Noticias:

Si continuas navegando aceptas nuestra Política de Cookies

Menú Principal

IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

Tema anterior - Siguiente tema

Relatos FM

Un año más la acogida del concurso ha superado todas las expectativas. Tenemos alrededor de 100 relatos en espera de ser subidos a la web. Un poco de paciencia :drunk:

Relatos FM


Solitaria en la Ciudad


Su nombre es Amanda y tiene 70 años. Está sentada en la sala de estar de su casa, absolutamente sola. Su alma es su única compañía. Ningún otro ser habita la tierra; todos han muerto.

Ella es la encargada de cuidar el jardín imperial de Moscú,  labor que insumió gran parte de su vida, y que heredó de su padre, Vladimir, quién al fallecer le recomendó dedicarse a ella con amor y vocación de servicio, aún frente a las adversidades más terribles.

Su trabajo fue muy absorbente, tanto que se olvidó que vivía en una hermosa ciudad, con castillos cuyas paredes reflejaban la  historia misma de Rusia y su gente. No tenía trato personal con nadie. Su única conexión con el mundo exterior eran los proveedores que asiduamente concurrían al Palacio para hacerle entrega de los insumos necesarios para embellecer el jardín imperial.

Así pasaron los años y Amanda se encontró un día con que era la única sobreviviente de la tierra. No tenía a nadie cerca para preguntarle la causa de la desaparición de los habitantes del planeta Tierra. Al observar esta situación, decidió salir de los límites de su jardín imperial y se fue a recorrer el bosque que lo circundaba para conversar con sus moradores.

Los pájaros del lugar se sorprendieron al verla caminar por el sendero principal del bosque. Entonces, uno de ellos se cruzó en su camino para llamar su  atención dio contínuos picotazos en el tronco de un viejo y añoso eucaliptus. De inmediato, Amanda se aproximó al pájaro carpintero y le preguntó la causa de la falta de pobladores en el planeta. Este le respondió que había sucedido una desgracia muy grande, una peste, que terminó con la vida de todas las personas, solamente quedó ella por su dedicación al jardín. El hada madrina de las flores le concedió la salvación.
Al escuchar esta noticia, Amanda regresó muy pensativa a su hogar, tan ensimismada estaba en sus pensamientos que no escuchó que golpeaban la puerta de su casa. Grande fue su sorpresa al atender  el llamado, ya que quién golpeaba era un rubicundo ángel, de túnica color marfil.  Repuesta de su desconcierto inicial, Amanda preguntó a su inesperado y especial visitante el motivo de su presencia, tras lo cual Miguel Arcángel respondió que la necesitaba para cuidar el jardín celestial, ya que estaba bastante descuidado, y él había tenido noticias de que ella era una excelente jardinera.

Dicho esto, el ángel tomó de la mano a Amanda y juntos comenzaron a recorrer el largo y resplandeciente túnel celestial. 

Alondra

Relatos FM


Los Verdugos
         

Lanzamos la moneda al aire, y esperamos ansiosos que el azar nos asignara una muerte inminente. Cara o cruz, la moneda revoloteó en el aire, y después cayó lenta, burlona, desafiando al tiempo. Mientras los dos nos mirábamos con los ojos ejecutores de un verdugo.

         Todo ocurrió en aquél  tedioso pueblo donde vivíamos. En el centro de la plaza existía un patíbulo con una guillotina de la época de la Inquisición.  Había resistido a todas las adversidades, inclemencias del tiempo y cuantas guerras habían acontecido hasta entonces. Formaba parte de la cruenta historia del pueblo y nadie, nunca,  se había atrevido a  derribarla.

         Los vecinos convivíamos en  buena armonía. Mi marido y yo también, pero éramos un tanto austeros y repetitivos, lo que hacía de nuestras vidas una mera rutina. Hasta que un día, decidimos romper con esos hábitos y hacer algo distinto que acabara, para siempre, con nuestro aburrimiento.

        Convocamos una reunión general y,  bajo votación, determinamos volver a poner la guillotina en funcionamiento. Necesitábamos revivir aquellos tiempos de herejes y brujas, de los que nuestros antepasados habían dispuesto. Para ello,  fue necesario darle unas manitas de pintura  e instalar una cuchilla en buen estado. Colocamos sillas alrededor del patíbulo, y tras unos días de reflexiones y acuerdos, nos dispusimos a dar comienzo el espectáculo.   
                                                         
        Así fue como buscamos  la manera de  escoger reos y verdugos. Primero nos elegíamos al azar, pero después decidimos hacerlo de forma  más divertida. Competíamos en juegos y concursos durante los días de la semana, quedando dos finalistas. Y el domingo, el día fijado para la gran fiesta, la fortuna de  una moneda  lanzada al aire, otorgaría el papel que cada uno iba a desempeñar. Cruz para la víctima y cara para el verdugo.

       En el pueblo se respiró un ambiente más jovial. Todos los domingos, ya lloviera, nevara o hiciera un sofocante calor, a las doce, después de  salir de misa, entre la agitación y el bullicio del la gente, empezaban a rodar cabezas.

       Mi marido y yo actuábamos con sumo cuidado para no tener que probar el infortunio de la guillotina, aunque no sentíamos temor alguno ante la posibilidad de ser decapitados. La obsesiva  idea de ser, únicamente, verdugos, obnubilaba  nuestra razón.  Necesitábamos ayudarnos más que nunca para salir ilesos de esta hecatombe. Las pericias y alguna que otra trampa en los juegos eliminatorios, nos conducían  a conseguir tan esperado fin. Tanto fue así, que poco a poco, nos íbamos encontrando solos. Hasta que un día, sin darnos cuenta, habíamos sobrevivido a todos nuestros vecinos.

      Nunca antes, habíamos vivido unos días tan pasionales e intensos. Descubrimos nuevas experiencias y un amor casi salvaje que no duró mucho tiempo. La rutina, nuevamente, se volvió a apoderar de nosotros. Un día, hallándonos cara a cara  los dos verdugos, nos dimos cuenta de la impiedad  que despedían  nuestras miradas

Esmeralda Ares

Relatos FM


Viaje en Ascensor


   Vivimos en un edificio alto con ascensor. La urbanización Parque Roma tiene siete bloques de edificios de trece y catorce pisos de altura y sólo hay un ascensor. Una vez subí al noveno en escaleras, conté nueve mil trecientos treinta y tres peldaños como una de esas pirámides mayas, ¿cómo podían vivir los mayas sin ascensor? Mi abuela lo llama elevador y mi hermano pequeño Daniel no llega a darle al nueve. Yo ya llegaba cuando mi madre montaba en él. Mi madre, dice la abuela, montó en uno que va al cielo. Tiene que ser muy alto ese edificio. 
   Nuestro ascensor tiene una lucecita roja en la puerta. Cuando la lucecita está mucho tiempo encendida el vecino del quinto golpea la puerta y dice: <<Ya está otra vez ese idiota>>. La puerta es azul y tiene un cristal por el que se ve pasar, arriba y abajo, al vecino del cuarto que es autista y se llama Luis. Al pasar se le oye reír y saludar Heeeeee, Holaaaaa. Al vecino del quinto le pone furioso <<Nos está tomando el pelo>> dice, pero él es calvo, serio, musculoso, nunca le he visto reír. Dice que va a llamar a la policía. La abuela me dijo una vez que el vecino del quinto es un imbécil.
   Y cada vez nos reunimos más vecinos en torno a la puerta del ascensor, esperando a que la lucecita roja se apague. La gente habla poco en el ascensor, miran al suelo, juegan con las llaves, hablan del tiempo, pero yo he conocido a todos mis vecinos en el ascensor, de viaje por los pisos, menos al señor Antonio, el portero, que es del mismo pueblo que mi abuela y le hacen gracia las bromas de Luis con el ascensor.
   Y es que Luis, el autista vecino del cuarto, ha vuelto a hacer la gracia. Se ha vuelto a adueñar del ascensor y lleva toda la tarde subiendo y bajando sin dejar montar a nadie más. El portero ha subido por escaleras al segundo y casi lo ha cogido, pero Luis, según cuenta Antonio, ha logrado escapar y ahora ha quitado los fosforescentes del techo por lo que no se puede ver dónde va ni dónde para. Subir y bajar a oscuras da miedo pero nadie te ve por el cristal. Dentro hay un espejo y un cuadro con los números de los pisos que van iluminándose de izquierda a derecha, subiendo o bajando.
   Luego han llegado los padres de Luis, la policía local y los bomberos, pero Luis no es tonto y se ha auto-colgado entre el sexto y el séptimo y no le pueden sacar. Yo sé cómo lo ha hecho, tirando de la puerta, me lo enseñó un día. También sé por qué lo hace.
   Luis es grande pero sus padres le tratan como a un niño <<Te compraremos chucherías>> le gritan desde la puerta. Se compra gominolas en la misma tienda que nosotros y habla mucho conmigo y con Dani, aunque dicen que es autista, yo sé que habla mucho por las cosas que me cuenta: ha estado en África, en Arabia y en el Ártico. La abuela dice que siempre será un niño, pero Luis no va al colegio, ¡qué listo!, ¿cómo lo hace?
   Luis es alto y tiene tripa. A veces lloraba y era muy raro ver llorar a un tipo tan grande. Le gusta ir solo, siempre solo, nadie puede seguirlo. Anda siguiendo los bordillos y tocando las farolas, siempre en zapatillas y pantalón corto con los calcetines muy altos. Su cinturón apenas puede contener su barriga de oso, eso parece, un oso, un tremendo y hambriento oso de peluche. Es especial, no parecía que te estuviera escuchando y nunca te miraba a la cara, pero no sé cómo te oía y te veía. Luis no veía como nosotros, la abuela dice que él ve otra realidad, es autista, por eso sé que viaja en ascensor. 
   El ascensor puede llevarle a cualquier parte. Dani y yo montamos con él un día y nos lo enseñó. Uno es África y está muy bien. Oíamos elefantes, rugidos de tigres y aullidos de monos. Si Luis llama al primer piso no le abren el señor y la señora Martínez sino un bantú con un diente de león en la nariz y taparrabos de piel de leopardo que tiene una sala de espera y un largo pasillo con muchas habitaciones que te llevan a diferentes lugares de África. Tras la puerta de un cuarto que le gustaba a Luis hace mucho calor y hay que ponerse pantalón corto y calcetines hasta las rodillas porque hay unas hierbas que son como las melenas del león y pican mucho.

