Noticias:

Si continuas navegando aceptas nuestra Política de Cookies

Menú Principal

IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

Tema anterior - Siguiente tema

Relatos FM

¿Así o más fácil?


Hace algunos días atrás recordaba sobre mi infancia, era el final de los años 80´s y entraba en rock en español a Sudamérica y todo el mundo se preparaba para una nueva etapa. La escuela y el colegio me mantuvieron mucho tiempo metido en la biblioteca de mi ciudad en donde se respiraba un aire de aristocracia, su construcción es de mediados del siglo XVII y fue construida exclusivamente para la llegada de un virrey de España el cual, jamás puso un pie en el lugar, sus tertulias entre músicos, escritores, poetas, clases de solfeo y piano e infinidad de reuniones culturales, formaban parte de este exquisito lugar. Solía investigar sobre historia y geografía, literatura y una que otra fabula, en todo momento escribía en el papel lo que para mí era más importante o lo que era objeto de investigación para presentarlo de tarea, aprendía constante mente y surgía en mí el afán de saber siempre un poco más, de no negarme la oportunidad de disipar mis dudas y mis cuestionamientos sobre determinadas cosas. En la escuela, mis maestros sabían quiénes eran mis padres y como se llaman, además de mantener una relación cordial y periódica con ellos en donde se trataban asuntos escolares en torno a mi conocimiento y crecimiento en la institución y mi integración a la sociedad. Muchísimas veces llegué a mi casa con la palma de la mano roja porque ese día había ganado el premio de los reglazos, no entendía porque pero los aceptaba, tal vez mi propia conciencia sabía de antemano que eran bien merecidas e incluso que hicieron falta más de esos. Conocía mi debilidad por hablar enfrente de mis compañeros y con la ayuda de los maestros pude lograrlo, a la fuerza pero lo hice, por más que trataba de esquivar una salida a exponer era siempre el escogido y pensé que si me preparaba de antemano, lo iba a disfrutar después. En diciembre escribía la carta al niño Dios con la fe encendida, todos estábamos rodeados de una energía navideña reflejada en los pesebres y en las luces que adornaban mi ciudad, mi barrio. Podía respirar un ambiente totalmente diferente y lleno de felicidad, las familias compartían unas con otras en estas fechas donde abundaba la natilla y los buñuelos, la lechona y el sancocho y un sinnúmero de platillos que forman la amplia gastronomía de mi ciudad de origen. Yo era un niño enormemente feliz así el niño Dios le trajera al hijo del vecino el juguete que yo había pedido y en cambio a mi me había dejado de paso por mi casa, un par de calcetines. Nada me hacía más feliz que ser niño.
Hace algunos días desperté y me di cuenta que había crecido, más de lo que imaginaba, no sé cómo pasó ni a qué hora, decidí salir a la calle y en poco tiempo me encontré en un mundo extraño, el oxigeno en la atmosfera se sentía diferente, el volumen de la ciudad era más fuerte, algunas madres indígenas como las que veía en televisión y sus hijos deambulaban por la ciudad pidiendo dinero, los niños dormían en el suelo y otros más jugaban mientras los carros casi los rozaban al pasar, ellas dicen que han sido desplazadas en medio de la "guerra" y que la selva ahora tiene demonios que tratan de llevárselos. Algunas extrañas modas han surgido y en cada una existen personas que siguen sus tendencias, el metal y la carne se unen como en el mejor de los experimentos de antaño, la música se lleva en los oídos todo el tiempo y las rosas dejaron de ser el regalo predilecto, las pantallas y la publicidad en la calle te invitan a ingresar al mundo de lo más "cool" y te sugieren un prototipo de vida para ser feliz. La biblioteca ya no existe pero si su construcción, de hecho casi ninguna de las bibliotecas sobrevivió al aplastante descubrimiento del "copiar y pegar" que desencadeno una euforia sin precedentes en casi toda la humanidad, los libros han dejado de ser el factor fundamental de la sabiduría y ahora todo es más fácil, ya no tienes que leer porque existe algún programa que lo hace para ti. Las fábricas han dejado de ser manuales al 100% y ahora utilizan aparatos que igualan o superan a la productividad de determinados hombres, no comen ni se enferman, buen punto. Ya no existe el niño Dios y sus cartas han dejado de escribirse, todo eso ha desaparecido y los niños prefieren mejor pedir los regalos directamente con la intervención de sus padres. La navidad ahora se ha tornado gris, ya no hay espíritu, todo dejó de ser igual, la pólvora ha sido prohibida y la carne de cerdo ha aumentado su precio, ya no hay más natilla ni buñuelos porque ahora todo es "más fácil". Estamos en el futuro, en donde todo el mundo está caminando hacia su felicidad plena, hacia su propia evolución en donde todo está "bajo control"... pero a mí, devuélvanme mi niñez.

Hector Ruiz

Relatos FM

La taberna del puerto


Hace ya muchos años que dejé de visitar la taberna del puerto. Tantos, que he olvidado su nombre, así como el del lugar donde acaecieron los hechos que contaré. Guardo, sin embargo, un recuerdo muy nítido de la hija del tabernero, Candela.
Cada verano, cuando el calor de las noches se hacía más insoportable en la ciudad interior donde vivo, recogía mi ligero equipaje y me dirigía hacia el sur, al modesto hotelito cerca del mar donde me sentía casi como en casa.
Muy de mañana me despertaba la llegada de los barcos que llegaban al embarcadero. Me levantaba temprano y paseaba por el muelle donde contemplaba, a menudo con admiración, los barcos que habían arribado. Luego me dirigía a la taberna del puerto. Todo en ella era básico y respondía a la mayor sencillez. Rufo, el tabernero, estaba ya a esa hora preparando las mesitas para que cuando llegasen los posibles clientes diese la sensación de orden y limpieza.
-¡Señor Mario, aquí tiene su sitio!- oía una voz amistosa próxima al lugar donde habitualmente me sentaba.
Me dirigía hacia allí y cuando me disponía a preparar mi cámara fotográfica y el trípode que siempre llevaba conmigo para que no se me escapara nada de lo que la mañana  ponía ante mis ojos, oía la voz de la chica que con ese acento tan característico de la gente del sur me decía casi en un susurro:
-¡Qué día tan precioso! ¿Verdad don Mario?
Yo la miraba y me preguntaba quién era más precioso, si el día o ella.
Poco tiempo después, con unas zapatillas de esparto y una falda ligera que se movía al son de la brisa, la veía alejarse con una cesta de mimbre colgada del brazo, hasta la barcaza de algún pescador donde hacía la compra que llenaría la cocina de olor a "pescaíto " frito y a mar.
Tenía Candela por aquel entonces quince o dieciséis años. De tez tostada por el sol de cada día; de ojos garzos que casi siempre reían cuando hablaba; y de pelo  como la llamarada de una antorcha en la noche. Éste le caía descuidadamente sobre los hombros sin más peine que el de la brisa cuando se filtraba por él.
Mientras la niña compraba, yo entretenía mi tiempo seleccionando a través del visor  las fotografías más bellas que luego me acompañarían a mi residencia habitual. Me gustaban especialmente los paisajes marineros, así como las imágenes  de sus gentes en sus faenas cotidianas.
Mediada la mañana, la chica, que ya había vuelto hacía tiempo, venía a mi mesa y sentándose frente a mí, con la naturalidad de sus pocos años, me decía:
-Señor Mario, ¿le traigo ya su "pescaíto"? Mi madre está terminando de prepararlo y le aseguro que sabe a gloria. Venía vivo cuando he llegado aquí.
Y sin más se levantaba y se dirigía al interior de la taberna, mientras mis ojos se perdían en sus largas y delgadas piernas.
Candela era la única hija del tabernero, la alegría de sus padres y la esperanza de su vejez. Y entiendo que así fuera. Yo, un extraño que acudía de verano en verano a la taberna, le había tomado tanto cariño que, puedo aseguraros que, cuando pensaba en mis vacaciones, la imagen de Candela era la primera que venía a mi mente.
A menudo me acompañaba al anochecer en mis largos paseos por la playa. Nos gustaba mirar el faro que como un ojo mágico orientaba a las embarcaciones.
Yo le contaba historias, a veces reales y otras, producto de mi imaginación que tenían al mar como protagonista. Le hablaba de sirenas malévolas que atraían a los navegantes y a las que el mar castigaba levantando enormes olas que las dejaban varadas en la playa. La chica me miraba absorta y al final de la narración me preguntaba:
- ¿Es eso verdad, señor Mario?
Yo disfrutaba ante la ingenuidad de sus preguntas y la limpieza de su mirada.
El penúltimo verano que me alojé en aquel hotelito de recuerdos, me trajo algún descubrimiento no del todo grato.
Al bajar al día siguiente a mi llegada a la taberna del puerto, esperaba que Candela saliese, como siempre lo había hecho, corriendo a mi encuentro. No lo hizo así. Al cabo de bastante tiempo, cuando vino a saludarme, noté en sus ojos que algo había cambiado. No era ya la adolescente alegre y vivaracha que vivía en mi memoria. Sus ojos, aunque serenos, tenían un poso de tristeza y amargura. Días más tarde, supe por su padre, que la niña se había enamorado de un señorito que pasó unas semanas en aquel lugar y se encaprichó con la chiquilla. El tabernero estaba apenado pues presentía que aquel joven traería mucho dolor a la familia.
Mis vacaciones terminaron y volví con un sabor amargo a mi residencia del interior, pero no por eso dejé de pensar en Candela, nombre que hacía honor a su pelo y a su corazón de fuego.
Cuando regresé al verano siguiente, nada más dejar mi equipaje me dirigí a la taberna del puerto. Me pareció que todo estaba más triste y solitario. Esperé ante el mostrador hasta que apareció Rufo. No me dijo nada. Me miró a los ojos y yo miré los suyos, de los que se desprendieron dos enormes lágrimas.
Cuando al fin pudo hablar, con una emoción contenida me dijo:
- Candela ya no está entre nosotros. No pudo soportar el abandono y la traición de aquel señorito que, usted recordará, le dije que no presagiaba nada bueno. Una mañana, cuando el pueblo aún no había despertado de su sueño se suicidó lanzándose al mar. La encontramos en la playa dos días después sobre una alfombra de algas.
Ahora eran mis ojos los que destilaban lágrimas de un dolor irrefrenable: por ella, por sus padres, por mí.
Di unos golpes con mi mano en la espalda del tabernero que manifestaban mi   tristeza  y volví a mi hotelito. Recogí mis cosas y regresé a la ciudad donde siempre he vivido y donde aún lloro la muerte de Candela, la mujer casi niña toda alegría y belleza, toda frescura y pasión.

