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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM

El secreto de Saúl


Saúl tomaba clases de piano desde los cinco años. Todos los días su profesor lo asistía en deslizarse por los arpegios y en refinar su interpretación de los grandes genios de la música. El bondadoso maestro Simón se desplazaba hasta la zona noble de la ciudad para atender a su pupilo.  El día en que se rompió la pierna, estaba haciendo el mismo trayecto que había dibujado desde hacía siete años, pero la escarcha no cedió bajo sus botas desgastadas y, al ya viejo Simón, le costó un doloroso quiebre de tibia que lo obligó a inmovilizarse durante varias semanas.
El alumno lo extrañaba de veras, no tanto por el avance técnico del instrumento, ni porque la lesión de su querido profesor le impidiera reproducir cientos de tonos. Echaba de menos su calidez y el sentido del humor que, junto con la tenacidad y con la paciencia habían logrado conquistar el afecto del pequeño intérprete.
Él quería ir a ver al convaleciente mentor, pero las reglas en casa eran claras y estrictas. Sabía que si se lo pedía a su padre la propuesta sería rotundamente denegada, y hasta era probable que, de insistir, le cambiaran la tutela musical, así que Saúl pensó mucho esa jugada. Iba a necesitar ayuda y decidió contar con el maestro Inmanuel, quien le impartía clases de filosofía, matemática y latín.  En caso de que accediera, podría retribuirle el favor con interminables debates filosóficos, con eso se daría por contento. Saúl apreciaba también a este docente, pero era otro tipo de relación, menos cercana, puro juego intelectual, y nunca le había visto los ojos acuosos, como sí había observado los de Simón cuando se  emocionaba hasta las lágrimas por sus logros. Tampoco le tuvo tanta paciencia. Los días "malos" de Saúl se convertían en "clases aburridas" cuando los tutelaba Inmanuel, en cambio Simón era capaz de transformar sus peores estados de humor, con juegos, con bromas, con miradas que cada vez estrechaban más el paternal cariño.
A su corta edad había aprendido muchas cosas y otras tantas las intuía. Le parecía que el dinero movía el mundo de los adultos. Esto por un lado le causaba gracia: "¿No veían que solo era papel pintado?". Sí bien sabía que permitía el acceso a una vida acomodada, no podía dejar de observar cómo podía acapararlos por completo. Ese era el caso de su padre, para quien, como banquero, el dinero era el  objetivo principal, y parecía absorberlo tanto que ni su propio hijo podía cambiar el foco de esa mirada siempre lejana y ausente. Lo de su madre era aún más complicado, pues dedicaba la  casi totalidad de sus días a ostentar ante sus conocidos la alta posición social que había alcanzado, a la vez que, paradójicamente, debía parecer recatada y modesta para estar en consonancia con  el trabajo de su marido, que requería de la máxima confianza de sus clientes.
Por otro lado, le asustaba la otra faz del dinero, la que originaba la falta de recursos. Él no la había padecido, pero deducía que el viejo profesor de piano no gozaba de buena posición económica y dudaba de que sus progenitores supieran del accidente, y de que, si lo hubieran sabido, si se habrían interesado por él. Así a la añoranza se le sumaba cierto estado de preocupación.
Debía conseguir que el profesor Inmanuel lo acompañara a tomar clases a la casa del maestro; esta sería la única forma de verlo, porque a él sólo no lo dejarían ir hasta el barrio judío. Inventó que tenía que interpretar una pieza, compuesta por el maestro Simón, en la fiesta de fin de curso, con motivo de los egresados del colegio. Eso es lo que le diría a su profesor de filosofía, para que él se encargara de transmitírselo a su progenitor. Podría haberle dicho la verdad a Inmanuel, pero dudaba de la imaginación  del  maestro para crear una excusa convincente y defenderla ante el padre de Saúl. Era tal su deseo que logró una excelente interpretación de la mentira, y al día siguiente estaban maestro y alumno encaminándose al apartado sector de Berlín.
La alegría de Simón fue grande cuando los vio aparecer, aunque primero tuvo que superar la vergüenza  de que vieran las condiciones precarias en las que se desenvolvía su vida, pero el alumno le dio tal abrazo que zanjó rápidamente el asunto. Acompañando sus palabras con guiños y gestos para hacerle entender al maestro que detrás había una trama falsa, Saúl le explicó la imposibilidad de reproducir la pieza que debía ensayar y que durante los días venideros, el profesor Inmanuel y él se desplazarían a su casa para poder continúar con el trabajo, si no tenía inconveniente y su dolido estado se lo permitía. Simón le atusó el pelo al alumno, dando a entender que estaba de acuerdo con la trama oculta, y le dijo que no había inconveniente y que, aunque modesta, su casa estaba abierta para él en todo momento. El profesor Inmanuel se acomodó en un sillón verde, algo desvencijado, que se encontraba cerca de la entrada, y ese sería el lugar en el que cabecearía los días subsiguientes, ajeno a los músicos.
Un día durante la clase, llegó un niño de unos doce años para traerle unas viandas a Simón. Se llamaba Adolfo, el maestro se lo presentó a Saúl y el chico pidió quedarse a escuchar la clase. A partir de esa ocasión y con cualquier excusa, el muchacho se acercaba todas las tardes y pronto entablaron amistad. No era muy hablador, pero las bromas y el buen humor de Saúl, llenaban el abismo entre esos dos mundos lejanos pertenecientes a estos nuevos amigos. Todo en ellos era distinto, la vestimenta, los modales, la cultura. Saúl rubio, alto y bien parecido, había heredado los rasgos de los judíos provenientes de Rusia. Adolfo moreno, bajito, los ojos demasiado juntos y el gesto huraño, aún estaba buscando su lugar de pertenencia.
Después de las clases volvían los tres caminando, los dos jóvenes, que a ratos  charlaban, corrían o jugaban iban delante y el profesor Inmanuel andaba detrás intentando seguirles el paso. Cada día Adolfo los acompañaba un tramo mayor. Vivía tres calles antes de la casa del maestro, pero sin duda estaba fascinado con su nuevo amigo y demoraba la inevitable despedida. A Saúl le divertía porque lo hacía sentirse poderoso y en ocasiones abusaba de su posición, contándole mentiras por verdades, que después, cuando lo veía sumido en el fango de la credulidad y de la ignorancia, se encargaba de corregir y deshacer,  como en aquella ocasión en la que Adolfo descubrió que la ropa de su  amigo tenía bordadas en letras finísimas y primorosas dos letras: S.S. Adolfo le preguntó qué significaban, y Saúl en lugar de responder que eran las iniciales de su nombre y apellido le contó que eran las iniciales del "Secreto de Saúl", pues todos sus antepasados, desde hacía quince generaciones, llamaban Saúl al primogénito y éste era el encargado de guardar "el secreto de la familia"; también inventó una gran historia acerca de este misterio que había pasado a través de generaciones, en la familia Schneider, y debido al cual habían logrado tanto poder. Ante los asombrados ojos de su amigo, iba tejiendo esta fantasía, a la que añadía todos los ingredientes que la florida imaginación le proporcionaba.  Adolfo le pidió que le contara el secreto; podía confiar en él pues era el único amigo que tenía y jamás le diría a nadie. Saúl le contestó que eso era imposible, ya que el secreto debía de ser develado con un ritual que requería circunstancias determinadas, eligiendo uno por uno los libros que contenían cada palabra y que estaban en la biblioteca de su padre. Pero ¡claro que no!, bajo ningún concepto podía él revelárselo. En ese momento Inmanuel se adelantó para avisarle a Adolfo que debía regresar a su casa, se habían alejado demasiado y estaba comenzando a anochecer .
Aquella fue la última tarde en que se vieron. Los padres de Saúl se enteraron de que no había ningún acto a fin de curso, en el que su hijo fuera a interpretar pieza musical alguna. Para la madre, quien se anotició del embuste de su hijo a través de las encumbradas damas del Club Leones, fue bochornoso. La hicieron quedar en el ridículo más espantoso, y se encargaron de propagar, por la alta sociedad berlinesa,  la anécdota de cómo el niño Schneider se burlaba de ella.
El castigo no se hizo esperar, alcanzó a Simón al que retiraron el tutelaje musical del niño, a Inmanuel, a quien le recortaron las funciones, limitando las clases a la enseñanza de matemáticas, y a Saúl, que fue privado de vacaciones, visitas familiares y viajes durante un año. Fue dura tanta pérdida y acarreó muchos cambios en su carácter alegre. Lo que nunca sospechó es que esas bromas infantiles traerían aparejadas la peor locura que se haya conocido en la historia de la humanidad.
Varios años después, cuando vivía en Estados Unidos y ejercía la profesión de arquitecto, Saúl veía con asombro y tristeza la persecución hacia su pueblo judío. Ante una perplejidad creciente, fue asociando las coincidencias a ese breve período infantil, y no pudo dejar de reconocer en el Führer alemán a ese niño Adolfo que nunca más volvió a ver, y recordó cuando vio las iniciales de la guardia del III Reich la última broma acerca de sus iniciales, que no pudo aclararle. El "secreto de Saúl" habría de convertirse en otro tipo de secreto, muy distinto al que en sus juegos infantiles había ideado. Sin quererlo compartía vivencias íntimas y felices con uno de los seres más perversos y temibles, con el mayor  genocida de la historia. Este sería a partir de ahora   el secreto de Saúl, que le acrecentaba la pesadumbre en el alma con la noticia de cada aberración. Sin quererlo, día a día asumía una culpa que no le pertenecía, y como una mancha de petróleo sobre el mar, se extendió sobre la vida de Saúl y la de todo un pueblo que bregará para siempre con ese dolor.

