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IV Concurso de Relatos Forummontefrio

Iniciado por Parlamento, Abril 27, 2012, 17:55:22 PM

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Relatos FM


Como los astronautas


Llegó a las cuatro, quién, Margot llegó, la abuela Margot. Entró emperifollada en su disfraz de abuela que no era disfraz, sino ropa de abuela (pero que de ropa tenía poco y más que ropa era disfraz). Llegó y al minuto nomás ya te apretaba los cachetes robustos y te llenaba de besos y te dejaba impregnado ese perfume dulzón y repugnante, mezcla de melón, coco rallado y chocolate molido. Saludó, pasó, dejó, los paquetes dejó junto a la cocina abuela Margot y se sentó enseguida en el sillón de mimbre por lo del reuma agravado por el mal tiempo. ¿Reuma? ¿Qué es reuma?, preguntaste ese día; eras chico, ignorabas tantas cosas y sabías tantas otras y te dijeron que el reuma era algo que afectaba a los huesos, algo que dolía y que tenían solamente los grandes y que les impedía hacer grandes esfuerzos, como por ejemplo moverse demasiado, por eso abuela Margot no jugaba a las escondidas ni hacía la vuelta carnero. Empezó abuela Margot a hablar con mamá y le preguntó cómo iba la cosa, si le servirían aquellas arañas en paquetes junto a la cocina. Estoy haciendo limpieza, dijo abuela Margot y mamá puso cara de bronca porque sí, por lo de siempre, cosas de los grandes, celos. Y le mostró abuela Margot las arañas, hasta el infinito de polvillo y de tiempo y de olor a otra casa, a otras historias y a otras conversaciones, tantos años y tantos días, tanta gente. Preciosas, Margot, pero no sé si van con esta casa, argumentó mamá, no sabría dónde ponerlas. Te las dejo y vos ya ves, sos creativa, así que seguramente ya les vas a encontrar un lugar. Es que... usted sabe, acá ya no tenemos tanto espacio. Son tuyas, podés hacer lo que quieras, si las querés tirar también, son tuyas. Y ahí anduviste vos de nuevo, un poco de televisión, un poco de juguetes a fricción y a rueda, con envión, desde aquella pared hasta aquella otra, que hagan algo en el camino, que se crucen, que el muñeco de plástico ahí adentro del cochecito de golpe se rebele, que frene, sí, que el cochecito frene, que abra la puerta, que se baje y que se vaya corriendo porque puede, claro que puede, cómo no va a poder si parece tan de verdad, hasta tiene el detalle de la nariz y no me importa que tenga olor a juguete y a pegamento made in China. ¿Estás más alto o me parece?, te dijo abuela Margot. Y ahí fuiste, obediente y entusiasmado. Creciste medio centímetro, estás más alto, a este ritmo a fin de año me pasás, te comentó abuela Margot y a vos te vino como un espasmo, como una terrible preocupación porque abuela Margot era reuma y el reuma dolía. Y volviste a tu juego de cochecitos a fricción, nada de violencia, los cochecitos no se chocan, nada de violencia y todo de aventura y de hermosos anhelos, a lo mejor el conductor del cochecito viva de noche, salga de noche, mientras duermo, claro, por eso yo no lo veo, pensaste, ¿y qué pasará ahí adentro de ese cochecito mientras nadie lo mira, mientras la casa está sola? Ah, ya estabas embriagado en los pensamientos mágicos, en las profundas curiosidades del si se cae un árbol y nadie lo escucha hace ruido o no hace o qué cosa. Tenés que tener amigos, no podés estar todo el día jugando solo, no es bueno eso, te dijo mamá. Pero yo me divierto solo. No importa, tenés que tener amigos. ¿Y para qué tengo que tener amigos? Porque la gente tiene amigos. Vos no tenés amigos. Tengo amigas, muchas amigas. Sí, pero amigos no, ¿y por qué no tenés amigos? Porque no, porque con tu papá somos amigos. Y entonces yo también soy amigo de papá y juego acá en casa, solo, y cuando él viene yo soy amigo de él, ¿querés? No, porque uno necesita tener amigos de su edad. Ah, bueno, pero me aburro, que venga Guillermito la próxima vez a casa, además, me da miedo la mamá, porque se ríe muy fuerte, habla por teléfono y se ríe muy fuerte cuando habla. Bueno, está bien, la próxima vez viene él. Bueno. Y entonces cenaron ustedes, ahí, mamá, papá y vos, cada uno en su plato, en su mundo, dos por tres un comentario, nada social, todo referido a las precisas indicaciones de la mano pasa la sal, la sal se pasa a la otra mano, la sal se apoya sobre la mesa, trae mala suerte, tontos aburrimientos de la noche y antojadizas privaciones, porque hubieses preferido siempre comer en tu habitación, tragarte la carne, el puré, la remolacha que hace hacer colorado el pichí y mientras jugar con la luz, apagar y prender, mirar el techo, apagar y prender, ver las calcomanías, las estrellitas fluorescentes, los cometas comprados en la librería de la vuelta y qué bueno, te dijiste un día, me acuerdo, porque uno compra lo que necesita y se da cosas, todo lo que uno quiera está inventado, pero entonces también te pareció pensar, sí, te pareció, te pareció pensar en que si uno puede comprar todo lo que está inventado, a lo mejor es porque uno no imagina comprar cosas que no estén inventadas. Y al terminar la cena ayudaste, como siempre, como tan educadito que sos, y secaste los platos mientras papá se ponía dele que te dele jugar con el escarbadientes. En la televisión pasaban algo, ya era horario de protección al menor, y vos echaste un ojo, como de costado, mientras apretabas y escurrías el repasador, y viste, claro que viste, pero no vieron que viste, por eso viste, porque de otra manera no hubieras podido ver el pecho al desnudo de la mujer esa que gritaba y que tenía a un tipo encima, a un tipo también desnudo que no sabías por qué se le había tirado encima a la tipa y quería como asfixiarla. ¿Qué le hace el señor a la señora?, preguntaste y papá enseguida cambió de canal y puso una cara rara y levantó las cejas, como distraído. ¿Eh?, dijo. Digo, dijiste, ¿qué le hacía el señor a la señora?, ¿le estaba haciendo mal? No, le estaba haciendo cosquillas, cosquillas le estaba haciendo porque ella estaba un poco triste. Ah. Así que a partir de ahí supiste que siempre que vieras a dos personas desnudas, apoyadas, como las agujas del reloj a las doce en punto, sería por lo de la tristeza y lo de las cosquillas. Entonces hiciste memoria, con gran esfuerzo pensaste y te retrotrajiste al jardín, la seño Vero te había preguntado si no hablabas porque estabas triste y qué raro, porque te lo había preguntado con esos dos globos inflados tapados por el delantal de señorita y sin zampársete encima para hacerle cosquillas, qué raro. Sonó el timbre. Tarde, pero no importa, dijo papá. Vos y tus antojos, le contestó mamá. ¿Vas a querer helado, vos?, te preguntaron. Sí, dijiste, de uva. No hay de uva, dulce de leche o frutilla o limón. No, pero quiero de uva. No, no hay de uva. ¿Y de coco o de melón o de chocolate? No, lo que te dijimos. Bueno, de dulce de leche. Y chupaste en un vaso y se te manchó toda la cara, como un monstruito, tiraste sin querer la bocha al piso cuando quedaba poco, uy, lo volqué, y ahí llegó Luchín, el especialísimo Luchín aspiradora de comida Luchín dele pasar la lengua y dele pasar la lengua hasta dejar el piso como nuevo, como brilloso hasta el colmo. Pero no te dijeron nada, no te dijeron porque no te vieron, así que te alegraste porque de otro modo te hubieran castigado, ya te había pasado otras veces; y muy disimuladamente acariciaste a Luchín en la cabeza y en eso te vino la terrible y muy mala noticia. Porque a dormir no, no tenías sueño, querías ver más tele, más tele o más libros, de esos, de los de color, de los del chico que está peleado con la sombra, por favor, una vez más. Pero no, decisión terminante y a la cama, no hagás renegar a tu madre que está cansada. Subiste por las escaleras, casi a las gachas, no, casi no, gateando, para hacerte el tonto, el mono, el gracioso. Bueno, qué tiene, te pareció pensar pero no fue así, no fue con esos pensamientos sino con otros, una manera de ejercer el desafío, te pareció decirte, la prepotencia a la filiación, a la instrucción, a la instalación de las normas que rigen y que estructuran, quiero ser libre, libre libre, como los árboles de la calle que, a pesar de estar embutidos en sus grandes patas raíces, así y todo se pueden ir, pueden viajar en hoja, por ahí, un ratito, suspendidas las hojas en el aire, flotantes, como las plumas de los desplumados. ¿Te prendo la estufa, hace frío en esta pieza? Sí, mamá, sí, prendé porque mirá como tengo la nariz, un cubito, la punta helada, helada la tengo. Y te acostó y se fue a su habitación, miró la foto de los cuatro y esa noche trató de no llorar, y durante un rato vos escuchaste como poco a poco la casa se ponía a dormir, el conductor del cochecito estará haciendo de las suyas, te dijiste, y se apagaron las luces, y viste las estrellitas fluorescentes ahí, incrustadas en el techo, y jugaste a que eran de verdad, y te fuiste al cielo, y pasaste las nubes, la estratosfera, te saliste, llegaste a la luna, te habían dicho lo de los astronautas, te habían llevado al planetario y te lo habían dicho y vos no lo habías podido creer. La gente a veces se iba del mundo. ¿Como mi hermano?, habías dicho vos. Como tu hermano, te habían dicho, como tu hermano y como los astronautas.