El espejo fiel

Relatos FM

Violeta parra canta "gracias a la vida"


Escarbando

Están ajadas las hojas del calendario que numeraban los días en que la tristeza sojuzgó mi carácter y sin embargo ahora, justo ahora, una náusea ocupa cada célula de mi cuerpo. Mientras continuaba en un devenir platónico, mudaron mis apariencias y permanecía mi idea –el amor a Raquel-.

Ahora en mi cabeza juegan unos pertinaces lamentos que ciegan mi sentido, recuerdo que hace años vi en una serie de televisión basada en una novela de Blasco Ibáñez, "Arroz y Tartana" creo recordar que se titulaba, como un padre -con el alma tan rota como su espinazo- abandonaba a su hijo en una plaza. ¿En qué quedan mis lamentos, mis gritos? El pobre hombre pobre se va quietamente mientras el niño permanece ensimismado ante la figura de una cigüeña, las lágrimas derramadas durante la huida desandan el camino que pretende abrir al crío: el dilatado trecho que separa la miseria de la pobreza. ¿Y yo tengo motivos para sufrir como lo hago?

Siento que soy tan patético, que por dar pena, me la doy de mí mismo. No sé nada, cada vez menos, de cómo pude haber llegado a ser así, pero la realidad constata los peores presagios, soy la peor de unas sombras de ínfima calaña que se esconden en el horror del interno humano. Si una persona que vive a tu lado te recuerda cada día que eres la causa de su infelicidad, o es Maquiavelo redivivo o tiene razón, razones, para abjurar del amor que una vez, más o menos convencida, dijo sentir. Aquí estoy, ¿qué hago? Me tumbo y mi cabeza se llena de horcas al cuello, de ventanas abiertas y vuelos contra un asfalto que me llama ¡ven, arrójate, no tengas miedo, nada dejas, nadie te echará de menos, quizá alguno llore pero no te echará de menos! Puede que el paseo toque a su fin y me desasosiego pensando qué habrá después de esta senda que abruptamente se corta, qué sentido esconde este camino que se abre de par en par para toparte con un muro invisible que impide el paso. Nada, ninguno. Dos palabras como respuesta a dos preguntas, sin matices. Vivir es un ejercicio de alpinismo, tras subir una montaña, se baja y otra te está llamando. Para subirla, bajarla y seguir creyendo que buscas, siendo ellas las que se encargan de avisarte. Comienzo de caminos con un final tasado: medido y pesado. Coleccionar instantes para recordar. La madre muerta resucita cada mañana para castrarte como la montaña recuerda que te congeló unos dedos que ya no serán tus dedos. Arde el estómago de miedos inservibles para el camino posterior y se enrojecen los ojos que no permiten ver más allá de ese instante en que te enamoraste. Y que inútilmente pretendes alargar, pero no. Sientes que has entregado, mas nada de ello debió llegar al destinatario pretendido, sientes que todo te ofreció pero tú no lo palpas, como si de camino se hubiera perdido, como si se hubiera quedado en el bolso de algún comisionista. Cunde la desconfianza y ante ella cae al abismo cualquier construcción previa, veo ante mí el desmoronamiento de lo que debí haber tejido y el tiempo erosionó o lo mal construimos y nunca tuvo cuerpo.
 

Puerta de entrada o de salida

Amo a Raquel, adoro al cachorro, tengo techo y todos los días como. Y no solo como. Me pregunto qué me hace estar así y me respondo que nada, que soy yo el que así está. Quizá somos matrioskas, quizá un nuevo yo aparece inexorable. Y el yo de ahora no me gusta. Si fuera segunda o tercera persona mi boca escupiría el baldón del desprecio. Un ser huraño y endiosado, violento y excesivo, irrumpe desde mis adentros. Lo racional que uno ha forjado –si algo subsiste- no tiene músculo suficiente para domeñarlo. Mr. Hyde ha encontrado el camino y lo recorre con más premura de dentro a fuera que en sentido inverso.

No lo puedo permitir, esto me costará el matrimonio. De momento me ha costado la felicidad de mi matrimonio, que es el paso previo y definitivo para un final sin marcha atrás. Raquel no me ve con ella, en sus profecías nunca aparece mi mano tendida, llora porque en sus augurios mi aliento sopla hacia otros lados. Sufre, no tiene nada. Un día, sin confiar en mí, se aventuró y me prometió que nunca estaría solo. Raquel ahí sigue, siempre. No falla. A su manera, pero invariablemente está. Y yo me quejo. Repite que lo que quiero es a otra persona que ella en ningún caso puede ser. Pero yo la quiero a ella. Como quiero al cachorro, sea como sea, aunque en algún momento le solicite cosas que él no pueda ofrecer, como quiero a mis padres. Raquel sufre, no le doy nada. No he valorado ni una sola de las cosas que ha hecho por mí. Y es el timonel de la casa. Sin ella, sin su súbita invasión de mis deseos, hoy sería un cenagal, un polluelo sin cabeza.

En mi perenne funambular por el alambre de lo absurdo de la vida, dos fuerzas contrapuestas me equilibran, por un lado la tristeza del mar en el que vivimos y por otro la alegría de ni interior. Tocar esta es una invitación a caerme, y no tengo red.





Escarbando (con los dedos), tras tocar fondo, hoyé mi tumba

En realidad los vivos me habían salvado de la muerte. Tras la **** parca no hay nada pero dejas un reguero de dolor. Dolor y fracaso. Ahora, de nuevo, siento que no quiero vivir, sé que lo que me ata a la vida es, solo, manantial de sufrimiento. Vuelvo a tirar mi vida moneda a moneda, una tras otra pensando que la siguiente iba a compensar la pérdida de las anteriores. No solo como un juego para ganar o perder, aquí siempre pierdes, no es avidez de dinero, es soledad. La escuálida soledad del que no sabe dar y no sabe recibir. Te sientas frente a la máquina, solo, y ves combinaciones, esperas siempre la buena, siempre será la siguiente pero siempre falta un siete azul, ese que se queda una posición arriba o una abajo. Y te vas vaciando, vas dejando lo que no tienes en pos de lo único que ahora vale aunque no sea "per se": el dinero, y la bondad,  lo único que a mí me debería valer, se va corroyendo. Pierdes todo, pierdes siempre. Y perdiendo la bondad pierdes lo que eres y tras ello a todos los que quieres.

Las lágrimas de ese padre que no volvió la vista atrás para ver por última vez la cara de su hijo me llaman imbécil.

Miro por la ventana, el río discurre quieto, siempre el mismo, siempre otro, y recita el mismo cantar que el agua que corría bajo nuestros pies aquel cercano día en que la miré a los ojos y cuando me preguntaron dije que sí, que la quería. Nada ha cambiado de ese sentimiento y el río se empeña en recordármelo: "Ve con ella y dile que la quieres tanto como aquel día".

Rosi Casares

Relatos FM

Un paso hacia los sueños


Hoy miro al norte.

Miro al norte contemplando el mar como hace siglos miraban nuestros antepasados. Seguro que estamos emparentados de alguna forma con ellos, con quienes nos trajeron tanto conocimiento y nos dejaron impregnados de su esencia para siempre. No se detuvieron ante este obstáculo natural y decidieron cruzarlo, tender un puente desde lo más remoto de los tiempos. Tal vez nuestros antepasados comunes estén en la sima de los huesos.
Las inquietudes eliminaron las dificultades de este paso entre territorios, haciendo florecer la riqueza de las personas a ambos lados del mismo. Como todo humano que se precie quiere explorar lo desconocido y se siente disconforme con lo que posee, añorando aquello de lo que oye hablar, del mítico dorado, de la realización de los sueños que están tan cercanos pero tan distantes.
Los años tiñeron mis sienes de blanco y permitieron que el sol llegara a mi cabeza. El tiempo llenó de surcos mi rostro y de arrugas mi piel. Mis hijos habían crecido y se habían marchado lejos a realizar sus sueños como yo hice en su día. Mi mujer había fallecido poco tiempo atrás. Mis amigos, parafraseando a José, se fueron casi todos y los otros partirán después que yo, lo siento porque amaba su agradable compañía mas es mi vida y tuve que marchar a pesar de los recuerdos de los momentos felices, que allá al otro lado me habían acontecido.
Ayer miraba al sur.
Miraba al sur sobre el mar y recordaba cuando partimos en aquella fría mañana de otoño. Dejamos atrás casa, amigos y un montón de rincones conocidos. Por delante, no lográbamos imaginar el futuro, tan solo huíamos del presente. Cargados con el pasado nos enfrentábamos a la aventura de la vida.
Tras una travesía comenzó nuestro periplo hasta que un río, cuatro torres y una cúpula nos detuvieron en nuestro caminar por esta nueva tierra.
En la gran explanada un recinto, cuatro niños y una pelota. Risas, carreras, alegría y juventud, compartiendo el espacio, disfrutando del momento. Observando desde cuatro puntos la escena. La madurez de unos padres, satisfechos porque su hijo disfrutaba de compañeros de juego. La alegría del abuelo, gozoso porque su nieto compartía la pelota con los que no carecían de ella. La melancolía de la cuidadora, soñadora porque sabía que su deseo, de que sus hijos hoy muy distantes se reunieran con ellos, se haría realidad. El recuerdo de los tíos, esperanzados porque su sobrino disfrutaba de lo que su hijo no pudo.
Todos llegaron hace tiempo, cada uno con su historia particular, nadie les preguntó. Nos miraron, nos abrieron sus brazos, nos tendieron sus manos y nos invitaron a participar. Cada uno aportó su granito de arena para conformar las dunas de la sociedad en la que hoy vivimos.
Nos miramos, nos hablamos sin mediar palabra, se inundaron nuestros ojos y dibujamos una sonrisa. Habíamos encontrado el lugar en el que nuestros sueños se harían realidad.
Durante años aprendimos y enseñamos, compartimos en definitiva y nos enriquecimos.
Ahora que aún conservo mi memoria he querido regresar al lugar de donde procedo para ver cómo ha cambiado con tanto ir y venir de personas de diferentes culturas y cómo conserva su esencia, arraigada en lo más profundo. Traigo un poco de allí para compartirlo con los que no pudieron viajar y para seguir sembrando esa curiosidad.
Giro la cabeza y encuentro a una pareja de jóvenes. Sus manos izquierdas agarradas tras la espalda de él. La cabeza de ella apoyada sobre su hombro. La brisa del estrecho ondea sus cabellos al viento mientras la luz del atardecer ilumina sus rostros. Su mirada cómplice desvela sus sueños. Mi vello se eriza. Se percatan de mi presencia. Les sonrío y asiento participando de su complicidad, mientras una lágrima se asoma a mi rostro y dirijo mi mirada hacia el Estrecho.