   El quinto también está bien, es silencioso, es Arabia. No vive el calvo serio y su pastor alemán sino un beduino de traje blanco te ofrece té y tabaco en un salón alfombrado. Una larga fila de desiertos se ocultan tras las puertas del salón, suaves dunas, caravanas de camellos, huracanes de arena cubren el sol naranja sobre un montoncito de casas blancas. Vi el desierto del Gobi que aparece en los mapas del colegio.

   El último piso es el Ártico. El dueño del piso trece es un esquimal con capucha y arpón. Del humo que echaba por la boca salían cosas. Luis nos enseñó a hacerlo. Si imaginábamos algo, el humo se transformaba en eso, así tuvimos ropas y una canoa. Vimos el océano azul y los lomos grises de las ballenas lanzar chorros de agua blanca. Seguimos a los pingüinos e imitamos su manera de andar. Construimos un iglú y como el día no se acababa nunca hicimos un muñeco de nieve gigante con el humo de nuestras bocas.
   Ahora Luis estará viajando en ascensor. Se lo he contado a los vecinos pero dicen que Marta es una mentirosa y le echan las culpas a mi abuela. Por eso siempre que subo en ascensor con ellos miro al suelo, contengo la respiración, disimulo, hablo del tiempo <<Hoy hace frío>> le dije a Lola la vecina del trece, y en verdad pienso en el frío del Ártico.
   ¿Dónde estará ahora Luis? La abuela ha bajado y ha cogido a Dani de la mano. El vecino del quinto se ha puesto a gritar a mi abuela y Antonio le ha dado un puñetazo. La policía se los ha llevado y nos han dejado solos con los bomberos. Dicen que igual tiene que quedarse ahí <<colgao>> toda la noche. ¿Dónde estará? Qué suerte tiene de poder viajar toda la noche por los pisos, en ascensor. 

El Ascensorista

Relatos FM


"El sombrerito de María,
dice que es moda llevarlo así, pero,
en ella, diríase que se le va a caer,
o que ya se le ha caído." (Lorca)

El Sombrerito de María


Subo por la calle Fuencarral, y llego hasta la sombrerería del número ocho. El calor se pega a mi piel, como la abeja lo hace al panal. El cielo tiene un desconche por donde me cuelo. La luz del alba me mece mientras mis pies bailan al son de Fred Astaire. Veo un letrero en la puerta que agranda mis ojos: " Traspaso por defunción". Entre panameños y sombreros de copa, hay uno que me sonríe y me invita a pasar. El dependiente me dice: _ Es el sombrerito de María_ y añade: _ Es el auténtico, el que iba pegado a su nuca_
_ ¿Cómo ha llegado hasta aquí?_ le pregunto con desdén
_ No lo sabemos, pero sólo se irá, con aquella persona que él quiera, es muy suyo, este sombrerito_
_ ¿Puedo probarlo?_
_ Por supuesto, ella lo hubiese querido. _
El sombrerito entró en mi cabeza, lo hizo como un guante. Salí de allí deprisa, como quien pierde la sesión de las siete. Las calles parecían otras. Los adoquines bailaban en la acera. Me llevaban hacia el Lyceum Femenino en simón. _ Pare por favor, estoy seca_
El Sombrerito de María Página 2
Llegué al bar con ganas de quitarme mi sombrero ladeado de color de la paja . Mi garganta era una alcantarilla seca por donde corrían arañas en la noche. Como siempre las chicas andaban a la gresca.
En el rincón estaba Clara Campoamor que brindaba por el voto femenino, mientras que Victoria Kent con las llaves de la prisión colgando gritaba: _ Acabaremos exiliados, como sigamos así_ y añadía: _ París se llenará de suites francesas_ Todas las servilletas de papel se arrastraban hasta los rincones portando la sabiduría de los libros. La institución libre de enseñanza había entrado con tanta fuerza que un Lyceum femenino bebía los últimos sorbos de un Protos recién sacado. Armindo el dueño de aquel local, ponía en la mesa algunos pinchos morunos, y gritaba: _ Venga caballeros que las damas esperan_ Un hombre con sombrero hongo impostaba la voz hacia fuera y decía: _ Desde que las mujeres habéis abandonado vuestras casas, éstas se hunden_
María de Maeztu que hace su entrada en la taberna le replica: _ Quiero que un día vengas por la Residencia y observes como la cultura nos hace libres_ Él responde con aire lisonjero: _ Te parece que sois libres, pero seguís anclada a vuestro pasado, a una primera república, y creéis que con esta podéis revolucionar a las masas_ María quitándose su abrigo de pañó: _ Querido eso sólo puede hacerlo Ortega y Gasset_ Lorca en una esquina toma un muñeco de guiñól, se levanta y se acerca a la barra: _ Dame un corto Armindo, esta tarde estrenamos unos entremeses en La Barraca_ Armindo sonriendo le contesta: _ Esos los pongo yo de aperitivo todos los días_ Los decibelios sobrevuelan por el techo, rebotan de forma endiablada por la pared. El ruido es ensordecedor. Armindo sigue atendiendo a la clientela. Sus gotas de sudor caen en los vasos de los clientes, la bebida sigue subiendo como la música de las voces lo hacen en el bar. Jacinto Benavente se encuentra en un rincón con el periódico y grita: _ Los bares de Uruguay tienen más solera_
El Sombrerito de María Página 3
El bar tiene ventanales, parecen los ojos de un cuervo, por ellos se ve la luz de la calle. Las gentes bailan al son del domingo. Unos juegan al domino, otro se increpan en tertulias políticas, mientras que otros beben y comentan los avances de la vida cotidiana. Las horas avanzan de madrugada, están preñadas de dudas. Una manecilla larga avisa a la corta del cierre de La amarilla. Armindo se pone de pie en un taburete de madera y dice: _ Ha llegado la hora_ Todos en un silencio que se oye, contestan: _ El miedo tiene miedo_ Un bombardeo en la ciudad comienza a escucharse.
María de Maeztu levantando una copita de calisay grita: _ Mantengamos la cultura. Ella luchará en el frente_
Me dirijo a ella, con el sombrerito en la mano: _ Creo que esto es suyo. No me pertenece_
_ Tú eres de mi, como yo de ti, es tuyo_

Lidia

Relatos FM


La mañana


Todo, hasta las persianas,  está en tinieblas. Nada puede verse pero el vértigo me indica que nada está quieto. La mañana seduce con la falsa promesa del día en el que todo cambiará mientras la rutina se va eternizando, jornada a jornada, ojera sobre ojera: despertador, puteada, a la ***** los sueños que están hechos de escombros y olvidos. Realidades muertas, polvo que vuela tras el soplido de la luz y de las voces fatigadas que penetran las rendijas que se tomaron confianza. Todo en mí es asqueroso, triste. Hice un gran esfuerzo por envilecerme y matar el tiempo en miles de botellas, pero pronto tuve que saber que todas terminan estallando contra cualquier muro y en cualquier madrugada. Mejor no me despierten, que la ira duerma, que la decepción se encierre y vuele y sea el polvo que la muerte saboree con la boca babosa y socarrona. Tuve toda la intención de perderme en el humo de la yerba, en los maduros, en frascos espesos y amarillos, en las ruedas, pero todo desembocó en una angustia sucesiva, como un paso detrás del otro. Ya la fuerza me abandona, ya las letras pueden verse: no tiemblan, y son nítidas y simples. Intenté estrellarme contra las paredes, cortarme los pelos con una navaja minora; entregarme al pago del jornalero, a la música que se canta con las tripas silenciosas, a las uñas sin mugre, a las promesas de unos labios que buscan convencerse de que nunca existirá una última vez, una despedida derrotada por no haber encontrado más que un poco de ***** en la suela de los zapatos.
En el Palacio de Nariño me detengo y bajo a la olla de la ele. Los tombos pasan y saludan con complejo y respeto a una corbata que me asfixia. Algunos mendigos se ocultan mientras otros muy limpios me piden monedas para alimentar sabandijas, pero antes prefiero escupir en sus rostros unas cuantas flemas antes de someter mi alma al ruido de las limosnas que prolonguen la farsa. La hoja de vida bajo el brazo pesa como una tonelada de razones, de reclamos, de menesteres que deben parar en la comodidad del basurero. Llego. Huele a que nada importa. Me siento un poco menos peor entre la hipocresía de las ratas perdidas, pendencieras, que en su renegada miseria envidian la comodidad esclava de las filas interminables que afuera caminan muy pulcras y cargadas de la necesidad de creer en verdades que brillan en sus ojos y pulen sus dientes lambones. De rodillas que la vida es dura y la espera nunca sabe para dónde va. De rodillas para que el cansancio sea la excusa que no pregunte, que se despida con un beso dulce y esconda sus manos bajo las sábanas, los dedos dentro de un culo obediente lleno de sangre por andar convenciendo, viviendo, siguiendo y haciendo parte de la realidad que reglamenta el lento suicidio de entre semana y el posterior y tramoyero escape hacia el exiguo descanso amnésico envuelto en banalidades, en brindis, en palabras vacías, estúpidas, convencidas de la verdad que les permite ver su billetera atiborrada en la noche llena de culos esperando la mejor propuesta. La séptima es una carrera muy larga. Los zapatos brillan demasiado y el protocolo fue cumplido con un convencimiento, se pensaría, ingenuo, motivado. Nada más falso. Nada más triste. -El empleo es suyo-. Salgo del edificio. Algo huele mal. Algo pasa entre la gente, algo pasa en sus miradas, con sus tacones, con sus corbatas: todos van directo a un mórbido pozo séptico bordeado de pétalos rojos. La séptima es una carrera muy larga. Tan larga que devora el sendero y el final, que esconde el hueco en el que los cuerpos caen uno sobre otro en una respetada fosa común, convencidos de estar salvando su espíritu obediente, su futuro en la tibia eternidad de su convencida estupidez. Ya no hay caso, a mi voz cobarde y cansada ya no  le interesa hacerse escuchar: no pudo ser más de lo que le dejaron decir. Eh, *****, haga lo que pueda con esos malditos zapatos, cámbielos por bichas, con usted están a salvo, no corren el riesgo de hacerlo caer en la tentación de seguirlos andando. Eh, pedazo de *****, míreme, ¿no me reconoce?, ¡intenté ser uno de ellos!, pensé lograrlo, pero el disfraz es incómodo, pesado, molesto, insoportable. De haberlo conservado, ahora mismo estaría exigiéndome una limosna para salvar mi alma remendada, y yo le diría que sí, que desde luego, que no existe ningún problema, que escuche la voz que lo gobierna y que le regala la paz de las alturas, la aceptación del rebaño, la legalidad de la tierra que libremente ha soportado las plantas mugrosas de sus pies incansables, perdidos, inacabables. Iitttzzzzzzzzzzzzzz Voy a sentarme a esperar a que el tiempo pase para no tener que contarlo con los afanes del desespero. Voy a quedarme esperando el ruido que silencie mis tripas y una puñalada por la espalda que detenga la promesa de la falsa y seductora mañana.