Carlos Bacquier

Relatos FM


Crug


—¡Zap!
El trozo de maderita de cajón cortó el aire a la manera de un demoníaco sable, dibujando una estela multicolor, la cual casi se confundió con el crisol natural provisto por los distintos tonos de verde y amarillo de los campos sembrados.
La manita tierna pero firme de Fabián sólo se detuvo al escuchar el choque de la mosca contra la madera.
—¡Le di, bola! —gritó a su amiguito—. ¿Oíste el ruido..? ¡Zap!
Florencio dibujó una infinita zeta zigzagueante y descendente en el aire con su espada.
—Cayó como mosca —respondió.
Ambos rieron, y al escucharlos, Carlos, el padre de Fabián, pensó que sólo los niños podían reír así. Y si era por la muerte de una mosca, enhorabuena, que ya las había soportado bastante por ese día. La chispeante algarabía de los chicos le ayudó a digerir las facturas, cómodamente sentado, en su improvisado patio de campo.
Pasar los fines de semana fuera de la ciudad es, sin duda, gratificante, pero para un hombre de escritorio puede resultar un tanto incómodo, por lo inusual. Sarna con gusto no pica, por supuesto, así que chupó el mate lavado al tiempo que su mujer salía sonriente de la casa trayéndole tortas recién fritas. Instintivamente se tanteó la panza.
—No me vas a decir que este día es el responsable de tus rollos —acometió la mujer reteniendo dentro de su boca una carcajada— ¡Dale, comé! ¿Viste qué contentos están los pibes?
¡Zap! ¡Zip!
—Cazan moscas —mordió una tortita Carlos y miró hacia donde estaban su hijo y Florencio. Los vio alejarse simulando cabalgar, palmeándose las nalgas para producir el ruido típico del galope. Pensó que pronto anochecería y eso lo preocupó un poco, pero se tranquilizó al notar que aún los escuchaba reír. En el campo los sonidos se propagan sin obstáculos, y la oscuridad del crepúsculo agudiza el oído.
—Ay, la risa de los niños —suspiró la mujer mientras cambiaba la yerba.
Carlos sintió un alivio reparador, pues no le habían gustado para nada los últimos mates lavados.
—La risa de los niños —repitió su esposa, como esperando una respuesta conyugal.
No hubo respuesta. Sólo grillos, risas alejándose y estampidos de madera contra moscas inocentes, entre alguna chupada de mate indiferente.
¡Zap! ¡Paf!
¡Zip!
Florencio observó su mosca recién aplastada y se le iluminó el rostro, colorado por el sol y el viento de setiembre. Hinchó su pecho y buscó presuroso con la vista a Fabián. No lo encontró. Se asustó, pues segundos atrás su compinche corría entre los choclos junto a él, y ahora no lo veía por ningún lado. Los colores del campo y del cielo se amalgamaban siniestramente y se habían tornado borrosos con el correr de las horas, y las estrellas comenzaban a saludar en forma intermitente a los terráqueos mirones. Se quedó así, parado, inmóvil, a esa hora en que callan los pájaros para dejar cantar al viento quejoso, y sus ojos buscaron a Fabián entre las matas.
¡Paf!
Un maderazo seguido de una risa estruendosa lo sacó de su vigilia y lo alegró. Era —inconfundible— Fabián, desde atrás, atacando a traición a su compañero de cruzada.
—¡Caíste, forro! ¿Escuchaste? —sacó la lengua— ¡Paf, jaja!
—¡Si te había visto, gil de goma! —mintió Florencio.
¡Paf! ¡Paf! —ahora ambos se golpeaban y reían al unísono. Carlos desde lejos observaba la borrosa escena preguntándose por qué los chicos traducen siempre su cariño en golpes.
¡Zap! ¡Blim!
Corrieron unos metros y se detuvieron para observar, a lo lejos, las luces de los camiones y micros que corrían por la ruta, la cual cortaba la armonía del campo. A distancia, se antojaban farolitos voladores. Lucecitas blancas, rojas y amarillas volando a distintas alturas entre los árboles y campos lejanos.
Iban hacia ambos lados pero no chocaban, sino que se traspasaban misteriosamente sin tocarse.
Los chicos abrieron las boquitas relajadas y miraron. En Buenos Aires eso no lo veían, pero allí pasaba todos los días y noches, mesmerizando a los incautos campesinos que se dejaban engañar para pasar el rato imaginando las más variadas luchas espaciales. Ocio creativo, que disipa la amargura de ser siempre lo mismo.
¡Zap!
Fabián sintió un chirlo en el trasero. Se volvió furioso y divertido a la vez, pues era una chance de golpear a su amiguito otra vez, cosa a la que uno se acostumbra fácil. Levantó la mano armada dispuesto a castigar al enemigo despiadadamente, pero a su lado vio a Florencio con sus dos manos vacías y ocupadas en refregarse los ojos.
Fabián se paralizó por un instante, brazo en alto. Una sombra a su izquierda le preocupaba lo suficiente como para impedirle articular palabra. Florencio lo miró sorprendido, y en un flash los dos tomaron cuenta del enorme bulto erguido a su lado. Se volvieron lentamente y lo vieron.
Parecía un hombre. Borroso y todo aún parecía un ser humano... gigantesco.
—¡Paf! —balbuceó la sombra sin moverse. La silueta de la cara se infló, dejando adivinar que estaba sonriendo.
Los chicos no hablaban. No podían. La onomatopeya no les cayó ni familiar ni simpática. El terror los invadió súbitamente, sin aviso y sin permiso, y los paralizó.
Sabría Satanás de dónde había salido ese tipo sucio y maloliente. Dio un paso lento y la luna iluminó su frente. Sonreía entre su barba pegoteada mostrando una hilera de uniformes dientes amarillos.
Olía a bosta fresca y vino picado. No se movía, al menos como ente único, porque a decir verdad, "algo" vibraba y se sacudía por momentos en la sombra, algo como una onda que se esparcía por el cuerpo todo de ese ser espeluznante, como la vibración e inconsistencias propias de la ebriedad.
No se movía, entonces. Sólo miraba, como un curioso sin un mango en una tienda. En su mano derecha sostenía una alpargata perteneciente a su pie correspondiente, con la cual había —seguramente— golpeteado a Fabián, y en la izquierda aferraba fuertemente un cartón de vino vacío.
—¿Q-qué quiere? —se animó Florencio—. Plata no tenemos.
Los ojos del linyera se abrieron sin iluminarse de tan rojos. No dijo nada, y probablemente, de haber dicho algo los chicos no lo hubieran entendido. Plata no parecía buscar. Negó con la cabeza lentamente, como divertido. Movió la zapatilla de lado a lado y emitió algunos sonidos conocidos por los chicos.
—Paf... pifs...
Los grillos a su alrededor tronaban caprichosamente y junto a las estrellas titilantes parecían una alarma natural. Tras la figura del hombre Fabián y Florencio veían la casa y los papis iluminados, sentados a la puerta mateando tranquilamente. Tan cerca y tan ciegos por la noche. Fabián los veía más claramente debido a su posición en el plano. Quería gritar, agitar los brazos, hacer algo que llamara la atención, pero estaba paralizado por la conciencia del peligro que eso acarreaba. Mamá cambiaba una vez más la yerba en una escena que le parecía de otro planeta. Distante y cercana a la vez, pero lejos, tan lejos...
El vago blandió la alpargata y la disparó contra las piernas desnudas de Fabián.
¡Zumm!
El niño se corrió esquivando el golpe y le disparó iluminadamente una patada a la canilla —¡Pam!—, se le había caído la maderita y se sentía indefenso sin su arma matamoscas.
El gigante mugriento no se inmutó y ágilmente saltó hacia Fabián y le tomó del brazo, atrayéndolo bruscamente a su cuerpo andrajoso. El niño no podía gritar. Estaba mudo de espanto y asco. El vago lo abrazó con su derecha por encima de los brazos pegándolo a su hediondo saco y Fabián sintió náuseas. Por alguna razón parecía sentir que el peligro estaba más allá de su entendimiento.
Desazón, parálisis. El gigante, entre risas tontas lo golpeaba en las nalgas con la alpargata fangosa. ¡Zap! ¡Plaf!
¡Paf!
Florencio sintió que sus músculos se despertaban de golpe y asió su madera con la decisión que sólo puede dar la urgencia, y la heroica intención de salvar a su amigo.
Sus ojitos vieron proyectarse sobre una pantalla azul cielo la película más real de su vida, y se encaminó bravíamente al galope sin dudar hacia el horrendo invasor. Sus ojos brillaban y Fabián pudo adivinar tras su máscara un decidido y alegre terror. A lo lejos, las luces de las naves espaciales parecían librar la más fabulosa batalla jamás pensada.
—¿Escuchás esa risa? —gritó Carlos a su mujer, saltando de la silla con una agilidad que lo sorprendió.
—¡Carlos! —gritó su esposa—. ¡Es un hombre!
¡Paf! ¡Zap!
Carlos tomó la linterna con un frío recorriéndole la espina. Se le cayó el mate desparramando la yerba sin que le importe a él ni a su mujer. Milagrosa desesperación.
¡Zapp! —el vago reía estúpidamente, los chicos gritaban furiosos, y a la vez asustados.
Carlos y su mujer corrían presurosos y jadeantes por el campo en línea recta. saltaron bultos desconocidos con agilidad felina. La oscuridad les permitía ver sólo una masa informe y movediza a pocos metros de ellos, en el maizal. Tan cerca y tan determinantes del futuro.
Carlos sabía que si no alcanzaba ese colectivo no habría excusa valedera. Sabía que tenía que correr y correr, y jugarse sin pensar. Por un segundo pensó en lo inconveniente de la presencia de su mujer allí.
—¡Fabián, hijito! —aullaba la mujer desesperada sin parar de correr.
¡Zap!
¡Paf!
¡Zap! Cayó el telón de pronto en el horizonte y las luces fueron sólo farolitos de camiones que pasaban, y las estrellas nada más que astros reflejando luz. La noche fue de pronto sólo la noche y la vida y la muerte, sólo eso.
—¡Fabián, Florencito! —jadeó Carlos.
¡Zap!
Ya estaban más cerca, pero aún no veían nada claramente. Se escuchaban gruñidos, pasos zigzageantes y la convicción de una violenta batalla.
¡Paf!
Les pareció ver, les pareció...
¡Crug!
—¿Crug? —dijo la mujer, deteniendo el paso lentamente, como enfrentando al ridículo de un sonido desconocido.

—¿Crug? —repitió Carlos y se paró. Los ruidos cesaron abruptamente. Los chicos reían otra vez. No los veían aún, pero reían, se escuchaba claramente la risa invadiendo el alma de confort sospechoso y preocupante.
Como si todo hubiera sido una pesadilla monstruosa, pero no...
Carlos levantó decidido la linterna y disparó el haz de luz contra el maizal.
Frente a él, los chicos se reían a carcajadas y los miraban divertidos mientras saltaban y pisoteaban orgullosos el cuerpo de un hombre sucio y gordo, el cual yacía sobre los choclos manchados de rojo, con una madera atravesada en el abdomen.
Fabián dejó de reír de pronto y miró a papá con el ceño fruncido. Movía las manos hacia adelante y atrás, dibujando una perfecta estocada...
—Crug —dijo.


Uteacher

Relatos FM


Nudista


Hoy día, después de la ducha, salí apuradísimo con toalla a la calle. Noté algunas miradas persistentes, otras huidizas. En fin. Tomé el autobús y sentí un frío intenso erizando mi piel aún húmeda. Ojeadas furtivas, de soslayo, cuchicheos, carcajadas. Cuando llegué a la casa de mi hermano mayor, saqué rápidamente la toalla frente a su cerco. Escuché una fuerte exclamación al otro lado de la vereda. Insultos. Una señora que paseaba su perro aceleró el paso agachando la cabeza. Toqué por segunda vez el timbre. Mi hermano salió a abrirme. Me insistía que entre a la casa, me tomaba del brazo. Pero, con la primera tarea cumplida, sólo me quedaba volver raudamente a tomar locomoción. "¡Y te vas así?!", oí que me gritaba el Fito, incrédulo, desde su cerco. Volando llegué al paradero con la piel erizada por el frío otoñal. Una señora se tapó los ojos con una revista, otra casi arrastró a una pequeña niña llevándosela lejos. El viento arremolinaba las hojas aquella gélida mañana de otoño. Alcé una mano para detener el autobús. La gente que iba en él me escaneaba de pies a cabeza mientras esperaba en la vereda, hundían su inspección en mi ser como si pudieran atravesarlo con la mirada. Unos, rápidamente, desviaban aparentemente su atención de mi cuerpo. Otros y otras, imantados a la curiosidad, parecían concienzudos practicantes de la vivisección, analizándome visualmente como a un objeto de estudio. Un par de jóvenes muchachas se reían coquetas al otro lado del vidrio. Sin embargo, lamentablemente, por más que busqué dinero en los bolsillos de la chaqueta y los pantalones, no había en ellos ni un céntimo como para pagar la cuota del pasaje. Era preciso retroceder los pasos y volver a pedir unas monedas prestadas al mayor de los traviesos, como antes le pedí la toalla ahora ya devuelta. Someterme, seguramente, a alguna travesura de su espíritu bromista sería necesario para devolverle también a tiempo a Pablo, mi hermano menor, la ropa ingrata cuyos bolsillos vacíos me restaban tiempo de acción, y así no perder ante la ruborizante apuesta nudista que nuevamente habíamos pactado.
En el camino, acelerado, apremiado por el tiempo en contra, se me cayeron los pantalones.

Youk Spencer

Relatos FM


Así de fácil


La vida es hoy .... La vida es hoy
repetía ... aún viviendo los momentos mas difíciles de su vida. ...repetía y se repetía.
Por lo escuhado ... benditos sean los que sufren ... porque dios vendrá en su auxilio a
compensarlos,

Sí.. sí.. la tiene. Ella es impresionante. Buena, sana de mente y de cuerpo, habla poco y piensa mucho. Que importa lo demás. No puede pedir más. No se puede quejar.

Vuela colgado del ala de un cóndor estando a su lado. Cruza las negras nubes de tormenta sin mojarse. Lo deja actuar con su bohemia.

Tiene humor. Se ríe locamente con las locuras de él. Tiene momentos de silencios reflexivos, en ellos estudia sanamente los movimientos, los de ella y los de él pero sin calificar ni entorpecer lo que resulte.

No se puede creer que alguien que no la pasó nada bien por motivos de distinta índole pueda ser hoy feliz. Se vieron nuevamente y ella lo estudió, se tomó el tiempo para estar segura. Se fue enamorando perdidamente.

Puede ser por él. Él le confesó que no era el príncipe azul, que no le ofrecía nada, más aún que no podía prometer nada. ella le dijo que no le interesaba, solo su personalidad. Nada más que él.

Había pasado muchos años sola. Hubo muchos hombres que con buenas intenciones y de las otras se acercaron a ella, pero ella estaba imaginando un hombre como él, que le dijera que no tenía nada, nada y todo lo que era interiormente tampoco. Sin promesas.

El valoró su sencillez, la simple forma de ser mujer. De que manera terrible la impactó. no hubo presiones. No hubo diferencias. No hubo nada y pasó de todo.

Un día cansados de la ciudad, se fueron al campo. Un valle pequeño con calles bordadas en árboles muy grandes, con una tierra muy fértil, con un inmenso canal que cruzaba frente a la casa, ésta con muchos frutales, unas paredes muy anchas con puertas ventanas altísimas y mucho vidrio. una galería sostenida con troncos de algarrobo, unos cuantos eucaliptus y enredaderas en flor.

Allá el y ella continuaron su historia. ya eran mayores y el destino quiso que naciera un varón, que los acompañó en los surcos que limitaban su tierra con la uva negra malbec. era una fiesta en la época de cosecha. Cuando más grande el niño demostró tener una garganta exquisita y cantaron los tres, en esa galería mientras el pan con grasa humeaba en el horno de barro.

Hicieron amigos en el lugar y otros familiares que venían de lejos y otros hacían visitas de vez en cuando y se quedaban varios días en la casa, se fue afirmando el amor en esa pareja que nació como jugando, con un criterio fácil, así de fácil, como se decían el uno al otro.... y ... así vivieron..

