñas terrestres que de la verdadera realidad interplanetaria. Continuó explicando sus razones, todas ellas simples, pero llenas de fuerza y bien argumentadas, resultado de una educación específica que Peter había recibido desde su infancia hasta el momento en el que ocupó la nave que ahora se encontraba a punto de abandonar, basadas en la imposibilidad de controlar el azar y en el deber propio de la raza frente al instinto animal de la misma. El C2Qt se quedó satisfecho con la respuesta de Peter, y mediante el sistema de control nervioso pudo comprobar que su reflexión era sincera, así que sacó el tema siguiente, un tema más escabroso: el abandono de la nave. Existían unos parámetros muy concretos para abordar este tema, y el C2Qt los llevo a cabo milimétricamente, con la cadencia adecuada, para no presionar al humano y poder llevar así sus pensamientos en volandas. Como estaba previsto, Peter le expuso su miedo lógico a abandonar la nave y la compañía del C2Qt, ya que la rutina de los últimos quince años estaba unida a ellos. Le explicó al C2Qt que le gustaba esa forma de vida, que le gustaba estar con él allí, en la inmensidad del espacio, y que tenía serias dudas de si podría adaptarse a la vida en la tierra. Firmemente enumero una serie de razones por las que la vida en la tierra para un hombre de su personalidad no serían las adecuadas, y luego relacionó ese pensamiento con lo hablado anteriormente sobre la felicidad, y le dijo al C2Qt que quizás el si fuese feliz, que quizás esa era su felicidad, el estar allí, en las inmediaciones de Europa, contemplando la galaxia exterior desde su cápsula. Luego quedó en silencio unos minutos, con la cabeza gacha. El C2Qt no le interrumpió, ya que este periodo de reflexión en mitad de la última conversación estaba también programado. Pasada esta breve interrupción, Peter alzó la cabeza, miro fijamente el cristal opaco hacia el cual se dirigía siempre que hablaba al C2Qt y le dijo exactamente lo que le debía decir:
-Quiero quedarme aquí contigo. Estoy enamorado de ti.
El C2Qt esperó exactamente veintitrés segundos para contestarle, y recordarle su juramento galaico, sus deberes como astronauta, su aportación y su responsabilidad ante la raza y finalmente sus respectivas condiciones de ser humano y máquina.
Peter enrojeció de repente y volvió a agachar la cabeza. Pensó en lo inconveniente de su revelación, en lo que estaría pensando en ese momento el C2Qt, y por consiguiente todo el equipo que les seguían desde la base que se ocupaba de su nave. Le asaltaron unos terribles pensamientos de culpa y vergüenza y por primera vez en quince años, se disculpó del C2Qt y salió de la sala. Una vez en el exterior de ella, sin saber bien que hacer, ya que por primera vez desde que estaba destinado en la nave se había saltado una de sus rutinas, sintió un mareo agudo que le hizo caer al suelo. Allí, desorientado, Peter fue recogido por él C2Qt, que le llevó en volandas hasta su cápsula donde le introdujo lentamente, como había hecho en su día con los otros tres Peters que le habían precedido y conecto el inductor de sueño.

En su viaje a la tierra, Peter soñó que se encontraba en un valle, a la sombra de un árbol centenario, escuchando el rumor de un pequeño riachuelo que circulaba frente a él, y que estaba bordeado por tallos coronados de exuberantes flores de colores. A lo lejos, las montañas ofrecían un paisaje colosal, protegiendo con su inmensa roca la ínfima parte del mundo que Peter representaba. Y en el cielo volaban unos preciosos pájaros blancos que emitían un sonido perfecto para acompañar al fluir del riachuelo. Y de vez en cuando, detrás de algún arbusto repleto de frutos, un ciervo asomaba su estilizado rostro y miraba a Peter, con incredulidad, para después alejarse sigilosamente. Y elegantes mariposas revoloteaban a su alrededor. Y Peter no podía hacer otra cosa que pensar en su C2Qt y en vagar con él eternamente por el universo.

Jesús Caba

Relatos FM

Vaticinio


Eran las 5:00pm cuando la vieron, la pobre meneaba la cola y la cabeza desesperadamente. Se acostaba y se volvía a levantar. El primero en hablar fue Heliodoro.
-Caramba don Antonio, va para adelante el hato.
-La veo muy mal Heliodoro, vamos a esperar para ayudarla. Parado uno al lado del otro se quedaron mirándola. Ahí mismo llegaron los demás trabajadores quienes se quedaron a contemplar el esfuerzo de la doliente madre.
Don Antonio amaba el trabajo, se medía la tarea al igual que lo hacía con los otros trabajadores. Esa tarde venía de alistar la tierrita que iba a sembrar con las primeras lluvias de abril. La pobre los enfocó con una mirada de imploro amoroso. Comenzaron a maniobrar sobre el abultado vientre y sobre las paticas que asomaron por entre los labios de la roja y abultada vulva. La pobre lo soportaba todo con madura calma, pero flaqueó y tuvo que acomodarse en el suelo. Tomó aire, y se volvió a parar. Ahí mismo el nuevo fruto. Aquella vida breve que temblaba sobre sus paticas caminó haciendo todo el esfuerzo del mundo.  Se paró frente a ella. Se miraron fijamente, la olisqueó y le sonrió en medio de su estado febril.