Avemigratoria

Relatos FM

Abatimiento


Abro los ojos. ¿Estoy despierto o sigo soñando? Por desgracia, me percato de que sigo entre la cruda realidad. Mi vacío y solitario piso me da los buenos días, con un silencio sepulcral. Preparo el desayuno, un triste café, una amarga tostada y un viejo melocotón maduro, que se añaden a mi ser. Me visto casi a oscuras, obvio al espejo e ignoro sus reflejo. No quiero verme.
Bajo a la calle y riño con algunos vecinos, quizá porque sus hijos hacen demasiado ruido o porque el edificio está hecho un asco, no me molesta nada de eso, pero, ¿de qué podría hablar con gente que apenas me conoce pese a que me ven a diario desde hace más de diez años? Me tachan de anciano resentido y enojado. Al menos así tengo contacto humano. Paseo con mis pensamientos de únicos acompañantes, observo algunas obras, siempre hay alguna cercana, compro el periódico, voy al supermercado y obtengo lo necesario para el día. Son las una y media, qué rápido se pasa la mañana.
Luego vuelvo a casa y leo ese correo imaginario que nunca recibo, quizá cartas de mis hijos o de algún familiar. Almuerzo con la televisión encendida, escuchando voces que se intercalan con mis reflexiones. Les grito y reclamo como si los presentadores de los programas estuvieran conmigo.
La tarde se hace más larga. Paso las horas entre ríos de tinta en océanos blancos. Mis libros me aborrecen, como yo a ellos, pero no puedo dejar de leerlos una y otra vez. Hay novelas que me odian, pues me hacen llorar y sentirme melancólico, no obstante, me llaman desde sus estantes para que las coja entre mis viejas y temblorosas manos.
Por la noche, ceno poco, apenas tengo hambre. Me siento en el sofá a esperar que se pase esta vida. Pienso, ¿qué día es mañana? ¡Ojalá que sea el último! Vuelvo a la cama, donde me tumbo y me pregunto si sigo dormido desde hace tiempo o continúo despierto. Cierro los ojos.

Caballero oscuro

Relatos FM

El cojín mudawi


Debido a una extraña malformación, desarrollé un físico envidiable. Nací con una desviación de columna sin origen aparente, y tuve que pasar mi infancia metido en el agua para corregirla. Antes de aprender a andar ya nadaba de locura. Fue mi uno cincuenta y cinco lo que me privó de una carrera profesional plagada de éxitos. No lo recuerdo con exactitud, pero creo que fue al ganar mi tercera medalla cuando comenzaron a llamarme el Sardina. No me gustaba ni un poquito.
Con el objetivo de enderezar mi columna y ganar algunos centímetros estudié fisioterapia. Pasé el último año de carrera persiguiendo a Elena, mi voluptuosa compañera. Tenía en la frente una cicatriz adorable que disimulaba con un flequillo tupido. Cada vez que la hablabas gesticulaba con las manos, como haciéndote burla —la verdad es que mosqueaba un poco—. A veces se sentaba en los bancos del patio, colocaba el tobillo izquierdo sobre la rodilla derecha y se miraba fijamente el zapato durante minutos. Vamos, que lista, lo que se dice lista, no era; pero yo, la verdad, lo que quería era tirármela, y aprovechando mis conocimientos en malformaciones congénitas me ofrecí para ayudarla con esa asignatura.
Quedamos un sábado para estudiar en su casa. Su padre, que era un nuevo rico muy paleto, compró el ático más grande que pudo en la milla de oro. Llamé al telefonillo y me abrieron sin preguntar. Cuando llegué arriba, la puerta estaba abierta. Era una blindada enorme con un grosor inusitado. Me quedé tan perplejo que metí el puño por el resquicio para comprobar lo absurdo de sus dimensiones. No sabía qué era lo que guardaban en esa casa, pero estaba seguro de que no había nada más caro que la jodida puerta. Qué locura. Cuando me recuperé, cerré la puerta y avancé por el pasillo hasta el comedor. Elena estaba en el sofá, sentada al lado de un cojín muy peculiar.
Poseía el cojín dos piernas ortopédicas finas como alambres. Los brazos, también de plástico, estaban hechos de un único trazo recto, sin articulaciones. Era rojo, y tenía unas borlas doradas en las esquinas que me daban ganas de arrancar. Me recordaba a uno de esos monigotes que dibujan los críos cuando les dejas tres rotuladores y unos cuantos folios. Elena me explicó que su padre lo había comprado en un mercado marroquí y que perteneció a una princesa árabe con habilidades curativas. Según los moros que se lo vendieron, la princesa Amatullah, esposa del príncipe Omar Tayyeb, era mudawi. Una mudawi es una curandera.
Amatullah era muy querida entre su pueblo porque sanaba a sus fieles con solo tocarlos: fracturas, infecciones, fiebres, diarreas... ¡hasta la impotencia curaba! Solo tenía que poner sus manos sobre el miembro afectado. Palabra.
Un día nublado, el herrero trajo a su suegra del reino vecino para que la princesa mudawi le curara una verruga que corrompía su nariz. La princesa Amatullah posó sus gráciles manos sobre la verruga e hizo desaparecer la excrecencia. Antes de que la suegra del herrero se marchara, la princesa le pidió que no pregonara su don para no perturbar la vida de su pueblo. De vuelta a su reino, la suegra del herrero fue interrogada sobre su milagroso cambio de napia y, como tenía la lengua más larga que un camello seco, cuando se puso el sol, media ciudad peregrinaba hacia el reino de Amatullah, la princesa mudawi, para que los librase de sus dolencias.
Todo esto, como no podía ser de otra manera, cabreo de lo lindo al hakim del reino de la suegra del herrero, que es un médico de verdad. Por la mañana, el hakim, viendo que se estaba quedando sin pacientes, informó a su príncipe de que la mayoría de sus súbditos se dirigían al castillo del príncipe Omar para ver a la princesa, y le convenció de que Amatullah era una mudawi maliciosa que, con el reclamo de que curaba cualquier dolencia, embrujaba y convertía en estiércol a todos los foráneos que tocaba para apoderarse de sus almas. El príncipe de la suegra del herrero le declaró de inmediato la guerra a su homónimo vecino.
Antes de partir a la batalla, el príncipe Omar Tayyeb le regaló su cojín favorito a la princesa Amatullah, para que lo tuviera presente todas las noches, y está, que no era muy lista, se pasó la noche sollozando sobre el cojín, con la cabeza bocabajo, hasta que murió asfixiada. Pero antes de morir, en su último aliento, le traspasó sus dotes curativas y lo convirtió en el primer cojín mudawi, capaz de aliviar cualquier dolencia si la zona afectada descansaba sobre él durante el tiempo necesario. Vamos, una cosa de locos.
Tras oír la historia, Elena quedó tan impresionada que, para buscarle una explicación científica, se puso a estudiar fisioterapia. ¡Dios, qué ganas tenía de tirármela!
Abrimos el libro, lo pusimos encima de la mesita que tenían delante del sofá y nos sentamos. Llevaba una camisa rosa con tres botones desabrochados, y un collar de perlas chinas se perdía por el canalillo. En cuanto se inclinó hacia el libro le vi claramente el sujetador. De color nacarado y con dos tallas menos, le resaltaba aún más sus poderosos pechos. Era un sujetador cojonudo. Sus dedos se movían sobre los dibujos acariciando con delicadeza las ilustraciones y, con mucha frecuencia, apartaba la mano del libro para tocarse las perlitas. ¡Qué cabrona! Pasé todo el rato con  el puño cerrado, apretando todo lo fuerte que podía. Cuando vio que ya había sudado lo suficiente propuso que hiciéramos una práctica, así que me quite la camiseta.
—Pero, ¡¿qué haces?! —preguntó sorprendida.
—Pues... ¿no querías practicar? —contesté confundido.
—Sí, pero contigo no, con el cojín.
Nos pasamos cerca de una hora sobando al cojín. Trató de convencerme de que, si el cojín curaba las dolencias por contacto, al practicar sobre él nos serían traspasadas sus dotes curativas. De locos.
—¡Ahhh!¡El cojín, traedme el cojín! —oímos gritar.
—Vaya, mi padre necesita el cojín —intuyó perspicaz Elena.
A continuación se puso en pie, mantuvo el oxígeno dentro de sus pechos henchidos y se mordió cruelmente el labio inferior mientras asía el cojín.
—Por qué no se lo llevas tú y yo me voy quitando la ropa. Para seguir practicando —propuso mientras jugueteaba picaruela con su collar de perlas.
Abrí la boca y moví los ojos horizontalmente de pecho en pecho. En cuanto pude asimilarlo, le arrebaté el cojín y salí corriendo.
Según me contó Elena, su padre, que se llamaba Roberto, era un ortopediatra de reconocido prestigio. Todo comenzó en la escuela. Como nunca pasaba del suspenso raspado, sus padres, cansados de pegarle, se lo mandaron al padre de Antolín —amigo de Robertito y promesa del Castilla— para que trabajara con ellos en el taller y aprendiera un oficio. Y acertaron. En pocos meses era capaz de reparar cualquier avería: motos ahogadas, coches gripados, tractores con el cambio roto... Pero un día, estando su buen amigo Antolín debajo de una furgoneta, se le fue a Roberto el gato elevador y se vino el vehículo abajo, con tan mala suerte que le machacó la pierna a Antolín y tuvieron que amputarle la zurda, la de marcar los goles. Desde ese momento, Roberto dedicó todo su tiempo a fabricar una pierna que permitiera a Antolín volver a los terrenos de juego. Y lo consiguió. Inventó una pierna que, a diferencia de las prótesis convencionales, disponía de un dispositivo hidráulico que la hacía flexible. Ese año, Antolín acabó pichichi del Castilla con una pierna ortopédica. Palabra. El suceso tuvo tal repercusión que Roberto se convirtió en el ortopediatra más famoso del mundo y, por ende, en millonario. Se especializó en piernas artesanales de fibra de carbono. Su popularidad era tan grande que todos los paralímpicos del mundo solicitaban sus servicios. ¡De locos!
Cojín en mano entré en la habitación. Roberto se encontraba al final, trabajando con un maniquí sobre un tablero de cerrajero que parecía un mercadillo de miembros: piernas, brazos, manos y pies, de diferentes materiales, destacaban entre montones de placas, ruedas, tornillos de titanio, amortiguaciones y un montón de chatarra que no conseguí catalogar. Las paredes estaban abarrotadas de fotografías de deportistas minusválidos que, con los cuellos repletos de medallas, alzaban orgullosos sus piernas al cielo. Tenía un palillo grasiento en la boca que no paraba de mover arriba y abajo, y llevaba puesto un mono azul de mecánico con más aceite que una freidora.
—Disculpe, Roberto. Aquí tiene el cojín. Soy Arturo, compañero de Elena.
—Ya sé, ya lo sé —me dijo con desgana mientras mordía con fuerza el mondadientes y soldaba un dedo a un pie—. Eres el sardina. Trae aquí.
¡¿El sardina?! Vaya, el jodido genio era un graciosito. Agarró el cojín y se lo puso en la zona lumbar. Al instante, le cambió la cara.
—Supongo que te puedo llamar sardina, ¿no? Elena me ha dicho que es tu apodo deportivo.
—Claro, claro, no me importa —le mentí—, pero si lo prefiere me puede llamar Arturo.
—Nada chaval. Sardina está bien, se ajusta más a tu perfil. Como eres pequeño.
—Bajito, soy bajito, no pequeño. No es exactamente lo mismo, pero hay que haber ido al colegio para conocer la diferencia —¡jodido paleto! Ya me estaba cabreando.
—Claro sardina, lo que tú digas. Tú me puedes llamar don Roberto. Anda, ayúdame con este prototipo, Antolín zurda de hierro necesita una pierna más potente.
Me pidió que sostuviera al maniquí por los hombros mientras hacía unos ajustes. Cogió un destornillador pelín oxidado y apretó unos tornillos y quitó otros. Estaba claro que lo hacía sin ningún criterio, aunque reconozco que era muy diestro con la herramienta.
—Ya está. Ahora hay que arrancarlo. Sardina, sujétalo fuerte por la cintura y no lo sueltes. Como si fuera una moza. ¿Podrás hacerlo?
Valiente cretino. Lo sujeté con fuerza por la cintura y Roberto se puso detrás. A continuación, se sacó el palillo de la boca y lo introdujo en un agujero minúsculo que tenía el maniquí. En cuanto notó la intromisión, el artilugio comenzó a dar coces. A mí me alcanzó en la rodilla y al genio en la espinilla. ¡Qué dolor! Estábamos los dos frotándonos cuando nos dimos cuenta: ¡el cojín! Roberto estaba más cerca, pero como yo soy rápido y escurridizo lo agarramos al mismo tiempo.
—¡Suelta el cojín, sardina, es mío!
—¡Ya, y la culpa también es tuya!
—¡La culpa es tuya por no sujetarlo bien. Y no me tutees, llámame don Roberto!
—¡Pues tú no me llames sardina!
—¿No decías que no te importaba?
—Era mentira.
—O sea, que eres un mentirosillo, eh, sardina. ¡Así tienes esa nariz!
No dejábamos de tirar de él. Y le arrancamos las piernas. En ese momento Elena entró en la habitación.
—¡Qué hacéis! ¡Salvajes! Soltar ahora mismo el cojín, lo vais a matar.
Estaba bastante enojada. Se acercó lloriqueando y ¡¡me dio un guantazo!!
—Me has defraudado. Yo te quería —y salió de la habitación hecha un mar de lágrimas, con el cojín inválido en sus brazos.
¡¡Yo te quería!! ¡¿Pero en qué casa de zumbados me había metido?!
Estuvimos un rato con la cabeza gacha, hasta que Roberto me puso la mano en el hombro y me dijo:
—Joder, sardina, la culpa es mía. Tenía que haber sabido que no podrías con él. Lo siento mucho, chaval. Oye, qué ostia ta dao. ¿No?
—Yo sí que lo siento —¡cabrón palurdo!
—Bueno, bueno, pelillos a la mar. Ahora lo importante es que te disculpes con Elena. Lo haría yo, pero no puedo. Un padre no debe arrastrarse.
¡¿Que me disculpe?! ¡Dios, qué ganas tenía de irme de esa casa de locos! ¡Palabra! Entramos en el comedor y vimos a Elena tumbada en el sofá, bocabajo. Había dejado de llorar. La llamé varias veces, pero no contestó. Permanecía inmóvil, con el cojín bajo el rostro.