mauro balena

Relatos FM

#19

Mariela del Mar


   Mi amigo Moisés había vendido su lanchita "Nataly", con su motorcito de 12 caballos, en la cual paseamos y pescamos mil veces. Ahora teníamos que conformarnos con "pescar a pie".
   Nos llegábamos los viernes por la noche, en mi Nissan Patrol hasta Boca Vieja, más allá de Sotillo.
   Crisanto, el margariteño tarrayaba un montón de lisitas. Guardábamos una porción para el desayuno del sábado; el resto las usábamos como carnada. Es fácil, se engancha una lisita en el anzuelo, se mete uno hasta que el agua le dé por la cintura. Haciendo círculos con el nylon y ayudado por el peso del plomo se lanza a lo lejos, dejando que el carrete libere. Después, a esperar que los feos bagres empiecen a picar.
Por cada pescado que sacábamos, un viaje a las cavitas de anime. Una para guardar el animal, la otra para sacar una cervecita.
De ese modo transcurría la noche. Ya a las cuatro de la madrugada teníamos una cavita casi llena y la otra casi vacía. Era el momento de avivar la candela en la improvisada fogata, sacar del carro la botella de ron y el cuatro "sancochero". De pronto vimos acercarse a una mujer que caminaba por la orilla de la playa. Iba vestida con una blusa que dejaba al descubierto los hombros y permitía adivinar unos hermosos senos, también llevaba una amplia falda blanca que, por estar parcialmente mojada, traslucía su desnudez; se le calcaban el vello de Venus y las firmes nalgas.
--Esa catira como que anda mas perdía que Adán en el día de las madres, --Comentó Crisanto con su chispa pueblerina e ingenua
--Hola muchachos—Dijo la hermosa rubia de ojos verdes y abundante melena ondulada, -- ¿Cómo la están pasando?
--Pues aquí muñeca, libando una melaza y cantando unos valses, mientras amanece para empezar a preparar un sabroso Corbullón  de bagre, sudao  con tomate –Le respondió Moisés, dejando de lado el sancochero y ofreciéndole una banquetica a la recién llegada.
--Gracias amigo, me sentaré un rato cerca del fuego para quitarme el frío.
--Y esto también ayudará—Le dije ofreciéndole un vasito con ron seco.
--Pescaron bastante ¿no? Y veo que también gustan de la música y el "Roncayolo", como le dice mi papá. —Comentó la joven soltando una sonrisa cantarían como la fuente.
--¡Ah si mi niña! Tú sabes que esta es una tierra de músicos. En este país lo que abundan son los borrachos, los músicos y, mejorando lo presente, las mujeres bellas. ¿Y tú qué andas haciendo "poráhi" solita?—Interrogó "El Lobito"—Ah, es que es una noche de despedida—Suspiró con gran tristeza—, y me apeteció caminar un poco.
   Luego apuró el trago de ron y mirando al cuatro de Moisés preguntó.
--¿Puedo?
   Moisés asintió con un gesto de cabeza y de inmediato la muchacha comenzó a puntearlo a modo de introducción, para seguidamente entonar Alfonsina y el Mar, con una dulce y muy afinada voz de contralto, de la manera más profundamente melancólica, que he escuchado en mi vida, se puso en pie y dándonos las gracias, se fue caminando en la misma dirección por donde había aparecido minutos antes. Cuando estaba a una distancia, en que apenas era audible su voz, se dio media vuelta y nos gritó:
--¡Espero que no me olviden, me llamo Mariela del Mar! --Y se perdió en la oscura madrugada.
   La canción de la joven nos conmovió a tal punto que estuvimos callados largo rato. Al amanecer seguimos con nuestra rutina sin confesar ninguno cuánto nos había marcado la presencia de la linda y bronceada rubia.
   Después de desayunar, nos dispusimos a limpiar el pescado con tanto desgano que decidimos repartirlo, para llevarlo a nuestros hogares y dar por terminada la actividad. No estábamos de ánimo para elaborar nuestro plato favorito ni seguir tomando. Regresamos a Caracas mucho más temprano que de ordinario y quedando para el fin de semana siguiente.
   Habían transcurrido varios meses, un año exactos sin que tuviéramos conciencia de ello. Estábamos el sábado por la tarde terminando de almorzar, cuando el motor de una motocicleta que se acercaba interrumpió nuestros chistes y chanzas. El vehículo se detuvo en la orilla de la carretera de tierra y de él se apeó un joven de como veinticinco años, quien después de quitarse los zapatos y arremangarse el pantalón, se dirigió hacia nosotros a través de la arena caliente.
--¡Buenas tardes señores!—Dijo acercándose y poniéndose en cuclillas.
--Buenas joven –saludamos los cuatro a coro.
--¿Una cervecita fría? –le ofreció Crisanto.
--Sí, gracias. Con este calor...
   Nos contó que desde hacía un año, todos los fines de semana iba allí, buscando lo que podría ser un milagro imposible.
--¿Y se puede saber cómo es eso? –le pregunté, tratando de no parecer indiscreto.
--Espero no aburrirlos con mi historia, lo que ocurre es que el año pasado vine aquí con la que, para mí era la mujer más bella de este universo, y cuando les digo bella, es en todos los sentidos. Tenía veintidós años y era mi novia adorada. Nos amábamos como sólo se puede una vez por siglo. Pero cometí la estupidez de mi vida. --El muchacho miraba al horizonte mientras hablaba y su voz se hacía más profunda y triste--.  Mi novia y yo, habíamos decidido no tener intimidad física hasta después del matrimonio; eso en estos tiempos parece ridículo pero no quisimos dañar nuestro amor y así fue la determinación que tomamos. Soy humano después de todo y tenía mis apetitos intactos, de manera que caí en la tentación de hacer el amor con una compañera de la universidad, que siempre estuvo dispuesta. Ustedes entienden.
--Sí, chamo –dijo Moisés—la carne es débil.
--Demasiado débil, tanto que a veces nos impulsa a asumir conductas autodestructivas. El caso es que esta amiga mía resultó embarazada y tanto ella, como su familia me presionaron para que me casara con ella. Siempre fui un hombre de principios y consideré mi deber hacerlo. Traje a mi novia –prosiguió—a pasar el fin de semana y buscar un momento propicio para darle la infausta noticia. Lloró mujo, imploró y se rebeló. Fue terrible para ambos, realmente terrible. "Si vas a ser de otra, ¿qué sentido tiene que sigamos amordazando a nuestro amor y a ese inmenso deseo que nos devora desde que nos conocimos?", me dijo con los lindos ojos verdes enrojecidos de tanto llorar. Y con una mezcla de amor y rabia, me entregó la pasión más enloquecedora que jamás tendré de nuevo. Finalmente entre sollozos, se quedó dormida y yo al rato, también. En la mañana, cuando la luz del sol me despertó, ella no estaba. Salí de la carpa para buscarla, pero después de pasar en ello toda la mañana, decidí ir a las autoridades para que me ayudaran con su búsqueda. A los dos días, los bomberos encontraron el cuerpo de Mariela, enredado con unos cabos, cerca de Carenero.
--¡Mariela del Mar! –dije sobresaltado y mirando a mis tres amigos.
Ninguno de nosotros quería ser el primero en contarle al joven de la moto, el breve encuentro que tuvimos con su hermosa novia.


Tigre Cervantes

Relatos FM


Música, Vino Y Rosas


                                                                                                                                                 1
Era una noche cálida de ésas que templan el cuerpo y el alma. Noche de vino, melodías y rosas. Rosas para obsequiar, música para bailar, vino para olvidar. ¿A quién regalarle rosas fragantes de terciopelo? ¿Con quién bailar y qué individuo haría el bien de compartir su copa?
Quiere recordar el aroma de las rosas, no puede y sólo se figura  las manos que las recibirían. ¿Serían suaves, aterciopeladas como la imagen que posee de las rosas?
Estaba en eso. En las rosa y las manos. Un coche último modelo, quizás fuera un Renault Laguna, frenó pegadito a sus rodillas y el grito en un santiamén lo separó de las rosas, su suavidad, los sonidos y el dulzor del vinillo que venía degustando. Y lo apartó de las remembranzas y  desvelos.
-   ¡Fíjese por dónde va, imbécil, casi lo mato!
El coche siguió su camino y se levantó como pudo. No veía. ¿Me habré quedado ciego? se preguntó en tanto incorporaba el cuerpo que de a poco lo palpaba ¡Que no veía!...Se incorporó medio rengo, cegato y atontado.
Una luz incandescente, deslumbrante lo encandiló y creyó que una música de ángeles como de violines repicaba en sus oídos. Bueno, estoy muerto, se dijo. Ya llegué. Sería una quimera que haya aparecido en el Paraíso, estaba seguro de tener mi ubicación en el Infierno. Me lo tenía ganado, insistió en su sentencia.
No, no. La luz y la música celestial venían de enfrente, arguyó. ¿Chopin? No, no. "Un baile". Es "Berlioz, ¡cuánta belleza! ¿Y si se animara a fisgonear por si hubiera  mujeres y hombres en plena danza? Hacía tanto ya que no convivía entre las gentes que olvidó cómo eran.
Cruzó la calle como pudo, se acercó a la verja de la casa de donde provenían sonidos y luces, compuso las ropas medio deslucidas por la caída y traspasó la puerta. Jamás había hecho semejante acto con tan singular desenfado.
Recorrió salones despojados de todo. Estaban desiertos. Qué desperdicio del buen gusto, exclamó en alta voz que resonó en un ampuloso eco. Esperaba ver danzarines en pleno regocijo y no los había. Sólo luz, mucha luz. Paredes y arañas lujosas.                                                                                                     

                                                                                                                                                 2
Al paso de los jardines que se sucedían mojó las manos en una alberca de agua cristalina, olió el aroma que emanaban rosas de un Edén y la vio.                                                                                                                       
El Universo todo envolvía su cuello alabastrino cual cisne y ella, doncella de las aguas en  despliegue etéreo, dejaba su estela iridiscente.                                                                                                                   
Desde el fondo del salón, oculto detrás de una columna cómplice, distinguió su piel de seda,                                                                                                                                   
tersa, delicada. Un torso de perfección extrema con la gracia plena de sus pechos hirientes llevaba inevitablemente a lineales piernas perfectas.                                                                                                                                                                                                                                 
¿A quién le recordaba? ¿En qué galaxia supo de su belleza?
En su totalidad, dejaba al girar aromas lujuriosos de rosas terciopelo. Le acometió un lejano recuerdo y afloró un deseo viejo, aquél inalcanzable y perdido.
¿Adónde habría ese ido cisne de oro? ¿Adónde le empujaron sus tiempos? ¿Al recinto en que las ninfas guardan sus secretos? El tiempo arcaico se hizo presente. Las hojas del almanaque cayeron una a una en soplo fugaz.
Y recordó, mas...un viento inmoral, disparatado esfumó el recuerdo del ayer, la tibieza de sus manos, las palabras que debieron ser inolvidables y los besos. Los besos, ésos sí persistían en su boca.
El viento maligno le susurró al oído: fue inútil conseguir su permanencia, viejo muchacho, no supiste.
Ahora ¿La noche era día o el día era noche?...era noche.
Alrededor el mundo y su oscura opacidad esparcieron cenizas empecinadas y ennegrecieron la oquedad de la turbia noche.
Las tiniebla se colmaron de presencias y estallaron en ese corazón cuadriculado en cuadrículas de círculos perfectos. Círculos. Crueles carceleros de un sin fin de angustias y tristezas.
En el tanteo del camastro, susurró en la iteración del céfiro, fue inútil, hombre, no supiste conservar la permanencia...inundó su pieza repleta de libros y partituras una luz similar a la que lo deslumbró en la calle y oyó musitar una voz muy cerca de su oído:                                                                                                                             
- ¿Y si te despabilaras, si entrevieras en este sopor que te quita vida día a día, si me vieras? Mírame. Fíjate hombre que fuiste mío. Nunca, jamás supiste de mi lugar pequeñito donde tengo mis pesares. Que no conociste mis colores preferidos ni aún de la flor que me perfumaba.  Tampoco los olores de mi gusto... Hombre mío...                                                                                     
...Menos de lo que sentía cuando tus manos cariñosas y esperadas  acariciaban mi  cuerpo o en un instante se posaban sobre mis hombros.  Ni el placer ansiado del acurruco a tu lado                                                                                                                                                                                                                                                           
                                                                                                                                               3

Cuánto no supiste de mí. Mis ojos con lágrimas presumiste o no quisiste verlas. Pero sí habrás sabido que un día te amé y sé que me has amado tal vez no con el frenesí que yo deseaba ...       
Si no ¿cuál el sentido de permanecer a tu lado y esperar tanto de ti? 
                                                                                                               
Su corazón circular cuadriculado se completó en perfecta ecuación. Acababa de penetrar en la realidad. Ésa, la sensatez del raciocinio que no supo aprovechar. La que le ha perseguido en su constante chacoteo. La que lo acosó noche tras noche. Azuzándolo. El constante cazador en las sombras. El censor implacable de su conciencia.
Creyó que el día había llegado, mas no, aún no. Seguía la noche sin penas ni glorias.
  Estaba solo... solo en el dolor, solo en el tiempo...solo...solo...en la soledad, su compañera. Solo en este aislamiento que lo destruía, minaba. Ahora escuchaba gritos de acordes en sordina, que pedían, llamaban desde adentro...ellos sí vibraban despiadados. No habían dormido jamás. A la espera...la espera... ¿de qué?
¿Solo en el final?
Miró hacia lo alto y arriba, se esfumaba un ojo alargado. Un tizne negro humo desplazaban dos orejas caídas, cual perro en desdibujada imagen.
En su mirar se va perdiendo en  desfiladeros, laberintos intrincados, cortados, líneas quebradas, estrechos retorcidos...un río tan angosto como seco mientras, ni en sordina los ruidos le daban reposo. Una estatua de cabellos ondulantes de piernas y brazos filamentosos no le quitaba el ojo, quieta, pétrea. A ésta la destruyó una rama echándola al olvido, allí donde se desdibujaban todos.
Quedó sin compañía, sin los visitantes nocturnos. Pugnó por abrir o cerrar los telones para ver o no y ellos huyeron insolentes, invasores de ese techo donde por las noches lo espiaban permanentemente.
       Lo dejaron solo, yacente. 
Apoyó el cuerpo sobre la cama, se tendió, entrecerró los ojos y estiró la mano a la botella que lo esperaba.