María Lafuente

Relatos FM

Paulino Moreno y el gallo


Paulino Moreno veraneaba por las provincias de Burgos y Palencia. Cualquiera hubiese pensado que estaba haciendo turismo rural, pero no llevaba botas de gore tex, pantalones de Coronel Tapioca, ni sombrero high tech con filtro anti rayos ultravioleta. Para sus vacaciones Paulino Moreno había conseguido unas zapatillas azules de rejilla, bien fresquitas en estos calurosos días de finales de julio, pantalones claros mil rayas y una camiseta de algodón al borde de la legalidad, a causa del bisonte serigrafiado que anunciaba una marca de tabaco. Se protegía del sol con una gorra de Fertiberia.  Paulino Moreno era un pobre, nombre con el que se conocía en los pueblos de Castilla a los indigentes y excluidos de las ciudades y de los libros escritos por sesudos técnicos expertos en exclusión social.
Habitualmente vivía en Madrid, sin domicilio fijo ni reconocido; cuando no hacía mucho frío dormía en la calle, tapado con cartones, en algún portal o en los pasos subterráneos de la Plaza de España. En los días más duros de invierno se refugiaba en el albergue de San Isidro o en la casa de Campo. Pero  esta opción no le gustaba. Ya que no tenía nada, por lo menos que no le controlasen. Comía en el comedor de indigentes, mendigos de toda la vida, de Martínez Campos y se lavaba en la Casa de Baños de Tetuán, nada más salir del metro Alvarado, quince céntimos la sesión. De vez en cuando se daba un homenaje y compraba una pata de cordero que le asaban en un mesón de Chamberí que conocía su amiguete Paco; otro indigente que tenía su puesto de mendicidad en la zona, justo en la esquina de Modesto Lafuente con García de Paredes.
Este año el mes de julio estaba siendo demasiado caluroso y Paulino Moreno había decido ir al norte. En Chamartín se subió a un tren, sin billete, y en un par de días llegó hasta Venta de Baños, después de que los revisores le echaran del tren nueve veces y otras tantas volviera a subir en el siguiente, hasta que de nuevo le echaban. Paulino Moreno no siempre había viajado así. Antes, cuando tenía trabajo y familia, pagaba billete o viajaba en su coche. Ahora no tenía ni lo uno ni lo otro, y Eusebio, compañero de mesa en el comedor de beneficencia, le había enseñado a viajar sin dinero.
Desde Venta de Baños comenzó a caminar y a moverse por los pueblos pequeños de la zona. Normalmente la gente es caritativa en estos pueblos, siempre que se sea un poco educado, respetuoso y mínimamente limpio, pero no había que abusar de las buenas personas y no convenía quedarse varios días en el mismo lugar.
En los últimos días había llegado a la provincia de Burgos y en contra de la norma básica del mendigo errante había establecido su albergue en un lugar fijo, a la sombra de un grupo de grandes chopos, junto a una represa del río que abastecía de agua el cauce de un molino cercano. Le gustaba el paraje, y le agradaba dormir arrullado por el agua del río que cantaba al saltar por encima de la presa, y sestear con su cartón de vino, costumbre adquirida después de una mala experiencia que tuvo como pescador.
Había varios pueblos pequeños alrededor de su refugio. Cada mañana se dirigía a uno de ellos dando un paseo y allí pedía algo para comer, nunca dinero. Pero si le daban un euro para el café tampoco lo rechazaba, que lo cortés no quita lo prudente y cada día tenía que pagarse el vino. La gente de esos pueblos era generosa y no negaba a nadie la comida. Lo que le daban lo guardaba en su mochila, hatillo providente del que sacaba lo necesario para comer, cenar y desayunar cada día. Así vivía Paulino tan contento, recordando aquello que había oído en la catequesis sobre los pájaros que ni siembran ni tejen y cada día tiene su afán, aunque nunca falta qué comer. O algo así. Que en plena siesta, con el litro de vino más que mediado, no estaba para recordar con exactitud algo que había oído hacía mucho tiempo.
Llegó la noche y se durmió confortado por la misma gratitud que había sentido durante toda la tarde. Pero el demonio que nunca duerme y todo lo enreda, hizo que a la mañana siguiente Paulino Moreno se despertase con el canto del gallo del molino cercano, y con el cantar se le metiese en la cabeza la idea de comer pollo el próximo domingo. Esta idea se convirtió en obsesión y durante los siguientes días Paulino no hizo otra cosa que pensar en cómo conseguir un pollo. Llegó incluso a merodear en torno al molino, y el sábado por la tarde ya había trazado un plan de asalto al gallinero. 

   Vetusto era un gato viejo, falso y lamerón. Era el gato de Tasio, el dueño del molino. Tenía, el gato, el pelo rubio y tuso, la mirada inteligente y unos largos bigotazos. Antes le dejaban andar por la casa, pero un día entró en la despensa, mordisqueó los chorizos y los quesos, y aunque no se comió nada, lo estropeó todo. Ese mismo día Tasio clavó una tabla en la gatera de la puerta y así se le vedó el paso a la casa. Únicamente podía entrar en el desván, al que accedía por un ventanuco. Ése era su territorio; cobijo en invierno -que como todo el mundo sabe los gatos no son amigos del frío-, cedido a cambio de mantener el desván limpio de ratones. Allí pasaba horas, sesteando al sol, tumbado en el arambol del ventano. Y desde allí observaba el corral donde salían las gallinas a picotear lombrices y las pencas de berza que les echaba Tasio. El gallo paseaba orgulloso entre las gallinas y miraba desafiante al gato tumbado más arriba advirtiéndole que esas gallinas estaban bajo su protección. Vetusto meneaba cansino el rabo y sonreía con sonrisa lobuna, enseñando los colmillos, aceptando el reto.
   Ya lo había dicho Tasio:
- ¡Qué condición más **** tiene este gato!

   En el pueblo había una cuadrilla de chavales montaraces, asilvestrados y saltatapias, que también se la tenían jurada al gallo. La culpa la había tenido el manzano que crecía orondo en medio del corral del gallinero. En una de las correrías que organizaban habían asaltado el manzano y el gallo había defendido su feudo haciendo proporcionado uso de toda la fuerza de su pico.
   Después de comer, mientras el resto del pueblo sesteaba o veía la novela de la tele, ellos cogían las bicicletas y se juntaban en la plaza. Y a partir de ahí no se sabía lo que podía pasar. Lo más grave fue el día que les dio por ir a fumar a escondidas a la sombra de un sauce del río, junto a un trigo sin cosechar. Las colillas mal apagadas prendieron en la hierba seca y de ahí el fuego pasó a la mies. La trastada no fue a más porque el pastor lo vio, avisó, y las campanas tocaron prestas a quema. Antes de que llegasen los bomberos de la ciudad, ya habían apagado el incendio y todo se resolvió con una mano de pescozones que los padres afectados repartieron a discreción. Pero el susto fue de órdago.

Llegó el sábado por la noche. Después de cenar, cuando Tasio y su mujer estaban sentados al fresco en la puerta de casa, en el lado opuesto del gallinero, Paulino, provisto de cachaba y saco, trepaba por la tapia del corral. Lo hacía con tiento. Las piedras de abajo eran grandes y firmes, pero las de arriba, pequeñas e irregulares, estaban sueltas y había que tener cuidado de que no se derrumbasen en el suelo, y con ellas Paulino. Finalmente, saltó la tapia, cayó en el corral y con cautela abrió la puerta del gallinero que sólo estaba cerrada con una cuerda. Entró silencioso, preparando el saco para echar el gallo dentro en cuanto lo pillase.
Vetusto, que estaba asomado al ventanuco, vio la puerta abierta y también quiso merodear dentro del gallinero. Cuando entró, las gallinas comenzaron a cacarear inquietas, y eso llamó la atención de la cuadrilla de chavales que pasaba por allí buscando dónde liarla. Con agilidad brincaron hasta la tapia, entraron en el gallinero y allí se armó la de Don Quijote en la batalla gatuna y cencerril del castillo de los duques. Vetusto corría, saltaba y bufaba. Ora huía por los ponederos, ora brincaba al techo. Los chicos gateaban, pataleaban y buscaban la puerta que se había cerrado en pleno guirigay. Paulino se defendía de tanto malandrín dando cachabazos a diestro y siniestro. Vetusto, que sí veía, asustado y apaleado saltó a la cara de Paulino y allí se agarró con uñas y dientes. Los muchachos ciegos por la oscuridad de la noche y el gallinero, magullados y espantados, se acurrucaban en un rincón.
   Tal era el escándalo, que llegó hasta la puerta de la casa. Tasio, que no sabía si el tumulto era provocado por raposa, ladrón o perro callejero subió al piso de arriba, cogió la escopeta y pegó dos tiros al aire. La detonación acabó la batalla, y mendigo, gato y chavalería se dispersaron con el rabo entre las patas, en el caso de Vetusto, y entre las piernas en el resto, protegidos por la noche.

   Al día siguiente no se hablaba de otra cosa. Desde primera hora lo comentaban en la panadería; después de Misa, en el soportal de la iglesia, los feligreses porfiaban sobre el desaparecido gallo de Tasio. En el vermut, cada cual tenía su opinión. Pocos pensaban que hubiese sido la raposa. Ya no se la veía por el pueblo, y menos en verano. Casi todos inculpaban al pobre que rondaba por la presa. Como prueba, esa misma noche había abandonado el pueblo, y siempre se ha dicho que el que algo teme, algo debe.
   Los padres de los chavales sospecharon de los nuevos moratones que lucían sus hijos, pero no dijeron nada. Además, esa mañana estaban muy tranquilos en casa. Ni siquiera habían ido al bar a por la bolsa de pipas Facundo.
Mientras tanto, Paulino Moreno, sucio de pecina y berrañas del río, al que había caído huyendo, con la cara dolorida y las narices hinchadas, maldecía el día en que se dejó embaucar por el canto del gallo y se empeñó en comer pollo. Ahora, hambriento y avergonzado, caminaba alejándose del pueblo donde tan a gusto había estado.
   Vetusto dormitaba en una duerna, escondido en el desván detrás de los escriños y coloños. De vez en cuando meneaba el rabo y pasaba su lengua por el hocico manchado de plumas.

Parada tren corto

Relatos FM

El susurro


El hombre sueco o finlandés no hablaba español. Pero tenía un don; algo muy raro hoy en día: era conocido como "el especialista" por unos pocos. La mayoría veía en él a un matasanos embaucador.
El día que le llevé a mi padre tenía muchas dudas; desconfiaba de su reputación. Por lo menos de una de las dos. Llamamos al timbre y nos contestó una voz femenina, casi metálica.
– Somos nosotros–  contesté – teníamos cita.                                                                             
El portón se abrió. Ayudé a mi padre a llegar al ascensor. Recorrimos el pasillo de la cuarta planta entre temblores. Él por la enfermedad, yo por las dudas.
Fue entonces cuando advertí el descansillo: un cúmulo de bastones, sillas de ruedas y muletas abandonadas. Algunos cubiertos de polvo, otros no.
La puerta número tres estaba ante nosotros. Tendí el brazo titubeante hacia el timbre. No hizo falta, se abrió sola. Una mujer con un uniforme pálido como la piel de un escandinavo apareció en el umbral. Me eché hacia atrás por el susto y casi arrastré a mi padre conmigo. La mujer sonrió comprensiva.
– Adelante –  dijo amablemente. En mis oídos siseó como un "ssssss" serpentino. Intenté despejar la cabeza. Entramos.
– Acomodaros en la habitación del fondo; la de la cortina a tapiz.
Nos adentramos. El interior era una penumbra mágica de tonalidad rojo difuso como pétalos de rosa.
Allí estaba. El hombre sueco finlandés. El especialista.
Se levantó de la silla y vino a nuestro encuentro. Me aparté sin querer, automáticamente. No hubiera podido evitarlo aunque hubiese querido.
Cogió a mi padre de las manos. Respiró hondo. Su espalda, siempre encogida, vibró.
Otra inspiración. Otro enderezamiento. Así siguió unos minutos. Yo me sentía raro. Todo parecía remolinear a mi alrededor: una mentira. Pero me dejé llevar resignado; no tenía otro punto de amarre. Apretujé la espalda contra la pared y una ola de frío fluyó desde el atlas al coxis. Cerré los ojos.
Cuando volví a abrirlos, la calidad de la luz me pareció distinta, más real. Mi padre estaba allí de pie, como lo había estado hacía quince años. La misma luz y comprensión en los ojos de entonces. Me sentí vivo y lleno de esperanza. Corrí a abrazarlo.
Agradecí al hombre que había hecho el milagro. Le ofrecí dinero. Se negó a aceptarlo. Eso era lo que más me había hecho sospechar en un principio. Un tipo raro que no pide dinero; algo extraordinario en estos tiempos. Al carajo con mis dudas y temores. Me sentí ligero como nunca. Lo abracé y él me acarició la melena como si fuese un niño.
– No llores –  me dijo. Hizo una pausa. Creí oír un susurro sincero. Pero estaba muy agitado. Me sequé las lágrimas. Un ruido hizo que me volviera de golpe. Mi padre había tirado las muletas.
Nos fuimos.
Eché una última mirada al descansillo. Más tarde, nuestras muletas estarían ahí tiradas.
Mi padre recuperó su vida de siempre; yo la mía. Hasta aquel maldito día.
Me desperté y no podía moverme de la cama, como en esas pesadillas donde no podemos hacer lo que queremos. Solo que no era un sueño. Estaba despierto y en mi cama. Me quité las sábanas y observé mi cuerpo rígido. Tenía los mismos síntomas. Me faltó el aliento.
¿Cuántas veces había deseado estar en su lugar, cambiarnos los papeles?
Un grito se abrió paso por mi garganta seca y brotó de mis labios. Un grito lleno de horror.
Entonces recordé el susurro que no había querido escuchar.
– Todo tiene un precio.