Martín

Relatos FM

Últimas voluntades


Cada día al salir por la mañana, de camino al trabajo, la veía pasar a la misma hora por la acera  frente a su casa. Tenía la mirada perdida en algún lugar del pensamiento y el peso sobre los hombros de vivencias que superaban con creces lo merecido por su edad. Su ritmo era cautivador, constante, hipnótico. Se movía con decisión, pero sin prisas, no como si se dirigiese a algún sitio concreto sino, más bien, como si de ella tirasen los hilos invisibles de la promesa de algo mejor.
Una vez más se quedó sonriente y embobado con su sola presencia, aunque aquel día tras verla doblar la esquina, se percató de que había olvidado el portátil arriba. Unos minutos después, tras volver a cruzar el portal, se quedó petrificado al verla pasar de nuevo en su peculiar travesía.
El quiosquero, que debió de leer el asombro y la perplejidad en su rostro, tras verla doblar de nuevo la esquina se dirigió hacia él.
-   Pobre chica ¿verdad? Es Ainara, tiene su casa en la calle de al lado. Vivía con su padre, al que llevaba cuidando desde los diez años, hasta que el año pasado el viejo, al fin, falleció. Por lo que cuentan los vecinos, en sus últimas palabras le dijo que no tenía manera de agradecerle todo lo que había hecho por él. Que sentía haberla privado de todos aquellos años y que no dejase de buscar la felicidad, que podría estar a la vuelta de la esquina. Desde entonces pasa los días de sol a sol dando vueltas a la manzana, incansable y con la misma determinación que el primer día.
Sin salir de su asombro, agradeció la información y se dirigió al trabajo. Al día siguiente, puso el despertador una hora antes, compró una rosa azul, la más curiosa que encontró, y  así  lo encontró ella en mitad de su camino. Se detuvo y lentamente posó la mirada en él, le sonrió con la complicidad de haberlo hecho en incontables ocasiones, lo cogió de la mano y doblaron aquella esquina por última vez.