Andrés

Relatos FM


Soldado de Cristo


María viene con violetas blancas hasta el sitio donde cruje el madero y deja las flores ante los despojos del hijo, yaciente entre clavos mohosos. María vuelve con vino y lo ofrece a los vigías. Beben sedientos y es vinagre lo que beben, pero es sangre de uvas, es sangre y ardid de los viñedos del Líbano. María canta a su hijo y es de madera el tiempo, con los cedros grises brillando al mediodía y la jauría humana y sus simples redoblantes, hechiceros de su desgracia, amuelan los cuchillos para asistir a las castración de su propia virilidad. Ah, la inocencia de los sumisos, de los que pueblan su patio de violetas blancas y no saben de la ofrenda, no saben de la verdad de los hombres, que lo único que tienen libre es el pensamiento. Así fue y así será. Lo único libre que tienen es el pensar y su ciruelo en flor. Allí existes, cantas o lloras, piensas y tejes tu propio horizonte, tu paisaje junto a los hijos que nos inventamos bajo la lluvia. Si, todo es posible, en la materia o en la estructura del sueño habitable, en la armazón de imágenes que superponen los estados del sueño. Y, puedes bajar de ahí, silente o atómico. Puedes espantar los buitres y que tu cuerpo siga intacto y que te adoren en sus pechos, que te vistan de oro o de diamantes. Ahora puedes asistir a tu propia victoria y que María se vuelva una cruz, un cuerpo de mujer en cruz, una cruz que fue mujer. Una mujer de pie y con los brazos abiertos es una cruz, pensante y desafiando la lluvia. Pero en tiempo real ella está hincada ante el cuerpo de su hijo y los buitres acechan. Vienen otros vigías  y ya no hay vino. Las violetas blancas  se beben la lluvia. Bebes y la lluvia se bebe tu sangre. Tu sangre que fluye de entre los clavos mohosos, en esa floración de la sangre y la luz, en el tiempo real de un hombre en su agonía, en la brizna melodía de la sangre y sus ángeles a la deriva, en esa coral de brisa y de auroras en el cuerpo de un hombre que se deshace en la agonía.
Es el martirio, madre, es el precio de ser otro, de no seguir el trillo que nos imponen. Es el precio de ser un anunciador  de otra era, de otra verdad. Es el nacimiento del héroe, del peregrino de las palomas, del vástago de la llama ardiente del incienso. Y de la agonía afloran las palabras,  y las tejes en ese fluir de las ideas, en esa gloria de imágenes que arman el adiós de un hombre, en un concierto de ardides y de cabras al viento, en ese jugar a mirar atrás y sentir como le abrazan los seres que vida dieron a sus años. Treinta y tres años en el tiempo real de un hombre, de un hombre perseguido por los armones del  invierno. Pero la historia fue otra: María pudo desclavar el artilugio del corazón ardiente, antes que la muerte se llevara con sus alas enormes el iris de la claridad. María pudo sembrar en la tierra  de los viñedos en flor, el corazón lleno de palomas. Y le nacieron alas al fruto de su cosecha. Desde entonces la cruz ya no es sitio de sacrificio. Desde entonces la cruz preside y es el cuerpo de un símbolo ¿Quién iba a decirnos que un madero iba a tener tal suerte, que cortar en dos su tronco,  hacer una muesca y luego  atar las dos partes, iba a ser el símbolo mas fraterno de los hombres? Pero así nació la cruz bendita, así el artilugio del dogma. Todo cambió cuando María dejó flores blancas a donde la sangre del hijo se confundió con la lluvia y ambas dieron de beber a la tierra, a la sedienta, a la hambrienta, con sus miles de millones de tristes, con sus miles de millones solitarios, con sus miles de millones rogando, pero también con sus miles de millones de soñadores, de implorantes, de sembradores, de fieles, de buenos y de agradecidos, los que siguen llevando cruces en sus pechos, en sus camisas, en sus zapatos, miles de cruces por doquier; pero no acabamos de ser felices ¿Será que estamos pagando la condena del hijo de María? ¿Será que no acabamos de bajarnos de la cruz? ¿Será que María pudo bajar el artilugio del ser de su hijo y nos dejó en el madero por los siglos de los siglos? ¿Será que  las violetas blancas  siguen frescas? ¿Será que crecieron silvestres? ¿Será que cargamos la cruz, que estamos en la cruz y no lo sabemos? ¿Será que no queremos darnos cuenta? Será que es mejor jugar a los inocentes, beber sangre de uvas y borrachos ver en lo alto, en el madero, el cuerpo que fue crucificado por los Herodes de hoy, y uno fiel lanza piedras,  maldice, grita a los cuatros vientos, uno borracho de sangre de uvas juega a ser otro y se va con la muchedumbre, mientras María vestida de blanco, vuelve con violetas hasta el sitio, donde la sangre y la lluvia se funden y la tierra se las bebe, frente al artilugio del magnánimo esqueleto,  de lo que fue el hombre, el que de barro hicieron sus huesos, de barro y polvo de estrellas.

Mayler

Relatos FM


El pájaro profeta
(Aquel cuento que quemara César Rey)


   Me acuerdo como si lo estuviera leyendo ahora. Jamás voy a olvidarme de ese cuento, le dijo Marcos Rosemberg a César Rey aquel mediodía. ¿Qué lo hiciste?
Lo quemé, le contestó Rey. 
Me acuerdo como si ahora lo leyera, era una mañana como esta, igual a esta, vacía y luminosa, por eso me acuerdo.
   
   El músico se sentó al piano llevando dentro la melodía que lo obsesionaba y la primera botella de vino. La noche se extendía por delante, insegura y llana, clareada por la luna desmesurada de mayo. 
   A cinco cuadras de allí, él frotaba meticulosamente sus dientes sin mirarse al espejo.  Había cenado, había llevado los platos al fregadero, había escuchado las quejas de su mujer, había besado y arropado a sus hijos.
   Si él hubiese sabido de la farsa, que además de las botellas de vino y la melodía, llevaba dentro el músico; si hubiera advertido que a pesar del sosiego aplastado en que había cimentado su existencia, su matrimonio y su consecuente paternidad, un sosiego adquirido a fuerza de  aceptar sin dudar, de no buscar respuestas y, posteriormente, de no detenerse a hacerse preguntas; si hubiera sospechado que el otoño despinta no solo las hojas de los árboles sino la luz y que la luz puede engañar la mente tanto como la fe, las madres o  incluso la ciencia; si en lugar de cultivar la mansedumbre de la perdiz se hubiese adiestrado en la agudeza del águila; si tan solo hubiese sospechado, a pesar de la ropa idéntica, las seis cuadras idénticas hasta el trabajo, las ocho horas idénticas en la tienda, la noche idéntica cada noche entre la sábanas, que en cualquier momento un olor o un color, el ladrido de un perro,  un árbol vacío o el presagio oculto en el vuelo de un pájaro,  habrían podido despertarlo de repente y para siempre;  si hubiese advertido que aquella aparente llanura interminable de minutos y horas y días y meses, esa llanura que se desplegaba fuera de él ocupando las calles, la ciudad entera, la costa, el río inmortal, podía sin aviso previo agrietarse, y si hubiese sabido, que el conveniente automatismo con que ordenaba las prendas en la tienda, le sonreía a los clientes, le hacía el amor a su mujer y empujaba la hamaca cada domingo en la plaza, podía sin advertencia colapsar, entonces: él no hubiese una mañana cualquiera escuchado la melodía que salía por la ventana abierta de la casa del músico; no hubiese enlentecido dos días después su paso regular para escuchar un poco más;  no se hubiese detenido junto a la ventana aquel amanecer, con la luna inmensa esfumada tras las nubes y el sol asomándose justo enfrente, sobre el río salobre; no hubiese,  él, que nunca había llegado tarde al trabajo por exceso de cuidado o idiotez, aquel día, golpeado a la puerta de la casa y pedido permiso al músico para escuchar la pieza entera, viéndolo tocar.

—Por temor o estupidez —lo corrigió Rey.
—¿Qué?
—Hasta que el empleado de la tienda, que nunca se  había detenido en su trayecto al trabajo, por temor o estupidez.
—Sí, sí. Estaba bien escrito. Quiero decir era bueno.
—No podía ser bueno si no estaba bien escrito.
—Sí, lógicamente. ¿Cómo era que se llamaba el personaje?
—Manuel —dijo Rey—. No. No. Miguel.
—Era la atmósfera —dos arrugas de meditación  cruzaron la frente de Rosemberg.
—A esta altura la literatura me resulta un tema de conversación muy poco familiar.