Durlindana

Relatos FM

El enésimo gorila


El golpe de la puerta disimuló el bufido de Esteban al desplomarse en el asiento trasero del taxi.
—9 de Julio y Viamonte —indicó, procurando una postura más cómoda.
Buscó el reloj bajo manga del saco, sin prestar atención a la ciudad que desfilaba al otro lado de la ventanilla. Treinta minutos hasta el centro, calculó.
—Adivino que no es la primera puerta que sacude esta mañana —en el espejo retrovisor, los ojos del taxista no denotaban rastros de bronca.
—Perdone el portazo —se disculpó Esteban, apoyando un brazo en el respaldo del asiento delantero—. Si le sirve de consuelo, la puerta de casa se llevó la peor parte.
—No se preocupe. Estoy acostumbrado: la gente anda innecesariamente nerviosa.
—Concédame que es difícil conservar la calma—Esteban procuró una justificación aceptable—. Uno se la pasa corriendo, de problema en problema. Y cada problema suma un poco más de presión, de nervios. En algún momento, inevitablemente se termina explotando.
El taxi tomó Libertador y se detuvo en el cargado tráfico de la avenida. Si la mano venía así, el viaje iba a tomar no menos de cuarenta minutos.
—Un tiempito atrás —el taxista le ahorró cálculos inútiles —, a usted lo habría puteado de arriba abajo por cómo cerró la puerta. Engranaba por cualquier boludez. El prototipo del calentón. Ahora, en cambio, usted me convierte la puerta en giratoria y yo, como quien ve llover.
—Si me pasa la receta, agradecidísimo.
Esteban se arrepintió de la frase soltada sin pensar, temiendo un tedioso rosario de lugares comunes y consejos de autoayuda.
—No es tan complicado, vea. Es cuestión de encontrar alguna cosa que a uno lo frene, que lo obligue a contar hasta diez antes de decir o hacer algo de lo que se arrepentirá diez minutos más tarde. —El taxista apuntó el índice derecho hacia el centro del parabrisas —Yo tengo este monito.
Unido por un hilo dorado a una sopapita adherida al vidrio, bailoteaba un gorila negro, de ojos brillantes y saltones y largos brazos cruzados sobre el pecho. Bailando al son del tránsito, interrumpía la visión de la avenida. Feo, concluyó Esteban. Era muy feo el bicho ese.   
— Yo me calentaba por cualquier cosa —el conductor pareció esperar que Esteban terminara de contemplar al mono —. Desde chico, eh. En el jardín me trompeaba por un caramelo. Mis amigos me echaron del equipo de fútbol por mis peleas con árbitros y rivales. No me duraba una novia, cansadas de pasar vergüenza por mi culpa. A un jefe le revoleé una engrampadora por la cabeza. Decidí laburar solo y, como siempre me gustó manejar, me compré este taxi. No fue solución: no había día que no me puteara con alguien o que bajara enloquecido para moler a palos a algún colectivero. Harto de mí mismo, empecé a estudiar psicología, menos por vocación que buscando una solución a mi locu...
El chofer giró abruptamente el volante ante la súbita cercanía de un camión de mudanzas (cercanía que Esteban no entendía ni tan súbita ni tan cercana como para justificar semejante maniobra).
—¡Pero la p...! —la puteada no alcanzó a abandonar la boca del taxista.
Recobrada la vertical, Esteban se sorprendió de postura del tachero: el cuello tenso y la respiración agitada, sostenía con suavidad el monito, acariciándolo con la punta de los dedos. Tras varios segundos sin moverse, exhaló un largo suspiro y volvió a tomar el volante con ambas manos. Buscó a Esteban en el espejo.
—Perdone el volantazo —se permitió una corta sonrisa—: hay gente que no debería manejar. En fin, le contaba de la facultad. Resultó no ser lo mío. Aprobaba una materia de cada tres. Mis compañeros se creían la reencarnación de Freud y los profesores parecían pacientes escapados del manicomio.
El automóvil avanzaba lento, entre una masa compacta de vehículos. Esteban resignó sus esperanzas de llegar pronto a destino.
—Me tocó una materia donde estudiamos la percepción errada de la realidad. Como cuando uno está seguro de haber visto algo que en realidad no vio, o cuando apostaría haber escuchado de alguien una frase que esa persona jura no haber pronunciado. Entre unos cuantos ejemplos, el profesor solía comentar uno en particular: resulta que un par de psicólogos repartieron pelotas de básquet y remeras blancas y negras entre sus estudiantes, y los filmaron haciéndose pases entre ellos. Proyectaron la filmación a un grupo de personas, indicándoles contar sólo los pases entre estudiantes con remeras blancas. Ahora bien, en medio de la filmación un estudiante disfrazado de gorila se mezclaba con los demás, gesticulaba a la cámara, pegaba saltos. No pasaba para nada desapercibido. La cuestión es que la mitad de los espectadores, de tan concentrados contando pases, no había notado al gorila. Es más, cuando le señalaban al gorila, algunos incluso sostenían que era un video diferente.
"Llegado el examen, leo en la hoja que repartía el profesor que el único punto consistía en desarrollar un ejemplo de este tipo de fenómeno. Y especificaba que se podía usar el caso del gorila invisible. Fui a lo seguro y describí ese experimento con pelos y señales: nombre de los profesores, cantidad de alumnos, colores de las remeras, porcentaje de los que no notaron al disfrazado. Terminé con la mano acalambrada".
"Fui a buscar la nota seguro de aprobar. El dos que acompañó a mi apellido me dejó frío. Simplemente, no podía ser. Mis nervios crecían avanzaba lenta la lectura de las calificaciones. Todavía retumbaba en el aire la última nota – un siete que martillaba mi cerebro – y yo ya encaraba por el pasillo central hacia el frente del aula.
"—Quiero revisión de parcial  —dije, con voz de pocos amigos —Registro 151356".
"El profesor rebuscó entre una pila de papeles y me entregó mi examen. Di vuelta las hojas una y otra vez: no encontré una sola corrección".
"—Disculpemé profesor. ¿Me puede decir en qué me equivoqué?".
"Por toda respuesta, apoyó su índice sobre la pregunta del examen. Leí. Desarrolle un ejemplo de error de percepción (NO es válido el caso del gorila invisible). Su dedo subrayaba el NO que abría el paréntesis y que clausuraba cualquier protesta de mi parte".
"—Supongo que dio con su propio gorila invisible. Véale el lado positivo: tiene un ejemplo inédito para el recuperatorio".
"No pudo decir nada más: la trompada que le encajé lo arrojó a él detrás del escritorio y a mí fuera de la universidad. Salí puteando a diestra y siniestra: al profesor, a mis compañeros, a mí mismo, al **** gorila. Al llegar a la calle, me tropecé con un vendedor ambulante que terminó desparramado sobre la vereda entre un mar de peluches".
"El pobre tipo se encogía contra las baldosas, sus brazos estirados hacia mí, intentando protegerse el rostro y el pecho. Me asustó el odio que debían lanzar mis ojos, la violencia de mis puños apretados. Ese hombre tenía una única certeza: yo iba a machacar su cabeza contra el piso hasta cansarme".
"Toda mi bronca fue aplastada por una vergüenza y una culpa inéditas en mí. Balbuceando una disculpa, lo ayudé a pararse y empecé a juntar muñecos".
"—Deje, deje, don —me rogaba —. Yo me ocupo".
"Manoteé el primer muñeco a mano, saqué unos pesos del bolsillo y se los alcancé al pobre tipo. Salí prácticamente corriendo. Un par de cuadras después, me metí en un bar y pedí un café. Pensaba sobre qué hacer con mi carácter de *****. Así, no podía seguir. Me interrumpió el mozo quien, tropezándose, volcó su bandeja sobre mi camisa. Me levanté decidido a acogotarlo, con la necesidad de acogotarlo. Justo antes de abalanzarme sobre él, algo en el piso llamó mi atención: el peluche que había manoteado yacía recostado sobre la pata de la mesa. Era un gorila. Como el del experimento, como el del examen. Tenía que ser una señal. No podía ser casualidad que, de entre todos los muñecos desparramados sobre la vereda, justo hubiera agarrado un gorila. Debía de significar algo. Y si no significaba nada, yo tenía que lograr que significara algo. Me había servido para huir del vendedor ambulante: debía servirme para escapar de mí mismo. Fueron pocos segundos, menos de los que lleva contar hasta diez, con la mirada clavada en ese gorila. Cuando me volví hacia el mozo, mi necesidad de violencia había desaparecido. Un alivio enorme me invadió. Pagué por el café que no había tomado y salí. Al día siguiente, lo primero que hice fue pegar el gorila ahí, justo donde usted lo ve ahora. Desde entonces, cada vez que estoy por explotar, el gorila me hace contar hasta diez." 
Remató la última frase accionando la luz de giro: llegaban al centro. Esteban aguardó que el taxista agregara algo, que rematara su historia con una invitación a seguir su ejemplo. El hombre, concentrado en el tráfico, no quebró el silencio que él mismo había inaugurado momentos atrás.
¿Y si él también necesitaba un gorila? ¿Si la solución a sus portazos pasaba por, en palabras del tachero, encontrar alguna cosa que lo obligase a contar hasta diez? ¿Si la clave para apaciguar su carácter era un peluche donde encerrar sus arranques de ira? Claro que no podía andar por su casa con un peluche horrible a cuestas. Muchos menos, arrastrarlo a cada reunión de trabajo. Debía encontrar algún objeto - lo más disimulado y elegante posible, claro - que tuviera sobre él el efecto que el monito apoyado contra el parabrisas sobre el taxista.
Esteban cavilaba sobre qué podría servirle (¿una lapicera, un anillo?) cuando alguien golpeó el vidrio de su ventanilla.
— ¿Me compra, don? Para su pibe —junto a un rostro perforado por huellas de varicela, la mano del muchachito (unos quince años, le calculó Esteban) sacudía una jirafa verde.
Esteban estaba a punto de negar con la cabeza, cuando notó que el taxista lo observaba. Por la mente de Esteban desfilaron la compresión del tachero ante su portazo, el experimento del gorila, sus gritos innecesarios de cada día y – sobre todo – la pasión con que el taxista había narrado su historia. No podía despreciar esa pasión, volverla inútil.
— ¿Cuánto cuesta la jirafita esa? —preguntó, buscando la billetera en el saco.
— Sesenta pesitos.
Un robo. Literalmente, un robo. Esteban retuvo un instante su mano dentro del bolsillo. Sería un robo, pero también un desplante al taxista. Además, sesenta pesos no le cambiarían la economía. Revisó la billetera: dos billetes de cien y uno de cinco. El muchachito andaba corto de cambio. La ilusión de un escape elegante duró poco.
— Le pago yo al pibe y lo sumamos al precio del viaje —terció el taxista, el dinero exacto ya listo en la mano derecha —. Paro el reloj acá  —agregó, oprimiendo un botón rojo en el taxímetro —y cerramos el tema. Total, faltan dos cuadras nomás hasta Viamonte.
El muchachito aprovechó el silencio de Esteban y agarró los billetes que le extendía el conductor, quien seguía haciendo cuentas.
— El viaje son sesenta y cinco. Sesenta del muñequito. Ciento veinticinco, entonces.
Esteban le alcanzó dos billetes de cien y guardó el vuelto sin prestar atención, mientras trataba de atajar la jirafita que el muchacho le arrojó a través de la ventana.
Acomodando el muñeco bajo el brazo, se bajó del taxi. Caminaría las dos cuadras. Mientras cerraba con cuidado la puerta, creyó oír que el taxista le deseaba suerte.