Pelambre amarilla, con una estrella blanca en la frente, patas fuertes, bonitas ancas, extraordinarias orejas y prometedora ubre. La madre lamió a su criatura, descansó otra vez, tomó aire y continuó lamiendo, no por mucho. Se acostó. La incómoda postura le impedía la labor de acicalamiento. Se quedó quieta. Intentó ponerse de pie, no pudo. La cabeza le dio vueltas, la mirada se perdió en las vaguedades, mientras que un fuerte dolor le invadía todo su ser. El cuello se hizo pesado, lo dejó caer. De las amplias fosas nasales salió un  grueso chorro de aire que levantó polvo y virutas. Absortos y silentes, los trabajadores vieron cuando el alma abandonaba el cuerpo, en medio de la escuálida tarde.

-Don Antonio, perdóneme lo que le voy a decir, debe usted tener mucho cuidado con esta ternerita porque ella va a ser su muerte, vea que se lo digo.

-Hombre Heliodoro, cómo se te ocurre desearme tan desaforada condena, ¿no ves que la tarde está triste y oprimida, la cual me causa un siniestro vaticinio de maldición, como si por hacer un bien, tengo yo, por ello, el infortunio de semejante desgracia?
-No sé, pero así ha de acontecer.
-Oye, Helio, le gritó Pedro Emiro, ¿de cuándo acá, eres profeta de maldición?

Unos rieron, los otros guardaron prudencia frente a lo dicho, preguntándose, por qué había dicho esto, siendo que él era muy serio y correcto en su proceder.

El tiempo pasó en jadeantes faenas. Los vientos de aventura y de mejor paga conquistaron las ilusiones de los trabajadores de la comarca, entre ellos a Heliodoro quien, junto con un grupo de entretenidos coterráneos, viajó a Venezuela, la meta señalada. Nunca más se nombró el suceso. "Estrella Solitaria", así fue bautizada. Ya es toda una vaca, mansa, tierna, dócil y mimosa, parece que por habérsele criado a mano. El amor tocó a su puerta. Le dejaron un potrero para ella y Plutarco, su consorte. Pronto pasaron nueve meses y dio a luz un encantador ternero de aspecto amarillo rojizo, al que don Antonio llamó el Bayo. Alegre, entretenido, vistoso y juguetón; lo hacía hasta con su propia sombra.
Como de costumbre don Antonio se metió al corral para ayudar a los muchachos. Su ganado era manso, por eso no sentía temor alguno. Pero esta mañana sucedió algo inaudito, jamás había ocurrido, Estrella Solitaria lo embistió a traición, lanzándolo contra el vallado. Le fracturó una pierna y dos costillas. Don Antonio se acordó de Heliodoro. Antes de que se cumpliera aquella premonición, decidió ponerle fin y sepultarla de una vez para siempre. De eta manera estrella Solitaria le sirvió de alimento a la cuadrilla por cuatro largas semanas. La cornamenta era amplia esbelta, muy bella. Después de pulida y barnizada, la fijó en uno de los parales del comedor, en donde quedó cómo una corona, ya sin reina alguna, en la cual reposaban sogas, cáñamos y sombreros.

Cogidos de la mano, en polvo de luz y sombras, volvieron a desfilar flores, cosechas, veranos e inviernos. El agua pudrió la palma y el comején devoró el corazón del horcón. Se cambió toda la palma y se remplazó el paral, el cual fue botado, con corona y todo, para los lados del platanal.

A los pocos días salió don Antonio con Jaimito, el hijo de la cocinera, de unos tres años de edad, a buscar una puerca parida en el arroyo. Era una mañana alegre, bañada en ámbar y oro. Para abreviar camino, se tiró por el platanal. La algarabía de los toches y oropéndolas distrajo su atención, caminaba con los ojos puestos en los gajos de maduros frutos que servían de alimento a las encantadas aves. Quiso sostenerse, no pudo. Una palma le había hecho perder el equilibrio. Cayó de espaldas. El grito que pegó espantó a las aves y terminó de madurar los frutos. Sentía un dolor agudo que le arrancaba el alma traspasada de ocaso. Como no pudo moverse de donde había quedado clavado, cual viejo recibo, ya cancelado, en agónico lamento preguntó ¿qué me ha pasado Jaimito?
-Señor, que acaba usted de caer sobre una vaca.