   Amanecía, serían las siete, unos minutos antes de las siete, tal vez. La luna era el sol al oeste y el sol, una línea ancha, roja y difusa, amalgamada con el azul todavía negro del cielo del este.  La luz blanca del día, venía desde abajo, como empujando.
   
   Miguel caminaba las cinco cuadras que lo separaban de la casa del músico, ya no las percibía como parte de un suceso de mil pasos uniformes y firmes que lo llevaban a la tienda, sino como un acontecimiento inexorable, una red tejida por la miríada de hilos húmedos que componen de la luz fría de mayo.     
   La primera vez que advirtió la melodía –no podría decirse que la oyó, ya que más bien  la percibió, la sintió vibrar-, no reparó en la ventana de la que surgía abismal y vagarosa,  ni en las persianas desplegadas sobre la vereda,  se limitó a apartarse de la línea de baldosas y dibujar una curva para evitarlas.
   La primera mañana que decidió detenerse para escuchar un poco más, advirtió que el músico ejecutaba siempre la misma composición, conjeturó que se trataría de un ensayo, tal vez para un concierto, tal vez en algún lugar antiguo muy apartado de este otro, que él andaba cada mañana,  atrapado en el círculo interminable de las seis cuadras en línea hasta la tienda. 
    La primera vez que golpeó a la puerta de la casa del músico, de cuya ventana emergía el misterio nocturno de la melodía, se preguntó si sería posible recordar una canción nunca escuchada.
—¿De veras le gusta lo que toco?
—Me gusta mucho mucho muchísimo, pero claro, yo no sé nada de música.
—¿Quiere café? En realidad no es café es cereal tostado.
—No, no, gracias.
   Así que eso se dijeron, le preguntó Rey a Rosemberg, no sé cómo te acordás. Aquella mañana yo estaba metido hasta el cuello en la  atmósfera de la literatura. A nuestra edad ya no es posible.  El músico era un maldito, le contestó Rosembreg.
   
   La vez anterior a la última que Miguel llamó a la puerta del músico, los acordes del piano le llegaron desde lejos: tené cuidado, permanecé  alerta, le advirtieron, graves y  presurosos, y sin saber por qué, recordó, nítido y funesto,  el sueño que lo despertó, ardiendo, aquella mañana.
   La vez anterior a la última que llamó a la puerta del  músico, a Miguel ya lo habían despedido de la tienda, y cuando bebió de la taza humante, con precaución para no quemarse,  la malta, le supo, sorprendentemente,  a café.   
   La vez anterior a la última que Miguel llamó a la puerta, la noche se iniciaba y el músico descorchaba una botella de vino mientras le sonreía con la botella en una mano y el sacacorchos en la otra.
—¿Abriste la puerta con los dientes?
—Con el codo.
—Traje queso y salame.
   
   Miguel pasó la noche en casa del músico; había recibió el telegrama de despido; había discutido con su mujer; se había masturbado rabiosamente bajo la ducha; se había vestido escuchando los reclamos de ella sin poder distinguir una palabra de otra; se  había agachado hasta apoyar la rodilla en el suelo para besar a sus hijos; había cerrado la puerta de la casa sin azotarla y había sonreído cuando pisó la vereda y dio el primer paso, respirando el frío primerizo de mayo.

—Yo hubiera dado años de mi vida por escribir un cuento así. El músico era un maldito desorbitado, sin embargo estaba lleno de simpatía humana —Rosemberg metió las manos en los bolsillos y se miró los zapatos, les falta lustre, pensó.
—No pescamos nada esa mañana.
—Todo lo quieras —dijo Rosemberg—. Pero es una de las mejores  mañanas que he pasado en mi vida   
—Vos y tus recuerdos.
—Una mañana así vale una vida.
—Todos los hombres las viven y no hacen tanta cáscara por eso.

   Si al recibir de lleno en la cara recién afeitada el frío prematuro de mayo, Miguel no hubiese percibido junto con el frío, los acordes de la melodía que parecían arrastrarle hasta la casa del músico; si en lugar de provocarle una sonrisa los acordes lo hubiesen inducido al vacío en el que cualquier otro habría caído al escucharlos; si el músico, la suciedad arraigada en la camisa y los pantalones del músico,  le hubiesen producido el claro rechazo que en todos producía; si la amplia sonrisa amarilla y la barba de tres días y el olor a vino y las palabras pastosas hubiesen desatado la alarma que en cualquier otro habrían desatado; si la naturalidad con  que lo recibía cada noche, la misma naturalidad con la que comía, bebía, ejecutaba la melodía y relataba anécdotas inverosímiles, lo hubiesen hecho reflexionar durante un segundo, solo un segundo, reflexionar  como lo había hecho hasta el día que la música lo había atado, con esa seguridad esa certeza esa precariedad llamada verdad, entones, Miguel, no habría pasado la noche en el sofá, bebiendo; no abría pensado que el músico era su amigo; no habría sospechado que todos los demás, los que hasta ese día consideraba sus amigos no lo eran en realidad; no habría tenido la revelación de creer, firmemente, que hasta ese instante había vivido equivocado; no se habría lamentado como un chico arrepentido,  acusado, culpado, y finalmente, conducido por el músico ¿o la música?, finalmente perdonado, para después solo después, de aquel beso oscuro y pringoso, cargado de alcohol y todo lo que ocurrió sobre el sillón,  abrir la billetera para entregarle al músico hasta el último centavo de la indemnización que sin saber por qué cargaba en el bolsillo, pero, sobre todo, no habría llorado cuando al día siguiente, el último día que golpeó a la puerta, la puerta no se abrió.   

—¿Y por qué lo quemaste?
—Qué cosa
—Al cuento ¿Por qué
—¡Ah!, sí. Era una porquería.
—Lo decís porque yo estoy diciendo que era bueno.
—Lo digo porque vos lo estás recordando, no leyendo, recordando. Dame un cigarrillo.
—Era una mañana como esta, pero vos no —Rosemberg se detuvo, miró a Rey. Tuvo que levantar la cabeza y un rayo de sol lo obligó entrecerrar los ojos claros.
¬—¿Yo no? — una bocanada de humo azulado se escapaba se la boca entreabierta de Rey.
—Nada, dejálo ahí, Cesar —Rosemberg retomó la marcha.         
—Te lo iba a decir Marcos, antes de irnos te lo iba a decir.
—Decímelo ahora entonces.
—Si ya lo sabés, no jodás Marcos, si no era yo iba a ser cualquier otro.
—Pero sos vos.
—Te parecés a Miguel por eso te gusta el cuento. La mujer perfecta, el trabajo perfecto, el hijo perfecto, el chalecito perfecto frente a la costanera. Y un día te parás y escuchás la música.
—Te faltó el amigo perfecto.
¬—El amigo perfecto hijo de ****. Vos me la serviste en bandeja a Clara, Marcos.
—Era una mañana como esta.
—No me acuerdo. ¿Tenés otro cigarrillo?
—Te dí el último. Era como ésta la mañana. Clara nunca me miró como te miró aquella mañana.
—La música, Marcos. ¿Tenés otro cigarrillo?
—Ya te dije que te dí el último. A vos te mira, no sé, si hasta cuando te nombra pone esa mirada.
—La música Marcos, la mirada de Clara, para vos,  viene a ser como la música para Miguel . Necesito un cigarrillo y ginebra.
—¿Se van a ir,  me dijiste que se iban a ir?
—Mañana.
—Decile que la perdono.
—Decíselo vos.
—Decile que venga de vez en cuando a ver al nene.
—Decíselo vos.
—Decile que cuando se arrepienta, o te mates o te maten, porque vos te vas a matar o alguien te va a matar, la voy a esta esperando
—Se lo voy a decir.