Cautiva

Relatos FM


El esqueleto y el asesino


   A Lario no le importaba la vida ajena. Nunca supo lo que era la conciencia, la compasión, la empatía, ni qué cosas implicaba lamentarse, cada vez que desen-fundaba su arma con la cual asesinaba, por encargo, a cualquier persona, con cuya foto solía hablar y preguntarle si le perdonaría ó no cuando cruzase las puertas del cielo, acariciando el rostro de la víctima con el índice de su diestra, de su perfecta mano homicida.
   Habían dado las cinco de la mañana de un sábado nublado y abrumado por una grandiosa masa húmeda de neblina entre las calles, cuando Lario entró en el edificio donde se esconde en un apartamento, casi vacío, que dispone de dos mobi-liarios y un electrodoméstico: La cama en la que duerme y una mesa en la que están pegadas las fotos de sus víctimas; no se sabe si por fetichismo, o bien para llevar la cuenta sistemática, y una nevera en la que guarda fiambre porcino y latas de cerveza sin alcohol, alimentos que consume por las mañanas y por las noches. Subiendo las escaleras, Lario se encontró en el primer rellano, junto a la puerta de un piso, un esqueleto agazapado que se protegía el cráneo con sus dedos huesudos. Tiritaba de frío y emitía gemidos de dolor. Sus dientes, amarillentos y podridos por numerosas caries, castañeaban. La primera reacción de Lario fue detenerse en seco y abrir más los ojos, impresionados. El esqueleto notó su presencia dejando de tiritar. Se puso de rodillas, dirigió los orificios de los ojos a la funda de la pisto-la, que Lario escondía entre la cadera y los pantalones; aquel bajó la mirada -aún se encontraba perplejo por lo que tenía delante- y advirtió al esqueleto que no le iba a disparar.
-¡Bendito sea el cielo! -exclamó el esqueleto pasándose la mano por la frente, su mandíbula efectuó un movimiento gracioso. ¿Te asusto? -añadió tras una pausa.
Lario negó con la cabeza, pero en sus ojos había una señal de precaución.
-¡Vaya! -exclamó el esqueleto y echó una mirada hueca y oscura al cielo gris a través del ventanuco de la pared que estaba en frente de los escalones que conducían a la siguiente planta.
-¿De dónde has salido? -preguntó Lario al fin.
-Es una historia muy larga y aburrida -comenzó a decir el esqueleto-, pero decirte que...
-Por tu voz, calculo que tienes entre 20 y 30 años -interrumpió Lario en to-no frío.
El esqueleto abrió y cerró la dentadura, hizo un mohín sonriente, bajó la mandíbula y dijo poniéndose de pie:
-25 años.
-A lo mejor este saco de huesos resulta ser una de mis víctimas -pensó La-rio y recordó de golpe el rostro rubicundo, fresco y juvenil de un estudiante uni-versitario, a quien Lario asesinó por no haber pagado una apuesta de póquer a cier-tos europeos del Este, dueños de un casino que, a día de hoy, funciona con norma-lidad y legalmente.
-¿Acaso no me crees? -preguntó el esqueleto.
-Qué va qué va, no es eso -aclaró Lario.
-Sé que eres un asesino –afirmó el esqueleto de golpe.
Un escalofrío le recorrió a Lario por la espalda.
-¿Cómo lo sabes? -preguntó él levantando las cejas.
-Por tu pistola -indicó el esqueleto con la mandíbula hacia el bulto que formaba la empuñadura de la pistola con el jersey negro de capucha que vestía Lario.
-¡Ah! ¡Esta preciosidad! ¡Sí! -exclamó Lario en son de alivio y sonriendo sin alegría. -Por si los malos quieren ser más malos que yo. 
Una risa corta brotó de la tráquea del esqueleto.
-¿Eres real? -preguntó Lario.
El esqueleto se llevó las manos a los huesos de la cintura, con un ademán de protesta, apoyó el peso de sus costillas en el peroné izquierdo, esbozó una espe-cie de sonrisa; ya de por sí, su calavera conservaba una perpetua expresión son-riente, y le dijo:
-¿Quieres darme la mano? -el esqueleto estiró las cuatro falanges unidas al cúbito y a la radio de lo que había sido un brazo común y corriente.
Lario dudó por unos segundos, pero, tras un suspiro de impaciencia, le es-trechó su mano, que sudaba y temblaba ligeramente. Sintió una desagradable sen-sación por todo el brazo.
-Veo que sí eres real...
-No sólo lo ves, sino que lo sientes -le aclaró el esqueleto con un susurro misterioso.
-Y ¿Qué quieres de mí? -preguntó Lario desprendiéndose de la mano ósea del esqueleto.
-Que me devuelvas a la normalidad.
-¿Cómo?
-Disparando seis veces.
-¿A quién? -preguntó Lario levantando la voz, cuya resonancia dejó un eco que se perdió entre las paredes.
El cielo tronó una vez, como el estallido de una bomba, y comenzó a llo-ver. Gotas saltarinas mojaban, puntiagudamente, el rostro de Lario. El ruido de la lluvia, que caía en la acera y golpeaba la fachada exterior del edificio, simulaba una especie de sonido mezclado entre agua y arena.
-Tú eliges a quién -empezó a decir el esqueleto. -Necesito que le dispares a seis personas. A una en una pierna, a la otra, en la otra pierna. Lo mismo con los brazos y las dos últimas balas, una en el pecho, a quien tú quieras, procura que entre de lleno en el corazón, y la otra en la mitad de la frente, de quien tú quieras; a este último, intenta que la bala penetre bien en el cerebro.
-Y ¿Qué recibo yo a cambio? -preguntó Lario secamente.
-Esto -dijo el esqueleto enseñándole una bolsa pequeña de cuero que con-tenía monedas alemanas del siglo XVIII. -Valen una fortuna, mucho más que vein-te almas que tengas que apagar a sueldo -añadió el esqueleto y dejó caer las mone-das en la palma abierta de la mano izquierda de Lario.
-Y ¿Cómo sabes que no me voy a fugar con las monedas y que voy a matar a nadie? -preguntó él con voz irónica y mirada desafiante.
-Porque te gusta matar -dijo el esqueleto con voz sentenciosa. Y no creo que te fugues, no tienes a dónde ir.
En lo primero afirmado, el esqueleto tenía razón, inclusive con o sin mone-das, por algún favor a otro, o cierto ajuste de cuentas personal, o porque sí, Lario hubiera asesinado, por la finalidad misma que supone apretar el gatillo y arrebatar-le la vida a alguien, si se ha apuntado bien, como quien dice, poniendo el ojo en la bala.

*

Durante seis días, Lario consiguió disparar profesionalmente a seis perso-nas, de géneros y edades diferentes. Por una petición especial del esqueleto, Lario le disparó en el corazón a una mujer, porque, según esqueleto, las mujeres tienen mejor corazón que los hombres, tanto en lo físico -apenas ha habido mujeres que hayan fallecido de ataques cardiacos- y en lo espiritual -son más bondadosas y carismáticas; ellas no habrían producido ninguna de las dos grandes y absurdas guerras. La bala en la frente fue concedida a un catedrático de psicología de la mente; también por petición especial del esqueleto. El resultado de la transforma-ción fue el siguiente: El esqueleto se convirtió en un joven alto, de pelo rubio y liso, de tez bronceada y de contextura delgada, fibrosa y atlética. Fue un domingo por la noche cuando Lario y el ya-no-esqueleto -aún no se había puesto nombre- se despidieron amistosamente, con un firme apretón de manos y un apoteósico abra-zo. Al día siguiente, Lario obtuvo una gran suma de dinero por las monedas ale-manas que consiguió vender a un coleccionista de antigüedades. Esa misma noche, Lario cenó en un restaurante caro, para gourmets, de cinco tenedores. Después, se embriagó, perdidamente, en un lujoso bar de copas que ofrecía, a parte de los me-jores y exquisitos cocteles de la ciudad, servicios elegibles de compañía profesio-nalmente cariñosa. A la mañana siguiente, Lario se despertó abriendo los ojos bruscamente, como de una pesadilla. Sintió que la cabeza le dolía insoportable-mente, por las sienes, como si hubiese dormido con un sombrero de piedra. Pero, más bien, se trataba de un dolor invisible, casi inexistente. En cuanto se llevó las manos al estómago e introdujo sus dedos entre las costillas, Lario se confirmó a sí mismo que se había transformado en un esqueleto, de pies a cabeza, en un verda-dero esqueleto.

Ricardo

Relatos FM


La Curiosidad


Como cada mediodía, Gordon F. revisa la bandeja de entrada de su correo electrónico. Entre los seis mensajes recibidos desde el día anterior aparece uno de un tal Aaron B., cuyo asunto es "Mírate esto." Gordon piensa un instante, pero no recuerda conocer a ningún Aaron. El único que recuerda haber conocido con ese nombre era el señor Wills, un vecino de sus padres, aficionado a la numismática, que con toda seguridad debiera estar criando malvas. En todo caso no se imagina al señor Wills enviando correos electrónicos. El siguiente pensamiento baraja la posibilidad de que el correo en cuestión sea un virus. De hecho, muchos de éstos se camuflan tras un remitente aparentemente familiar para esconder su verdadera naturaleza destructiva. Después de abrir el resto de los mensajes, decide eliminar el correo de Aaron B.
Al cabo de una semana, Gordon F. vuelve a descubrir en su bandeja de entrada un nuevo correo del tal Aaron B. En esta ocasión el asunto del mensaje no es menos sugerente que el primero: "Lo mejor de la vida...". Su destino vuelve a ser el mismo: directo al limbo de la red previo paso por la papelera de reciclaje.
Cinco días más tarde aparece un nuevo correo de Aaron B., con el remitente: "¡Mi mujer es una artista!". Gordon aprecia que el mensaje lleva varios documentos adjuntos. Siempre es una cuestión de tiempo, pero la curiosidad acaba por vencer a la prudencia. Gordon abre el correo teniendo en cuenta la posibilidad de un posible ataque informático. Es una falsa alarma, puesto que el contenido es de lo más inofensivo. El tal Aaron B. explica que su mujer, Gloria, se ha aficionado a la orfebrería y está haciendo sus primeros pinitos: ceniceros, tazas, ollas y otros cacharros. Los archivos adjuntos corresponden a las fotos de algunas de sus obras. Al final del texto Aaron B. incluye sus datos. Al parecer es un jefe de departamento de una multinacional farmacéutica, y vive a seiscientos kilómetros de Gordon. Éste vuelve a pensar si en alguna ocasión ha conocido al tal Aaron o a la tal Gloria, que así se llama su mujer. Piensa en diferentes ámbitos: viajes, deportes, trabajos,... Pero definitivamente no los conoce de nada.
Al día siguiente, Gordon F. se encuentra en su correo con una respuesta al mensaje de Aaron. Es de un tal Phillipe, que felicita y anima a Gloria en su nueva afición con el barro. Phillipe no dice de dónde es, pero Gordon en seguida deduce que él no tiene la exclusividad de los mensajes de Aaron. Vuelve a revisar el correo con las fotos de los cacharros de arcilla y comprueba que ha sido enviado a un conjunto de direcciones agrupadas en una carpeta denominada "Amigos". Gordon intenta abrir sin éxito esa carpeta. Finalmente decide responder a Aaron con la mayor educación posible:
" Hola Aaron. Hace unos días que recibo correos electrónicos tuyos. Lo he estado pensado una y otra vez, y creo que no sé quién eres. Quizás me equivoco, si es así dime de qué nos conocemos. Si no es así, por lo visto me has incluido en la carpeta de tus amigos por error y te escribo para que lo tengas en cuenta. En ningún caso me has causado ninguna molestia. Un saludo. Gordon."
Gordon elimina los mensajes de Aaron y Phillipe, dando así por zanjado el asunto.

Pero tres días después un nuevo mensaje de Aaron a su carpeta de amigos informa que durante una semana su correo permanecerá inactivo, puesto que va a someterse a una intervención quirúrgica de poca gravedad. Gordon no elimina el mensaje y experimenta un sentimiento contradictorio. Por un lado advierte que Aaron ha hecho caso omiso de su consideración y que su dirección de correo sigue incluida en la carpeta de sus amigos. Sin embargo también piensa que, dadas las circunstancias en las que se encuentra Aaron, a punto de entrar en quirófano, aquello no es más que una tontería. Decide no insistir con el tema.
Durante los siguientes días, y tal y como él mismo había avisado, no hay noticias de Aaron. A medida que pasa el tiempo aumenta la preocupación en Gordon. Extrañado, se ve a sí mismo padeciendo por un tipo que ni siquiera conoce y por una operación aparentemente sencilla. Gordon especula sobre su posible dolencia: un quiste, una hernia quizás,... Cada mediodía abre ansioso el correo, con la esperanza de saber cómo le habrá ido. Pero la resolución se hace esperar un poco más de lo previsto. Gordon se encuentra cada vez más afectado, con insomnio y síntomas considerables de ansiedad.
Por fin, quince días después de su último mensaje, Aaron vuelve de nuevo a escena. "Todo ha ido bien", titula su correo. Gordon lee con entusiasmo que la operación ha salido perfecta, aunque ha habido alguna complicación que ha alargado un poco el proceso de recuperación. Gordon siente alivio y una gran alegría. No puede reprimirse de contestar:
" Bienvenido de nuevo, Aaron. Me alegro de que todo haya salido bien. Gordon."

(Nota del autor.
Llegados a este punto del relato, el lector deberá coger una moneda y lanzarla al aire. El resultado determinará el final de la historia. Si sale cara deberá leer el desenlace CARA. Si, por el contrario sale cruz, deberá escoger el final CRUZ. Pero sobre todo, una vez concluido el relato, es vital que bajo ningún concepto, repito, bajo ningún concepto, el lector lea el otro desenlace.)

CARA:
Dos días después Gordon recibe la respuesta de Aaron.
" Perdona Gordon, pero creo que te confundes y además no tiene ninguna gracia. No sé si es una broma, pero no te conozco de nada, así que por favor te agradecería que borraras mi dirección de tu correo y no me escribieras nunca más. De lo contrario me veré obligado a comunicarlo al departamento jurídico de mi empresa para que emprenda acciones legales."
De esto hace tres años, en los que Gordon F. no ha vuelto a abrir ningún mensaje de remitentes desconocidos.

CRUZ:
Tres años después Gordon responde, como cada diciembre, a la felicitación de Navidad de Aaron, que incluye una foto de toda la familia frente al árbol engalanado:
" Feliz Navidad y próspero año también para tí y para los tuyos, amigo. Veo que por vosotros no pasa el tiempo. En cambio tus hijos cada día están más grandes. ¡Menudo estirón ha pegado Luc!. ¿Te ha llegado ya el cava?".