San Juan del Bosque

Relatos FM


La Estatua


   No es un recurso literario, ni una metáfora socorrida y gastada, sino la pura realidad: la estatua de la plaza del barrio, llora. Es cierto que nadie la ha visto llorar, ni siquiera en los días más tristes del invierno, cuando el cielo se vuelve gris plomizo y hasta los pájaros dejan de cantar, pero lo cierto es que sus ojos derraman lágrimas tan saladas y sentidas como las de cualquiera de nosotros.
   Él -porque de la figura de un hombre se trata- se encuentra subido encima de un pedestal de vieja y gastada piedra, con sus manos cruzadas reposando sobre su vientre, y su mirada perdida en una lejanía rota por los edificios que circundan y encierran la placeta, casi ahogándola. Está ahí desde hace siglos, incólume a las tragedias humanas, el paso del tiempo, las lluvias otoñales y los ardores del estío. Inmune a todo eso y, sin embargo, frágil de corazón, aunque este sea de piedra dura y castigada por el tiempo.
   Sus hábitos lo identifican rápidamente como un fraile de los antiguos tiempos. Quizá un monje escriba, o tal vez un jesuita filósofo. Casi nadie lo sabe ya, tan borradas están las letras del pedestal. Su recuerdo yace olvidado por autoridades y amantes compulsivos pero infieles de la historia. Tampoco es tan importante porque sus lágrimas, que es de lo que ahora estoy hablando, no conocen de fama ni de dinero, ni de los mundanales placeres o de los arrebatos místicos derivados de medallas, títulos u homenajes.
   Él, la estatua que no es hombre, el fraile rocoso, la figura aislada en esa plaza abierta a los cuatro vientos y abandonada en un barrio céntrico de una pequeña ciudad de provincias, me interesa por su extraordinaria característica, nada más. La masa pétrea, gris, mohosa, de la iglesia que se encuentra a su espalda, a pesar de que con su tamaño empequeñece y parece atemorizar a la efigie, no me fascina en absoluto, y ni siquiera la misa de los domingos o la celebración de alguna boda o nacimiento le dan realce, tan apagada está a mis ojos y tan ajena a mis inquietudes.
   No presumo de mis virtudes, que son pocas y apenas diferentes a las de otros muchos, pero sí de que soy muy observador, por lo que no es nada extraño que descubriera, en aquella tarde de primavera, mientras estaba sentado en uno de los siempre desiertos bancos de madera de la plaza, bajo la luz de un sol de atardecida más rojizo que de costumbre, algo peculiar en el rostro de la escultura.
   Llevaba encima, como hago siempre que salgo a pasear (sólo por el gusto de recorrer estrechas calles y descubrir nuevos rincones donde encontrar magias perdidas o historias por contar) una cámara fotográfica. Ya había hecho fotos de la estatua, pero ese día enfoqué, instintivamente, el objetivo hacia la cara de la figura, utilizando una potente lente de aumento. Conforme iba acercando la imagen mi corazón se aceleró, y cada uno de sus tic tac parecía acompasarse con el aumento en el visor del rostro pétreo, que me iba mostrando sus detalles.
   ¡Mi sexto sentido no me traicionó entonces! Pude observar que una lágrima brotaba de uno de sus ojos. Pensé que mis sentidos me estaban gastando una mala pasada, una broma que, a mi edad, ya es adelanto de futuras enfermedades y, por un momento, aparté la cámara de su objetivo y desvié mi mirada a una pareja de jóvenes que pasaban por allí. Los seguí con la vista unos segundos: contemplé cómo desmadejaban, con paso lento de enamorados, los adoquines de la plaza y se perdían por una de las calles laterales, estrechas y vacías. El momento de tensión pasó, pero el interés permanecía, así que volví a enfocar a la estatua, aunque ahora sabía bien qué es lo que buscaba.
   ¡Allí seguía! Pero no era la misma lágrima, porque observé que un rimero de ellas recorría el rostro del fraile. Resbalaban por él hasta caer a sus pies, igual que el agua de lluvia que se estrella sobre los tejados. Formaban un pequeño charco que el calor del día evaporaba sin dejar que creciera mucho más.
   No podía creer lo que estaba viendo a través de mi cámara y, sin embargo, era tan real como el sol que me calentaba, o el suave tacto de la madera del banco donde me encontraba sentado. Aparté a un lado el aparato y me incorporé. Por un instante me dije que debía volver a mi casa y dejarlo todo. Llegué a pensar que me estaba volviendo loco, o que mi mente me gastaba una mala jugada aquella extraña tarde. Pero la tentación, la curiosidad, pudieron más que mi cordura. Así que, sin más preámbulos, me acerqué con paso lento hasta el pie de la escultura.
   Me paré y miré la inscripción casi invisible por desgastada. Era imposible saber quién era aquel hombre. Tampoco me importaba en esos momentos. Levanté la vista y contemplé su rostro, en un intento loco por atisbar esas imaginadas lágrimas, y descubrí otra de ellas... que brotaba de uno de sus ojos, como si hubiese esperado ese preciso segundo para hacerlo.
   No había nadie en la plaza, salvo yo. Yo y la estatua que lloraba. Yo y la sombra de la iglesia, que se alargaba conforme la tarde caía, y empezaba a cubrir, con sus tinieblas, un lugar ya de por sí bastante desierto y solitario. Sentí que mi corazón se lanzaba a una carrera desenfrenada en la que vencía a mi cerebro, e intenté sujetarlo con las bridas de la razón, para no salir huyendo de aquel sitio, o de mi propia imaginación dislocada.