Ursiclus

Relatos FM


Actos hostiles


Las prohibiciones, como así lo decía su madre eran muchas en la casa de Bernardo. Apenas ya Bernardo tuvo atisbo de su precaria conciencia, comenzó a dudar de la facticidad de las palabras que su madre le dictaba.
Bernardo solo vivía con su madre y su enfermo padre paralizado en una vieja y angustiosa silla de ruedas, las prohibiciones eran variadas y escandalosas, desde no permitirle salir a jugar con algunos niños de su edad, no hacer ruido, no comer dulces, así un sinfín de prohibiciones que Bernardo aprendió a llevar heroicamente. Tampoco asistía a la escuela ya que su padre repetía desde su postrado quicio que no era necesario, que ahí no enseñaban si no nimiedades que poco o nada servirían  para vivir la vida como vale la pena ser vivida repetía. Solo algún que otro profesor era contratado para que Bernardo fuera adoctrinado, su enseñanza fue básica y la normal en cuanto a materias hasta los 15 años que es cuando ya nunca más un profesor toco a su puerta.
Bernardo leía libros de manera desaforada y a toda hora, como método de evasión, aunque esto nunca nadie lo sospecho, así al llegar a la adolescencia Bernardo pareció  sucumbir al envejecimiento físico de sus padres, caminaba pausado y desmedradamente, su voz era opaca y sibilina, además había heredado la joroba de su madre y las enfermedades cardiacas de su padre.
El efecto de los libros produjo en Bernardo una conciencia crítica y taciturna para con todas las cosas del mundo exterior que él no conocía con certeza. El celebrar el contacto humano por otro lado no seducía a Bernardo, ni los deportes, ni el auto cinema, ni ser reconocido por algún talento o menos ser aclamado por alguna otra actividad mezquina.
No anhelaba viajar, salir, su función lógica la ordenaba entre leer sus numerosos libros de la olvidada biblioteca de un abuelo al que Bernardo no conoció y el cuidado de sus cada vez más envejecidos padres. Mas sin embargo a Bernardo siempre le habían sorprendido de sobremanera los felinos, ya sean grandes, extintos, feroces o domésticos. Bernardo añoraba mas allá de su alergia advertida tempranamente por su madre y su dilapidada sentencia de prohibiciones. La idea  recurrente de tener contacto de alguna manera con los felinos ya sea verlos en los zoológicos, o incluso adquirir un gato a escondidas se trasformaba en una obsesión mas allá de su recatada obediencia.
Bernardo como cualquier joven rebelde se aventuro a desafiar las prohibiciones que acechaban su conducta. Comenzó a salir de su casa a pesar de los roncos reclamos airados de su padre y las imprecaciones de su madre cada vez mas mutilada por el cáncer que la devoraba. Bernardo acudía todas las tardes al zoo local para ver sobre un cristal a unos fatigados tigres que apenas parecían respirar. Bernardo se perdía entre las líneas oblicuas que surcaban aquel pelaje enrojecido, le gustaba imaginar que esos mórbidos tigres eran un poco como él, que de alguna manera la fatalidad de las circunstancias los habían obligado a estar a cada quien en su jaula. Al caer la tarde los tigres fueron humilladamente a refugiarse por una de las ínfimas puertas laterales, el zoo cerraba y Bernardo regreso en el ultimo camión que hacía el recorrido hasta su amurallada casa, el camión como era usual solía ir vacio tan solo alguno que otro turista por lo general Chino, vagaba desde el fondo del autobús con los ojos rasgados distraídos posados en la cámara fotográfica. Bernardo así en un comienzo con disyunciones comenzó a entablar algo que él había entendido como amistad con  Braulio, el mofletudo negro colombiano conductor del autobús. Este le contaba a Bernardo que el allá en Cali le gustaba también mucho ir a observar a los animales ya que él había trabajado en un zoológico privado de un señor muy importante- dijo esto último bajando la voz y haciendo una mueca que dejaba ver toda su dentadura apolillada.
Bernardo le dijo que al solo le interesaban los felinos y ningún otro.- Pensó en decirle que porque eran un poco como él. Pero mejor callo y se quedo con los ojos suspendidos en los faros de los automóviles sobre la carretera.
Al llegar a casa Bernardo observo la luz silenciosa sobre las ventanas, la anormalidad patente quedo demostrada cuando Bernardo al abrir  la puerta se encontró con la muerte de su madre y los restos fatigados de su padre que parecían rezar una plegaria consuetudinaria. Fue instantáneo solo se desplomo, dijo apenas vio entrar a Bernardo con la cara dislocada por la luz diáfana.
Bernardo acudió al entierro de su madre y poco después al entierro de su padre que había muerto casi a la par como esas soluciones químicas difíciles de separar, su madre y su padre habían fallecido casi a la vez por el estertor de sus angustiosas y largas enfermedades.
Poco después de cubrir los ataúdes y las funestas ceremonias de civilidad, Bernardo se encontró finalmente solo después de 16 años de prohibiciones, ahí frente a la fotografía descomunal de sus padres en el comedor de su casa sopeso las oportunidades de triunfo que el mundo le ofrecía, escasas sí, mas no lo pensó mucho.
Bernardo se dirigió al siguiente día a compra un traje disfraz de tigre, después se dirigió acaso al único lugar donde había sentido verdadero refugio, donde las bestias cancinas paseaban de manera altanera con lo último de su arrogancia a los turistas en el zoo. Bernardo ingenio ser una especie de entretenimiento infantil, se monto su traje de tigre y se balanceó y rugió como el más feroz de su especie frente al desconcertado público infantil que se reunía cada tarde de domingo  y que al igual que él, contemplar la salida feroz de los tigres era el acto místico por antonomasia.

Lola Ballesteros

Relatos FM


La riada


El viento peina el río provocando bravas crestas que terminan por agitar los pajonales de la orilla. Pequeños remolinos giran en la playa. Van, vienen, saltan y se elevan hasta limpiar los techos vecinos. La rambla quedó vacía, ni los perros cimarrones han salido de sus escondrijos y las rachas obligaron a los pájaros a guarecerse entre las agitadas copas de los sauces. La lluvia golpea cómo rueca las ventanas y hace tronar las chapas del techo. Los palos que sostienen el viejo muelle del Pejerrey soportan heroicamente los embates de las olas y las tablas parecen querer desprenderse para salir disparadas por el aire. Mientras, espesas nubes negras recorren amenazantes el cielo; ¡contemplar el paisaje mete miedo de verdad! Pero lo peor de todo es ese olor.
No me gusta el invierno y menos las tormentas y para peor ésta viene con viento del sudeste. La sudestada hace crecer el río y ahí es cuando todos debemos abandonar las casillas para trepar la barranca de Rivadavia buscando refugio. En ocasiones la riada no da tiempo y tenemos que esperar que los bomberos vengan a rescatarnos. El río ya se tragó la rotonda de la Avenida Cervantes y de seguro el 98 dejó de circular por la avenida costanera.
Yo me crié aquí como la mayoría de los vecinos y siempre fue igual. Cuando niño, durante las tormentas, temblaba de miedo y de frío. Recuerdo que le preguntaba a mi padre: "¿por qué debemos sufrir el invierno?" y él respondía: "para saber que el verano existe y así disfrutarlo cuando llegue". Siempre me pareció una respuesta conformista.
Las zanjas comenzaron a desbordarse convirtiendo los senderos en verdaderos lodazales. Fui hasta la cama donde duermen mis tres hijos para tirarles otra manta encima; el frío ya comienza a sentirse.
María se levantó y en silencio comenzó  a preparar unos mates.
—   Va a ser un día de *****...
—   Ajá, será mejor qué nos vayamos preparando...
—   ¡Y otra vez ese olor! —preferí hacer cómo que no escuché y seguí viendo llover.
Tomamos algunos amargos en silencio. Los vidrios de las ventanas comenzaban a empañarse mientras gruesas gotas iban abriendo caprichosos caminos sobre ellos.
—   ¿Viste?, llueve con globito...
—   Y viento del sudeste... — agregué; ambos sabíamos lo que significaba—. Mejor voy a hablar con los vecinos a ver si nos organizamos y vamos evacuando.
—   Globitos, sudestada pero lo que más detesto es ese olor —fue lo último que le escuché decir a María antes de salir.
El viento me cacheteó la cara y el frío me la heló. La lluvia no paraba y las ráfagas convertían a las gotas en agujas gélidas qué traspasaban la ropa. Caminando con el agua a las rodillas me dirigí hacia donde se reunían los vecinos. Estaban en círculo con las manos hundidas en los bolsillos escuchando a Pedro, el puntero del barrio.
—   Vayan por las familias, junten lo imprescindible y en un rato los pasamos a buscar con los botes mientras, esperemos, lleguen los bomberos...
—   Che Pachín ¿sentiste ese olor? —le dije por lo bajo a mi amigo.
—   Shhh ¿de qué olor me hablás?
—   Nada, nada...olvídalo.
Mientras escuchaba las instrucciones qué de repetidas las sabía de memoria pensé: ¿por qué la vida es tan dura para los de la ribera? Después de todo no nos gusta vivir así. María y yo nos habíamos preparado para afrontar la vida de otra manera pero la suerte y las famosas coyunturas no nos favorecieron. Ni siquiera fuimos responsables cuando las empresas de la zona decidieron irse con la última crisis y así muchos quedamos sin trabajo y eso terminó por no importarle a nadie. Parecería que el límite de la ciudad fuese la barranca y más abajo no existiera nada ni nadie. ¿A quien le convendría diagramar una sociedad así?... no me lo imagino. Algún domingo se lo he preguntado al cura pero su discurso de bienaventurados los pobres y promesas de paraíso no me cambiaban nada; el hambre y la infelicidad continuaban allí cómo un vecino más y, para peor, el desgraciado me dejaba con un sentimiento de resignación que duraba hasta que la rabia volvía a invadirme.  De nuevo retumbó en mi cabeza la voz de mi viejo: "el invierno no es lo mismo para el pobre" ¿y con eso qué?, ¡patético conformista!
Fui a la casilla y mientras levantábamos a los chicos pude ver por la ventana cómo se aproximaban los botes. Con el agua ya a la cintura y tratando que no se mojaran las mantas fui subiendo a los chicos para después ayudar a María. En el bote ya había media docena de vecinos. Yo no subí, preferí caminar junto a él  y dejar sitio para algún otro qué lo necesitara más.
—   ¡Que olor de *****, lo odio! —protestó María, casi cómo si desgarrara con la queja su garganta.
—    ¿De qué olor hablas María? —dijo Yolanda sin soltar el atadito de ropa.
—   ¿Cómo de qué olor?, pero ¿nadie lo siente?
El bote seguía cabeceándose  cómo una sierra para cortar las aguas que venían llenas de basuras arrastradas por la riada.
—   Ya está bien María...si no lo sienten...no lo sienten —dije.
—   No Carlos; no es que no lo sienten... ¿no te das cuenta?, ¡ya se han acostumbrado a él!
Es que a María y a mí; el olor a la pobreza nos resulta insoportable.