Acodado en la barra de la parilla, el muchachito recorría los pocitos de su cara. Venía lento el choripán.
— Acá tenés lo tuyo — escuchó. Algunos billetes rozaron su antebrazo.
— Es más que lo de siempre — se extrañó el pibe. Su socio no solía errar en las cuentas.
— En vez de uno de cincuenta, le metí uno de cinco en el vuelto —explicó el taxista, mientras procuraba la atención del gordo que revisaba la carne. — Es lo que siempre te digo, pibe: nadie ve al gorila.

Josepele

Relatos FM

Conozco a mi ladrón


Alguien ha estado hoy aquí. La puerta no está cerrada con llave y el volumen de la radio está excesivamente alto. Hay polvo sobre los muebles, bajo la mesa se acumula suciedad y el fregadero está repleto de platos grasientos. La puerta del lavabo está abierta y la ventana cerrada. Las luces están encendidas y revolotean moscas. Hay papeles en el suelo, alguna colilla, los ceniceros llenos envuelven la estancia de un olor rancio y de ceniza. Sin embargo, la cama está hecha a conciencia, impecable. No se aprecian las arrugas de costumbre que sólo obtendrían un visto bueno generoso, aunque suficiente. Me dirijo a la nevera inquieto y al abrirla la descubro repleta. También la ventana de la cocina está abierta, los zapatos no están en la repisa y las cristales relucen. La escalera de acceso al estudio está ligeramente ladeada y los taburetes de la barra no guardan la acostumbrada distancia entre ellos. Sospecho que los relojes marcan la hora exacta cuando, por fin, le reconozco: me ha quitado también los diez minutos con los que adelanto mi costumbre de no llegar tarde. En el sofá, cuyas patas no están equidistantes con la junta de los azulejos del suelo, se acumula la ropa limpia, pendiente de doblar y guardar en los armarios y, tal como adivino, de la cesta de mimbre asoman dos palmos de ropa sucia. La cortina de la ducha recogida, la tapa del inodoro bajada y el cilindro de cartón del papel higiénico ya no me sorprenden. Efectivamente, tampoco están sobre la  mesa las múltiples listas de cosas por hacer, de personas a no olvidar. Siento que aún me irrita el bolígrafo fuera de su lugar y sin el capuchón, y que el dibujo del hule no encaje con las esquinas de la mesita que cubre.

Y entre tanta confusión, la librería, la bodega llena de cadáveres de botellas y tu foto, tal que eternas, parecen haber pasado inadvertidas. No sé descubrir si falta un libro, si ese lomo que sobresale más que los otros siempre estuvo así. Tampoco advierto cambio alguno en las botellas. Todas siguen estando vacías, dispuestas horizontalmente, y no voy a contar los nichos huecos, redondos, oscuros del botellero; siempre han sido promesas, y contar promesas conlleva el riesgo de descubrir las no cumplidas. O acaso el riesgo de no cumplirlas. Y tu foto. Qué más da mil veces mirada o mil y una veces. Mil ratos o mil y uno. ¿Se entretuvo más el ladrón? Debió ser así. Conozco a mi ladrón.

Oke

Relatos FM

Un pobre hombre
                                                         

¿Dónde estoy?..... Todo le es extraño, la luz no le deja distinguir los contornos del cúmulo de objetos que se encuentran en la habitación. No reconoce nada. Un calor sofocante comienza a invadirle. Necesita abrir una ventana. No puede respirar. Por fin, una gélida bocanada de aire le da en el rostro, haciéndole sentir mejor. Todo se vuelve oscuro. Comienza a sonar una música que le resulta conocida. ¿Dónde la ha oído antes?...... Es una especie de canto, en un idioma desconocido y con una musicalidad diferente. Una hercúlea fuerza le tira al suelo y una enérgica voz de mando le ordena no levantarse. De nuevo, vuelve la luz. Es tan brillante que le impide ver nada. No puede mantener los ojos abiertos. Con la mano sobre los ojos, puede distinguir, en la lejanía, una figura delgada y blanca que le hace gestos con la mano, y llama su atención. ¡Ven, ya has llegado!. Este es el fin del camino. Llegas tarde, todos estamos esperándote. Tu madre está aquí......

La tarde anterior había decidido vivir. El acontecer diario se le hacía insoportable. No tenía ilusiones, no había razones por las que luchar, pero había concluido que él no era nadie para disponer del regalo envenenado que había sido su existencia. Pensó que, en algún lugar, habría un motivo que le condujera a continuar y había decidido buscarlo. No sabía por donde empezar, pero seguro que se le ocurriría.

La soledad seguía invadiendo sus pensamientos y todo su existir. ¡Qué pronto había pasado todo!. ¿Cómo era posible que estuviera allí?. Cuando le llevaron a la residencia tuvo miedo. No sabía como iba a enfrentarse a aquello. Todo era nuevo para él, pero, al menos, estaría acompañado. Los últimos sesenta y dos años los había pasado en la casa de sus padres, apenas sin salir a la calle, sólo lo necesario para acompañar a su madre a realizar algunas compras o gestiones. Era hijo único. Se sentía feliz, seguro, tranquilo y nunca pensaba en lo que, en algún momento, por la ley de la vida debería suceder. Les había dedicado su vida, consciente en muchas ocasiones de lo que podría dejar fuera, pero no sabía por qué, una sensación superior hacía que se enfrentara a ello como a un deber inexcusable y compulsivo. No podía hacer otra cosa.

Su madre le quería, siempre le había tratado como a un niño, pero a él no le importaba. Quería seguir siendo un niño y no alcanzaba a comprender que la inexorabilidad de los años no perdona a nadie, ni siquiera  a aquellos a los que tanto queremos. Los años no le habían hecho crecer, sólo habían hecho mella en su salud y en sus ganas de vivir. ¿Le hubiera gustado tener otro tipo de vida?, hacer lo que hacían los otros, tener una pareja, casarse, unos hijos...... No lo sabía, pero lo que sí tenía claro era que no habría nada en el mundo que le separara de su madre. A veces, cuando salía con ella a comprar había tenido que soportar comentarios de vecinas respecto de su soltería, animándole a conocer chicas de su edad que vivían en los alrededores de su casa. Su enfermiza timidez hacía que no respondiera a las insinuaciones y que se refugiara en la seguridad de su madre, quien siempre sabía contestar. Sólo un ligero rubor en sus mejillas anunciaba la incomodidad que le producían.

Los últimos años había sido un hombre débil, enfermo, asustadizo, solitario, incomunicado, obsesionado con las enfermedades. Su alma escondía una soledad sin límites, no creía necesitar a nadie que no fuera su madre para compartir su intimidad. Su relación con el padre era otra historia. Le quería, le tenía miedo por su irascible carácter y le soportaba. De todas formas, no era malo con su madre y eso era suficiente.

No recordaba como era su vida cuando no sentía miedo. Sólo era capaz de llevar su existencia la mayor parte del tiempo dormitando o tumbado sobre su cama, mientras oía de fondo los ruidos provocados por su madre al hacer los quehaceres de la casa cada día, sonidos que le producían tranquilidad y que le hacían recuperar el sueño, a ratos, perdido. Conocía todos y cada uno de los sones del transcurrir del día y, en cada momento, podía adivinar la hora sólo oyendo a su madre trajinar.

No había trabajado nunca. Había ido al colegio cuando era pequeño, sin ilusión, sin ganas de relacionarse con los otros niños. Era tan tímido y retraído que le resultaba imposible la convivencia, por lo cual la profesora llamó a los padres para indicarles la existencia de una posible enfermedad psicológica, a lo que ellos reaccionaron sacándole del colegio al cumplir los doce años.

Sus padres tenían un pequeño negocio familiar que les proporcionaba lo suficiente para vivir. Por las tardes, cuando cerraban la tienda, bajaba con su madre para ayudarla a barrer y a fregar, para prepararla para el día siguiente.

La casa en la que vivían era pequeña, muy humilde, rodeada siempre de una atmósfera agobiante provocada por las estufas de butano que había en las habitaciones y que mantenían todo el día encendidas para paliar, en lo posible, los efectos de las bajas temperaturas en la vivienda. Los innumerables muebles y cacharros amontonados sin ningún orden, los olores a comida, falta de limpieza y dejadez poblaban su ambiente diario.

Cuando llegó a la residencia, aconsejado y, en cierto modo, obligado por la asistente social de la zona en la que vivían, después del infarto tras la muerte de su madre, ya que no tenía ninguna familia que pudiera cuidarle, sintió el vacío más tremendo. Su espíritu se llenó de amargura, miedo y dolor. Los días comenzaron a transcurrir de manera monótona e impersonal. La desesperación y la depresión le hacían creer que no tenía ninguna salida. No quería seguir viviendo así, porque no quería sufrir más. Echaba tanto de menos a su madre que no era capaz de continuar sin ella. No hablaba con nadie. Se limitaba a sentarse en el jardín, junto a la pared y a dejar transcurrir los días del verano, sólo entrando en las zonas comunes para realizar las comidas.
   
Había dormido a intervalos, como siempre, sobresaltado ante cualquier mínimo ruido. En aquella mañana, los buenos propósitos de la tarde se acabaron rápido. Había decidido quitarse la vida. Después de comer, había subido a la azotea en una tarde de un sol espléndido. Era el mes de julio y el color del verano invadía todo el jardín. No parecía el momento más adecuado, pero tenía que terminar. La tristeza y el horror que le producían seguir viviendo podían con su falta de valor para casi todo. Había superado su miedo y por fin se sentía un hombre valiente y poderoso. Por primera vez, había tomado una decisión. No tuvo tiempo de pararse a pensárselo, abrió la puerta de la terraza y subiéndose a una silla se lanzó al vacío. Tras unas interminables décimas de segundo, su cabeza se estrelló contra el asfalto y una enorme sensación de tranquilidad invadió su alma.

"Conviene reír sin esperar a ser dichoso, no sea que nos sorprenda la muerte sin haber reído".
Jean de la Bruyere

Eloísa Correal

Relatos FM

¡Qué bien se está de vacaciones!

 
El pasado día catorce de julio fui, por primera vez en este verano, a la playa. Era sábado; el sol lucía esplendorosamente en un inmenso cielo azul mientras los pajarillos entonaban un celestial canto vespertino, y  habíamos alquilado una casa con jardín para organizarle a mi hermana una fiesta sorpresa por su cuarenta cumpleaños. Todo hacía indicar que aquel fin de semana iba a ser muy especial. Y vaya si lo fue...
Había llegado, junto con mis primos y algunos de los amigos de mi hermana, hasta un pintoresco pueblecito del litoral andaluz, dispuesto a pasar un merecido y refrescante fin de semana de vacaciones. Pero, nada más bajar del coche, noté una enorme masa de aire caliente abofeteándome la cara; era como si me estuviesen apuntando directamente con trescientos secadores de pelo a toda potencia. Sin embargo, traté de no angustiarme por culpa del sofocante calor y fui con la mejor de mis sonrisas a la fiesta de cumpleaños.