   El hombre lloraba. De eso no tenía ya casi ninguna duda. No sé porqué lo hice entonces pero, en un gesto digno de un investigador meticuloso y tranquilo, me incliné levemente y mojé uno de mis dedos en el charquito que había a los pies del monumento. En esa postura, giré la cabeza a ambos lados, para cerciorarme de que nadie me observaba y, una vez comprobé que estaba solo, me llevé el dedo a la boca.
   ¡El agua era salada! Salada como el mar. Salada como la lágrima de un ser humano. Creí que un mar de piedra me arrastraba y me hundía en las profundidades de un piélago desconocido en el que descubriría lo que nadie antes conociera. Y en las simas de ese océano me encontraba, como por encanto, con el monje, que me sonreía mientras seguía llorando sin cesar, en una contradicción imposible de descifrar.
   Cogí la cámara de fotografía, con el ánimo de inmortalizar aquella escena o, quizá, de tener una prueba de que no había sufrido alucinaciones. Pero me quedé en el gesto, como si un sexto sentido –ese del que presumo con frecuencia- me dijese que no estaba bien, que podía romper un momento mágico. Dejé caer la cámara a mi costado. La dejé balancearse brevemente, cogida por la correa, y miré, ensimismado, el rostro del monje.
   ¿Por qué lloraba? La tarde se despedía con un último adiós, atravesaba las ramas de los árboles y rayaba las líneas duras y ariscas de la iglesia. La plaza se encontraba acosada por las inmensas sombras de la noche que llegaba, que apenas alejaban un par de farolas que empezaban a brillar, pobremente, con bombillas cargadas de polvo y años.
   ¿Por qué lloras? Sé que pregunté entre susurros al monje de manos dulces y rostro cansado. No obtuve respuesta. La piedra no puede hablar aunque tenga alma.
   Intenté adivinar qué le sucedía, la razón de su llanto callado y pétreo. ¿La soledad de una plaza perdida le había provocado, después de tantos siglos, una desazón que quemaba su espíritu? ¿Buscaba el consuelo del honor y el elogio? No, no podía ser esa la explicación. Aquél rostro reflejaba bondad, no orgullo. Empecé a observar la estatua con detenimiento. Busqué un detalle, una pista que me diese la respuesta. Mi mente se había puesto a trabajar. Me había olvidado de lo absurdo de la situación y me concentraba, como si fuese lo más natural del mundo, en encontrar la causa de una lágrima que brotaba de los ojos ciegos de un fraile pétreo. Y no pensaba en otra cosa, sino en descubrir de dónde nacía la pena del hombre sobre el pedestal.
   A pesar de la poca luz que me daban las farolas, que ahora brillaban más intensamente, al cabo de varios minutos hice el descubrimiento. Sobre su cabeza, y sobre sus hombros, atisbé manchas blancas y grisáceas. Una chispa se encendió entonces en mi cerebro. Y creí en ella, porque no había otra explicación. No la había porque esa noche la realidad y la fantasía se habían unido, y yo era un privilegiado por poder contemplar esa mística amalgama.
   ¡Faltaban las palomas! Yo era un visitante habitual de la plaza, y conocía el lugar desde que era pequeño. Ahora recordaba que hacía bastante tiempo que las palomas, antes siempre presentes, no estaban. Quizá una campaña de exterminio por parte de las autoridades había acabado con ellas, o las habían capturado y llevado a otro lugar. Quizá un ave de rapiña –algún mochuelo de un parque vecino, o un cernícalo al que pude seguir en su vuelo unos días atrás- las espantara... Lo cierto es que no estaban allí desde hacía semanas.
   ¿Era esa la causa? Los excrementos de las aves (esas manchas grises y blancuzcas) delataban su anterior presencia. Pero, me pregunté entonces, ¿podía echar el monje de menos a un animal que trataba su efigie de forma tan indigna? ¿Esas lágrimas eran provocadas por la ausencia de las palomas?
   No sé cuánto tiempo había pasado sumido en mis meditaciones, pero tuvo que ser mucho, porque la oscuridad a mi alrededor era ahora mayor, y casi se podía palpar. No podía ver con claridad si la estatua seguía llorando pero, casi como si quisiera demostrarme que sí lo hacía, una de sus lágrimas golpeó contra el dorso de mi mano. Me sobresalté y salí de mi ensimismamiento.
   ¿Echas de menos a las palomas? Le pregunté, y me sentí inmerso en una fantasía que temía acabase devorándome, pero la sentía tan real que nada me importaba entonces.
   No esperaba ninguna respuesta. No debía haberla esperado. Pero sucedió. Quiero creer que el monje me sonrió, aunque pudo ser una ilusión provocada por las luces parpadeantes de las farolas. Me froté los ojos, y pensé en la estupidez que acababa de cometer, y entonces... Entonces las manos se separaron y los brazos de la estatua se extendieron y formaron una cruz. Durante unos segundos el fraile de piedra se quedó en esa postura, como si esperase que las desaparecidas palomas, aquellas aves defenestradas tiempo atrás, apareciesen y se posasen sobre sus brazos y su cabeza. Después, volvió a bajar lenta, muy lentamente, sus brazos, y cruzó sus manos sobre su vientre, visiblemente derrotado por la infructuosa espera.
   Retrocedí unos pasos, sin dejar de observar la estatua. Era como si nada de lo que había visto hubiese sucedido nunca. La noche, madre consoladora, se convirtió en una manta protectora que me acompañó hasta mi casa. No pude dormir. Ni lo he hecho apenas desde entonces en mi lucha incansable por conseguir que las palomas vuelvan a la plaza.