Daniel

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La Vieja Concepción


LA COSTURERA


La vieja Concepción se había criado en un asilo, no sé bien porqué. Mientras cosía, hablaba de eso con una tristeza antigua, con esa tristeza obligada de saber que lo que se cuenta es triste y es parte de la vida, pero ya no la tristeza que duele en los ojos y en la garganta, y en el pecho. Es que ya había pasado tanto tiempo, que todo aquello era parte de su historia, de su cuerpo, de su piel  y de su alma, pero no la hacía llorar más.
Llegaba con su pequeño cuerpo cansado y doblado, una cartera casi vacía y siempre cargando alguna bolsa con quién sabe qué contenido. Se sentaba frente a la máquina de coser, con ganas, con orgullo. Mamá le traía la ropa que habíamos juntado durante la semana y pasaba toda la tarde allí, remendando, zurciendo. Con sus manos chicas parecía que acariciaba cada pantalón, cada camisa, con cuidado maniobraba las prendas sobre su regazo y nunca entendí por qué estaba contenta.
Los días que la costura era poca, me proponía jugar al Ludo, o a Las Damas. Creo que me dejaba ganar. No sé si en realidad ella disfrutaba de aquellos momentos, pero si no era así, lo disimulaba muy bien. Muchas veces pensé que quizá lo hacía para entretenerme, ya que yo tenía todo el aspecto de una niña aburrida, y en realidad en general sí me aburría la mayor parte del tiempo. No me divertía mucho el juego, ni me concentraba en él más que en sus dedos delicados moviendo las fichas de colores, con entusiasmo, pero nunca dije nada. Así es que no sé cuál de las dos sentía más obligación durante aquellas tardes en el cuarto de costura, que de hecho era mi cuarto. 
A la hora de la merienda, como si las dos fuéramos niñas, se desarrollaba cualquier conversación, con naturalidad.  Ella se llenaba la boca de galletitas o de alguna torta que solía hacer mamá, y de anécdotas que había traído desde aquel lugar de donde vino, pero que había pasado años pintando con sus colores, y me hacía reír.  Yo trataba de escucharla sin mirarla mientras hablaba, porque no quería ver sus dientes. Sus modales para comer y su higiene tampoco eran muy buenos.   Con discreción y ayudada por la timidez que me caracterizaba y que todos conocían, bajaba la vista y le echaba un vistazo rápido de vez en cuando, para que no se diera cuenta. Sólo una de esas meriendas fue distinta cuando nos acompañaba una vecinita, que fue razonablemente sorprendida por aquel personaje tan curioso sentado a su lado, y no pudo entenderlo, por lo que empezó a reírse en silencio. En esa oportunidad no logré sobrellevar la situación, y me fue imposible serle fiel al respeto que Concepción se había ganado, y apenas me pude resistir a la carcajada.
Todas las semanas aparecía por aquella puerta, con la misma alegría de siempre, supongo que lo tomaría como un día de vacaciones de su vida vacía, sin familia, ni casa, apenas un cuarto en una pensión, apenas su cama, alguna silla, algunos objetos más, no mucho. Cuando la tarde estaba por terminar, volvía a su rutina, a sus pocas cosas. 
Un día supe que enfermó, y prometí ir a verla y llevarle algo, lo que fuera. Teníamos que subir una escalera muy larga para llegar a su habitación. No recuerdo haber tenido  nunca las manos tan frías. Las visitas que le hacíamos eran muy cortas, casi como para cumplir, pero nunca me dejó de asombrar el enorme agradecimiento de aquella mujer, con una falta total de resentimiento, se le humedecían los ojos de alegría cuando nos veía, y no nos pedía nada, ni siquiera un poquito más de nuestro tiempo. Muchas veces no pude evitar ponerme en su lugar y sentir rabia, y hasta desprecio por lo poco que le dábamos, y después, al volver del lado de la nena caprichosa que fui, que por cumplir una promesa, obligaba siempre a alguien a acompañarme en mi obra de caridad,  me dio vergüenza, mucha vergüenza por toda la gratitud y sinceridad de sus palabras, por su vida hecha pedazos frente a la mía, que recién empezaba.
Concepción murió al poco tiempo, pero bastante después que mi madre. Mi madre murió al día siguiente de una tarde de julio en la que me acompañó a visitarla, y sentí que caminaba muy lentamente, siempre estaba rezagada, hasta le costó subir la escalera de la pensión donde vivía Concepción.
Quise a aquella anciana como quise mi casa de ventanas grandes, la extrañé como la calidez de los días que parecían hechos para mí, la rememoré cien veces como lo hice con la tibieza de mi cuarto de mis pocos años. Pasaron mil tardes más después de ella, jugué a Las Damas con otros, escuché mejores cuentos, y caminé muy lejos de aquel cuarto frío de pensión. Y no es que necesite ese recuerdo, ni que se me aparezca a cada momento, sin embargo hoy le escribo.

Nachito

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El verano de sus vidas, y el aroma especial del amor en verano


Había una vez una chica hermosa llamada Lenna. Vivía en Sevilla, una ciudad tan bonita como su pelo, y era tan graciosa como el sol cuando sonríe. Tenía catorce años, catorce años donde todavía no había descubierto el amor, donde apenas había descubierto la verdadera amistad, lo dura que es la vida, y todas las vueltas que da.
Un verano, junto con los padres de su mejor amiga, Mara, decidió irse con ella a la playa. Sin que ella se diera cuenta, estaba a punto de saber que ese iba a ser el verano que cambiaría su vida para siempre. Sería el primer verano que diferencia el ser una niña al ser una mujer.
La playa donde se dirigían era la playa de Rota. Sus aguas eran de color claro como el cielo y su arena cálida como la sonrisa de Lenna. El viaje en coche desde Sevilla a Rota duró dos horas. En esas dos horas, Lenna siempre estuvo acompañada por su inseparable reproductor de música. A la misma vez que sonaba la canción "Una foto en blanco y negro", Lenna iba mirando a través de las ventanas el paisaje que ofrecía la carretera. Siempre le había gustado mirarlo, porque después se inspiraba en él para dibujar, que era su afición favorita. Durante el viaje, Mara y Lenna siempre estuvieron gastándose variadas bromas, con el fin de hacerse el viaje menos aburrido.
Ellas eran como dos gotas de agua. Habían sido intimas desde que no eran más que dos niñas pequeñas que corrían por el parque.  Siempre han estado muy unidas, Mara sabía algunos secretos que no sabían ni los padres de Lenna, y viceversa.
Eso se notaba en la nostalgia del coche. El viento que soplaba a Lenna le traía muchos recuerdos y momentos que había pasado junto a Mara. La primera vez que se conocieron. La primera vez que se pelearon, la vez en la que Mara hizo una fiesta de pijamas en su casa y fue con Lenna con quien lo pasó mejor.
En cuanto llegaron a la playa, Mara y Lenna vieron a través de las ventanillas la impresionante y preciosa vista de la playa roteña. Nada más bajar del coche desearon correr hacia la playa y darse un chapuzón, pero su deber como personas responsables les pararon las ideas de bajar.
Una vez iban a pisar la casa de Rota, Mara y Lenna vieron a Aitor, un amigo de Mara. Aitor era un chico castaño de ojos  marrones. Para Lenna, aparentemente es una persona más, pero ella no sabía que al final de ese verano tendría tatuado ese suave nombre: Aitor...
Aitor, al verlas, decide saludarlas:
-¡Hola Mara!- dice con una alegre sonrisa Aitor.- ¿Qué pasa?
-Pues nada, aquí estamos, que acabamos de llegar. ¿Conoces a Lenna? Es mi mejor amiga, la que mejor me conoce, mi gemela, todo.- contesta Mara, provocando que la mirada de Aitor se dirija hacia Lenna.
-No, la verdad es que no tenía el placer de conocerla. ¿Pero si es tu mejor amiga, con todo lo buena persona que tú eres, alguien importante tendrá que ser para ti no? –dice bromeando Aitor.
-Hola. ¿Qué tal?-dice con una voz demasiado tímida Lenna
-Bien.-responde Aitor sonriendo a Lenna- Bueno, que me voy, que he quedado en la playa dentro de 5 minutos con unos amigos para surfear. Ya nos veremos luego u otro día, pero hasta entonces, ¿vamos a darnos dos besos no?-dice medio bromeando.
Entonces, ellas dos se miran, y deciden acercarse a él  para cumplir su deseo. Luego, él se va corriendo con su bicicleta inseparable.
Tras los dos besos de Aitor  a Lenna, ella sigue igual de normal que antes, sin pensar en quien era Aitor, y de donde había salido. No se para a pensar en su colonia, o en su peinado, sin darse cuenta que muy pronto su perfumen perfecto los besos que ambos se darían en la orilla del agua.
Minutos más tarde, mientras estaban sentadas en las sillas del patio de la casa, a Lenna le entró su vena curiosa, y decidió preguntarle a Mara por Aitor.
-Le conocí hace tres años.  Estábamos unas amigas de la playa y yo bañándonos en el mar, cuando vimos un grupo de chavales muy guapos físicamente hablando, y yo me fijé en él porque me pareció curioso, me dio la impresión de que era un chico diferente a cualquiera de los demás que había allí. Y nada, poco a poco nos fuimos conociendo y aquí nos ves, siendo íntimos.-dijo Mara.-Pero si lo que te interesa es saber si somos algo más que amigos, no, no somos novios de verano ni nada por el estilo- siguió con un tono cómico Mara.
-No, no, si a mí ni me gusta ni nada.- la corrigió Lenna.-Me parece un chico más.- finalizó con las mejillas rojizas debido a la teoría de Mara.
-Bueno... Eso también pensaba yo al principio, pero después me di cuenta que detrás de sus extrovertidos ojos marrones había un chico tímido y maduro que no era tan inmaduro como pueden ser los demás a veces.-explica Mara-.
A la noche, Lenna no podía dormir. Aunque buscará un por qué a su falta de sueño, no lo lograba encontrar. Se ponía a pensar en todo lo que había pasado por el camino: el viaje, los pueblos, las gasolineras, las playas, hasta el llegar a Rota y ver a Aitor.
Cuando se para a pensar si el culpable si esa desidia por dormir es debido a él, piensa que no, que es una tontería, piensa que es una persona más, que no tiene nada de mejor ni de peor que los demás. ¡Que ingenua! Cuando nos entran las mariposas del amor, todos pensamos al principio que no es nada más que otro ser humano. Pero todos sabemos que cuando vemos de verdad las mariposas, somos incapaces de vivir sin esa persona.
Al final, todos tenemos cosas de todas las edades en nuestra personalidad y ella demostró las suyas más infantiles. Se quedó dormida junto a su reproductor de música y a la vez que Dani Martin cantaba eso de: "que me muero por tu vida cuando veo esos ojitos, que me quedo sin sonrisa cuando doblas esa esquina..." pues ella, con su cara angelical, se quedó inspirando y expirando a la vez que soñaba con sus ángeles.

Mientras ella dormía, Mara acababa de ducharse y estaba secándose el pelo. Mientras quitaba el agua a su bello pelo castaño, se le ocurrió la idea de llamar a Aitor para quedar al día siguiente en la playa. Por una parte Mara quería ver a Aitor, porque hace mucho tiempo que no lo veía, pero por otro lado lo hacía por Lenna. Ella había visto en el momento en el que se vieron por primera vez sería la hora H del día D en sus vidas.
El despertador de la habitación era distinto a los demás. Cuando sonaba la alarma, directamente se oía las señales horarias de las 10 de la mañana para que a continuación sonará la música de Los 40 Principales. Esa mañana a las 10 sonó la canción del grupo Secondhand Serenade. Era la canción favorita de Lenna. Amaba esa canción, ese estribillo...se sentía identificada con esa canción. Le gustaba la letra de arriba abajo, pero sobre todo esta parte: "Because tonight will be the night that I will fall for you. Over again."
Mara lo tenía todo preparado. El plan era que después de desayunar y ducharse, bajaban hasta el paseo marítimo donde se encontraban por casualidad con Aitor y varios amigos suyos. Luego bajaban hasta la playa donde echaban el día en el mar, en las hamacas jugando a las cartas, gastándose bromas, mientras luego iban a cenar por ahí. Tal como lo planeó, le salió. Todo fue perfecto. Salió a la perfección, fue un día divertido para todos, un día que sirvió para que Aitor y Lenna se fueran acercando sus corazones poco a poco para que se formara el colgante de sus dos almas.
Él lo intentaba, y se sentía impotente, ya que no conseguía nada. No sabía que pasaba, cuál era el problema, donde estaba el fallo. Pero el problema realmente no era él, era ella, no se sentía capaz.

Era la primera vez que Aitor arriesgaba tanto. La primera vez que Aitor era capaz de escapar del mundo con tal de conseguir el amor de ella. Le había dicho a muchas chicas distintas que las quería. ¿Pero cuantas veces se habrá mentido a él mismo y a esas chicas? Esta era la primera vez que decía te quiero con el alma y no con la lengua.

Él sabía que esa historia de amor era imposible, que no tenía ningún sentido. Pensaba que lo único que le hacía estar así era su deslumbrante físico. Pero no, cuando estaba cada vez más convencido de esa idea se daba cuenta que ella tenía algo lo cual le mantenía a Aitor enganchado.

Pasan los días, y la tónica es la misma continuamente. Él intenta acercarse a ella, pero ella tiene miedo de que su amor le haga daño. Ella aunque no lo quiera reconocer siente el mismo amor que siente Aitor.
Él sabía que las agujas del reloj jugaban en su contra. El verano se acababa y no era capaz de convencer a Lenna de que su amor era puro y verdadero. De esos que no se olvidan durante años. El sol de Agosto se iba y junto a él se iban el calor, los turistas, la noche de aroma especial en Rota.

Hasta que llegó el día clave. El día en el que los dos iban a dejar de verse, el día en el que empezarían a arrepentirse de la oportunidad que los dos tuvieron, y decidieron desperdiciarla por su miedo a perder.
Todo parecía destinado a que el final fuera triste. A que el amor no fuera el que ganara, como en las películas, a que el amor triunfará. Como nos contaban a todos en los cuentos, su historia parecía que no acabaría con un "Y fueron felices y comieron perdices."
La climatología tampoco acompañaba: caían tímidas gotas del cielo, Daba la sensación de que por el cielo caía lo que Lenna no pretendía que cayeran por sus ojos.
El coche arrancaba, el aire acondicionado del coche empezaba a recordar que el calor de Sevilla no tenía nada que ver al de Rota.
Hasta que ocurrió un milagro. Parecía que venía desde la nada, pero por el retrovisor del coche se vio a un chico moreno de ojos marrones haciendo un sprint de 50 metros para querer detenerlo. Todo parecía tan mágico, que no se sabe como pero logró parar el coche.
Ella se bajó del coche convencida, no quería pasar el invierno sin el calor de él. Él salió corriendo convencido de que ahora sí. Ahora sí iba a triunfar el amor, el beso deseado llegaría.
Ni se hablaban, simplemente se miraban, y cuando dejaron de mirarse, decidieron cerrar los ojos y que pasará lo que tuviera que pasar. Él se acercó primero, y sus labios chocaron con el pintalabios brillante de los de ella. Ella estaba en las nubes, dejándose llevar por la pasión del momento, sabe que tardará un año en encontrar la misma pasión. Su beso duró varios minutos, hasta que él decidió tomar la palabra para cerrar esta maravillosa historia de amor, por lo menos de este verano.
Y en el horizonte se veía el triste otoño. La vuelta al frío y a los días grises.
-Volveré.