   Después de una copiosa y suculenta barbacoa en el jardín de la casa, acompañada con unas cervezas bien frías, decidimos bajar todos juntos a la playa para darnos un buen baño, y liberarnos, así, del tórrido bochorno que flotaba en el aire por culpa del Terral. Y heme aquí que, todavía no llevaba ni cinco minutos dentro del agua, cuando, de repente, noto un fuerte escozor en la rodilla izquierda: me acababa de picar una medusa. Decenas de personas a mí alrededor, chapoteando felices como ocas silvestres en un riachuelo, y aquella maldita medusa tuvo que chocar conmigo. Si llego a saber que aquel espécimen marino y gelatinoso, perteneciente a la familia de las Cnidaria (Que ya me imagino yo cómo será esa familia, con ese nombre...), era tan torpe, me habría colocado en la cabeza un luminoso que pusiera: ¡Atención, ser humano en remojo! Prohibido picar.

   Pero estaba decidido a que aquel incidente tampoco truncara mis planes, así que me puse un poco de crema, y trate de pasar lo más a gusto que pude el resto de la tarde. Eso sí, cada quince minutos aproximadamente, la picadura de la medusa se encargaba de recordarme que ella también había ido ese fin de semana a la playa, con su cubo, su pala, su crema solar y su nevera con tortillas y carne empanada.
   
Entrada ya la noche, la temperatura no solo no descendió, sino que, inversamente a lo que yo conozco sobre las reglas más elementales y básicas de la climatología, aumentó de forma considerable. Para colmo, la rodilla me ardía igual que si me estuvieran quemando con un mechero. Pero, como no hay nada mejor que una buena comida para aplacar los males, fuimos a uno de los chiringuitos que hay junto a la playa para cenar algo y olvidarnos, si es que eso era posible, del ardor tropical que hacía, a pesar de que eran ya las diez de la noche. Después de pasar casi dos horas esperando la pizza que pedimos al poco de llegar, el camarero, un joven inglés muy simpático que no dejaba de sudar, y al que notábamos bastante incomodo por culpa de nuestras caras acaloradas y malhumoradas a causa del calor y del hambre,  se acerca hasta nuestra mesa con el rostro totalmente desencajado, y empapado en  una secreción maloliente que le chorreaba por toda la cara y le regaba la camisa, nos comunica que al cocinero se le ha caído la pizza al suelo y que, sintiéndolo mucho, tenemos que esperar «solamente media horilla más.» Yo creo, que si ese muchacho hubiese tenido un tele-transportador allí mismo, habría aparecido en mitad de Trafalgar Square, para no tener que soportar nuestras miradas de odio (además, a esas horas de la noche, todos sudábamos ya casi tanto como el camarero, lo que le otorgaba a nuestros enrojecidos rostros un aspecto más iracundo).  Aunque, todo hay que decirlo, después de dos horas y media de espera iban a tener el detalle de no cobrarnos la pizza. ¡Quería llorar de la emoción!
Mi única esperanza de olvidar aquel día tan surrealista, pasaba ya porque el domingo fuese diferente.

¡Y llegó el domingo! ¡Y efectivamente, la combustión a la que fuimos sometidos los que nos encontrábamos en ese pueblecito marinero se desvaneció como por arte de magia! ¡Y mis primos se fueron a la playa dispuestos a convertirse ellos también en ocas remojadas, llenas de júbilo y regocijo! Por eso, cuando llegué al Paseo Marítimo y los encontré de frente, no lograba entender por qué caminaban en sentido opuesto al mar, hasta que, por fin, estuvimos lo suficientemente cerca y uno de ellos me explicó, muy amablemente y sin que se apreciara ningún enfado en su ánimo, que se volvían para la casa que teníamos alquilada porque el agua estaba infestada de medusas. «¡Me cago en las putas medusas y en la madre que las parió!» Esas fueron sus afables palabras.
Así que tuvimos que pasar el resto de la mañana tumbados en el jardín de la casa de alquiler, refrescándonos con la goma que utiliza el dueño para regar el césped y las plantas, a la que se le escapaba el agua por siete agujeros diferentes. Pese a todo ello, mi moral y mi ánimo continuaban firmes y sólidos como una roca.

Luego, sobre las una y media, bajamos de nuevo hasta el Paseo Marítimo dispuestos a tomar un aperitivo antes del almuerzo. Decidimos sentarnos en una terraza frente al mar que no habíamos podido disfrutar esa fresca mañana de domingo (como buenos católicos que somos en mi familia, no gusta martirizarnos un poquito...), y pedimos unas cervezas muy frías. Cuando el camarero (que también sudaba lo suyo), trajo los botellines, no nos dimos cuenta de que dos de ellos debían llevar en la nevera del Bar desde el día en que Paquirri debutó como torero; como no podía ser de otra manera en ese fin de semana tan fantástico, uno de ellos me tocó a mí. Quizás, pensé yo, (cuando me lo propongo soy muy perspicaz), hay un código secreto dentro del Gremio de camareros sudorosos de chiringuitos de playa y quiso vengarse por haberle puesto malas caras a su colega de la noche anterior.

Sin embargo, nada hay mejor que una buena siesta después de comer para que uno se levante completamente nuevo y vea las cosas con otra perspectiva. Y yo puedo jurar que a mí me sucedió y vi las cosas muy diferentes. Concretamente, borrosas; porque me desperté medio mareado y empapado de un terrible sudor frío, provocado, tal vez, por la cerveza caducada. Además, en la espalda, noté que algún tipo de insecto o de medusa terrestre (yo veía ya medusas por todos los rincones) me había dejado tres enormes picotazos a la altura del omoplato derecho.

Aturdido aún como estaba, baje con uno de mis primos (casi todos los amigos de mi hermana y algunos familiares habían huido ya de aquel lugar), hasta un chiringuito que hay en un extremo de la playa, en una zona que los autóctonos del pueblo llaman La punta del rincón (Entonces, ¿El otro extremo de la playa es La otra punta del otro rincón?) para tomar una café que me sacará de aquel estado de atontamiento en el que me encontraba. Pero el asunto en cuestión iba a mejorar por momentos.
Cuando llegamos hasta el mencionado local, la camarera, una joven lugareña de buena facha, nos informa muy dulcemente que la cafetera se ha estropeado diez minutos antes de nuestra llegada y que, lógicamente, no podía servirnos café. Confusos (aunque no sé muy bien por qué no reaccionábamos al principio, puesto que la explicación de la camarera fue bien  clara y sencilla), decidimos,  después de permanecer un rato mirándonos mi primo y yo en completo silencio con cara de atolondrados, acercarnos hasta el chiringuito más próximo y que (¡Oh, qué suerte la nuestra!) era el mismo en el que habían paseado nuestra pizza por el suelo el sábado por la noche. Al entrar, el muchacho inglés (que sudaba bastante menos ese día), comenzó a bromearnos con la idea de que pidiéramos otra pizza. He de confesar, que al ver la cara que le puso mi primo, llegué a temer seriamente por la integridad física de aquel tipejo. Quince minutos después, apareció con los cafés y los vasos con hielo que habíamos pedido.
Claro que, llamar cafés a lo que nos trajo es ser demasiado generoso: mi primo, que tomó un café solo, comprobó un par de veces que el sobre del azucarillo estaba vacío para cerciorarse de que se lo había echado, porque decía que era imposible que estuviese tan malo. El mío, por contra, un café con leche, tenía un turbio color terroso, similar al del agua sucia de los charcos en un día de lluvia. Y en cuanto a mis dos cubitos, unos de ellos era la cuarta parte de un entero, mientras que el otro era un trozo amorfo y algo mellado de lo que una vez debió de ser un sólido, cilíndrico y refrescante cubito de hielo (Igual es que los recortes del Gobierno afectan también a la industria congeladora de agua y yo no me había enterado...). Pese a todo ello, bajamos hasta la orilla del mar y procuramos pasar una tarde entretenida, pues, al fin y al cabo, me dije a mí mismo, «¡Tranquilo Eusebio, ya te queda poco para irte!»

Sin embargo, esta estrafalaria historia que me sucedió en aquel fin de semana, no podría estar completa si en el camino de regreso a la ciudad no me hubiese encontrado, como buen domingo de un mes de julio, un interminable atasco en la carretera. Efectivamente, así fue. Casi con total seguridad, habría llegado antes hasta mi casa en bicicleta o con una de esas cometas voladoras que están tan de moda entre los surfistas (Pero entonces, el problema de este segundo medio de locomoción vendría a la hora de aterrizar justo delante del portal; por no mencionar, las quejas de mi vecina del cuarto, que no sé por qué me odia, y habría llamado a la Policía de inmediato).
Pero lo mejor del atasco no fue ni el exceso de tráfico, ni el hecho de que tardé casi tres horas en recorrer noventa kilómetros, sino la mosca que se coló en el interior del coche y que por más que abría las ventanas y hacía aspavientos con las manos tratando de echarla, (Los conductores que pasaban a mi lado me miraban como si fuese un perturbado; incluso algunos, con auténtico terror, subían rápidamente sus ventanillas y agarraban a sus hijos pequeños por miedo a que les fuese a hacer algo), no hubo manera de conseguirlo. Yo creo que la mosca no quería salir por miedo a que le picase alguna extraña mutación genética de medusa voladora.

Por fin ya en el piso de la ciudad, en la tranquilidad sosegada de una noche de domingo en la que apenas hay gente por las calles y que, ahora en verano, se puede descansar con las ventanas del dormitorio abiertas para que entre el aire fresco de la madrugada, me fui derecho a la cama dispuesto a olvidarme de todo; de las medusas y del sudor de los camareros; de la mosca y de la loca de mi vecina del cuarto e intenté dormir lo más profundamente que pude. Pero, no era capaz de conciliar el sueño. En el fondo, estaba más nervioso e ilusionado que un niño pequeño la noche antes de que venga los Reyes Magos. Y es que solo de pensar que al día siguiente era lunes, y que a las siete de la mañana, como cada mañana durante las últimas tres semanas, el melodioso y armónico sonido de las excavadoras, las perforadoras y los martillos hidráulicos que hay justo en frente de la fachada de mi edificio con las obras del Metro, iban a despertarme, provocaban en mi interior una inmensa dicha... ¡Y yo creyendo que nunca iba a llegar el verano!