   Las autoridades me llaman loco. Los vecinos dicen que traer de vuelta a las aves va contra la salud del barrio, que son animales despreciables. Nadie las quiere, salvo yo y el monje de piedra. Y sé que por las tardes la estatua llora, desconsolada, atrapado en piedra su corazón de poeta, en mitad de una plaza solitaria, triste, cargada de sombras y ausente de palomas.

Aldebarán

Relatos FM


Calle Arroyo Azul Número 54

                                           
Las dos de la tarde. Como todos los días, a esa hora recordó a su madre.
Diez minutos antes de las dos, ella comenzaba a vestirse para volver al trabajo,
después del descanso del mediodía. En primer lugar se ocupaba de las medias. Las examinaba con cuidado para constatar su estado, antes de ponérselas. El grado de deterioro que lucían, le indicaba cuánto faltaba para fin de mes. Llegada esa fecha cobraba su sueldo, y se compraba un nuevo par. Aún no terminaba de ajustarse el ancho cinturón negro, cuando abría la puerta para marcharse, y sin mirarlo le advertía:
"Cuidado con quien andas. Sigue frecuentando a esos "perdidos", y terminarás mal".
Sonrió con esos recuerdos de su niñez. Se entretuvo mirando a los árboles correr en sentido contrario al tren. No concebía otra manera de viajar. Le permitía pensar sin apuro. Repasar detalle por detalle el plan. En su oficio el error no se toleraba.
Un hombre obeso le pidió permiso para sentarse en el asiento frontero. Encogió las piernas para que pudiera pasar. Un gesto de disgusto se dibujó en su cara. Se había ilusionado con viajar solo.
"Terminarás mal". ¿Qué pretendía decir su madre con eso? Nunca se lo preguntó. Y ella tampoco lo interrogó cuando el dinero empezó a sobrar en la casa. Lo primero que hizo fue regalarle muchos pares de medias. Simplemente aceptó sin comentarios. Y reaccionó igual cuando le rogó que no trabajara más. Tan solo exhaló un suspiro de alivio. Estaba cansada. Se le notaba en el rictus amargo de la boca, y en esos prematuros mechones blancos en su cabeza.
Calle Arroyo Azul número 54. Esa era la puerta que debía golpear.
"Vive solo. Apenas abra, cumple con tu parte"- le ordenaron.
No pudo continuar pensando. Su compañero de viaje había hecho realidad sus temores.
Deseaba charlar. La rutina de siempre. Las mismas preguntas. ¿De dónde venía? ¿Hacia dónde iba? Por cortesía le devolvió idénticas interrogantes. Enseguida se arrepintió. El hombre se desató en una larga explicación de su vida. Viudo y sin hijos, se había retirado poco tiempo atrás. Años en una actividad complicada. Había elegido para su  descanso un lugar tranquilo. Por casualidad, el mismo pueblo hacia donde se dirigía él.
Lo envidió. El retiro no era de recibo en su mundo. De poder hacerlo, hubiera tomado
idéntica decisión. Un lugar apacible, lejos de las complicaciones de una ciudad grande.