Ulises

Relatos FM

Para cerrar los ojos o escapar despavorido


Sólo alcancé a tocar el timbre en una ocasión. Enseguida Adela vino a atenderme con esa ansiedad que, por momentos, se me pareció al temor y que no supo muy bien cómo disimular, o tal vez no quiso hacerlo y prefirió acentuarla mucho más para que yo la advirtiera en todos sus detalles. En cuanto abrió la puerta se me tiró al cuello con una familiaridad que me desconcertó.
—No sabes cuánto he esperado por este momento.
Lo primero que llamó mi atención fue su aspecto de abuelita indulgente, bondadosa, capaz de hacer cualquier sacrificio por su nieto más querido. Y, en realidad, ahora mismo debo admitir que no solo me llamó la atención; fue, sobre todo, una extraña sacudida de la cual demoré varios segundos en recuperarme. Vacilé algunos instantes en la puerta, sin atreverme a traspasar el umbral. No conseguía discernir entre lo que debía y no debía hacer en tales circunstancias. No obstante, la segunda vez que me invitó a pasar me decidí y la seguí hasta el interior de la casa mientras, en mi subconsciente, trataba de convencerme de que cualquier sacrificio bien valdría la pena.
La casa parecía inmensa aunque no distinguí sus singularidades como hubiera preferido. Casi todas las habitaciones estaban a oscuras y solo la sala se hallaba iluminada, aunque muy pobremente. Una débil penumbra trataba de despejar, sin lograrlo del todo, las sombras que la envolvían. En cuanto entré, un intenso olor a vejez golpeó mi rostro con violencia. A pesar de eso, en seguida me sobrepuse y seguí a la anciana con la misma lentitud que le permitían sus pasos.
—Siéntate.
La confianza que me trasmitió su autoritario laconismo intentó relajarme y me senté en la butaca que me había indicado. Ella se sentó frente a mí, en un mueble similar. Entonces pude observar todo el lugar con detenimiento. Aunque no alcancé a determinar el color exacto de las paredes, adiviné una tonalidad que reflejaba cierta nostalgia, casi como una indescifrable asfixia, asistida, a la perfección, por la oscuridad y el añoso aliento que llegaba en oleadas sucesivas desde todos los rincones. El alto puntal, lejos de agrandar la habitación, acentuaba la sensación de tristeza que ya había comenzado a ejercer su poderío sobre mí. Algunas fotografías colgaban de las paredes y un enorme espejo, con amplias zonas oscuras, síntoma de una inevitable enfermedad terminal, hacían lo posible por devolverme una imagen casi fantasmal de la extraña realidad que me arrullaba en sus brazos. Además de las dos butacas en las que estábamos sentados, un vetusto sofá, seguramente del mismo juego, contribuía a enturbiar la pesada atmósfera de opresión, con su apariencia decimonónica; y dos pequeñas mesas, sobre las que descansaban sendas lámparas antiguas, custodiaban cada butacón. No logré distinguir de dónde llegaba la escasa luz que nos legaba aquella inmóvil penumbra. Supuse que Adela había preparado la escena con toda la intensión que su retorcida mente era capaz de imaginar, quizás para propiciar el ambiente más favorable, sobre todo para mí. Me molestó pensar en todo eso. Creo que ella se percató de mi estado anímico, aunque no sé cómo lo hizo; era imposible que viera mi rostro con una luz tan exigua a nuestra disposición.
—Puedes encender la lámpara.
Cuando lo hice, descubrí dos libros sobre la pequeña mesa. Comencé a hojear uno de ellos con lentitud. Ella dejó que lo hiciera y, unos segundos más tarde, se mostró satisfecha.
—Sabía que te gustarían.
En realidad no me gustaban los libros. Uno era el Rimas y Leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer, y el otro no lo conocía; sabía que era de un autor nacional, muy popular algunas décadas atrás, pero del que ya ni siquiera se recordaba su nombre. Sin embargo, era preferible leer o, por lo menos, intentar hacerlo, mientras esperaba. El intento duró apenas algunos minutos; sentí cómo ella me miraba y su molesta insistencia no me permitió concentrarme en la lectura. Ansié que todo terminara lo antes posible pero estaba decidido a no dar el primer paso. Al fin y al cabo yo era el menos interesado. Solo me importaba el dinero que ganaría después de la hora pactada y, con toda seguridad, ya habían pasado más de veinte minutos.
—¿Quieres beber té?
No me dejó contestar. De inmediato llamó hacia el interior de la casa y, seguidamente, apareció una mujer que reconocí enseguida. Me había abordado en la calle, bien cerca de mi facultad, dos días atrás. Acaso por lo inesperado del hecho, o por hacerlo en aquel lugar, me sentí receloso con su propuesta.
—¿Te gustaría ganar algo de dinero?
Aunque me hacía falta el dinero, la situación me pareció demasiado extraña, casi absurda, y me hizo sospechar de sus intensiones. Por eso, detrás de la sospecha, llegó el temor e intenté escapar de allí lo antes posible, pero ella me siguió.
—Te he estado observando y sé que necesitas el dinero.
Sus palabras me obligaron a apurar el paso mucho más. Casi a mi lado, ella respiraba con dificultad, pero no cedía.
—Puedes pedir lo que quieras. Además, nadie tiene por qué enterarse.
Me detuve y la miré con detenimiento. Junto a la desesperación por la pequeña carrera me pareció descubrir en sus ojos un atisbo de sinceridad.
—¿Qué tengo que hacer?
—No mucho, solo brindarle algo de satisfacción a Adela.
Lo dijo con total naturalidad y la propuesta, que me pareció espantosa, reavivó mis sospechas.
—¿Adela?
—Mi hermana.
—¡Señora! ¿Quién se ha creído que soy?
Ella me sonrió con una inocencia que me desarmó.
—No te preocupes, no tendrás que hacer nada de lo que debas avergonzarte. Además, podrás terminar cuando lo estimes conveniente.
Aunque sus palabras no aliviaron del todo mis sospechas, accedí. Después de acordar la cantidad que me pagaría por el trabajo, ella misma puso una pequeña tarjeta en el bolsillo de mi camisa.
—Te esperamos en dos días, a las cinco de la tarde. Si todo sale bien no tendrás que estar con Adela más de una hora. Recibirás el dinero antes de irte.
No me dio tiempo para replicar. Tomé la tarjeta que me había entregado y leí lo que había en ella. La dirección que detallaba, aunque no muy céntrica, no parecía demasiado lejana. Cuando levanté la vista ya ella no estaba allí. Entonces comencé a estudiar la forma de llegar de la manera más rápida y directa.
—Tráenos un poco de té, Matilde, por favor.
Aunque no podía ver la expresión de su rostro, sentía que me miraba y, a la misma vez, sonreía pensando, quizás, en todo el placer que conseguiría arrancarme en muy breve tiempo. A pesar de que yo hacía todo lo posible por leer, solo lograba hojear uno de los libros, ya ni recuerdo cuál, mientras intentaba, por todos los medios posibles, aliviar la agitación de la que ya me había hecho presa. Matilde llegó con una bandeja y la dejó sobre la mesa de Adela.
Una vez que Matilde se hubo retirado, Adela se levantó con una parsimonia que, tal vez, quiso aparentar cierta ridícula sensualidad, y me sirvió el té ceremoniosamente.
—Gracias.
—Es verde, el que prefieres.
Debo admitir que tenía buen gusto la señora. El té estaba exquisito y traté de saborearlo todo el tiempo que pude. Eso me ayudó a ganar tiempo. Pero, irremediablemente, el tiempo y el té se terminaron y no me quedó otra opción que retomar el simulacro de lectura.
—¿Quieres un poco más?
—Sí, por favor.
Ella se acercó a mí una vez más, para servirme, pero la tetera ya estaba vacía.
—Espera un momento; voy por más.
Cuando desapareció, sentí alivio. No obstante, la expectación me mantenía demasiado inquieto.
Ernesto me había dicho que la primera vez era siempre la peor. Fue la única persona con quien me atreví a hablar de aquel insólito trato, probablemente porque sabía muy bien que ya él había atravesado por situaciones muy similares a ésta.
—Todas las viejas son iguales; lo único que buscan es carne fresca. Pero no te preocupes, después de la primera vez podrás sacarle todo el jugo que quieras. Solo tienes que dejarla con las ganas... y ya está.
—No sé si pueda.
—No seas estúpido. Haz lo mismo que yo: cierra los ojos.
Me levanté para encontrar algo de sosiego y di unos pasitos por la sala. No entendía por qué ella se demoraba en pedir aquello por lo que pagaría con tanta generosidad. A pesar de que sabía muy bien que me resultaría demasiado difícil complacerla, ya lo había decidido y, si bien no había comenzado aún, estaba ansioso por terminar. Entonces vi la fotografía. Estaba enmarcada por una moldura dorada, con motivos casi barrocos que, prácticamente, la convertían en una pieza museable. No obstante, no fue eso lo que llamó mi atención. En aquel mismo diván, que ahora me parecía tan vetusto, a pocos metros de mí, estaba ella. Tenía algunos años menos pero, con toda certeza, era ella. Tampoco el salón parecía el mismo. La intensa luz que lo iluminaba hacía resaltar los colores alegres que, sin dudas, habían quedado en el olvido. A su lado estaba yo, vistiendo una anticuada ropa que jamás en mi vida he usado. Quedé atónito. Entonces miré el resto de las fotografías y la sorpresa se convirtió en pavor. En todas estaba yo de una u otra forma. Yo y Adela, yo y Matilde, yo y ambas hermanas, yo a solas, yo y personas desconocidas que me abrazaban como si me amaran demasiado. La voz de Adela me sorprendió.
—Las puse ahí cuando te fuiste.
Dejó la tetera sobre la bandeja y se acercó a mí.
—Esta es la que más me gusta.
Tomó la del centro. Estaba casi amarilla aunque me podía ver, con toda claridad, sobre la arena de una playa desconocida. Le sonreía a la cámara con una risa que, sabía muy bien, nunca me había pertenecido.
El desconcierto no me dejaba hablar. Y así, vacilando, me dirigí a la salida. Ella me acompañó. No mostró contrariedad alguna pese a que aún no se había consumido la hora pactada. Cuando extendió su mano hasta mi rostro, no quise tomar el dinero. Yo preferí no dejarme convencer por su insistencia.
—Puedes regresar cuando quieras.
Ahora no sé si debo hacerlo. Hoy por la mañana le conté a Ernesto todo lo que me había sucedido en aquella casa pero, como era de esperar, no creyó ni una palabra de lo que le dije.

Adela

Relatos FM

Salta


Después de nueve años de relación voy a dar el paso. Hoy voy a hacerlo.
Aunque me encuentro en mi puesto de trabajo, voy a tomarme un corto descanso para pedirle matrimonio a la mujer que será mi esposa durante los próximos cuarenta años.
Me levanto de mi silla giratoria y me dirijo a la ventana para realizar la video-llamada. De camino hasta ella me cruzo con Susan –una de las tantas secretarias- y me dice: "ánimo, tigre" mientras me regala una calurosa sonrisa. Por el contrario, Kevin y Jack me observan desde una esquina con miradas de burla. Como si esperasen que Emily me diera un "no" por respuesta desde el otro lado de la línea. No va a ser así. Estoy seguro.
Una vez en la ventana, miro hacia la izquierda y veo a Luke. Le admiro muchísimo. Es un hombre de unos cincuenta años y casi treinta los ha pasado con su esposa. Tiene dos hijas preciosas –una de ellas recién graduada en la universidad- y una vida de ensueño. La misma vida que yo quiero lograr con Emily. Sonrío. No puedo evitar hacerlo al pensar en mi futura vida a su lado.
El encontrarme con Luke me anima a llamarla con aún más certeza,
Marco el número y planto mi teléfono justo frente a mi casa. No tarda demasiado en contestar.
-¡Jake!- es un saludo con bastante entusiasmo por su parte. Se alegra de verme. No está acostumbrada a recibir llamadas mías a estas horas tan tempranas.
-Emily...- respondo con más nerviosismo que atrevimiento. Es entonces cuando ella me pregunta si ocurre algo malo. Me ve negarlo con la cabeza.
-Quizá esta no es la forma en la que desearías que lo hiciera, Emily. Pero estoy seguro de que es el momento perfecto para...
Me paro en seco. Algo va mal. No soy el único que lo nota. Luke también se ha asomado a la ventana no muy lejos de mí.
-Eso no es normal.- me susurra como si me hubiese leído el pensamiento. Detrás de mí, Jack nos anuncia que un avión como aquel no debería volar a tan baja altura.
-¿Se trata de alguna exhibición?- escucho decir a Susan. Mientras tanto, Emily me pregunta si va todo bien. No contesto. El avión se aproxima cada vez más al edificio.
Antes de que pudiera darme cuenta, Kevin comienza a correr hacia el lado opuesta al nuestro. Jack no tarda en seguirle, pero tropieza y cae.
Es entonces cuando me doy cuenta de que ese avión no tiene ninguna intención de detenerse. Suelto el teléfono y echo a correr junto a mis compañeros. Puedo escuchar cómo Emily pronuncia mi nombre al otro lado. Cuánto me alegro de que una larga distancia nos separe.
Aunque estoy corriendo tanto como puedo, siento como el suelo debajo de mis pies comienza a temblar. El avión debe de haber chocado unas pocas plantas más abajo. De pronto todo empieza a derrumbarse. El suelo cercano a la ventana desaparece y ahora solamente unos pocos y yo nos aferramos a la pared del lado opuesto. Aterrados, podemos ver cómo toda Nueva York se muestra ante nosotros. Lo poco que queda del suelo está casi en posición vertical y, aunque Kevin intenta ayudarla, Susan pierde el equilibrio y cae rodando al vacío. Puedo escuchar sus gritos. El suelo arde y rápidamente todo se llena de humo. Con gran esfuerzo me dirijo a la puerta de salida. Hay zonas que parecen más estables que otras. Piso y nuevamente el suelo se abre haciéndome caer a la planta de abajo.
Todo se vuelve negro.