Scaramouche

Relatos FM

El homenaje


   En la oficina corrió la noticia como un tornado:
   - Cáncer.
   - ¡Dios!
   - Como lo oyes.
   Cuando suena la palabra las almas se desquician. Tras la conmoción, unos cuantos com-pañeros desazonados amortiguaron su dolor con la organización del homenaje.
- No sé lo que os parecerá, pero yo creo que se lo merece.
   Se enfrentaron los entusiasmos con las cautelas, se tantearon sentimientos, se discutieron afectos y se decidió a favor de los emprendedores. La masa se convenció sola de la bondad de la idea. Trabajó con provecho la comisión y el día del evento todo fue saliendo bien. Incluso la disposición de las jefaturas en las mesas careció de traba: ningún gerifalte ex-cepcionó derecho preferente. Se ajustaron compañeros y familiares, amigos y superiores, en una comunión de aflicciones. Un coraje colectivo nacido de la pena y del miedo aunó la respuesta de aquel cuerpo.
   El condenado mostraba más prestancia que muchos del otro lado. Se surtieron los gazna-tes de cerveza fresca, paliativo del calor y de la congoja. El vino rojo no tuvo tregua en las mesas. Ni el cava en los postres. Ni los licores hipnóticos al tiempo de las peroratas. De todos había catado el jefe que abrió los discursos.
   – Muchos años de trabajo diario, en estrecha colaboración, me permiten ilustrar la gran-deza de nuestro querido compañero.
   En su simpleza era veraz, y así quedó tranquilo y satisfecho, ajeno al cruce de algunas miradas delatoras del conocimiento de antiguas malquerencias. Mil veces más sincero pa-reció su amigo y conmilitón, al que la voz se le ondeó en el aire, en un quiebro de turba-ción indisimulada.
   – Te quiero, con tus virtudes y tus defectos, porque cuando la amistad es verdadera no mira a otra cosa que no sea el bien del amigo.
   Alguna lágrima fundió su calor salobre con el frío ácido de los combinados de la ginebra. Como las de la compañera amante, tan encubierta de siempre que sólo dos de la amplia reunión suspiraron cuando se encaramó al estrado espoleada por el exceso de copas.
   –  En todos estos años has demostrado una hombría que no permite comparación, un sa-ber hacer que no ha sido más que fuente de satisfacción para los que estábamos cerca de ti.
   Su lloro contagioso precedió a la prédica pedante del primo sacerdote, de anchos hom-bros nevados.
   –  El Dios que guió cada paso de nuestros mayores guía ahora la andadura de uno de mi sangre en la procelosa travesía de la enfermedad. Sometido a dura prueba, su arrojo se ele-va sobre nosotros como luz con la que iluminar nuestras miserias.
   Iba siendo el curilla campeón en la ingesta de mezclas etílicas, pero nadie reparaba en ello porque su ventaja sobre el resto era nimia. El calor, la emoción y la abundancia de líquidos elevados en grados coadyuvaban a una creciente euforia general. La mujer del homenajeado fue la última que habló antes que él.
   – Hoy tengo aquí a doscientos hermanos que me ayudan en esta lucha. Gracias, muchas gracias a todos.
   No pudo seguir. Los aplausos llorosos llenaron el recinto tanto como ya estaban las tripas de cada uno de los concurrentes. El enfermo funcionario homenajeado subió solemne a la tarima. Recibió el costoso regalo mancomunado entre vítores de los más chispados. Un siseo precedió a su parlamento.
   – Amigos, si he sido fiel a algo a lo largo de mi vida ha sido a mi inteligencia. Esta fide-lidad me ha ayudado siempre. Sin ella no hubiera soportado la ineptitud de mis jefes, ni la necedad de mis compañeros, ni la traición de los amigos, ni la simpleza de mi mujer ni la estupidez de mi amante.
   La risotada general colmó cada partícula de aire del amplio recinto: nadie se daba por aludido. Se oyeron comentarios sobre su sentido del humor, conservado en circunstancias tan amargas. Volaron por las mesas palabras como voluntad, temple, carácter y hasta talan-te. Se seguían sirviendo bebidas largas. Continuó el sufrido ponente.
   – No estoy hablando en broma. Este es un restaurante de lujo y el reloj que me habéis regalado es bien caro. Os habéis gastado un buen dinero por cabeza.
   Los del gremio de cicateros asintieron con un gesto no estudiado pero común.
   – Y todo para nada. Este papel que veis en mi mano no contiene el texto de un discurso. Es un informe médico en el que se explica que hubo un error en el primer diagnóstico. Na-da de carcinoma. Estoy sano como una pera. Lo supe enseguida, pero no quise privaros del gusto que sin duda habéis sentido al darme este agasajo. Tampoco quería privarme yo del placer de ver vuestras hipócritas caras: las de los que tanto habéis murmurado de mí duran-te años; las de los que me habéis puesto zancadillas; la del rijoso de mi primo el predica-dor; la de mi mujer, que no ha parado de cruzar miradas con su amante; y la de mi amante, que no ha parado de indagar estos días sobre mis dineros. Lo habéis hecho muy bien, de veras. Cuántas palabras de consuelo me habéis dirigido, y qué bien dichas. Qué bien habéis organizado el evento, qué nivelazo. Qué reloj más valioso luce ahora en mi muñeca. Qué bien he comido y he bebido. Gracias por todo, amigos, gracias por todo. Adiós.

* * *

   El mismo estrado sirve de tribuna para los oradores que surgen de la sorpresa y el cabreo. Esto no puede consentirse. Qué desprecio hacia unos compañeros francos y leales que han puesto todo de su parte para hacerlo feliz en el momento más difícil de su vida; qué crude-za con su mujer, siempre junto a él desde los tiempos difíciles y que, aunque tuviera un amigo, siempre lo llevó con discreción; qué descaro más cínico al hablar de su entretenida; qué desvergüenza al marcharse sin devolver el oneroso regalo... Su compañero de nego-ciado, el de las frondosas patillas, cofrade de la hermandad del puño cerrado, se yergue furibundo sobre la plataforma. Se ha quitado la chaqueta, desabrochado el botón superior de la camisa y aflojado la corbata. La masa zaherida se deja arengar porque comparte irri-tación con el orador. Éste se siente legitimado para desparramar su ordinariez por el aire cargado del recinto.
   – Este tío es un prenda, toda su vida lo ha sido. Yo nunca me fié de él y eso lo sabéis la mayoría de los que estáis aquí. Pero claro, que si está enfermo, que si pobrecito... ¡Por los cojones! Pobrecito yo, que me he gastado un huevo para comer tres porquerías y para que ese capullo se lleve un pedazo de reloj que en su vida se lo ha merecido el muy cabrito. ¡Y encima ahora estará descojonado de la risa!
   Los camareros hace rato que querían irse. Pero han cambiado de opinión y han servido una nueva ronda de copas por cuenta de la casa. El espectáculo lo merece. Un grupito de mujeres, todas bien metidas en arrobas, elucubra sobre quién es la amante del desleal com-pañero. La incógnita se despeja pronto: la que más llora sin ser su mujer. Marcha la cuadri-lla hacia ella, que se siente delatada por miradas y bufidos. La noticia se transmite con ver-tiginosa celeridad. Toda la sala mira a la barragana, una mujer guapa, más bien joven y de cuerpo bien formado y mejor lucido: la más deseada por los hombres de todos los depar-tamentos. El tribuno patilludo no puede sentirse más afrentado.
   – ¡Y se estaba tirando a la tía más buena de la oficina! ¡Valiente hijo de perra!
   La esposa del hijo de perra llora lo suyo con su querido, el mejor amigo del homenajea-do, el que habló de la amistad verdadera. Se ha sentado sobre las piernas de él y le rodea el cuello con sus brazos, así que no ha habido que averiguar quién era el sujeto activo de sus placeres externos. Se han formado corros en los que se discute sobre dignidad, vergüenza, ética y otras zarandajas. La ronda siguiente es también por cuenta de la casa. Algunos se acercan a la amante despechada y con la excusa de consolarla la soban con discreción. Se oye un "valiente guarra". Otros meten mano a las compañeras, y algunas de éstas no dicen nada. También la mujer del agasajado se ve rodeada por compañeros de él que le dicen palabras amables y le miran el escote. El pariente sacerdote yace caído en el suelo, debajo de una mesa; le han desabotonado la sotana y le dan a aspirar amoniaco. Los camareros se han repartido por los corros para dar también su opinión. Los que se han quedado sin taba-co mendigan un cigarrillo. Algunos apuran los vasos que han quedado sobre las mesas. La casa vuelve a convidar. Se han incorporado los cocineros. Del servicio de caballeros sale una señora; después, al minuto, un señor. Suena la música que se había programado para el baile tras los discursos: los bafles tiemblan. El metre descorcha por su cuenta unas botellas de cava. Un pinche de la cocina reparte hierba y papel de fumar. El patilludo se acaba de beber otro güisqui casi de un solo trago; sigue encima del tablado y se ha apropiado el mi-cro como si fuera un trofeo.
   – ¡Que le den por el culo al reloj!
   El cuarto de baño es una romería. Un cocinero se lleva a una becaria a la despensa, dice que a darle un caldito. El sudor baja por las sienes de los hombres y por los canalillos de las mujeres; también se manifiesta en las axilas de los que bailan en camisa. La mujer del que se llevó el reloj de lujo y el mejor amigo de su marido bailan agarrados, aunque la mú-sica no pegue. La amante del que se burló de cerca de doscientos funcionarios públicos lleva ya doce copas de un licor de hierbas. Todos procuran esquivar los vómitos del presbí-tero. El jefe que habló de la grandeza del querido compañero mira con envidia a los que bailan y a los que palpan a las compañeras; él no se atreve, a pesar de la borrachera que luce. Sí se atreve a convidar a una nueva ronda. El de las patillas exageradas es el primero de la larga fila y el que más vocifera y desentona.
   – ¡La conga... de Jalisco... va y viene... caminando...!

* * *

   En el tanatorio hay quien, para disimular el miedo, se dedica a recitar refranes.
   – A cada puerco le llega su San Martín.
   – Desde luego.
   En el tanatorio hay quien no le perdona al muerto lo del día anterior.   
   – Hay que ser retorcido para gastar una broma de tan mal gusto.
   – Y desagradecido.
   En el tanatorio lloran juntas la mujer y la amante.
   – Tienes que comprenderme, y perdonarme.
   – Eres una ****, pero si él te quiso, yo te perdono.
   En el tanatorio no comparece, sin embargo, el querido de la viuda, el mejor amigo del muerto.
   – Ya eso hubiera sido demasiado.
   – Claro...
   En el tanatorio todavía colea la borrachera colectiva del día anterior.
   – ¿Cómo va la cosa, Padre?
   – Mucha ardentía, hijo, mucha ardentía.
   En el tanatorio disimulan los que han ido con su pareja legítima.
   – ¿Y la pechugona que te ha dado dos besos?
   – Una de contabilidad. Es tonta, no la aguanta nadie.
   En el tanatorio se presentan el metre, los cocineros y los camareros.
   – Hombre, después de lo que intimamos ayer, qué menos que venir a darles el pésame.
   – Muy agradecidas, ya son ustedes como de la familia.
   En el tanatorio la noticia corrió también como un viento huracanado.
   – Han detenido al Patillas, se lo acaban de llevar esposado. Lo acusan de ser el asesino.
   – Catorce cuchilladas, todas mortales; el cuchillo lo había cogido de la cocina del restau-rante.
   En el tanatorio, conforme el frío de la madrugada se va casando con el frío de la muerte, se van conociendo pormenores del delito.
   – Dicen que, además de las cuchilladas, le cortó la mano izquierda.
   – Pues tampoco el reloj era para tanto...