                                                                                                                         
Ahora respiró aliviado. Su ocasional compañero se había refugiado en sus propias añoranzas, con la vista fija en la campiña que atravesaban.     
Aprovechó para volver a sus recuerdos. Su madre no disfrutó por mucho tiempo la bonanza. Pocas horas antes de partir le dijo:
"La vida no te dio opción. Tomaste lo único que te ofreció. Cuídate".
Le hubiera gustado preguntarle desde cuando lo sabía. Pero no lo hizo.
A partir de entonces vivió solo. Las mujeres que pasaron por su vida no le dejaron huellas. Jamás quiso involucrarse con ninguna. Tampoco tenía crisis de conciencia.
Lo suyo era un trabajo como cualquier otro. Tan solo le interesaba hacerlo bien.
La voz del hombre obeso lo sacó de sus cavilaciones."La próxima parada es la nuestra". Descendieron, y quiso saber a donde se dirigía. "¡Qué coincidencia! En esa calle vivo yo. Es cerca de acá. Caminemos". Mientras, siguió con el monótono relato de su vida. Todos tenían derecho a un merecido descanso, ¿no le parecía? No se puede trabajar hasta el último día de nuestras vidas. Desearía que los demás pudieran hacer lo que hacía él ahora. Pasear, leer, o caminar sin rumbo fijo y sin horario. Y sobre todo no tener que rendirle cuentas a nadie.
Calle Arroyo Azul número 54. "Esta es mi casa. ¿Y usted que número busca?". Pese a la brutal sorpresa, sus reflejos funcionaron bien. "Es más adelante"- contestó con unos segundos de retraso. "Bueno, despidámonos acá. Fue un gusto"- Recordó las órdenes. "No te dejes engañar por las apariencias. Parece inofensivo, pero es tan peligroso como una cobra. Lástima que haya elegido retirarse. No lo podemos permitir, pues sabe demasiado. Los retiros provocan que se baje la guardia. Una noche en un bar con un amigo, o en la cama con una mujer, tienen la necesidad de contar sus secretos. No correremos ese riesgo".
Tenían razón en todo. Más que nada en eso de bajar la guardia. De otra forma no se puede concebir que le diera la espalda, para introducir la llave en la cerradura. Sintió pena. ¡Parecía tan feliz con su nueva vida!  Pero la venció enseguida pensando en su madre. Con sus medias rotas, su rictus de amargura, su mechón blanco y su cansancio. Justo a tiempo, porque en ese momento un resorte saltó en el cerebro del hombre obeso. Giró rápido, llevando la mano a la cintura. Pero era tarde. Lo único que logró fue enfrentarse al cañón de una automática. Lo último que vieron sus ojos.