Atribulado

Relatos FM


Ruidos en la Noche


Hubo un ruido. O tal vez no. El caso es que me desperté en mitad de la noche con cierto sobresalto. Podía escuchar la profunda respiración de mi mujer, que dormía plácidamente a mi lado. Si ese ruido había existido de verdad, solo yo lo había escuchado. En alguna otra ocasión me había ocurrido lo mismo, pero lo había tomado como parte de un sueño, pese a que la sensación de lo soñado había sido tan real que no me dejó descansar durante el resto de la noche.
Me di la vuelta en la cama, esperando volver a encontrar la postura y abandonarme al sueño, pero un nuevo ruido me lo impidió. Esta vez sí estaba seguro de que era real. Mi estómago se encogió tanto que debía parecer una pelota de golf.
Permanecí quieto, pétreamente quieto, deseando que el ruido no se volviese a producir, intentando convencerme a mí mismo que había sido un ruido circunstancial, un ruido de esos que ocurren en las casas y que no sabes bien de donde vienen. Pero lo que oí a continuación me sacó ya de toda duda y me obligó a actuar: cajones abriéndose y el rebuscar dentro de ellos.
Estaba hecho un flan, muy nervioso y asustado. Me levanté. No sé porqué no desperté a mi mujer y la avisé de lo que estaba ocurriendo. Era como si en esos momentos solo existiesen dos cosas en el mundo: el ruido y yo. Ni siquiera me calcé. Iba por el pasillo descalzo, intentando no hacer ningún ruido, respirando lo justo para no morir asfixiado. A medida que avanzaba, podía escuchar con más nitidez que había alguien en el salón. Hasta ese momento, nunca había temido que pudiesen hacernos daño. Me quedé paralizado junto a la puerta. Tal vez si cogiesen un par de cosas del salón y se fuesen, no tendría que intervenir. Pero algo me decía que si no encontraban nada de valor en el salón entrarían en las habitaciones. Todo mi cuerpo pesaba enormemente, me costaba moverme y respirar era un esfuerzo titánico. Cómo deseaba que esto no estuviese ocurriendo.
Como el mayor acto de valor que recuerdo haber hecho en mi vida, asomé la cabeza por la puerta del salón. Allí estaba. Una figura alta, de oscuras ropas y cubierto con una capucha, rebuscando en el último cajón. Giró la cabeza de inmediato y lo que vi es fue algo que todavía me acelera el corazón cuando lo recuerdo. Es la razón por la cual nunca se lo he contado a nadie y la razón por la cual mentí a mi mujer cuando me preguntó porqué había gritado. La oscura figura me miró, con sus ojos redondos y grandes. Tenía el rostro descarnado. Me clavó una mirada que creo que solo volveré a ver cuando la muerte venga a por mí. Grité de terror mientras entraba en la cocina, habría un cajón y sacaba el cuchillo más grande que encontré. Y allí permanecí, esperando a que la oscura figura entrara por la puerta y se abalanzara sobre mí. No se cuanto tiempo estuve allí, así, hasta que la que entró fue mi mujer, que también lanzó un grito de terror al verme con el rostro completamente desencajado y el cuchillo en alto.
En casa no faltaba nada. Le dije a mi mujer que habría sido una pesadilla o un episodio de sonambulismo. Pero estoy seguro de lo que vi. Aquello ocurrió de verdad. No fue un sueño.

Celembor

Relatos FM


"Diecisiete de Enero"


   Supongo que por entonces pensaba que era una mañana cualquiera, un día más de invierno sin otra cosa que afrontar salvo la rutina que empezaba a dirigir mi vida. Había despertado con las sábanas revueltas, la almohada en el suelo, el despertador sonando y el mismo cansancio de siempre. Así que a priori no tenía motivos para pensar que ese diecisiete de Enero fuera diferente a tantos otros días que había dejado atrás en mis veintidós años de existencia.
Sé que me incorporé, apagué el despertador, volví a colocar la almohada en su sitio y descalzo entré en el baño que quedaba a la izquierda del salón, justo enfrente de mi habitación. Levanté la tapa del váter y empecé a mear. Todo exactamente igual que cada mañana. Bostecé y creo que mientras tiraba la cadena me retiré un par de legañas. Fue entonces cuando decidí lavarme la cara y abrí el grifo dispuesto a ello.
Recuerdo que lo primero que me llamó la atención fue que no sentía la temperatura del agua. No la recuerdo ni fría, ni caliente, es como si nunca hubiera variado, como si siempre hubiera mantenido una temperatura totalmente neutra... estuve girando el grifo durante varios segundos y nada. Seguía invariable. Pensé que podría tratarse de algún fallo de las tuberías y pasando un poco del tema me lavé la cara...
Y fue en ese preciso instante, Doctor, cuando me di cuenta que no iba a ser un día normal, ya que cuando alcé la vista y dirigí mis ojos al espejo no pude evitar que un terrible escalofrío me recorriera la espalda. No había nadie reflejado. Nadie. Me acerqué como pude a él, intentado visualizar mi reflejo. Me acuerdo como puse la palma de mi mano derecha en la esquina del espejo y lo paralizado que me quedé al comprobar que no pasaba absolutamente nada... asustado, corrí al recibidor de mi casa para tratar de observarme en otro espejo que tenía colocado allí, pero el esfuerzo fue inútil. Tampoco aparecía nadie reflejado. Empecé a ponerme muy nervioso, nada tenía sentido, quise buscar unas explicaciones lógicas a lo que me estaba pasando y juro por lo que soy que no encontré ninguna respuesta. Pero entonces se me ocurrió una idea, una buena idea: tal vez los espejos de mi casa se hubieran deteriorado o algo parecido con el paso de los años. Así que para hacer la prueba definitiva cogí un paraguas que estaba apoyado en un mueble del salón y rápidamente volví al recibidor para observar el supuesto reflejo que tendría que hacer mi figura con el paraguas levantado. La sorpresa, y el motivo por el que decidí venir a verle, me vinieron en ese momento. El espejo reflejaba el paraguas en alto como si alguien lo estuviera levantando. Sin embargo yo seguía sin estar.

   Entiendo. La verdad es que es un caso curioso, no es nada común, eso está claro. No obstante hace casi un año me vino una paciente con un problema como el suyo, o al menos con los mismos síntomas. Así que basándome en esta persona, sí que podría decirle a ciencia cierta lo que usted padece. Aunque insisto, tendría que realizarle algunas pruebas para estar cien por cien seguro. Pero según me ha comentado, lo que usted ha vivido esta mañana solo apunta hacia una cosa. Señor Cortés, usted está muerto.

Pepe Santatecla

Relatos FM


Casa azul en el desierto


Siempre le pareció estúpida la idea de construir una casa en mitad de aquella llanura de tierra estéril. Pero ella se empeñó. Y él quería que ella fuese feliz. Hacía tanto tiempo de aquello. El infierno es mucho más hermoso, le recriminaba ahora, ya sin el respeto que regía sus vidas en otro tiempo. Y, ¿por qué azul? Aquí todo es gris pálido, sin vida. El azul aquí no va bien... Es una idea que refleja tu superficialidad y falta de talento. Ella no pudo soportar la humillación y rompió a llorar. Los dos, de pie frente a la casa, se miraban como dos estatuas de sal. Él no la abrazó a pesar de que algo en el fondo de su corazón le instaba a ello. Pero su alma se había vuelto dura y baldía como aquella tierra en la que habitaban. En mitad de una llanura desolada, a veinte kilómetros del pueblo más cercano. Todo lo que alcanzaba su vista era piedra, monte desnudo y caminos de tierra que no conducían a ninguna parte. 'Aquí nos encontraremos a nosotros mismos', había esgrimido ella como razón irrevocable para adquirir el terreno y construir la casa de madera. La casa azul. Sí, la haremos poco a poco, será para siempre, con nuestra propias manos, nuestro proyecto, la pintaremos de azul, del color del cielo, del color del mar. Pero el mar, como la propia felicidad, era una pradera ilusoria y muy lejana que se extendía más allá de aquel infierno solitario.
Esa noche, por primera vez en muchos años, durmieron en camas separadas. Ella en el dormitorio y él en la habitación de esos hijos que nunca llegaron a existir. Ella no quiso cenar y se fue directamente a la habitación. Ya casi no lloraba. Tristeza. La casa era cada vez más estrecha. Él se asfixiaba en ella. Y sabía que ella sentía algo parecido aunque no se atreviese a reconocerlo. Pero estaba seguro de ello. Él no se sentía afortunado. Ella era cobarde para afrontar un cambio. Aquella casa azul en mitad del páramo inhabitado emulaba la situación precisa de su ser. Se sentía perdido en una maraña incomprensible, en un mundo indescifrable. Absurdo e infinito. Y en mitad de aquel ignoto e inabarcable  universo había un punto. Un punto azulado y excesivamente contrariado: la casa, su alma.
Muchos años atrás había conocido a la mujer de sus sueños. Ella. Sus vidas, como ellos mismos solían bromear, eran dos rayos de luz que habían circulado por la inmensidad de la galaxia a la deriva y al fin se habían encontrado. Y se habían fundido en uno solo. Y ya siempre avanzarían juntos rompiendo la oscuridad que los envolvía. Pero la luz acaba por extinguirse. Lenta pero inexorablemente. Y quizá, los últimos estertores de aquel relámpago llamado amor anunciaban el final de una era. Ahora el recuerdo de los primeros días caminando juntos por la vida le llegaba de forma borrosa. Sí que era capaz de visualizar los lugares, de escuchar frases completas, cargadas de juramentos secretos y planes de futuro. Era capaz de dibujar una línea perfecta que recorría todos los lugares a los que habían acudido juntos. Siempre lugares alegres, llenos de vida. Porque, lo sabía muy bien, los lugares no son lo realmente importante sino el tiempo que se vive en ellos.  Y ese tiempo ya pasó. Era también capaz de  olvidar. Recostado en la exigua cama de niño sentía que olvidaba muchas cosas. Los recuerdos se escurrían en círculos concéntricos por el sumidero de su vida. Como agua sucia. Y lo peor no era que no recordara. Era que no le importaba demasiado. Se preguntaba dónde estaba ese amor perfecto que se había  erigido como un anillo solar en el horizonte de su soledad. Dónde se encontraba la mujer decidida y optimista que le convenció para construir una casa azul en mitad de la nada. Dónde... Todo eran fracturas en ese recordar infructuoso que de nada servía ya. Y llegaba a la conclusión de que esa mujer estaba muerta. Enterrada por el polvo del desierto. Como una momia reseca. Que la que ahora dormía en la habitación de al lado era otra. Él era otro. Todo era distinto. La casa azul no era un hogar sino una extraña prisión cuyos barrotes tenían forma de llanura. Una cárcel imaginaria que acababa en los confines de aquel yermo terreno, en los acantilados del oeste, en la planicie meridional y en el río que serpenteaba hacia el norte. Acababa en los confines de aquella tierra hostil y empezaba en él mismo. Era una prisión que se vomitaba en el frío de la noche, que tenía la viscosidad de las pesadillas y que de un modo sutil era capaz de adquirir la forma de las cosas más triviales; una mujer desolada, una precaria existencia y una geografía inofensiva pero moldeada por sombras o fantasmas.
No podía dormir. Salió al porche a fumar. El humo del cigarro entraba en sus pulmones mezclado con el aire gélido de la noche. Se separó unos metros para contemplar la casa sin rejas en la que habitaba. Expulsó el humo gris y a través de él se dio cuenta de que la casa parecía un espejismo. Si no fuese porque sé que toda mi vida es real, pensó casi en voz alta, creería que esta casa no existe. Una casa azul en la estepa solitaria. Ni los lobos merodean por aquí. Ella tampoco podía dormir. Había escuchado ruidos. Sabía que él estaba en el porche. Miró por la ventana y lo vio que fumaba sentado de espaldas a la casa. Con la mirada perdida en la llanura gris que se contorneaba bajo la luz de la luna llena. Parecía increíble a dónde habían llegado. Lo amaba. Sigo amando a ese imbécil y daría mi vida por él. Pero no me aguanta y no aguanta esta maldita casa. Esta soledad nos está consumiendo. O quizá ya no comprendía el significado de la palabra amor y lo confundía con otros sentimientos más oscuros: miedo, tristeza, dependencia.
Al día siguiente, en el desayuno no intercambiaron ni una palabra. Ella le puso su café y una tostada con aceite. Como cada día. Pero él no la miró. Tan solo emitió un gruñido que igualmente podría significar 'gracias' o 'maldita seas'. Ella se sentó frente a él. Si quieres podemos vender la casa. Sé que no eres del todo feliz, que deseas huir de aquí. Él la miró. Bebió un sorbo de café. No se atrevió a contestar. Intuía que aquella declaración no era fortuita y que debía calibrar su respuesta. No sé si es la casa. Sabes, a veces imagino que no estoy en el lugar adecuado. Algo no encaja aquí. La soledad, pensaron los dos al mismo tiempo, no es estar solo. Sino sentirse solo. Y ambos se sentían solos. Compartían una soledad más densa que sus propios espíritus.
Si no me quieres dímelo. Sabré encajarlo. Me importa una ***** la casa. Era algo de dos. Y si tú no quieres volveremos a la ciudad. En un segundo, a él le vinieron fragmentos del pasado que creía ya borrados. Recordó a aquella chica optimista que le regalaba sonrisas en el atardecer de un lago. Que le escondía las llaves del coche para que no se marchase tan pronto y...al mirar a la mujer que tenía delante de él intuyó que era la misma. Lo siento. Por lo de anoche. Me porté como un idiota. Alcanzó su mejilla y la acarició. Ella se inclinó y besó sus labios. El beso fue auténtico. La amo, sé que la amo a pesar de toda esta herrumbre que nos carcome los corazones. No es fácil, dijo ella como respondiendo a sus pensamientos. Tienes razón, contestó él.  Y antes de acabar el café supieron que el amor, a veces, recorre páramos por los que es difícil transitar.