Cuando abro los ojos todo lo que escucho son gritos. Mucha gente corre sin rumbo y yo me encuentro en medio de todo aquello. Me percato de que Kevin está aplastado por una gran columna mientras Jack intenta rescatarle. A lo lejos, muy a lo lejos, logro oír sirenas. No estoy seguro de si son camiones de bomberos o, tal vez, la policía.
No sé cuánto ha pasado desde el impacto del avión. Solo intento salir de allí evitando hacer lo que muchos están haciendo: saltar al vacío desde el piso setenta y nueve.
Muchos de los cadáveres que veo me resultan desconocidos. Otros, por el contrario...
-¡Oh, Dios mío!- escucho gritar a una mujer. Sigo su dedo y veo a otro avión aproximándose. Esta vez en dirección al edificio de al lado.
El segundo impacto destroza gran parte del segundo rascacielos. Voy a morir. Lo sé.
Me asomo al gran hueco que ha dejado el avión de American Airlines y veo a un centenar de personas observando la catástrofe. Miro al cielo y pido perdón a Dios por cada uno de mis innumerables pecados. No merezco morir. Ninguno de los empleados de las Torres Gemelas lo merecen. Me apoyo a una barandilla mientras contemplo el vacío y sonrío con la incertidumbre de qué me habría contestado Emily. ¿Qué más da? Se acabó.
Todo se acabó para mí. Me agarro fuerte a la barandilla y acto seguido salto al vacío con la esperanza de, simplemente, quedar postrado en una silla de ruedas de por vida. Mientras caigo puedo ver cómo no soy el único. Ilusos... El edificio arde en llamas y desde mi punto de vista la única solución ha sido saltar. Cuando me aproximo al suelo cierro los ojos y solamente pienso en la hermosa sonrisa de Emily. La imagino vestida con un precioso traje de novia. Toda una antología de recuerdos invaden mi mente y entonces...entonces todo desaparece.

Mr. Sandman

Relatos FM

Magda y su paracaídas rojo


Lleva surcando los cielos de este mundo desde hace años, y por lo que se ve, lo seguirá haciendo unos cuantos más. Esta historia empezó cuando Magda se lanzó por primera vez al vacío sin instructor; ese día desplegó su paracaídas rojo bajo un cielo azul a una altura aproximada de mil quinientos metros tras disfrutar una caída libre de un minuto de duración a una velocidad de más o menos doscientos cincuenta kilómetros por hora. Todo iba según lo previsto cuando el paracaídas se abrió y Magda sintió el fuerte tirón de la frenada. Contempló entonces, desde allí arriba, los campos escaqueados en diferentes tonalidades y el anchuroso mar moteado por puntos negros que no eran otra cosa que los barcos que a alguna parte iban; pocas veces se había sentido tan bien como en aquel momento y deseó en su fuero interno, por muy extraño que parezca, que aquello no acabara nunca.  Y algo inverosímil ocurrió de inmediato; Magda no descendió, sino permaneció flotando en el aire sujeta a su paracaídas rojo sin perder altura y ella, por muy difícil de creer que resulte, sonrió, pues no sintió miedo, todo lo contrario, estaba ocurriendo lo que en el fondo deseaba: permanecer allá arriba.
   Pero Magda, no podía permanecer allá arriba permanentemente, sujeta a aquel paracaídas rojo, como si nada pasara, las cosas no funcionan así. El club de paracaidismo, perplejo al comprobar que su socia número 2.239 se resistía a tocar con sus pies el suelo, dio el aviso a la policía local, la cual, ante el inaudito fenómeno al que se enfrentaba, optó por dar parte a la policía nacional y ésta, sin tener claro qué hacer, dudó entre llamar a los bomberos o llamar al ministro de interior; al final optó por lo segundo, pues era verano y los bomberos iban muy atareados apagando fuegos, y éste último, es decir, el ministro de interior, se decantó por pedir ayuda al ejército a través de su ministro de defensa y comunicar también del extraño suceso al primer ministro, y, confesemos que no sabemos cómo,  alguien filtró la siguiente información a la prensa: "Una mujer, de nombre Magda, paracaidista con paracaídas rojo, se ha quedado suspendida en el aire por un tiempo indefinido; puede ser localizada la mujer y su paracaídas en las siguientes coordenadas (aprox.)...".
   El ejército del aire acordonó el espacio aéreo por el que en aquel momento flotaba Magda, la cual, asida por el paracaídas rojo, se desplazaba lentamente en el aire con rumbo sur –la altitud se mantenía constante: 1.500 metros-. Un soldado pendido de un cable sujeto a un helicóptero militar se aproximó a la paracaidista para mantener una conversación con ella. El soldado pertenecía  a un equipo especial de intervenciones rápidas y había visto muchas cosas raras en su carrera profesional, pero como aquella, ninguna. Llevaba una pequeña cámara instalada en el casco junto con un micrófono, para transmitir de esta forma las imágenes y el sonido a la central, en la que, entre otros, estaban el primer ministro, el ministro de interior, el ministro de defensa y la comandancia del aire. Junto a los ministros y la comandancia, había un científico de contrastada reputación, pues era fundamental entender aquel fenómeno, y nadie mejor para interpretarlo que una mente preclara y lúcida como la de aquel científico. Es importante indicar también que el soldado llevaba un receptor en la oreja para poder escuchar las instrucciones que le fueran dando desde la central.  La televisión tenía el acceso restringido al espacio aéreo mencionado anteriormente, por lo que sólo podían retransmitir unas imágenes de mala calidad en lal que únicamente se distinguía un puntito en el cielo: Magda con su paracaídas rojo.
   -¿Se encuentra bien, señora? –inquirió el soldado.
   -Perfectamente, respondió Magda, mostrando una sonrisa.
   -Dígame señora, ¿por qué no desciende?
   -No lo sé, el paracaídas parece que haya escuchado mi pensamiento.
   En la central todos miraron en dirección al científico, el cual encogió los hombros; «Imposible sacar conclusiones de ningún tipo todavía», matizó.
   -¿Qué pensamiento es, si no le importa decírmelo? Debo advertirle, señora, que para intentar resolver esta situación, los ministros de defensa, interior y el primer ministro, así como comandancia del aire y un científico nos están escuchando.
   -¿Resolver esta situación? ¡Pero si estoy de maravilla! No necesito que resuelvan absolutamente nada –espetó Magda, convencida de que era una tontería que aquellas buenas personas se preocuparan por ella.
   -Por favor, cíñase a responder mis preguntas. Se lo voy a repetir: ¿Qué pensamiento es ése que ha escuchado su paracaídas?
   -Simplemente que me siento tan bien aquí arriba que querría quedarme toda la vida.
   «¡Menuda gilipollez!», Exclamó el primer ministro».  «No tiene ningún sentido todo esto», murmuró el científico.  «Deberíamos abatirla», dijo de forma monocorde el jefe de la comandancia del aire. «Me aburro», pensó el ministro de interior. «Seguro que es una espía», alertó el ministro de defensa.
   -¿Alguna orden, señor? –inquirió el soldado al jefe de la comandancia del aire, pues ya era hora que desde la central tomaran ciertas decisiones.
   -Manténgase junto a la paracaidista, soldado. En media hora recibirá instrucciones.
   -¡Sí señor!

Al fin y al cabo todo aquello tenía una fácil solución, bastaba con desenganchar a la paracaidista de su paracaídas rojo y llevarla a tierra. ¿Qué luego seguiría flotando el paracaídas? Pues un zambombazo al armatoste y adiós muy buenas.  Si bien todos estaban de acuerdo en la primera parte de la solución, es decir, desenganchar a Magda del paracaídas, no lo estaban tanto con la segunda parte, pues el científico hacía hincapié en que aquel extraño fenómeno se tenía que estudiar con profundidad, era necesario hacer un análisis sobre el terreno, o mejor dicho, sobre el aire, allí donde estaba el dichoso paracaídas. ¿Qué pasaría si el paracaídas se desplazara fuera de las fronteras? Habría que pedir permiso a los países sobre los que sobrevolara para hacer un seguimiento in situ del cacharro volador. Después de estas reflexiones, el jefe de la comandancia del aire dio las siguientes instrucciones al soldado:
   -Soldado, rescate a la mujer y llévenla a tierra. Quiero que mantengan una escolta para el paracaídas. ¿Me ha entendido?
   -A sus órdenes señor. Perfectamente entendido.
   Cuando Magda supo por boca del soldado que la iban a rescatar, ésta se negó en rotundo y dijo que antes se dejaba caer al vacío, y que no bromeaba, que  si se acercaba alguien para intentar dicho rescate, se soltaba y hasta la vista baby.
   Todos escucharon en la central la respuesta de Magda y nadie dijo nada hasta que el primer habló:
   -¡Demonio de mujer! ¡Déjenla ahí! ¡Ya se cansará! Que siga colgada del paracaídas no impide que el armatoste sea estudiado, ¿verdad?
   -Por supuesto, respondió el científico.
   -Deberíamos abatir al paracaídas con una buena traca, con la bruja incluida, resopló el jefe de la comandancia del aire.
   -Comunique al soldado que la mujer puede quedar ahí tanto tiempo como lo desee, ordenó el primer ministro al jefe de la comandancia, hágame el favor.
   El jefe de la comandancia del aire miró de reojo al ministro de defensa, murmuró algo incomprensible, y transmitió la nueva orden al soldado.
   -Buenas noticias, señora –empezó el soldado-. Puede quedarse aquí tanto tiempo como lo desee. Cuando esté harta sólo tiene que darnos una señal y la rescataremos.
   -¡Qué maravilla!, exclamó Magda, feliz de recibir aquella noticia.
   -Pero, señora, dígame, ¿qué le empuja a quedarse aquí y no poner los pies en el suelo? –inquirió el soldado, incapaz de entender la actitud de la mujer.
   -No sabría decirle, soldado. Pero supongo que el mundo en el que vivo no me gusta, y aquí arriba, sin los pies en el suelo, soy enteramente feliz por primera vez, y, la verdad, no quiero ahora dejar escapar la oportunidad de seguir siéndolo.
De esta forma, Magda se quedó enganchada al paracaídas rojo, el cual desde hace años sobrevuela el cielo a 1.500 metros de altitud. Los científicos –toda una comunidad internacional- todavía no han descubierto la causa de tan extraño fenómeno, y siguen investigando el armatoste sin éxito. Así pues permanece en las alturas sin tocar con los pies el suelo, y sea dicho de paso, se siente tan o más feliz que el primer día. Y no está sola, suele recibir numerosas visitas con las que mantiene conversaciones profundas –otras no tanto- sobre el sentido de la vida. Ella surca los cielos de infinidad de países y, al mismo tiempo, el mundo entero la conoce. Magda suele decir que los de allá abajo, en general, son demasiado violentos y, como no, demasiado crueles con la gente soñadora, y que por eso se va a quedar tanto tiempo junto a su paracaídas rojo como pueda.  Si tenéis un día despejado y miráis al cielo, quién sabe, quizá la podáis ver. Yo la vi ayer.