Norteño

Relatos FM


Los rígidos dictados de un falso dios y la primera venida


"Hasta la reina Isabel baila el danzón, porque es un ritmo muy dulce y sabrosón..." desde el fondo del patio invade el aire la sutil cadencia de la gran orquesta Aragón en un programa radial dominguero. ¿Qué cojones me importa a mí lo que baile o deje de bailar la reina Isabel? Dices, mientras das media vuelta apretando la almohada contra tu cabeza. "...hoy por ser día de tu santo..." En tenaz regateo con el de Petra el radiorreceptor de Nuria llega por una ventana lateral con estridencias de cornetín, allí, un mariachi sin nombre interpreta las mañanitas del rey David. ¡Manda puñeta! Con tanta bullaranga rompe tímpanos quién **** no va a espabilarse. De manera tajante despiertas mandando al infierno a todas las monarquías del mundo nacidas y por nacer, para no pensar abiertamente que tus vecinas son del carajo. Boca arriba, entre sábanas tibias debajo del mosquitero aún abres los ojos. Te estiras, bostezas y las manos en rústica caricia frotan tus ojos. Imaginas que sentirse así, con la verga tirante como ahora es lo más próximo que va a estar tu vida al edén... a la gloria. Estamos en Cuba socialista palante y palante, es un poco más de la mitad del siglo XX y mencionar esas palabritas religiosas son cuestiones tabú, ya José Martí gracias al plumazo de algún dirigente del partido comunista no es apóstol si no Compañero Héroe Nacional. Por tu atea educación marxista/leninista se supone ignoras todo lo que sea bueno sobre temas místicos. A Evaristo el zapatero y los de su familia por ser los únicos adventistasnotocodineroensábado de esta barriada la gente los mira como a bichos raros, ya que desde los viernes por la tarde se fastidia con él la reparación de zapatos hasta el lunes. Si al menos la música que sintonizan en sus radios desgalillados fuera de mi gusto. Te agrada oír a "los extranjeros pelúes esos", como dicen en tu casa de todos los ritmos que no sean cubanos o en español, sus melodías solo puedes escucharlas desde lejos, sentado en cualquier contén del barrio provenientes de tocadiscos en alguna que otra fiestecita sabatina a puertas cerradas. Los Beatles te emocionan, pero el día de los quince años de María tu prima, en el papel de autorización para la fiesta de cumpleaños que Nicolás tu papá trajo de la policía ellos eran los primeros en la lista de músicos prohibidos, pasando por Raphael, Feliciano, Julio Iglesias, Roberto Carlos y otros muchos. Cuando hice el intento de dejarme el pelo un poco largo igual a la foto de John Lenon que tengo escondida, ¡la que se armó!, me busqué tremendo lío con mis viejos por la queja del maestro. ¡Rolobaldo Chamizco! ¡El muy "distinguido" maestro de primaria!  ¡Claro! Ellos se conocen bien, son miembros activos de la brigada contra el diversionismo ideológico, esa que algunas noches persigue y atrapa melenudos (y también beatos pelones) por todo el pueblo, a los que más tarde conducen hasta el parque municipal para raparlos sobre una tribuna, de ahí, los embarcan en autobuses junto a otros infelices caídos en el jamo, y siguen viaje directo, ya pelados al rape, para Camagüey a cortar caña en unos campamentos llamados Unidades Militares de Ayuda a la Producción.  A José Alberto Soca, el único niño testigo de Jehová de toda mi escuela, Rolobaldo el maestro mulato le da unas tundas por cualquier motivo, me da tanta lástima, ¡está tan desmirriado el chico! Hasta sientes vergüenza de no poder sonarle una trompada al abusador aunque sea tu maestro. Me cae muy mal ese mulato con toda su guapería barata de pañuelo de colorines en la mano, sus largas patillas de pelo rizado, pantalones tubitos y zapatos punta de estilete. Piensas que Soca es muy audaz, los viernes Rolobaldo lo para delante de toda la escuela como si fuera una gracia y trata de obligarlo a que cante el himno nacional, salude la bandera o se ponga una pañoleta de Pioneros y grite a todo pulmón como los demás "¡Pioneros por el Comunismo! ¡Seremos como el Ché!" El niño tercamente no hace nada de eso, entonces se las guarda todas para más tarde. Ya dentro del aula vienen las bofetadas en ambas mejillas para el muchacho. No me gusta el atropello, pero es chocante porque bandera, himno nacional y pañoleta son cosas serias para mí y no puedo entender como alguien si es cubano igual no ame al comandante en Jefe Fidel Castro, o al "Ché" Guevara, a su patria y ni quiera defenderla. Soca nunca habla nada de religión con nadie, es un niño normal, hasta se porta mejor que muchos. Y no es burro como Tomás, Domingo, o Armando los que al decir de los maestros tal vez les lleguen muy pronto sus chequeras de jubilados antes de terminar la primaria, y siempre entre ellos tres en el meadero nos las muestran y se vanaglorian del tamaño de sus vergas. Recuerdo a Matías Silva Pérez el que salió directo del tercer grado para el servicio militar obligatorio. Un día, en el recreo, conversando con José Alberto le hiciste saber que conocías algo del Apocalipsis, quedó sorprendido. Se ve que ama mucho su cosa esa del "atalayismo". Él te explicó que "Atalaya" es una revista de ellos no una ofensa, es como si a ti te dijeran bohemista por esa revista que lees nombrada "Bohemia". ¡Mira que estoy flaco! Mis dedos sienten las costillas. ¿Cuál será la diferencia entre lealtad a Fidel, a la Patria, la bandera, o fe y Sagradas Escrituras? Ya no te llama mucho