Christian

Relatos FM


El matadero


      Hace tiempo que no me encuentro tan mal.  Me duele todo el cuerpo. Pero no es del alcohol, esta vez no, aunque reconozco que tenía que haber hecho caso a mi hija cuando, ya hace algunos años, me advirtió que la costumbre de tener el vaso de vermut al lado mientras pelaba patatas, aliñaba filetes o deshuesaba el pollo, no me llevaría por buen camino. Eso fue antes de irse de casa para empezar los estudios en la Universidad. Hace unos meses, cuando regresó para preparar las oposiciones, por más que intenté disimular, no tardó en descubrir que no podía pasar sin una copa, o, mejor dicho, varias copas al día para poder funcionar.
      Por este motivo, me obligó, con la tenacidad que la caracteriza, a visitar a un especialista y acabé afiliándome al grupo de la tarde de Alcohólicos Anónimos, con la idea de buscar un trabajo por las mañanas que me permitiese huir de esa soledad que me inducía, según el psiquiatra, a beber. No fue tarea fácil. En el pueblo no había gran cosa. Sólo abrigaba la esperanza de que el puesto de secretaria del matadero municipal, una vez se jubilase la señora que lo ocupaba, fuese para mí. Tuve suerte y, pasados unos meses, me contrataron para un periodo de prueba.
      Ahora, en el matadero y en medio de un silencio atroz, empiezo a escuchar voces que se acercan. Tengo miedo y frío. Sólo una parte de mi cuerpo está caliente, es mi espalda que roza algo tibio que me consuela. El efecto de las copas que empecé a consumir esta mañana temprano, se va desvaneciendo y empiezo a darme cuenta de la situación en la que me encuentro. Y no es nada optimista. Me parece ver que a unos metros de mi hay una mesa y varias sillas ocupadas por hombres que susurran. Pero no los puedo ver con claridad. Algo parecido a una nebulosa se coloca ante mis ojos. Están bebiendo cerveza. Las botellas vacías se estrellan contra el suelo a medida que van elevando la voz. Deben ser tres o cuatro.
      Poco a poco voy ubicándome y aclarando mis ideas. ¡Si no me hubiera llevado a escondidas aquella botella de ron de casa! Pero, no puedo ser cínica, ese no es el motivo. Si no me la hubiera llevado, la hubiera comprado en el supermercado.
-   ¿Estas seguro de que esta muerta?
-   ¡Joder! Dime como estarías tú si te hubieran envuelto la cabeza en una bolsa de supermercado como una col. ¡Y con la borrachera que tenía, con más razón!
      Estoy en la sala de despiece del matadero. A través del plástico, soy capaz de distinguir los ganchos que penden de las poleas del techo. Esa fue una de las cosas que me hicieron dudar a la hora de aceptar el trabajo. La visión de los cuerpos rosados, desnudos e indefensos de los cerdos, basculando al unísono de los ganchos como en un baile macabro, me removió las tripas nada más verlos. Pero no estaban las circunstancias como para elegir.
      Uno de ellos se levanta de la silla y viene hacia mí. Tengo miedo. No sé si podré aguantar la respiración lo suficiente como para que no sospeche que aún estoy con vida. Tengo a mi favor la postura, que les impide ver el débil vaivén de mi respiración. Estoy doblada sobre mí misma. Así fue como me dejó, molida de dolor, el de las botas de puntera metálica tras clavarlas en mi abdomen. Fue su manera de comprobar que estaba muerta. Estaba tan borracha que no pude emitir una sola queja.
      Entraron a media mañana para atracarnos. Saben que los sábados apenas hay gente y es el día en que se recibe la mercancía para toda la semana y el director efectúa los pagos a los suministradores. Pero este sábado el director no viene. Mañana se casa un sobrino y el trabajo se adelantó al viernes. Tampoco están los empleados que se encargan de meter los animales en los corrales. No hay dinero en la caja. Pero ellos no me creyeron cuando se lo advertí y están esperando a que aparezca el jefe. Están en un extremo del matadero, yo estoy en la mitad más o menos. Siento bajo mi cadera un dolor punzante que, según calculo, debe estar provocado por la zanja que atraviesa como una gran arteria el habitáculo, y que conduce la sangre de los animales descuartizados al vertedero.
      El bulto se va acercando, coloca su bota amarilla de goma, como las que usan los empleados del matadero, sobre mi cadera y me zarandea sin ganas, como por cumplir un trámite más, otro escalón en su cruel burocracia.  Pido al cielo que no se de cuenta de que la bolsa está rota y juro por Dios que nunca más volveré a quejarme del estado en que se encuentra el material del supermercado. Acerca su cara a la mía y rezo para que no descubra una lágrima que provoca mi miedo y que desemboca en mi sien derecha, humedeciendo el plástico.
-   En el fondo era mejor que estuviese borracha, como siempre. No se debe de haber dado cuenta de nada.
      Es la voz de Carlos, el que manejaba los cuchillos para rajar a los cerdos con esa pericia que me daba nauseas. Recuerdo aquella vez hace unas semanas que, sabedor de mis escrúpulos, me llamó a la sala con la excusa de darme un recado para el director. Estaba de brazos cruzados y, nada más verme entrar, accionó el botón de la cinta del techo. Un cerdo enorme apareció zarandeándose del gancho y se paró ante él. Sin dejar de hablar conmigo, cogió ceremoniosamente el cuchillo de la mesa y lo clavó en su abdomen. Un chorro de sangre que parecía no tener fin inundó el suelo. Intenté aparentar que no pasaba nada. A continuación, brotaron las vísceras del animal como un surtidor rojo cayendo con un sonido húmedo y apagado contra el suelo. Me miró mientras extraía el corazón del cerdo aún latiendo y lo sostuvo en la palma de su mano hasta que salí despavorida de allí. Estuvo riéndose de mí una semana entera. Después de aquello se fue de la empresa por motivos que desconozco.
-   Debíamos haberla creído cuando nos advirtió antes de golpearla que el jefe no vendría hoy.
      A ese otro también le conozco. No se su nombre pero se encarga de manejar la rejilla del escaldado del animal antes de meterlo con la polea en la máquina peladora. También acciona el torno. La primera vez que vi la máquina y quise interesarme por su función, me explicó que era como el torno de las monjas del pueblo. Pero que, en vez de borrachuelos, lo que salía de él cuando se empujaba la palanca eran puercos acabados de sacrificar, aún agitaban las patas cuando él los recibía para cortarles las pezuñas. Esta última frase la pronunció arrastrando las palabras con placer y mirándome de arriba abajo mientras me sacaba su asquerosa lengua.
      Mientras el hombre vuelve a la mesa y abre otro botellín, los demás bromean con la lengua trabada. Uno se cae de su asiento y los demás ríen a carcajadas. Cada vez están más borrachos. Especulan sobe sus próximos planes pero deciden esperar a que se les pase el efecto de las cervezas y el ron. Yo camino en dirección opuesta: cada vez tengo la mente más clara y el cuerpo menos dolorido. Muevo los dedos, que los tengo ateridos por el frío, y separo las muñecas comprobando que no están atadas como creí en un principio. Debieron pensar que no era necesario hacerlo si, además de que estaba borracha, me iban a asfixiar a continuación. Remuevo confiada mi espalda contra ese algo caliente que le sirve de apoyo. Indago con los dedos y noto el pelo de un animal bajo ellos. Creo que es el perro guardián. Recuerdo haber oído unos gemidos después de unos golpes. Miro de nuevo hacia la reunión pero no parece que nadie se mueva. Con miedo deslizo mis manos pegadas al cuerpo y aparto la bolsa cuidadosamente de la cara. Mis ojos se detienen en los tres cuerpos que rodean la mesa. Hay dos en el suelo y uno con la cabeza apoyada sobre la mesa. Miro a mi alrededor y sopeso la situación. El cuadro de mandos está sólo a unos metros de mí. Me coloco de nuevo la bolsa sobre la cara por si despiertan, dejando una abertura a la altura de los ojos y me deslizo como una serpiente sobre el suelo. Compruebo que la cámara frigorífica está abierta y los ganchos vacíos. Estoy decidida pero a mis dedos les cuesta obedecer. Cierro los ojos y pulso el botón. Un ruido chirriante que sale de la cámara me anuncia que la decisión está tomada. El que está apoyado sobre la mesa es el que maneja los cuchillos. Levanta la cabeza y yo pulso el botón haciéndose de nuevo el silencio. Se levanta con dificultad y tras comprobar que yo no estoy en mi sitio, zarandea sin éxito a uno de los que están desplomados sobre el suelo. Vuelve a mirar alrededor y camina zigzagueando hacia la cámara.
      Recuerdo las últimas palabras de mi hija cuando se marchó a recoger los certificados del título para presentarse a las oposiciones y decido hacerle caso: seré valiente y haré todo lo que esté en mi mano para que me hagan un contrato definitivo. Necesito curarme y que ella confíe de nuevo en mí.
      Me escondo tras el torno cerca de la sierra gigante que, cuando los cerdos salen de la máquina peladora, los parte de un solo tajo en dos, como si fueran de gelatina. El hombre se aproxima a la cámara y mira dentro. Al salir, apenas una mueca de espanto asoma a sus ojos cuando estrello la sierra contra su cabeza. No puedo decir que sienta placer al hacerlo, pero descubro que me he contagiado de la frialdad de los trabajadores del matadero. El cuerpo cae desplomado y acciono de nuevo el botón de la cinta. En sólo dos minutos he bajado la polea, he enganchado al de los cuchillos por el cinturón y lo he levantado hacia el techo. Pongo en marcha la cinta transportadora de nuevo mientras el débil movimiento de los ganchos vacíos llena de interrogantes el aire. Me acerco a la mesa a la vez que me agacho para aprisionar por sus cinturones a los hombres del suelo y engancharlos. Uno de ellos es el hijo del dueño del molino de aceite. Un desalmado que no trae más que disgustos a su pobre padre. Cuando lo levanto con la polea, entreabre los ojos pero vuelve a cerrarlos. Ya no tengo miedo. Pongo en marcha la cinta de nuevo mientras miro alrededor. Es como si, de pronto, reconociera a estas máquinas como algo mío, como algo que pertenece a mi mundo, a mi vida. Que ya no me dan asco y que forman parte de un trabajo que quiero mantener a toda costa.
      Mientras los cuerpos de los hombres abanican el aire del matadero con sus miembros laxos y pesados, abro del todo la puerta de la cámara y miro cómo entran en ella con parsimonia, como si de los componentes de un ballet se tratara. Me debato entre poner en marcha el termostato y bajar al mínimo la temperatura o simplemente cerrar la puerta desde fuera y llamar a la Policía. Hago esto último no sin antes dedicar un recuerdo a mi marido al ver los cuerpos perfectamente ordenados de sus ganchos. Él, que en gloria esté, también hacía lo mismo con sus pantalones.