Giuseppe Santarita

Relatos FM

De camino a casa


Margaret pensaba en todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Eran tantas cosas a la vez: sus padres a punto de divorciarse, su abuelo enfermo y su amiga fallecida hacía dos meses.
Era como un túnel negro, donde ella sentía que daba vueltas mientras la piel se le ponía de gallina y el corazón se le encogía por el miedo que sentía.
Todo, a sus ojos y en aquel momento, parecía efímero y frágil.
No tenía a nadie con quien hablar: sus padres en constante pelea, el abuelo de sus ojos con el que se pasaba las tardes charlando, ya no la reconocía y su amiga no podía estar con ella.
Sentía un vacío roto y sordo en su interior, a lo que se le sumaba el estómago cerrado y unos dolores eternos de cabeza. Noches de insomnio dándole vueltas a todo. Su madre llorando, su abuelo con la mirada perdida y todas esas angustias que acentuaban su tristeza, cada día un poco más.
Hundía la cabeza en la almohada y levantaba la mirada. Sentía un cosquilleo en todo el cuerpo y un dolor interminable en la columna vertebral.
Margaret era una adolescente de diecisiete años, de melena castaña y ojos azules. Alta y de piel muy clara con lunares. Inteligente, callada y discreta. Con muchos sueños por cumplir, con una novela y una carrera que acabar y con una sonrisa preciosa que en esos momentos no podía mostrar.
Tres meses antes todo empezó con una llamada de la residencia, una muerte súbita y una infidelidad.
Lo primero fue la llamada avisando de la perdida de memoria de Alfredo, su abuelo. Corrió a la residencia, después de estar tres meses fuera y el anciano no la reconoció. Margaret, recordando todas las alegrías que aquella persona entrañable le había dado, cerró los ojos dejando caer dos grandes lágrimas de impotencia.
Un mes después, estando en casa, haciendo una redacción de historia llamaron de casa de Clementine. Era su madre. Le dijo llorando que su amiga había fallecido esa noche, de una muerte súbita. A Margaret se le cayó el teléfono de las manos, y temblando se dejó caer por la pared hacia el suelo. Gritando, llorando. ¿Cómo podía ser?
Estuvo tres semanas encerrada en casa, sin hablar, con unas ojeras enormes y con ganas de desaparecer. Era tan injusto todo. Apretaba los dientes y cerraba los ojos fuerte, muy fuerte.

Mirada por la ventana. Llovía. Mientras la lluvia golpeaba los cristales, ella sentía irse los días compartidos con Clementine como si de pájaros de papel de colores se trataran. Imaginando que la lluvia los desfiguraba, rompía a llorar.
Era como perder a su hermana, la única persona con la que bailaba y soñaba, con la que disfrutaba de la costa, de la música y las tiendas. Se sentía tan viva. Y ahora, tan muerta.
Una semana después, mientras seguía en casa, oyó un chillido de su madre. Bajó corriendo las escaleras. No sabía que se pasaba, pero al ver que era una discusión calló y decidió ir más tarde a ver a su madre.
La encontró llorando:
-   Mamá... ¿qué te ocurre?
-   Mi vida, sé que no es un buen momento para ti, ni mucho menos, pero prefiero decírtelo ya: tu padre me ha sido infiel.
Margaret se sentó al lado de su madre y la abrazó, apoyándose en su hombro. La miró a los ojos, pero los tenía perdidos, al igual que el abuelo.
-   Mamá, voy a estar a tu lado. Piensa en lo que vas a hacer. A mí no me vas a perder, por eso no te preocupes.
-   Te quiero, cariño.
-   Yo sí que te quiero mamá. Gracias por tu comprensión y por todo lo que has hecho por mí. Seguiremos juntas. – e intentó sonreír levemente intentando animar esos ojos que le habían dado la vida.
La angustia no le dejaba cerrar los ojos. Sin embargo estaban cansados. Los párpados sentían el peso de no haber descansado apenas.
Ella quería a papá, sin embargo, su madre era un tesoro que no quería perder. Y la abrazó de nuevo, mientras que escondía la cabeza entre el cabello moreno de la mujer. Dejaron caer las lágrimas mientras se abrazaban. Aun así tenían la certeza de que juntas podrían con todo.
La desestabilidad emocional, en ese momento, era un abismo. Era como si las entrañas se desgarraran sin remedio. Al intentar dormir y al despertar sin haberlo hecho.
Sentir las costillas intactas pero rotas, las articulaciones dormidas. Cuerpo parado y caído en la silla cada atardecer mientras veía a los pájaros volar.
Notando a ratos que parecían estar unidos, la ausencia de su amiga clavándosele en el alma, en lo más profundo de su ser. La falta que le hacía. La quería tanto que hubiese dado cualquier cosa para que Clementine le regalara la última sonrisa de su vida.

Ahora andaba por el camino de arena, de camino a casa, pensando en todo lo que había ocurrido. Pero sobretodo en mamá. Sabía que tenía que ser fuerte, o por lo menos intentarlo, ya que todo aquello era una dura situación a la que había que enfrentarse con determinación.
No podía dejarse caer en una depresión o nada parecido, porque pese a todo tenía que seguir viviendo. Aunque se le desgarrase el alma, lo haría. El tiempo, al fin y al cabo ayuda a seguir, si te acostumbras a lo que te rodea y aceptas lo que has vivido.
Siempre pensó que lo bueno estaba por venir, pese a todo.
Y no se equivocaba.

Alfa

Relatos FM

El evangelio invisible


Aspecto normal
Gustos normales
Altura normal
Cintura normal
Normal en todo lo que hago
Temperatura corporal de 36'7ºC
Solamente soy un tipo normal
Un tipo normal

Average Guy/ The Blue mask/ Lou Reed


No espero comunicar nada especial. Impreciso en mis decisiones me  he visto empujado a hablar sobre lo que me está pasando. No podéis juzgar sólo por lo que han publicado los periódicos, lo que ha dicho la televisión. Bueno, la verdad es que no tenéis por qué creerme. Quizá no os puedo pedir nada. De poco puede servir ahora la clemencia, comprensión, quizá sea como decís demasiado tarde.

Hace tres años, ya que me lo habéis pedido, empecé a buscar la respuesta, la redención a tanto dolor. Pero muchas veces la respuesta es víctima de mil misterios, de niebla y frío. También me pasó a mi. Yo también tropecé en lo mismo, en los miedos que te salen del tuétano. Entenderás que tú y yo es la misma cosa. Que somos un plural elevado a mil destinos, un curioso suflé metafísico, una verdad sutil, pero de difícil interpretación.

No me decepciona ver todo este revuelo, esta jauría de rumores y lecturas de ira. No creo que podamos hacer nada. Ya es hora de cambiar las normas de esta velada, de esta encerrona histórica. No me considero extremista, no soy un radical. Trabajo en algo normal, soy anónimo igual que tú. No tengo nada especial, nada extraordinario, soy moderado dentro de mis neurosis, intermedio en el griterío del mundo, normal, medio, común denominador. Como muchos no participo en nada, apenas destaco en mis cosas. Mis cosas -eso lo aceptaré- se han complicado últimamente. Hace tres años me hice un hueco, separé casi imperceptiblemente mis deseos de mis actos, todo un clásico, me hice más gris, más hombre invisible. Con tiempo por medio he visto que demasiadas cosas llevaron a otras, que el ritmo se vio atropellado por un ciclón de casualidades, de opciones raras, de errores lógicos.  No, no creo que mi horóscopo supiese algo. Confesémoslo: todos hemos leído alguna vez, quizá siempre, los horóscopos de hace semanas, en revistas viejas, en restos de la maquinaria del opio. Quizá os suene grandilocuente, abultado de palabras, para ser algo tan sencillo, tan llano, como la indecisión, o la decisión lenta, como esos sueños en los que te mueves lentamente, en los que quieres correr, pero apenas avanzas, vamos, todo un entreno para perder los nervios.

¿Qué pasa cuando descubres que estás en roce con las cosas? ...a disgusto un poco con todo, con cada pequeño día, con esos segundos de cero máximo, de estar en la inopia, de compartirlo todo con las musarañas, un bicho, que por otro lado jamás he visto.

Piensa en las posibilidades. Se ponen ante ti todas las acciones posibles, las que te llevan a ese punto están radiando luz, es fácil, debes seguir la línea, pero de repente  andando los pasos marcados, consciente de cierto poder, borracho de pseudo-iluminación, descubres tu ceguera, la ceguera de las apariencias, la lógica de un problema enorme, de una manipulación casi sagrada. Ese poder, esa gloria pasajera se transforma en una llamarada de insignificancia, pasajeros de un vehículo sutil y secreto, donde los sucesos siempre parecen significar algo, donde la velocidad de avance se asemeja más a la de un carromato que a la de un bólido. Quizá piensas rápido pero en el mundo eres una tortuga, quizá eres de esas personas que derriban todo lo que te rodea, una especie de demoledor andante, nada grave, pero un incordio para los floreros y la gravedad.

Se ve que definitivamente la indefinición triunfa, nada perdura, siempre cambias de papel, todo eventual, todo pasajero, y para no acabar con camisa de fuerza, nos aplicamos una fina capa de barniz existencial, de dependencia emocional con los demás, un marketing de nosotros mismos, resumiendo: una ensalada mental. Y pensamos: es normal, nos pasa a todos,  y todo ese bla bla autoprotector.

Debes confundirte, aceptar que no hay tantas cosas claras, que muchos cambios no se han dado porque no hemos dado ni golpe, debes llegar a ese búnker interior, echar una granada, y dispersar tanto miedo. Eso sí, para muchos eso es jugar con fuego.

Tú y yo, y ellos y nosotros, ella y él, todo la misma cosa, la misma pasta, el mismo nexo. Si no sabes de qué te hablo, mejor déjalo, sal de estas líneas, desocupa este trozo de tu vida, descubre por tus medios lo que me pasó, lo que te pasa. Cuando una lengua de fuego ha quemado tu mirada estás lamentándote hasta que el dolor se apaga y se hace menos presente, pero sigue ahí, bajo la piel, en cada gesto. No puedes pretender entrar y no bailar, colarte en la eternidad y salir ileso. Eso es así. La pérdida te da algo, la lágrima apaga algo. Tienes resortes que debes activar, trucos que debes usar, usa tus talentos. Acepta tu responsabilidad, no te podrás desembarazar de ella.

Cuando sales del fondo de ese pozo personal, cuando te separas de tu ruinoso templo del ego ves que nada es tuyo, que eres una máscara, un molde del mundo, tú no eras el que decidía, era un mundo el que se amoldaba a tus miedos, a tus paseos, a toda la memoria que habita en tu cráneo.

Piensa en las posibilidades, en lo que puedes encontrar, en las nuevas curvas de un universo tan vasto como puedas imaginar. Ríete, olvida esto y antes de entrar en tu casa te partirán la boca, una realidad inesperada te esperará, balanceando un bate en su mano, buscando tu bautismo de incredulidad. Duda lo que necesites, cada momento te deja atrás, el tiempo te adelanta y a una velocidad cero te vas dando cuenta de que los sueños tienen esto: ese querer salir corriendo y estar frenado por una melaza energética invisible, por el plomo de todo el mercurio que contaminó aquel pozo. Quizá no te consuele saber que su esperanza de vida es inferior al tiempo que tarda un cáncer en manifestarse, que tú no has condenado a nadie, que no depende de ti semejante cosa.   