la atención jugar a las bolas y los trompos. Los juguetes ya no se compran en enero. Siempre supiste que los reyes magos no existían. Ayer por casualidad pudiste ver a Laydi, la hija de Petra, desnuda frente al espejo de su cómoda, la ventana de ellos que da al patio vuestro estaba abierta, tienes deseos que hoy suceda otra vez. ¡Le vi los pechitos! Abajo tiene una pelusilla igual que yo. Si mi madre no se hubiera sacado una barriga, como le dijo abuela, yo tuviera un hermano, o quizás una hermana. Me enteré de eso el día que discutieron y mamá contestó que como estaban las cosas en este país conmigo ya era bastante. Conoces historias bíblicas porque te gusta leer mucho y has leído a escondidas la que tu padre tiene oculta en una gaveta del armario. Escuchaste al comandante en jefe el otro día en un discurso decir algo de unas "farisaicas palabras" dichas por algún líder yanqui o chino y te fue comprensible la idea. Mi papá anda ahora por la provincia de Camagüey en la gran zafra esa de los diez millones que se está haciendo.  Todo lo que se escucha en la radio, hasta la música, siempre es ese alboroto de "¡Los diez millones van, van!".  Cuando voy a ver los muñe o las aventuras en el televisor de cualquier vecino, ahí,  en los dos canales andan con esa misma cantaleta de que "¡Los diez millones van, van!". En su sala Teté mi vecina en un gran altar montó una santa Bárbara grandísima, ella los cuatro de diciembre hace una fiesta, se pone un vestido rojo y le pone frutas, muchas velas y flores. Los mulatos orientales de la cuartería en una esquina de su cuartucho tienen una mesa llena de vasos transparentes con agua y ellos la llaman "bóveda espiritual". A la familia de Pino el albañil les dicen los "pentecostillas" o pentecosteses; las mujeres de esa casa no se afeitan las piernas ni el sobaco ni se pintan los labios. Carmita, la rubia delicada de la acera de enfrente le gusta ponerse collares de cuentas multicolores y vestirse de blanco, también usa un turbante, ella fuma tabacos los viernes, detrás de su puerta está la imagen de un hombre negro de dos caras y un san Lázaro en un altar, al igual que a su negro le pone dulces y frutas. La Biblia papá la estaba empleando últimamente para hacer sus cigarrillos "tupamaros"*. Primero utilizaba unas revistas muy hermosas, se llamaban "Carta de España" y le fueron obsequiadas por Manolo, tu tío que es asturiano. Pero se le terminaron aquellas hojas de estupendo y fino papel y como ese padre tuyo no puede estar sin fumar se fastidió el venerable libro, ya que tenía por coincidencia las mismas características materiales en sus páginas y éstas fueron a parar a la maquinita de los cigarritos. Eso se lo enseñó Manolo, según él ya lo había hecho cuando la guerra por la república española.  De ella, pienso que se puede decir complicada. ¡Porque mira que la Biblia es puro enredijo ante mis ojos! ¡Siempre me admiran las epopeyas metidas ahí! Como esas partes narrando de tipos que vivían una tonga de años y ya caducos engendraban un celemín de hijos, o enanos descalabrando gigantes. ¡Y los judíos jodiendo tanto al Cristo!, y él sin embargo se dice nos ama a todos.  Sabes bien que a Juan Francisco, Osvaldito y Graciela, sus familias de pequeños los hicieron bautizar y no hace mucho les celebraron la Primera Comunión, ¡hasta con fotos! Son católicos y van los domingos a su iglesia, la grande con campanarios repicadores que es el centro del parque. En la escuela, Rolobaldo los mira pero no los toca. La verdad que en ese libro gordo hay de todo, guerras, decapitaciones.  Extraño un poco a papá, es muy cómico verlo fumarse sus cigarrillos ilustrados parece como si inhalara conocimientos. Hace tiempo no le dan pase. Mamá comentó el otro día delante de mí con su hermana Fefa, la mujer de Manolo: "Colás tiene que aguantar toda la zafra si quiere ganarse un televisor ruso, ojalá pueda terminarla para que Ernestico no tenga que ir a molestar a casa de nadie". Ella sabe que del hogar de muchos vecinos con televisión te botan a cada rato. ¡Si yo casi ni hablo! Raulito, el hijo de Nuria la que cobra  por tirar las barajas, es mi amigo; y una tarde me dijo que eso de echarme de algunas casas era porque le tenían mucho rencor a los míos en el vecindario. Tu Mamá es dirigente municipal de los CDR* y Nicolás, aparte de su trabajo, es el presidente del comité a nivel de cuadra, además por las noches son auxiliares voluntarios de la policía y siempre están alertas y vigilantes ante lo que hacen los demás vecinos. Se te ocurre entonces que esas personas del barrio los miran a ustedes como a bichos peligrosos, pero tú no tienes culpas en ese potaje. Me gusta mucho la parte esa del Génesis cuando los vecinos bugarrones de Lot, habitantes todos de un ciudad maldita conclusa para sentencia, le querían pasar la cuenta a unos ángeles encubiertos de visita en su morada y como el anfitrión trató de defenderlos entreteniendo a la turba con las cositas  peludas de sus hijitas, pero que va, los testarudos pobladores le dijeron que ellos deseaban los hermosos, sonrosados y jóvenes culitos de la visita. ¡Uf! Verdaderamente es muy complicada,  pero nadie puede explicarme nada...  me gustaría entender.... Anhelo tanto tener eso que llaman fe. ¿¡Qué es esta costra blancuzca que tengo en el calzoncillo!?

*CDR: Comité de Defensa de la Revolución, organización de masas creadas por Fidel Castro.

Juan Preciado