Fragonard

Relatos FM


El regalo del destino


Atravesaron el océano en el mismo barco sin llegar a mirarse a los ojos. El joven seguía los movimientos y oía las palabras del hombre mayor cuándo éste se instalaba en la cubierta a celebrar tertulias marinas con sus compañeros de infortunio y esperanza. Ambos sabían quien era el otro, pero durante la travesía nunca se hablaron. Las  palabras llegaron unos meses más tarde, cuando se encontraron en el bar El Favorito.     
Ismael Ortega tenía quince años cuando dejó su pueblo en la provincia de Jaén. Había sido sembrador, cosechero de la aceituna y hábil trabajador en cualquier tarea del campo. Al llegar  a Buenos Aires, un paisano militante anarquista como él, se lo llevó como lava-copas a El Preferido. Después de un mes de manos húmedas pasó a desempeñarse como mozo en el salón. Esta tarea era mejor pagada, además tenía las propinas, el problema era estar en contacto con los argentinos. Lo llamaban gayego y debía contener su furia. Aunque nunca se acostumbró, con el tiempo aprendió a tolerarlos, a adoptar una actitud displicente ante tamaña ignorancia.
Pedro Castro había nacido en Cambados y aunque tenía un destino marinero, pues lo habían sido su padre y su abuelo, fue periodista. El azar lo cruzó un verano con un profesor de la Universidad de Santiago de Compostela. Se lo llevó como asistente personal, como se nombraba a sí mismo, aunque su tarea era de mandadero del profesor. La misma función tuvo en el diario local, cuando el profesor comenzó a dirigirlo. El tiempo y su voluntad lo convirtieron en periodista, después llegó la militancia en el socialismo  y ya no volvió al pueblo.
  Ismael Ortega y Pedro Castro subieron al buque Massilia en el puerto de La Rochelle. Como el resto de los pasajeros amontonados en las cabinas de tercera clase,  miraron desde lejos la costa española cuando el buque pasó frente al cabo de Finisterre.  La tristeza y el alivio los invadió al alejarse de   tierra europea para  cruzar  el Océano que los llevaría a Chile. La travesía no era segura pues los barcos alemanes estaban al acecho y debían navegar sin luces por la noche.
Ismael, no tenía aún veinte años y a pesar de haber sido ayudante en el frente, a pesar de la huida y de la internación en un campo de refugiados en el sur de Francia, a pesar de todo, escuchaba admirado, celebrando las palabras de quienes necesitaban contar sus heroicidades, reales o imaginarias. El interés que demostraba movía a las personas  a buscarlo cuando salían a tomar sol en cubierta.
Una de ellas era Hortensia, una gaditana que se desahogaba con variaciones verbales en torno a un solo protagonista: Pedro Castro. Poco a poco,  persona y  personaje se fundieron en un héroe a los ojos del muchacho. En cuanto lo  identificó, comenzó a estudiar sus gestos, dentro del sollado o en cubierta.  Se escondía en un recodo desde donde observaba los gestos de las manos, las expresiones de las caras y escuchaba las palabras de Pedro Castro y sus compañeros.
Por la voz incansable de Hortensia, supo que había sido secretaria de un colega de Pedro en el diario Mundo Obrero, habían compartido la redacción,  nada más.   Pedro Castro era un libre-pensador, estricto en sus relaciones políticas, y como militaban juntos, ni osaba verla como mujer, aunque fuera soltero  y tuviera un hijo con una compañera  –Un hijo bastardo, de quien nada se sabe- remarcó Hortensia, enseguida censurada por Blas, el otro hablador, un compañero del partido, un maestro que tenía devoción por la prosa revolucionaria de Castro y que calificó de burguesa reaccionaria a la mujer por hablar de ese modo de un hijo que era fruto del amor libre.   
Gracias a la gaditana y al maestro, Ismael aprendió nuevas palabras y se enteró de ideas que  suponía eran compartidas por todos, cada día escuchaba algo sobre Pedro Castro. Lo miraba desde lejos colocándole en el cuerpo las historias oídas.
Cuando por fin comenzaron a fondear el Río de la Plata les llegó el aviso de que el barco permanecería atracado una semana en Buenos Aires. La gaditana y el maestro le avisaron que  el gobierno argentino no quería ni judíos, ni rojos pero que había intervenido el dueño del diario más importante de la ciudad y que a los periodistas se les daría visa. A ellos, si bien no  eran exactamente periodistas, les correspondía dicha calificación  pues compartían el ambiente.     
Ismael los escuchaba, tratando de adivinar si Hortensia una vez más exageraba con aquello que le atenía. Sin decirles ni una palabra, decidió bajar en esa ciudad. Además recordó que en ella había nacido  Antonia Mercé, a quien vio bailar cuando fue a visitar a  las tropas republicanas y después murió rodeada de misterio.
Ismael se acodó en la primer cubierta para observar los movimientos de aquellos que  decidieron permanecer en Buenos Aires. En seguida notó que a unos metros de la planchada se hallaba parado un señor corpulento y elegante, de traje claro y sombrero Panamá acompañado por otro de menor estatura. El elegante recibía con un abrazo a los que bajaban y el más bajo les entregaba un sobre. Al bajar Pedro Castro fue retenido un tiempo por el señor elegante quien parecía muy contento de tenerlo ahí, frente a frente.   
   Ismael supo que el señor elegante era el dueño del diario, era muy rico, socialista y amigo de la República y que repartía el dinero de un gran premio obtenido por un caballo. Lo de un rico socialista le pareció algo muy raro, y lo del caballo aún más, pero en el barco había aprendido que la vida y las ideas no eran exactamente como le habían enseñado sus compañeros anarquistas. El señor rico recibía en el muelle a los que bajaban y el asistente de baja estatura les entregaba  un sobre con dinero.
Ismael calculó que en una hora los que descendieron al principio ya no estarían en el puerto y que ese sería su momento. Buscó la camisa blanca que traía desde la salida del campo en Arlés, lavada y planchada por una chica norteamericana, miembro del grupo que los habían asistido al salir del campo y  que le habían dado el dinero para el pasaje en barco. Se puso la camisa para estirar con el calor del cuerpo las arrugas de noventa días y esperó.
Transcurrida una hora decidió bajar.
-Muchas gracias Don Natalio, soy Ismael, el hijo de don Pedro Castro, ya sabrá que no llevo su apellido- le murmuró al oído con desenvoltura y una sonrisa cómplice.
- Adelante hijo y que seas muy bienvenido – le contestó sorprendido el señor elegante
Luego del abrazo de rigor, Ismael sin titubeos se dirigió al de baja estatura  quien le entregó el sobre como a los demás.   
Los trámites migratorios fueron facilitados para los pasajeros que llegaron en el Massilia. El señor elegante se encargaba de controlar a través de uno de sus empleados que así fuera.
Aún aturdido, sintiendo el suelo mecerse bajo sus pies, no habían transcurrido aún dos horas cuando Ismael salió  del puerto.
Había mirado y contado el contenido del sobre, aunque la cifra en moneda argentina no le decía nada, intuyó que era bastante y lo guardó en el fondo de su bolso marinero.
Cargando su equipaje al hombro, comenzó a caminar hasta encontrarse con  una calle empedrada que se empinaba más adelante, decidió ir por ella. Mientras subía pensó que así sería su vida en la nueva ciudad.
   Se dirigió hacia la Avenida de Mayo, en el barco le habían dicho que era la calle adonde se reunían los españoles. Una vez ahí,  encontró una pensión, donde mediante el pago por adelantado, le alquilaron un cuarto compartido con un muchacho extremeño que llevaba dos meses en Buenos Aires.   
Salió a recorrer la famosa Avenida, caminó hasta llegar a la Plaza de los Dos Congresos, la cruzó y volvió por la vereda de enfrente.  Se cruzó con varios compatriotas que lo miraron con enojo, también fue objeto de voces  de desprecio al pasar frente a un grupo que estaba en uno  de los cafés.
   Al volver a la pensión el extremeño le contó que los nacionales se habían instalado en la vereda impar, la vereda par por donde caminó primero, había sido apropiada por  los republicanos. Ismael supo por donde debería ir para ofrecerse como lava-copas, ayudante de cocina o lo que fuera.

Pedro Castro había dejado casi terminada la página cultural del día siguiente pues quería llegar más tarde al diario. Era viernes santo,  recordó que en España no se trabajaba y las calles de los pueblos  estarían invadidas por costaleros, nazarenos y toda la fauna devota a quienes había combatido. Más tarde comprendió el error de  tratarlos a todos por igual, de no haber percibido  las diferencias, no haber apreciado a quienes los acompañaron hasta el final. Había visto la amplitud de las fronteras entre amigos y enemigos, el lábil muro entre verdad y mentira. Por esas razones y por tanto dolor decidió ir a El Favorito en ese viernes por la tarde.   
La mesa junto a la ventana estaba vacía. Solía ocuparla cuando iba por su café de la mañana o el vermouth del mediodía, pero esta vez quiso ir por la tarde para encontrar a Ismael, el lava- copas.
Pidió un carajillo y le preguntó al mozo por el muchacho. Éste miró hacia la zona del bar donde debía estar Ismael y no lo encontró.
Iría a buscarlo, le dijo, aclarándole antes que no era lava-copas y  ambos atendían el salón.
El mozo encontró a Ismael escondido y con cara de susto, diciéndole que no con la cabeza cuando su compañero le dijo que el maestro Castro preguntaba por él. Transcurrieron unos segundos hasta oír la voz grave de Pedro Castro.
-   He venido a buscarte Ismael, no te asustes.
-   Señor, no he hecho nada malo, no me denuncie por favor. Necesitaba el dinero- musitó con voz temblorosa el muchacho.
-   ¿Cómo iría yo a denunciarte?  Fue un regalo del destino y supiste aceptarlo. Ahora el destino te trajo hasta mí.
Mi hijo murió en el frente, hoy tendría tu edad. Siéntate Ismael, quiero saber quien has sido hasta ahora.   

Amparo

Relatos FM


El Convento


En mi calle hay una larga pared que resiste con decencia pero en precario las humedades, un convento de monjas con problemas de mantenimiento, un edificio extenso de toda una manzana. Las monjas planean dedicar una parte del ala de mi calle a apartamentos en alquiler: habilitar cuatro apartamentos para obtener recursos y salvar el edificio y la congregación. Se me antoja una solución de urgencia y sólo resolverá la situación a corto plazo, son unas veinte monjas y el cuidado correcto requiere mucho más de lo percibido con las mensualidades de cuatro alquileres. El portero – jardinero – reparador – asistente – recadero – ayudante – vigilante escucha a la madre superiora rezar pidiendo al señor un aumento de las vocaciones. Pretenden pagar el viaje y una especie de dote a la familia de una joven africana de un país subsahariano con deseos por vestirse con los hábitos. Las monjas andan ilusionadas, llevan más de ocho años sin un miembro nuevo. El portero me cuenta que cuando era niño y su padre estaba al cargo había más de ciento cincuenta monjas, el convento rebosaba actividad, tenían una gran lavandería que trabajaba para otras congregaciones y residencias religiosas, y recursos suficientes para administrar la institución e incluso donar beneficios a otro convento con un comedor social de caridad para pobres.

Sería la primera monja negra de la congregación. Se me antoja un proceso en decadencia imparable si no cambia. Sin embargo la madre superiora y las demás monjas, todas mayores, esperan volver al esplendor pasado. Deberían acondicionar más apartamentos aunque suponga menguar la parte religiosa del edificio, recibirían más ingresos, reducirían los espacios a mantener y aún con amplitud para su vida conventual, con la mitad pueden acoger una comunidad grande, cosa poco probable a no ser que la labor misionera en África y Latinoamérica capte a jóvenes atraídas por el hábito debido a dios sabrá qué motivos de fondo.

Conocí a la madre superiora porque montan un belén las navidades y otras actividades a las que acudo al ser vecino, una cruz de mayo o colectas para causas benéficas. Ayudo a las monjas en alguna necesidad básica como trasladar bultos de peso o al portero con las chapuzas. Acabamos estableciendo una relación de afecto mutuo. La política de autofinanciación del convento ahora es difícil de preservar, las donaciones apenas existen y la lavandería tuvo que clausurarse por las carencias de las otras instituciones religiosas a las que prestaban servicio y la falta de mano de obra con vocación.

Al construir los apartamentos me cambié a uno de ellos pagando menos que en el piso de enfrente. Las cuatro viviendas dan a un patio interior del edificio, ninguna tiene ventanas a la calle y realmente es como si viviese en el convento porque, aunque las monjas no acceden, varios ventanales y una puerta de sus espacios dan a él. Me invitaron a comer para celebrar la puesta en marcha de los apartamentos y agradecerme las gestiones que había hecho. Están contentas, ven la salvación de la congregación en los ingresos de los alquileres. Además, gracias a una donación, la joven africana con vocación va a venir a la comunidad. La comida fue modesta pero gratísima, lo que más me gustó fue la limonada con hierbabuena de limones de su propio huerto.

Las monjas son representantes de una iglesia heredera de un patrimonio grande a gestionar con poco medios. Son personas sencillas y humildes con algún reflejo de las miserias humanas en algún comportamiento pero todo reducido a la dimensión de juego de niños. El escudo con el que nos pertrecharnos nosotros para vivir en sociedad ellas no lo conocen ni por asomo. Organizadas jerárquicamente tienen la ventaja de que la madre superiora es la más capacitada para ostentar el cargo de directora. Quizás todas la congregaciones religiosas tengan madres o padres superiores similares, seguramente una persona con actitudes severas y rígidas no podría organizar a un grupo humano de estas características porque acabaría rompiéndose. La de mi convento, a fin de cuentas ahora mi casa está dentro del convento, es conciliadora, comprensiva, dialogante, generosa y encantadora. Es una madre en sentido estricto y observo que las demás así la tratan. El respeto de su cargo se lo gana con la coherencia y el ejemplo de sus actos, sus setenta años no desmerecen la energía y vitalidad que exhibe. La orden funciona con total autonomía, las madres superioras de cada convento tienen poder de decisión sobre su congregación. Ella me pide consejo, en realidad pide consejo a mucha gente y luego toma decisiones propias que intenta justificar cuando no coinciden con la opinión dada por los demás.

No sé si lo piensa, pero cada vez son menos monjas, son mayores y la incorporación de una chica africana no va a salvar la tendencia a menos, el caso es que no lo expresa. Ante la cruda realidad se encomienda al Dios que decide según su voluntad. Su mecanismo mental está bien articulado: actúa y lucha por todo lo que a su alrededor existe y cuando fracasa o no obtiene resultados o la realidad le quita la razón, se entrega al designio divino. Lo sorprendente para alguien poco creyente como yo es que deriva la responsabilidad en Dios sólo cuando un ateo también se hubiera dado por vencido. Aunque Dios o Jesús o alguna virgen o santo o santa están en su boca, que son muchas veces, su capacidad de sacrificio y trabajo es tan grande que nunca le sirve de excusa para dejar de afanarse en algo. Pese al número de vocaciones en descenso, sigue esperanzada en su recuperación.

Estando con ellas compruebo que el hecho de vivir tiene posibilidades tan diferentes como peculiares y apasionantes, es como aceptar que a la felicidad se puede llegar por tantos caminos como humanos hay. Cada vez les dedico más tiempo, junto con la universidad y mi trabajo poniendo copas los fines de semana es la actividad que más me ocupa. A las monjas, sobre todo a la madre superiora, les gusta escucharme. Se ríen como niñas inocentes del ambiente de los patios de la facultad, las diferencias entre el comedor de allí y el refectorio de ellas, la forma de bailar de los jóvenes en la discoteca donde trabajo para pagarme los estudios. Realmente viven en otro mundo y éste se encuentra a cinco metros de mi portal, condicionado porque sus protagonistas son mis caseras. Me respetan tanto que cuando conocen de mi vida y detectan alguna "inmoralidad" sólo me bendicen con la señal de la cruz para salvarme de los pecados cometidos. Alguna vez asisto a misa en la iglesia adjunta al convento y ellas se ubican en el coro de la parte superior. Con discreción las miro y compruebo que no necesitan demasiados estímulos para sentir la alegría de vivir. Posiblemente obtienen placer con el rezo y la meditación, un éxtasis espiritual donde el universo se les muestra armonizado por una divinidad generosa con poder omnipresente que provoca bienestar, derrama felicidad y revitaliza cada célula de sus cuerpos ocultos bajo una túnica negra asumida como señal de modestia e igualdad. Aceptan el pasado de sus monjas antecesoras y la historia de la institución para preservar los valores encomendados en la palabra de Jesús.