Onofre Castells

Relatos FM

Galopando entre las nubes


El anciano contempla el cielo teñido de rojo y malva en las horas del ocaso. Se estira cuanto puede y como puede, con los brazos hacia arriba y de puntillas. Mira hacia ambos lados. Nadie. Se quita toda la ropa y entra poco a poco en el río a cuya vera había montado un pequeño campamento y encendido una hoguera. En sus dientes porta un pequeño cuchillo de piedra afilada y empuñadura de madera endurecida al fuego y, en su mano izquierda, un bastón de unos pocos palmos con símbolos pintados en negro y carmesí. Comienza a tiritar al contacto con la corriente y contrae su arrugado rostro.
Con esfuerzo llega al centro del cauce y mira río abajo. Sobre la línea del horizonte, una nube se asemeja a un bisonte, lo que él interpreta como un buen augurio de los dioses para continuar con el ritual. Estira entonces su brazo izquierdo con el bastón bien aferrado frente a él. El brazo derecho lo levanta por el costado hasta estar paralelo al agua. Cierra los ojos y, haciendo un arco pronunciado, toma el cuchillo de sus dientes con su mano libre y vuelve a estirar el brazo a su posición anterior. Mantiene el equilibrio gracias a sus fuertes piernas, impropias de alguien con los años que su faz refleja.
El murmullo del agua chocando con las orillas le recuerda a la voz profunda del padre de su abuelo cuando le enseñaba frente a una hoguera la antigua lengua de los anasazi y le contaba cómo ya estaban todos ellos reunidos con los señores de pradera y el bosque y solo quedaban los rituales transmitidos de padres a hijos y de abuelos a nietos.
Mientras murmura unas palabras en la lengua de los desaparecidos, realiza cuatro cortes paralelos con el cuchillo en el antebrazo izquierdo y deja caer su sangre al río. Ninguna laceración ha hecho cambiar su gesto de concentración. En sus párpados cerrados ve formarse las imágenes de los gigantescos rebaños y en sus oídos retumba el estruendo de sus pezuñas al tocar la piel tensa de los infinitos prados en los que pastaban hace ya incontables lunas. Su cuerpo empieza a temblar mientras su voz se eleva. Con un último grito finaliza el cántico. Abre su mano y deja caer el bastón. Encerrado en el mutismo, lo observa alejarse hasta que pronto lo pierde de vista. Sus ancianos ojos ya no atraviesan la noche como antaño.
Con dificultad abandona el río y se dirige al campamento. Se viste pronto y aviva los rescoldos humeantes de la fogata. Cuando las llamas son lo suficientemente altas y hacen más profundas sus arrugas, el hombre saca una pipa tallada de su bolsa de cuero y la prepara para disfrutarla. Es su propia mezcla de diversas hierbas aromáticas para alejar a los insectos y renovar el calor perdido en el agua.
Pasa una hora en vela contemplando las llamas, buscando un patrón en las lenguas que bailan con el viento, tratando de interpretar las señales ocultas. Empieza a cabecear y sus ojos parpadean. Coloca una manta sobre sus cansados hombros, aspira los últimos resquicios agonizantes de la cazoleta, cruza las piernas y cierra los ojos, al tiempo que deja la pipa a un costado. Murmura unas palabras y balancea su cuerpo.

El escenario cambia. El anciano se encuentra en una vasta llanura donde ve a enormes bisontes pastando libres. Entre ellos destaca una gigantesca hembra con pelaje completamente blanco. La reconoce como la primera de todos. La madre surgida de una pluma del abuelo Halcón, caída en la nieve y arrastrada por el viento del norte hasta las llanuras donde Coyote echó su aliento y le dio vida. El hombre se estremece al sentir una brisa que él toma como el hálito del dios. Su cuerpo cambia. Cae al suelo y sus piernas y brazos tornan en poderosas patas. Un tupido pelaje negro cubre primero su espalda, su cabello se vuelve corto e hirsuto, finalmente se extiende por todo su cuerpo; su tamaño crece hasta ser mayor que el de todos los bisontes excepto el de ella, a quien casi iguala. Se acerca a la inmensa manada y ve cómo sus miembros se apartan, abriendo un pasillo que lo conduce hasta la gran hembra.
Cuando ambos se reúnen en el centro del grupo, el hombre-bisonte siente  los pensamientos de ella fluir a su cerebro. Le habla del origen de todo, del cosmos, los planos y los mundos. Ante sus ojos discurren imágenes de seres y formas desconocidos, grandes lagartos y diminutos seres de muchos brazos y ojos que nunca han existido en esta tierra. Él comprende y su hocico sonríe. Una pausa y después una pregunta directa, lanzada hacia su mente: "¿Estás dispuesto?" Asiente y bufa para remarcar su gesto. Ella le entrega entonces el último conocimiento, el saber de lo que aún está por venir.
La locura viste los ojos del gran animal negro y se siente caer, atravesar el tejido de la realidad a medida que empequeñece y pierde cuernos y pelaje. Sus extremidades vuelven a ser humanas. Finalmente, abre los ojos. La hoguera está apagada y los primeros rayos del alba atraviesan las frondosas copas y tiñen de oro viejo las aguas. Pero todo esto ya no es para él. El hombre se levanta a tientas. Sus ojos ya no ven aunque aún pueden llorar. Lágrimas por lo que aún no ha pasado. Una imagen es lo único grabado en su mente: la nada.

Dos jóvenes idénticos se acercan por entre los árboles. Las hojas caídas no crujen bajos sus pies enfundados en mullidos mocasines. Sin decir palabra, se acercan al tembloroso anciano y lo toman de los brazos. Su tacto es extraño. Etéreo. Efímero. Caminan juntos nuevamente al río. Sólo el viejo deja una estela en el agua. Se dirigen hacia el horizonte, donde una nube con forma de gran bisonte les contempla desde unos minutos antes de galopar y deshacerse entre los cielos.

Los tres caminantes se funden con el entorno y desaparecen entre las aguas acariciadas por las ramas bajas de los abetos.

Ilekhmam

Relatos FM

El cuento del caballero y la princesa


Érase una vez en un país muy cercano un pequeño niño que siempre vivía despreocupado. Su mirada era viva y rebosaba energía, tanto así que un buen día cogió un libro fecundo y marchó de su casa para ver mundo. Estuvo en muchos lugares, y creedme cuando os digo que penurias siempre pasaba. Pero cuando el mal le acechaba o descanso no encontraba, bastaba con abrir el libro por una página al azar para que su imaginación lo transportara a otro mundo sin par. Alimentando las penas por las hazañas de héroes de otra era, entretenía los pesares con páginas de ideales de gente que ya no existía. O eso creía, pues por más penas que le embargaran siempre se impregnaba con estos retales de fantasía.
Pasaron los años y, siendo joven, llegó el día en que se enamoró de una muchacha virtuosa, de talla noble y mirada gloriosa. El niño que por todo el mundo había viajado de ella quedó prendado, pues sintió que era la antropomorfización de todo cuanto una vez hubo amado. Acercóse a su lado, pues el deseo de expresar con palabras lo que su corazón sentía era el único deseo para el que vivía. Mas, ¡ay!, que el joven quedó mudo como por encanto y a partir de aquel momento ningún otro sonido escucharía el viento de sus labios.
La princesa se marchó, se marchó su voz, marcharon los cuentos y el libro que las invocó. Quedó solo el joven mudo, pero no se derrumbó.
El joven continuó adelante y se hizo un hombre, haciendo de su vida las historias que leía de infante. En muchos sitios fue conocido y siempre sus amigos se crecían con su talante, pues bastaba de su presencia para embalsamar de nobleza los espíritus colindantes. Los ideales que había leído, durante sus años cándidos, cristalizaron en actos desinteresados estuvieran o no sus allegados.
El niño en caballero se convirtió, pero su voz nunca regresó.

Samuel Ornáriz

Relatos FM

Hombre de carbón


Lo percibió muchas veces en los ojos de su madre, en sus labios que clamaban en silencio poder decir la verdad, en sus manos estrujando frenéticamente su delantal. Todos lo sabían desde hacía ya mucho tiempo, y si él había callado era por respeto, por agradecimiento. Las lágrimas se agolpaban en sus ojos mientras observaba la fotografía, ¿qué más hacía falta? ¿era necesaria otra prueba?
Debía moverse rápido, pronto llegarían y no era bueno estar ahí. Sin mayores preparativos recogió sus pertenencias, lo más indispensable, lo más preciado, aquello sin lo cual no podría seguir adelante. Metió todo en un paño y lo anudó hasta armar un paquete cómodo para transportar. Mojó por última vez su rostro sudoroso, ese rostro delator. Lo lavó con jabón refregando fuertemente para quitar las huellas, pero él podía verlas...ahí estaban, eternamente, las manchas de carbón dibujando sus mejillas.

Vio la calle y su empedrado, los perros y la gente, el largo trayecto recorrido causaba ya estragos en su cuerpo, le dolían las piernas y los pies. Sus hombros soportaban con hombría el paquete con sus pertenencias pero ya no podía más, la angustia y el miedo lo habían convertido en alguien frágil. Lo dejó de golpe en el suelo, esparciendo los objetos por toda la acera. Una mujer que pasaba chilló al escuchar el ruido, pero no se ofreció a ayudarle, incluso se fue vociferando ofensas porque el susto le paralizó el corazón. Otra más, otra que veía en su rostro la verdad y le despreciaba por eso. La soledad de la calle era inmensa, su casa se había extraviado en las alturas, estaba solo, solo y cansado, sentía hambre y sed. Sabía en su interior que había hecho lo correcto, luchaba por contener las lágrimas puesto que era un hombre, y como su padre le había dicho tantas veces "los hombres no lloran".


Veía una y otra vez la fotografía para recordarse a sí mismo las razones de su partida. Él era distinto, tan distinto a sus hermanas y a sus padres que no sabía cómo alguien no se lo decía a la cara. Ahora estaba seguro, la historia que le contaban sus hermanas mayores era verdad, lo habían recogido en la puerta de la casa. Su madre le abandonó dentro de un sucio saco de carbón para que esa familia lo criara, esa familia, la que creyó su familia. Le buscaría hasta dar con ella, hasta preguntarle por qué le abandonó, y quién era su padre. ¡Cuánto tiempo más pensaban engañarle!