Una pausa, un vistazo desde las alturas. Mira ese mundo, ese enjambre de avispas, esa cueva primitiva. Me levanto, me ato las botas, cojo el macuto y me voy por el sendero del bosque, junto a la fuente helada, camino hacia el cerro Norte, hacia esa cima de piedra y paredes verticales. Siento el ácido en mis músculos, el dulzor frío del oxígeno, me acerco a un abismo de gravedad, de imposible ascensión. Junto a la mole de granito tu cuerpo se empieza a aligerar, a vaporizarse, entonces levito, asciendo por el aire, subo como una brisa, me acomodo en el punto más alto, me siento sobre el planeta. El sol se desparrama por tu cara. Las nubes se aceleran por un firmamento alargado, las noches se suceden y envuelto de un aura de luz: nada roza tu piel, es mi momento dios, mis vacaciones de infinito, el premio que nunca quise pero se me otorgó, el revólver que se pegó a mi mano, el gatillo que empujó a mi dedo, mi acciones eran las coordenadas, mi vida la matemática de un plan ridículo: hacer de mi un buda moderno, un agente infiltrado en la revolución silenciosa, un comando guerrillero en la exasperación del dolor, un disparo entre la vida y la suerte. Soy yo, Don Normal, el amigo que no te dice nada, al que confundes con este y aquel, el callado, el que nunca venía con el grupo. Quizá no me recuerdes, esa es la prueba de que soy yo, mi resbaladizo recuerdo. Siempre que ya has vivido esa situación, el deja vu soy yo, trastocando el guión, cambiando tus pasos, haciéndote ver que tú decides, que tú eres el jefe, el conductor.

No has pensado en las posibilidades, te has olvidado de esta opción, de esta borrosa evidencia de que no eres el que crees ser. Ahora viene, ya estás localizado, te has descubierto los entresijos de tu mente, ahora espera, el fuego ya viene, está por la intercomarcal, en su bólido de humo y chispas, devorando el frío, apagando la lluvia. Tocará a la puerta incinerándola, carbonizando tu duda.

Iluminación, matriz ígnea que te noquea en dos asaltos, apuesta perdida de  antemano, caballo drogado, dado trucado, as marcado, billete falso, perdedor omnipotente, ese es tu bautismo de paraíso. Ahora ya sabes qué pasa. Ahora no te extrañes más de lo que has visto. No vives tu vida, vives las vidas, todo conjura para que puedas caminar sobre el agua, no te hundirás. Tus pies flotan. Eres el nuevo peatón del aire, ese odiado integrador, ese eres tú, un tipo normal, pero iluminado. Atlante de dimensiones comunes, que recicla a veces, que separa el vidrio y no vota. Sin muchos ingresos, atado a una vida común. No creas que pasa siempre, pero ya no hay oropeles ni honores, tu advenimiento es disimulado, no puedes ni creértelo.

Nadie te creerá, tu identidad está a salvo. Pero debes concentrarte, todo te parecerá desencajado, tú no serás menos.  Empieza a sonar There she goes, my beautiful World. Los vecinos tardarán unos minutos en llamar la atención. 

Tú disimula, no alardees y a partir de ahora resuelve conflictos. El monte es frío y necesitamos dejarnos de historias. Recoge ese premio y brinda por los valientes. Si no los ves, tú tranquilo, aparecerán. Es el tiempo de los ciudadanos normales, y nos van a oír. Gracias.

            * * *
Christian Sagan

Relatos FM

Cambiando el mañana


Como consultor contratado acaba de volver de un viaje de dos semanas, de un recóndito lugar que apenas aparece en los mapas. El país apenas está saliendo de un conflicto olvidado de las noticias internacionales, y trata de recuperar algo de su identidad amenazada tras décadas de déspota inocuidad por una amenazadora potencia, que siempre esconde sus intereses tras la bandera de la democracia y el interés general.

Él recibirá considerables emolumentos por dejar escrito en papeles virtuales que el futuro del país está en manos del turismo. La multinacional del ramo planifica construir dos grandes complejos hoteleros en las todavía afrodisíacas playas de lugar. Según parece, no habrá daño ecológico alguno y los lugareños encontrarán, cientos de ellos, trabajos remunerados con los que sacar adelante a sus familias.

Como él, otros blanquitos están visitando en los últimos meses el país. Hay un visible movimiento internacional, donde tras la independencia esos blanquitos eran uniformados asesorando al régimen para acabar con la revuelta del pueblo, que clamaba paz y progreso con machetes y unos cuantos rifles de caza, guerrilla aventurada que aún con sus desaventajada posición consiguió, tras cruentos años de pérdidas para unos y otros, el fin del conflicto.

Él vio el año pasado en las noticias un nuevo amanecer de ese pequeño país, y jamás imaginó que hoy volvería del mismo pronosticando riqueza para su soñado progreso, que tanto daño había hecho entre los propios del lugar que querían lo mismo, pero que lo visibilizaban desde distintos ámbitos dirigidos desde el exterior.

Él ha vuelto a su hogar, metrópoli moderna de un moderno país copiado casi a imagen y semejanza del modelo iconoclasta que dignifica el del primer mundo. Aún siente en sus pies la calidez de la arena de las playas y el sabor en su paladar de las comidas del lugar, que ayer dejó mientras daba los últimos retoques en la tableta conectada a satélite a los diagramas y cuadros que finalmente debía enviar a su empleador.

Con la imagen de los niños corriendo por la playa y los pelícanos lanzándose sobre el agua para atrapar los peces, que cocinados en esas cocinas de leña por las mujeres y madres saben a gloria, consigue quedarse dormido porque el jetlag lo ha vencido.

La larga noche, que se ha iniciado bastante antes de lo que era normal antes del viaje, lo meterá en un sueño en el que de su ciudad han desaparecido los suburbios, de los que hacinados supervivientes se dirigen al centro cada día para intentar llenar el hueco del hambre. En el que el metro, los puentes y los atiborrados autobuses dan paso a caminos poblados de árboles, en los que la gente camina alegre con sus fiambreras de comida hecha en casa. Un lugar en los que los grandes centros comerciales y expendedurías de comida de cadáveres dan lugar a espacios de encuentro y libertad, donde la comunicación no es virtual si no por contacto.

Al final del sueño se siente libre, corriendo alrededor de un lago donde iba muchos fines de semana con sus padres y hermanas, hasta que una central nuclear lo engulló entre su espacio protegido. En esa carrera alrededor del lago le acompañaban unos niños de color, que miraban hacia el cielo como unos gansos llegaban de tierras muy lejanas a repostar fuerzas durante lo que duraba la estación. En el mismo lugar los pelícanos retozaban llenando sus grandes picos y todos, los niños y sus hermanas, sus padres y él, el último, alcanzaban una orilla del lago para echarse agua cristalina sobre la cara, para desde esa posición dibujar esa estampa y poder defender al día siguiente, frente a decrépitos tonadilleros de la fantasía virtual, lo indefendible.

A media noche se despertará agitado, sudando entre sábanas de algodón; la pesadilla lo había hecho volver de nuevo a la realidad, el rojo de los números del despertador se reflejaba sobre su mesilla de noche, enfrente un punto rojo rompía la monotonía de la oscuridad y que venía de donde el año pasado había visto las noticias acerca del fin del conflicto del país que acababa de visitar. Rojo era también el color de la sangre de tanta gente que había dado su vida por ese pequeño país, antes y después de su independencia. Rojo era también el color que portaban ambos bandos en el conflicto que los separó aún siendo hermanos, rojo sobre el que escribían siglas diferentes que llamaban a defender al final el mismo ideal, pero movido por intereses ajenos, venidos de otras latitudes. En rojo quedó su bandera, adornada por el laurel de la paz, y la libertad.

Esa paz y libertad que ahora quieren suplantar de nuevo extraños, con ideas nuevas de progreso y futuro prometedor.

Él vio como quedó la transformación de su país copiando el modelo salido de prestigiosas tesis de universidades universales, casi aniquilando identidades y raíces propias, dejando sólo para ocasiones casi banales el recuerdo de aquello que era propio, sano y libre.

El punto rojo del gran televisor frente a su cama le había quedado pegado en su retina, el sudor en sus manos le había recordado el contacto con las aguas del lago que visitaba cuando era niño con su familia. El sonido de la noche ya no era el de camiones que pasaban por el gran puente de la autopista que no quedaba lejos del gran edificio donde vivía, era el sonido de la brisa del viento sobre la playa de aquel todavía idílico lugar que había visitado.

Sentado sobre la cama, en aquella oscuridad adornada de un rojo que iba poco a poco dando paso al del rojo amanecer, fueron un par de horas que lo llenaron como humano, como el que debiera de ser. Tampoco lo iba a echar todo por la ventana, que medio abierta estaba dejando ver levantarse sobre el horizonte un sol radiante de verano, y en el que sobre su silueta gansos y pelícanos buscaban su destino y con el de ellos él había adivinado y encontrado el suyo.

El suyo estaba en aquellas islas que formaban un pequeño país, nuevo, libre, modesto no sólo en tamaño si no también en su futuro, y en el que él quería defender algo tan defendible como indefendible, el destino de vivir en paz y en un ambiente natural. Nunca había pensado que la utopía empezaba en uno mismo.

Antusas

Relatos FM

Resubimos algunos mensajes borrados durante las mejoras del Forum.

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Acaba de finalizar el proceso de publicación de relatos en la web. Para nosotros ha sido todo un orgullo comprobar como esta IV edición del concurso ha pulverizado todas nuestras expectativas. Con más de 600 relatos, procedentes de los 5 co
ntinentes, el concurso de relatos forummontefrio ha logrado afianzarse como uno de los más importantes del poniente y quizás del resto de la provincia.

En esta edición contamos Con obras procedentes de Barranquilla – Antioquia – Bogotá - Ibague (Colombia), Ciego de Ávila – Granma – La Habana (Cuba), Jalisco – Guanajato - Tijuana (México), Buenos Aires – Caba – La Plata – Córdoba – Santa Fe (Argentina), Marco in Lamis (Italia), Florida - Wilmington (EEUU), Montevideo (Uruguay), San Cristobal (Venezuela), Temuco - Santiago (Chile), Stuttgart – Berlín (Alemania), Mangua (Nicaragua), Cajamarca - Lima (Perú), Leeds (Reino Unido), Western Australia (Australia), San Salvador (El Salvador), Comayaguela (Honduras), Paris (Francia), Santo Domingo (República Dominicana), San Petersburgo (Rusia), Hong Kong (China), Grecia, etc...

De igual forma, una vez más, tenemos el placer de contar con relatos procedentes de los rincones más recónditos de nuestra península e islas.

La escasez de medios u apoyo con que contamos ha quedado ampliamente compensada por la ilusión, esfuerzo y tesón de todos mis compañeros.

Montefrío, su belleza, su arte, su cultura y patrimonio lucen más internacionales que nunca.

PD: Durante los próximos días comenzará el proceso de deliberación.

Relatos FM


Fallo IV Concurso de Relatos Forummontefrio



En Montefrío a 21 horas del día miércoles 9 de enero de 2013, el jurado del certamen compuesto por Dº Francisco Ortuño Morales, Dº Jose Antonio Oballe y Dº Alejandro Castañeda, tras un arduo proceso de deliberación, emiten el siguiente fallo:


CATEGORÍA GENERAL:

1º El Homenaje (Giuseppe Santarita)
2º De Héroes y de Santos (Charul)


CATEGORÍA INTERNACIONAL:

1º Ocaso de una tarde de verano (Revan)




Relatos FM

#598
Desde Fórum Montefrío queremos felicitar a los premiados, enviando a su vez un sincero agradecimiento a los miembros del jurado cuya labor desinteresada no tiene precio. Con miles de relatos y cerca de 70.000 visitas a sus espaldas, Montefrío vuelve a erigirse como valuarte literario con obras procedentes de los 5 continentes. Gracias a todos!!

Sísifo

Enhorabuena a los ganadores. Magníficos trabajos todos ellos (y tantos otros que se han quedado a las puertas). Bueno, queda este hilo para disfrutar de los buenos relatos.
Tropezar y no caer es adelantar camino