Franz Denis

Relatos FM


Beber un vaso de agua


Afuera hace frío. Hace un frío lento y cansado que parece exudar de la propia superficie de la tierra. No se mueve el viento, ese viento del norte que a veces parece arrancar las paredes y las planchas de zinc del tejado. Sin él la niebla envuelve todo el paisaje;  niebla fría que también parece manar de los poros de la propia tierra. Hace un momento estaba asomado por la ventana, y a través del cristal apenas se podían ver titilando las luces de la casa más cercana. Parecía un faro perdido en la costa, visto desde un barco a la deriva; o una propia lancha que se pierde en la noche que precede a la tormenta, con una pequeña lamparita que casi no ilumina ni se balancea en un mar sin olas.
Dentro de la casa hace frío, hace tanto frío como afuera; por este motivo el cristal no estaba empañado cuando me he acercado a mirar a través de él; por ese motivo todos llevamos puestos los abrigos encima. Mi abrigo es muy pesado, de piel, de muchas capas, cuero, lana, algodón, pana y un raso fino y deshilachado. Noto la rigidez de cada una de ellas y también noto que no me calienta, que el frío me calaría igualmente los huesos si no lo llevase  puesto, si lo hubiese olvidado en cualquier sitio. Me canso de mirar por la ventana, observando sin llegar a ver nada, solo imaginando que las siluetas que se forman en mis retinas durante un segundo, corresponden a algo real. Pero no es así, no veo nada, no hay nada que ver; todavía.
Me siento a la mesa. La mujer está dando vueltas por la habitación, no mira por la ventana; al menos no directamente, de vez en cuando se detiene, deja lo que está haciendo por un momento, deja de recoger ropa y meterla en una gran bolsa de tela, o deja de rebuscar en los cajones, escogiendo objetos metálicos que guarda en otra bolsa similar pero más pequeña y, como decía, de vez en cuando se le van los ojos casi sin querer, casi sin poder evitarlo, hacia la ventana, que solo es un rectángulo negro desde donde ella está, o también hacia la puerta cerrada cuando las maderas de la casa crujen con el frío. Ella también lleva puesto su abrigo más grueso. Le da un aspecto grotesco, como de payaso triste, como la caricatura de una mendiga, como una princesa que jugase a vagabunda sin alegría. Me siento a la mesa.
La habitación está prácticamente vacía. Todos los muebles tienen las puertas y los cajones abiertos sin el menor cuidado. No parece la misma casa de siempre, a pesar de que hemos conocido muchas noches como ésta, noches de frío y niebla. Aunque no sabemos cómo será ésta noche, como serán las cosas cuando acabe, cuando amanezca, si es que al final lo hace, si es que el sol consigue perforar la niebla, que no me parece ya niebla, sino manto (pienso en la palabra mortaja, pero me obligo a no pensar en ella y la cambio por otra, creyendo ingenuamente que me engaño). La habitación está prácticamente vacía, solo sigue ocupando su lugar la pequeña bandeja de plata y sobre ella la jarra y los dos vasos de crista.
Mi padre, cuando bebía, siempre me contaba la historia de esa jara y de esos vasos, una historia que tenía que ver con la propia historia de su padre; y cuando terminaba de contármela, cada vez era una historia distinta. Tal vez la jarra y los vasos siguen en su sitio porque la mujer no ha tenido tiempo de guardarlos, o esconderlos, o lo que sea que se proponga hacer con nuestras cosas; quizás no lo ha hecho porque la jarra está aún llena de agua. Por un motivo o por otro, aprovecho para, sentado a la mesa, servirme un vaso de agua. Con una mano tomo la jara, que es pesada y fría, me sorprende que el líquido no se haya congelado en ella. Con la otra mano tomo un vaso y lo doy la vuelta, pues los dos están boca a bajo, para no llenarse de polvo y porque parecen hechos para estar así, diseñados por el maestro cristalero que les hizo en centroeuropa para ser expuestos de ese modo. Doy la vuelta al vaso y dejo verterse el agua de la jarra en su interior, como tantas veces hizo mi padre antes que yo, en un gesto sin miedo, describiendo un arco con el chorro de agua y recreándome en el sonido que hace al reverberar contra las pareces de vidrio grueso y tallado del vaso. Vuelvo a dejar la jara en su sitio y acerco los labios al vaso, pero no bebo, no tengo sed, solo mojo los labios y lo vuelvo a apoyar sobre la mesa, sujetándolo todavía con mi mano.
La niña está junto a mi. Puede que se haya cansado de reclamar la atención de la mujer. Está de pie, a mi lado, con sus dos pequeñas manos apoyadas sobre mi muslo cubierto por los largos y gruesos faldones de mi abrigo. Ella también lleva puesto un abrigo, un abrigo improvisado con pedazos de manta rasgados y varias vueltas de bufandas de lana. No se queja del frío, pero sus mejillas y la punta de su nariz brillan con un rojo intenso. Tiene miedo.
Como entiendo que el miedo que ella siente es el más importante de todos, el que tiene más prioridad, la tomo por debajo de sus axilas (que no están calientes) y la siento sobre mis rodillas. Sé que tendrá la cabeza llena de fantasmas y de espíritus en una noche como ésta. Sé que los viejos la habrán estado contando historias sobre la Santa Compaña, sobre las procesiones de difuntos. Es una niña pequeña, y sé que es solo por eso por lo que tiembla. Sentada sobre mis rodillas empiezo a hablarle mientras la mujer me mira confundida, extrañada, pero me deja hacer. Le cuento una historia para que esté tranquila, para que se le pase el miedo, le cuento la historia de dos hombres que salen a pescar en una barca en una noche como ésta. La noche no tiene viento y a fuerza de remar consiguen llegar hasta la mitad del río, de éste mismo río que está tan cerca de nuestra casa y que parece un mar, porque saben que es allí donde hay más peces, porque los peces son listos, le digo, saben que los pescadores suelen tener miedo de la fuerte corriente que hay en el medio del río; pero esa noche no hay viento, ni corriente, los peces están desprotegidos y los dos pescadores quieren aprovecharse de ello.
Cuando creen que han llegado a la mitad del río, le continuo diciendo mientras la mujer se ha quedado quieta, ya no recoge, solo me mira hablar, o yo creo que lo hace, sueltan el ancla. Lo dejan caer para sujetarse al fondo, para con el ruido despertar a los peces que también duermen en el fondo. Comienzan a soltar cuerda y más cuerda, pero el ancla continua cayendo dentro del lecho del río, le cuento sin notar que mi historia le esté tranquilizando lo más mínimo. Vuelvo a acercarme el vaso de agua a los labio y los vacío de un solo trago. Lo doy la vuelta y los coloco otra vez sobre la pequeña bandeja de plata, junto a la jarra y al otro vaso. Una gota, que no he bebido, que se ha quedado en el fondo del vaso, se cae, resbalando por la superficie pulida y gruesa del vidrio. Pienso que va a llegar hasta la bandeja de plata y que va a formar una mancha de óxido si alguien no tiene tiempo de limpiarla. En ese momento ya sé que yo nunca tendré oportunidad de reparar ese descuido.
Entonce se abrió la puerta. No sé cómo llegaron ellos sin hacer ruido, sin que ninguno de los tres, la niña, la mujer y yo, los hubiéramos oído. Me arrastraron del abrigo como si yo fuera un muñeco de trapo, de muchas capas de trapo, por suerte la niña ya no estaba sobre mis rodillas. Al sacarme afuera no noté mucho frío, no más que el que había dentro de la casa. Algunos de los militares se quedaron dentro de la casa mientras los otros me llevaban afuera, entre otras cosas oí como la bandeja de plata caía al suelo, con un estruendo metálico, y que tras ella caían también la jarra y los dos vasos haciéndose añicos.