La madre superiora y otras cinco monjas están empezando a colaborar en el comedor social al que en otros tiempos ayudaron con aportaciones económicas de su lavandería. Como ésta cerró han decidido que, una vez puesto en marcha el arrendamiento de los apartamentos, adelantarán la hora de su comida para contribuir en el comedor social. Están dedicando dos horas al día porque el número de necesitados ha aumentado en los últimos meses. Muchas personas nuevas entran con reparo, me dice la madre superiora, familias con niños pequeños a los que les resulta extraño un nuevo lugar con tanta gente para comer. Los niños no entienden y ella no para de darle vueltas al asunto. Me pide consejo, ella siempre pide consejo a todo el mundo y luego toma decisiones personales. No cree apropiado que los niños vayan a los comedores sociales, los padres tampoco pero se ven en la necesidad ante los problemas económicos que empieza a padecer mucha gente consecuencia de la falta de trabajo y la crisis del país. No son mendigos lanzados a la calle por la marginación, el alcohol o una vida truncada inadaptada al sistema. Son personas sin recursos, se han quedado sin trabajo y las ayudas comunitarias se han agotado o no son suficientes para mantener una vida reglada. Suelen tener aún vivienda y sus niños están correctamente escolarizados. Un nuevo problema que ella ha constatado y al que quiere ofrecer una respuesta.

La madre superiora planea darle un nuevo bocado a las dependencias del convento para actualizarlas en usos acordes con los tiempos que corren, demasiado deprisa añade. Crear en el patio de entrada al convento un nuevo espacio sobre unas estancias que servían como recepción de visitas cuando el convento estuvo en su apogeo hace tiempo. Piensa en una versión de comedor social para familias con críos pequeños, un sistema que otra comunidad de monjes ya ejecuta en un barrio marginal donde se reparten paquetes de comida dispensados para cocinar en sus domicilios. Mediante un control de los damnificados que justifiquen su situación personal y familiar se otorga a cada familia un paquete semanal evitando el desplazamiento al comedor y garantizando la estabilidad en los hábitos diarios de los niños con el fin de mitigar la inestabilidad económica y psicológica de sus padres. Un sistema de entregas a partir de donaciones y peticiones que, aunque iniciado por las monjas, podría mantenerlo alguna asociación benéfica dispuesta a ofrecer este nuevo servicio. Ellas ponen el lugar, inician y activan el proyecto, y después delegan en los ciudadanos su capacidad para expresar generosidad y solidaridad con los necesitados.

Hace dos meses que vivo en mi convento, mi casa está dentro del convento y no me resisto denominar así a mi nuevo domicilio. Para las monjas no es fácil sacrificar espacios de su edificio con otros usos. Tras los cuatro apartamentos va a venir el nuevo local de reparto de alimentos a familias necesitadas. Ayer la madre superiora reconoció que estos cambios están dando nueva vida al convento.

–¿Y habilitar una guardería en la antigua entrada sur hoy cerrada? –me sugiere.

Su vecino

Relatos FM


Recuerdos


Montefrío, enero de 1966,  es de noche, está encendido el brasero, un niño de 6 años escribe en el mantel de la mesa camilla de su abuela: MAÑANA ME VOY A BARCELONA, MAÑANA ME VOY A BARCELONA.
A las cinco de la mañana, corriendo por la calle Alta, con su madre y su hermano pequeño,  llegan a la plaza. No están los habituales apoyados en las paredes, es muy temprano, pero si distingue el autocar de Duran, con el motor encendido, casi lleno de conocidos que también marchan para esa gran ciudad. Allá le espera su padre, él ya marchó hace un par de meses para buscar casa y trabajo.
Barcelona, mayo de 2012, es de noche,  el niño  ya no tan niño, twitea por la red y descubre FÓRUM  MONTEFRÍO. Llueven los recuerdos y se pone a escribir.
Cuantas mañanas junto a su tito Calvente, iban a la huerta y después en casa hasta le dejaba ponerse la gorra de municipal.
Cuantas comidas junto a "su abuelita" en la calle Agua,  patatas fritas y huevos con lomo en orza o chorizo de la matanza, aun lo huele y se le sigue llenando la boca de agua.
Cuantas tardes  junto a su primo y amigos, corriendo por el paseo después de comprar pipas en el quiosco del Percho o un helado en el Choque. Había que subir hasta el mirador y no por la carretera, daba mucha vuelta.
Cuantas noches en el cine de verano, no importaba la película, casi siempre del oeste, aun recuerda el olor de la tierra del suelo y como tenía que ir a coger la silla plegable.  ¡Qué fresquito!
Basta, no quiere que estas vivencias se pierdan en el papel, tiene miedo que salgan al exterior y se pierdan por "la nube" y es más,  ¿a quién le pueden interesar?

Plitis

Relatos FM


Las Sombras del Amanecer


El anciano médico abandona trabajosamente el lecho dirigiéndose con paso inseguro hacia la cocina. No enciende la luz, se deja guiar por la tenue claridad que se filtra a través de las rendijas anunciando un amanecer que por fin deja de ser promesa. Son sus momentos preferidos, tiempo en suspenso en el que, sentado frente a la ventana que da al antiguo huerto, ahora convertido en jardín, se deja envolver por el creciente baño de luz que le permite soñar, mirar hacia sí mismo con la seguridad de sentirse vivo, embalsar el pensamiento permitiendo que únicamente la imagen ocupe la mente. Olvidar los terrores de la noche mientas intenta acallar las protestas de unas articulaciones tocadas por el sarro depositado por los años. Momentos íntimos que le permiten enfrentarse a otra jornada más, a otro de los interminables días que ya muy poco pueden ofrecerle.
     Se prepara despacio la jarrita de vino templado y endulzado con miel, su desayuno único desde aquellos lejanos años de juventud, desde los primeros tiempos de estudiante en una ciudad que, obscena y lejana, se tragó su vida y en la que nunca se sintió a gusto; Madrid de siempre ha sido un lugar esquivo, un lugar en el centro de ninguna parte, con las calles cuajadas de historia demasiado negra, cielos nublados por la sombra del Ángel Caído... Así lo definía el catedrático de Anatomía, aquel gigante cacereño que disfrutaba obligando a los alumnos a pelar huesos humanos en busca de las marcas dejadas por la enfermedad; un extraordinario profesor que les hizo entrever la cruel armonía en la que descansan las leyes que rigen la vida. Aún  recuerda el viejo médico las excentricidades de aquel singular profesor, se podría escribir un libro con ellas; sonríe al evocar aquella mañana en que invitó a sus alumnos a sardinas arenques, una de las debilidades del singular extremeño: lo hizo en la sala de disecciones, sobre una servilleta extendida encima del tórax de un cadáver al que faltaba la cabeza. Sí, sorprendente individuo, suya fue la culpa del abandono de buena parte de los estudiantes, mostraba la medicina en toda la crudeza del lado oscuro que, de alguna manera, la define.
     Al viejo médico nunca le gustó Madrid, él siempre conservó el alma campesina del llano que le vio nacer, la caricia del hálito soplado desde las montañas cubiertas de nieve que observan fascinadas la belleza de Granada.
     Observa que el nivel en la cuba roza el mínimo; tendrá que rellenar con las reservas del sótano, una arroba larga de líquido atesorada en madera que no admite cualquier vino; su alma aprisionada en roble de las Alpujarras únicamente permite el producto bronco, raspante, nacido en las lomas tocadas por el aliento reseco de la sierra de Parapanda. Y aquél, negro como una noche de Goya, procede de viña propia, de cepas sin tiempo con raigones que ya eran viejos cuando les cuidaba su abuelo. En la miel no es menos exigente, las yuntas deben ser igualadas: procede de las colmenas del cerro, un terreno pedregoso rico en espliego y romero en el que las abejas transforman el néctar de la tierra en un río dorado y fluido de sabor único. Vino y miel de la tierra, dos bendiciones de la tierra que el rentero que lleva la hacienda se apresura a satisfacer como pago anexo al contrato.
     La oscuridad cede.
     El pasillo pierde su misterio, las sombras que le observan desde los rincones se retiran, halos amigos sin vida propia con los que ha compartido confidencias. Algunos ruidos de incierta cuna anuncian el fin de la noche. La garganta agradece la tibieza de la bebida, se suaviza recuperando la capa protectora perdida con el sueño. Sí, los momentos marcados el alba no tienen precio para el viejo médico de espíritu agotado, su alma se aquieta perdiéndose dentro de su propia existencia, en nostalgias que alimentan los recuerdos.
     Sin embargo no todas las sombras se diluyen en la luz, siempre quedan algunas perfilándose en las penumbras del pasillo, halos procedentes de un mundo sin existencia que la mente rescata de la oscuridad; jirones desgarrados de un pasado que no le abandona, miradas clavadas en su alma a las que teme de forma especial.
     Y allí, sombra entre las sombras, la mirada sin vida de Leonardo, aquel compañero del colegio con el que compartió pupitre y correrías por la vega, muestra el vacío de un mundo cargado de horrores. De eso hace ya una vida.
     Leonardo...

Leonardo se precipitó por el hueco del campanario mientras intentaba llegar a un nido de abejaruco: cayó sobre un montón de materiales de construcción apilados junto a la pared por los obreros que reparaban el tejado de la iglesia; lo hizo sobre un tubo de andamio que le atravesó por completo, espolón que penetró por la espalda saliendo por el vientre, puntal enrojecido y desfigurado por los restos de vísceras que arrastró adheridas a él.
     El anciano médico se ve a sí mismo abriéndose paso hasta la primera fila de mirones y mujeres gritando, momentos de horror desatado hasta que alguien llegó con una manta y cubrió el cuerpo del chiquillo. Recuerda que la visión no le produjo emoción alguna, no más que los corderos que veía degollar por Mateo, el mozo viejo que vivía en las casas de adobe no lejos del riachuelo y al que acudían todos por su reconocida habilidad y limpieza con el cuchillo: antes de hundirlo en el cuello daba un puntazo en la nuca del animal, aseguraba que eso le atontaba y facilitaba la operación. El viejo Mateo... Tenía fama de visitar todas las semanas la casa de mala fama situada en la carretera, un local de sobra conocido por los mozos de la zona, también por muchos casados, y que su abuelo, con su proverbial chance citaba como "club social". Construcción hermanada con los colores de la tierra, luciendo el pomposo nombre de "Venta del Camorro" rotulado sobre el portón de entrada. En el piso superior se ubicaban varios cuartuchos dotados de cama y juego de palancana y jarro a los que las venteras de turno subían a los clientes. Lugar que en tiempos pasados llegó a disfrutar de cierta fama, mujeres que llegaban desde lugares tan lejanos como Málaga y Granada, hermosas, incluso hubo extranjeras. Los hombres acudían como moscas; Alcalá y Priego se encargaban de que las habitaciones superiores no conocieran la soledad.

Leonardo...
Un pequeño bastardo que disfrutaba martirizando animales, hermoso rapaz rubio como el niño Jesús del nacimiento que se montaba en la iglesia por Navidad, privilegiado ser al que el cura todo perdonaba, incluso que faltase a la Catequesis, pecado a nadie más permitido. No, el viejo médico no se arrepiente de haber aflojado la piedra sobre la que se apoyaba el tablón en el que se debía apoyar Leonardo para llegar hasta el hueco del nido. Desde el muro del cementerio fue testigo silencioso de la caída, de cómo Leonardo intentaba agarrarse a los resquicios que ofrecía la pared, de cómo volaba pataleando y gritando hasta ensartarse en uno de los tubos que él había puesto de punta. Del extraño sonido producido por el golpe final que dio fin a su existencia... Uno de los mejores momentos de su vida. Lástima que durara tan poco.
     Y en aquel momento, con la gente rodeando el cuerpo, con la mirada teñida por el rojo de la sangre que salpicaba el polvo de la calleja, arribó a su mente la imagen de las pinturas que vio en una cueva de Santander, se las enseñó un amigo de su padre que vivía en un pueblucho de la montaña en la raya con Burgos al que fueron a visitar un verano que pasaban las vacaciones en el puerto de Laredo, (la familia de su padre provenía de la zona); eran las fiestas y se celebraba un concurso de rabel. La cueva se situaba en lo alto del monte, entre unos riscos de difícil acceso y se entraba por una hendidura abierta entre los pedruscos, abertura estrecha por la que una persona normal debía deslizarse de lado. Caverna no demasiado profunda, un pasadizo inicial de quince o veinte pasos conducía hasta una oquedad sin salida abierta en el alma de la roca. Y allí estaban: algunas figuras de trazado en rojo que aprovechaban de forma magistral las irregularidades y vetas de la piedra para dar sensación de vida, de movimiento al ser contempladas mientras el observador, o la llama de la tea que le alumbrara, se desplazaban.
     Caballos y bisontes, marcas de manos, líneas sinuosas de significado oculto, y también figuras humanas apenas perfiladas, pocas, como si lo importante fueran los esquemas y los animales y los humanos no pasaran de simples acompañantes, la proporción que realzaba el detalle. Se trataba de hombres, de ello daba fe el trazo dibujado entre las piernas, línea de longitud suficiente como para asegurar que quien la esbozó se dejó a un lado las más elementales leyes del dibujo a escala.
     Como el mástil enrojecido que sobresalía del pecho de Leonardo.
     Algo hermoso lo que vio en aquella caverna, pensaba mientras cubrían el cuerpo de Leonardo con la manta, se presentía el abismo del tiempo y la terrible insignificancia de lo humano, de sus obsesiones; sobre todo de los sueños de trascendencia a los que se agarra su alma. Y el amigo de su padre, familia lejana, un montañés de vozarrón de ogro y vocabulario que sacaría los colores al carretero peor hablado de Astorga, decía mientras comían en su casa que nadie en el pueblo se explicaba cómo hombres que mataban animales con hachas de piedra y palos aguzados endurecidos al fuego, hombres de manos como garras que despedazaban la carne sin esfuerzo, fueron capaces de crear delicadezas semejantes, obras tan sublimes como las que habíamos visto.
     Y fue su madre, andaluza suave como la brisa del llano que la vio nacer, (el anciano médico la recuerda intentando no quedar mal ante la gigantesca ración de cocido montañés que la habían colocado delante, no faltaba ni un solo sacramento en la inmensidad de la fuente que la dueña de la casa se empeñaba en repartir sin que sobrara nada), quien dijo algo que a todos hizo levantar la vista y mirarla, meditando sobre la profundidad de las palabras que pronunció sin levantar los ojos del plato:
    - No fueron ellos... estoy segura que fueron ellas...
     
El anciano médico se incorpora, la jarra está vacía y ninguna sombra se camufla en la penumbra del pasillo, la luz ha cegado los ojos nacidos de la oscuridad.

Saulo Covián