El hombre rió con ganas viendo su figura diminuta avanzar calle abajo y lanzar al suelo todos sus juguetes, de seguro pesaban mucho y sus pequeñas manitas ya no soportaban la presión. Cuántas veces el mismo se sorprendió en esa actitud, lo hacía menudo, cada vez que su madre no estaba de acuerdo con él, hasta que un día se fue sin avisar y regresó cuando ella estaba dentro de un cajón. Fue hasta el interior de la casa y buscó entre las cosas de su mujer. Luego echó calle abajo con tranco lento.
Se sentó a su lado en la vereda y abrazó su cuerpecito con sus manazas de hombre de esfuerzo, juntó su rostro al del niño y los reflejó en  el espejo.
-"Mire que iguales somos m´hijo, esa naricita que tiene Usté ahí...es la mía. Esos ojos grandotes de pestañas largas son los de su mamacita...Usté es igual a nosotros porque Usté es nuestro hijo. Cuando sea grande no se olvide de este día, no vino Usté no más en ese saco de carbón, vinimos todos porque de eso comemos. Si se quiere ir de la casa hágalo no más, pero espere a que llegue su mamacita y le de su leche, porque el camino de la vida es largo y le va a dar hambre".-
.
Sonreía aferrado a los hombros de su padre mientras subían el camino a casa, la verdad ya no era importante.

LaSanta

Relatos FM

La cita de las seis


El consultorio se le antojó más pequeño que en sus visitas anteriores. Quizá no había prestado tanta atención como ahora que se había retrasado su cita. Estaba seguro, por ejemplo, de no haber visto la mancha de humedad en la pared ni la cruz que colgaba a espaldas de la enfermera o el ruido que hacían las sillas de la sala de espera al momento de sentarse. Luego, estaba el calor y la mosca que no había dejado de volar y se paraba, demasiado a menudo, sobre su oreja; él se había bañado antes de venir y qué quería decir eso entonces, que una mosca se posara sobre uno, no estaba sucio, pero cualquier persona que entrara y lo viera con la mosca sobre el oído seguramente  pensaría: vaya qué hombre tan sucio, seguramente no se ha bañado.
Pensó en pedirle a la enfermera que abriera la ventana, pero ella lo había recibido con una risita burlona y él no había podido dejar de notar lo blanco que estaban sus dientes, y su escote. De hablarle sabía que le temblaría la voz y tal vez se pondría colorado y por eso era mejor quizá aguantarse el calor y la mosca y esperar a que le llamarán. Había llegado puntual, era la misma cita que pedía cada mes, en la primera semana, el jueves a las seis de la tarde, y hasta ahora no le había tocado esperar pero hoy se había retrasado el doctor había dicho la enfermera con su sonrisa blanca.
Se removió en su asiento. Puso los dedos debajo de las piernas. Los sacó de ahí. Volvía a enderezarse cuando entró la vieja. No me gustan las ancianos pensó. Y ésta estaba especialmente vieja y venía acompañada de un hombre que podía ser su hijo o su nieto o ninguna de las dos. Le costaba sentarse y una vez sentada permaneció con los hombros caídos, mirando hacia el piso. Trató de no mirarla. Se concentró en sus uñas y en un poco de mugre que se había incrustado en la media luna del dedo índice. Trató de quitarla, pero se resistía, sólo la estaba empujando más lejos. Al menos se estaba distrayendo, el reloj indicaba las seis veinte y el tiempo estaba pasando más rápido.
Eso hasta que la vieja empezó a toser. Era una tos con flemas, ronca, agravada; era una tos que él hubiera reconocido en cualquier parte. Era el ruido que lo llevaba de vuelta al departamento alargado, al sexto piso, a las tardes de calor, sentado en el piso de la sala, jugando con sus trenes que se estrellaban una y otra vez, uno contra otro, mientras en el cuarto del fondo del pasillo, su madre, en la cama, tosía y escupía. Él no quería escucharla, pronto le llamaría y él tendría que verle la piel amarillenta y limpiarle las esquinas de la boca, llevarle agua. Para no escucharla, los trenes chocaban con una fuerza en aumento, hasta que uno se rompió y no había quién le comprará otro tren, ni hubo juguete después capaz de ahogar el ruido.
No había escuchado esta tos en muchos años, pero ahora estaba ahí con él en la salita de espera, con el calor, la mosca, la ventana cerrada y la enfermera demasiado guapa. No podía dominarse, pronto se iba a levantar, sacudir a la vieja y gritarle que dejará de toser maldita sea, que le costaba aguantarse durante una media hora, que le costaba callarse, no estar envenenando este espacio a donde él había llegado primero. El hombre que la acompañaba le pasó un pañuelo y la vieja se tapó la boca, pero el sonido seguía ahí y parecía amplificarse en el espacio reducido del consultorio.
Iba a vomitar, ya podía sentir la tripas rumiando y la acidez en la garganta. No, lo mejor era irse, volver otro día. Tal vez no volver nunca,  pero cambiar de doctor parecía arriesgado, tendría que acostumbrarse a él, presentarse de nuevo, explicar el problema, se sintió cansado nada más de pensar en ello. Se sentía nervioso, podía pretextar una emergencia y marcharse, pero qué clase de emergencia, no era racional, no hacía sentido y la enfermera se daría cuenta de la mentira e iba a temblarle la voz y se pondría colorado, y le daría razones a ella para burlarse de él.
No dijo nada, se levantó despacio como si de esta manera, en silencio, pudiera fugarse sin llamar la atención. Lo miró el hombre que acompañaba a la vieja, ella no pareció inmutarse, seguía doblada sobre su pañuelo, mirando el piso; la enfermera estaba hablando por teléfono y de cuando en cuando se reía, pero no era una burla, era una risa sincera, aunque discreta, pero abría la boca y él podía ver el reflejo de estos dientes tan blancos.
Puso su mano en la manija, estaba decidido a salirse, siempre podía explicarles que iba a bajar a la tienda, comprar algo de comer, y no regresar, o tranquilizarse y luego volver, ya dominado, pero en este momento llamaron su nombre y pensó en lo delgadas que estaban las paredes y en cómo, adentro del consultorio tendría que seguir escuchando la tos de la vieja.
Dio la vuelta a la manija y salió corriendo, cerrando la puerta de un portazo y sin esperar el elevador, bajó corriendo las escaleras hasta encontrarse en la calle, al aire libre, tenía la respiración agitada, pero de todas maneras se puso a andar, no fuera que lo mandarán a buscar del consultorio y le pidieran explicaciones; no le quedaba más que buscar otro doctor, el tercero en menos de dos meses, y de nuevo dar razones al seguro, pero éstas podía darlas por escrito, mandar una carta, ahora lo que le urgía era llegar a casa y resguardarse tras las gruesas cortinas de la sala donde no llegaba ruido alguno y donde no entraban ni las moscas.

Sam Spade

Relatos FM

A Bocajarro


Puñalada por la espalda. Cristal que corta piel, tendones y músculos. Grito de terror verdadero en la cara de un anciano. Un niño, puñal en mano, que decide suicidarse. El acero de la cuchilla de afeitar, pasando horizontalmente por el ojo bien abierto...

Hay experiencias vitales que ponen nuestro cerebro en un aprieto. Difícil decisión la que tenemos cuando nuestra mente es incapaz de aceptar. Cuando el conflicto interno amenaza con pudrir nuestras neuronas, estamos en una verdadera encrucijada.

Se puede enterrar lo ocurrido. Hacer como que no pasó. Nunca creí que echar tierra en una herida fuera buena idea...

Otros optan por no hacer nada. Llorar es inevitable, pero no evita nada. Nunca confié en el destino. El destino es un verdadero hijo de ****. De Dios, mejor no hablamos.

Pero yo opté  por la decisión más valiente. Era morir o matar. Destruí las reglas del juego. Quemé las cuerdas que nos atan al mundo. Decidí volverme loco.
Le debía un par de cuentas a la realidad. Se las pagué y no quise saber más de ella.

No fue fácil. Volverse loco requiere mucha fuerza de voluntad. Lo que más me costó es saber que la gente me miraría con condescendencia. Malditos infelices. Ellos están atrapados en unas reglas que les impiden ganar, disfrutar y realizarse, ¿y soy yo el que les da pena? Odio la gente que para sentirse bien, no tiene argumento mejor que consolar a los que, según su criterio de perdedores, están peor que ellos.

Familia que te mira arrepentida. Caída inoportuna en la pista de baile. Desprecio de tu pareja al descubrir tus imperdonables limitaciones. Tu madre, llorando silenciosamente en la habitación de al lado por tu causa.

Ya he dicho que no fue fácil, pero cuando algo se me pone entre ceja y ceja... lo consigo.
Me puse a hacer los preparativos. Quería ser un loco con clase. No el típico loco que mendiga comprensión en los demás. No el típico loco que te quiere convencer de su locura. Tampoco el loco que intimida y da miedo pues es capaz de hacerte cualquier cosa. Quería ser un loco independiente.

Con su traje y corbata. Quizás ligeramente desaliñado. Despeinado pero apuesto. Loco, pero mirando por encima del hombro a esa gente que aunque no lo sepan, te envidian, pues ellos no tuvieron el valor de desconectar.

He de decir, que los siguientes días fueron los más felices de mi vida. Nada que no quisiera me afectaba. Las normas me traspasaban sin rozarme, como espíritus inexpertos tratando de agarrar esa mano tan querida.

Al 8º día fui a su casa, botella de vino en mano. Me abrió extrañado. Estaba sin afeitar. No me importó. Le maté igualmente.

Puedo decir que el primer golpe, el de la botella rompiendo su parietal fue un tanto...Real. Pero con fuerza de voluntad recuperé el control sobre mi locura. Rasgarle el pecho con los cristales y notar la resistencia de sus huesos arañados fue placentero. Sangre en mi cara. Patadas sobre su cuerpo inerte. Escupir a bocajarro. Pisarle la cabeza mientras lágrimas saladas caen en su heridas. Chapotear en su charco de sangre y pisarlo sin mis botas de agua, las azules de plástico. Tabique aplastado contra el suelo. Y llorar, llorar como sólo nosotros, los locos, podemos hacer. Llorar lleno de vida.

Algunos dirán que vengué la muerte de mi mujer. Otros que se lo merecía, que era un violador y un asesino. Mi familia se sintió orgullosa de mi. Fui portada de un periódico.
Pero a mi nada de eso me importaba. Simplemente jugaba sin las reglas. Simplemente y tras muchos esfuerzos, me deje llevar. Únicamente fui. Fui por encima de todo.


Después de esto la realidad me pidió cuentas. Le di la espalda. Yo ya no le debía nada.

Pastos