Arcac

Relatos FM


El Reloj


No podía creerlo. Estaba allí, en un oscuro y polvoriento escaparate. Tras años recorriendo los confines del mundo, y cuando había perdido toda esperanza, la búsqueda había llegaba a su fin.

   El tiempo parecía haberse detenido, la atmósfera se volvió densa y el mundo enmudeció. El resto de sus sentidos se desvanecían eclipsados por la visión que había congelado su mente, hasta que un ahogado grito de júbilo rompió su silencio interior. Parecía un sueño, pues estaba tan solo a cuatro calles de su casa, en una pequeña y sombría tienda de antigüedades, prácticamente invisible durante toda su vida hasta que el destino decidió que había llegado el momento adecuado.

   Tras unos instantes de meditación para convencerse a si mismo de estar despierto, entró en la tienda. Un intenso olor a humedad cargado de Naftalina y el aroma a épocas pasadas lo envolvió, lo embriagó y acabó de hipnotizarle. Ni siquiera percibió el agudo tintineo de las campanillas que guardaban la puerta y anunciaban su llegada al viejo anticuario. Tampoco notó la presencia del anciano que salía a su encuentro, pues estaba concentrado en algo mucho más importante.

   Sus ojos estaban clavados en la brillante caja del Elysee de cuatro  esferas que le había llevado tantos años encontrar. Estaba analizando cada milímetro, acariciando cada partícula con su mirada. Aparentemente era sólo un magnífico reloj con tres esferas doradas que marcaban la hora, el día y el mes, y otra, de color verde esmeralda y con los números grabados en rojo, señalaba los años. Dos manecillas paradas en el número doce gobernaban el corazón del reloj esperando que alguien las pusiera de nuevo en movimiento. La encargada de señalar los minutos estaba engarzada con pequeños diamantes y la que marcaba los segundos era de oro con la inscripción Art de vivre grabada a mano con gran precisión.

   No había duda, era ese.

   Una suave y curtida voz rompió el silencio-¿Puedo ayudarle en algo?- El viejo anticuario que se escondía tras unas enormes gafas de gruesos cristales, enmarcadas por unas cejas pobladas de canas parecía extrañado por la ausencia de respuesta y la extraña actitud del misterioso joven.

   Lo intentó de nuevo y carraspeó violentamente un par de veces, con sus grandes manos, que no desentonaban con el resto del cuerpo, le asió de la chaqueta mientras repetía la pregunta.

   -Yo...yo... el...el reloj... ¡El reloj! ¿Cuánto..? ¿cuánto pide por el?- Balbuceó el joven saliendo del hechizo con ojos desorbitados.

   El anciano cogió la vieja caja de cuero para simular que comprobaba el precio que figuraba en el fragmento ocre de papel que tenía pegado en la base.

   -Son cuatrocientos euros, pero por ser usted, se lo dejo en trescientos cincuenta. Se trata de un raro ejemplar.- Contestó finalmente el anticuario, con la mejor de sus sonrisas.

   -Perfecto, me lo llevo.- Exclamó el joven, con los ojos brillantes por la emoción, mientras atropelladamente manos asían la cartera y sus agitados dedos buscaban el dinero.

   Sin separar un momento los ávidos ojos del rostro del joven, el anticuario envolvió el reloj y fue cumplimentando la factura, o como rezaba en el cabecero de la misma, el compromiso de venta.

   -¿Sabe?- Dijo el joven, ahora mucho más tranquilo, cuando el viejo le tendió la bolsa.-Llevo buscándolo desde hace más de diez años. Cuando cumplí los quince, mi abuelo murió, y entre sus pertenencias encontré una vieja nota donde lo describía. Nada mas leerla, acabé prendado de esta maravilla y de su leyenda...- Pero ahora era el anciano el que se hallaba en una especie de trance mientras observaba como su joven e ingenuo cliente acababa de contar el dinero y se lo tendía. 

   Asintiendo de manera automática, casi indiferente el viejo cogió el dinero rozando las manos del joven con las suyas. Se quedó observando como salía de la tienda y enfilaba la calle a toda prisa. –Pobre infeliz.- dijo para sí con una enigmática sonrisa que dejaba entrever los primeros atisbos de una malvada carcajada.

   Rumbo a su casa, con los últimos rayos de sol del día acompañando su marcha y con el corazón latiendo con fuerza contra la bolsa que llevaba abrazada con ambos brazos, llegó a su casa. Ansioso, entró en su estudio y cerró la puerta a su espalda, bloqueando los dos cerrojos.

   Tiró de forma brusca la chaqueta al suelo y se sentó en el sillón del salón con la bolsa entre sus piernas. Sacó la arañada caja de cuero. Apoyándola sobre sus rodillas, respiró hondo, tratando infructuosamente de tranquilizarse y la abrió.

   El reloj desprendía un brillo cegador pese a lo tenue de la estancia. De ser cierta la leyenda que describía su abuelo en sus notas, pronto se convertiría en uno de los hombres más poderos del mundo.

   Con pulso tembloroso, se colocó con sumo cuidado el reloj en su muñeca izquierda y quedó contemplándolo ensimismado durante unos segundos. Respiró hondo, cerró los ojos y, aguantando el aliento, giró la ruedecilla central y la aguja de los años se movió hacia atrás.

   Abrió los ojos y comprobó que funcionaba a la perfección y que la leyenda era cierta. Se sentía lleno de vitalidad, sus ropas le quedaban holgadas y notó como le bailaba el reloj en la muñeca. Había rejuvenecido quince años, los mismos que había retrocedido la manecilla. Ahora era un niño. El proceso de rejuvenecimiento, sin embargo, únicamente afectaba a su aspecto físico, conservando intactos sus conocimientos y su mentalidad.

   Miró a su alrededor y comprobó satisfecho que todo lo que le rodeaba estaba intacto, tal cual lo había dejado antes de tocar la rueda del reloj. Su abuelo estaba en lo cierto, y el reloj únicamente cambiaba al portador.

   Volvió a cerrar los ojos y giró la rueda, pero esta vez en sentido contrario, y al instante volvió a ser un hombre. Abrió los ojos y no pudo reprimir una carcajada de júbilo mientras se colocaba de nuevo el zapato que se le había caído. Comenzó a hacer cábalas sobre las múltiples posibilidades que le brindaba la maravilla que colgaba de su muñeca. Podría vivir eternamente, adquirir todos los conocimientos de la humanidad, se convertiría en el hombre más poderoso del mundo, un mundo que sería suyo en cuanto lograra descubrir la manera de hacerlo. Las posibilidades eran infinitas, el tiempo eterno... y la curiosidad también.

   Sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, avanzó veinte años en el tiempo. Físicamente no sintió ningún cambio, pues se encontraba incluso mejor de lo que había estado hasta ahora. Se dirigió al cuarto de baño y al contemplar su reflejo en el espejo, vio a un hombre maduro con algunas arrugas en la frente y junto a los ojos color miel. Sus cabellos que, hasta hace tan solo unos segundos, habían sido de un brillante color negro, se habían vuelto casi en su totalidad de color perla, y en sus manos habían comenzado a aparecer las primeras manchas.

   Sonrió complacido al ver que pese a los años era bastante atractivo, y de forma automática, movido por el ansia de saber más,  mientras se recreaba con su reflejo, sus manos, que parecían haber adquirido vida propia, volvieron a girar la ruedecilla, y esta vez, sin darse cuenta, avanzó treinta años mas.

   Ahora estaba presenciando el cambio ante el espejo. Fue testigo de cómo se iba secando y cuarteando su piel. Su pelo, como por arte de magia, dejaba paso a una brillante calva que, por momentos se fue llenando de múltiples manchas.

   Un ejército de nuevas arrugas, mucho más feroces y profundas que las anteriores, vencieron la batalla a la juventud y terminaron por  conquistaron su rostro. Quedó boquiabierto tras presenciar la dantesca imagen que le ofrecía su propio reflejo.

   Una boca abierta en una extraña mueca le mostraba como sus dientes, que había visto esa misma mañana con una blancura impoluta y perfectamente alineados, daban paso a un carrusel de piezas amarillentas y desdibujadas alineadas en una caótica formación comandada por huecos negros que resaltaban como Generales en formación, todo ello enmarcado por unos labios que alcanzaron un color púrpura casi tan intenso como el que se alojaba en las bolsas bajo sus ojos.

   Sintió como le fallaban las rodillas, y con un crujido seco procedente de su cadera, finalmente cayó al frío suelo del aseo. Las fuerzas le abandonaban por momentos, a la par que la fría y silenciosa inmensidad negra avanzaba ante sus ojos hasta que finalmente no vio otra cosa más que esa vacía negrura infinita.

   Presa del pánico y con el corazón palpitando apresuradamente de forma irregular, decidió acabar  de jugar con el reloj, y a tientas intentó girar la rueda del reloj para volver a la normalidad.

   La artrosis había invadido sus manos, y tras un esfuerzo titánico consiguió asir la ruedecilla con la máxima firmeza que sus retorcidos y torpes dedos le permitieron. Cerró los ojos y lo intentó, pero era incapaz de girarla hacia atrás, ya que los temblores no hacían sino conseguir que avanzase dos..., tres...hasta cuatro años más, antes de que terminara cediendo y se desenroscase totalmente para caer al suelo desde los dedos muertos del anciano y salir rodando.

   Rodó y rodó hasta que chocó con los pies del viejo anticuario, que se encontraba apoyado en el quicio de la puerta comprobando la escena con la misma sonrisa con la que despidió a su víctima cuando abandonó la tienda.

   Se agachó y con unas manos acabadas en unas largas y afiladas uñas color azabache, recogió la ruedecilla del reloj y la guardó junto a las demás en una bolsita que sacó de una de los bolsillos de su elegante traje negro.

Werewolf