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III Concurso de Relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Abril 05, 2011, 11:17:53 AM

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Dado el éxito de las ediciones anteriores, con más de 20.000 visitas y relatos procedentes de todos los rincones del planeta, tenemos el placer de anunciar la III edición del CONCURSO DE RELATOS FÓRUM MONTEFRÍO.

En esta ocasión, como gran novedad, hemos decidido crear una categoría local. Ello se debe al gran nivel de las obras presentadas por la gente de Montefrío.

Por lo demás, solo nos queda invitaros a participar y sobre todo a escribir en esta gran fiesta de las letras. Montefrío vuelve a vestirse de gala para presentar el que ya se ha configurado como uno de los referentes literarios de la zona.

"La pluma es lengua del alma." Miguel de Cervantes Saavedra








Bases III Concurso de Relatos Fórum Montefrío
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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#2
Dada la gran cantidad de relatos, no garantizamos poder incluir en la web todos los trabajos recibidos. Si algún participante no ve su obra no debe preocuparse, igualmente entra en concurso.
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Mi Mar

Hay un mar entornado que me envuelve en esta cala hoy que decidí dejar mi ropa henchida al viento. Un fragmento de arena me recordó a aquel día -cómo olvidarlo, aunque a ti te olvidara anteayer- en que conduje sur adentro a por mi beso, mío solo, y junto a la vainilla, el perfume a mar desconocido, el que te amamantó, y la arena -ese fragmento- que se te había anudado en el muslo perfecto.

Un susurro desorbitado, como un grito de Munch en mis oídos expresionistas, pone mi vello de punta y camino, y hundo mis pies, y hundo la ropa henchida, ahora piel misma. Entre el murmullo del mar, tan socorrido, víctima de bohemios y de erráticos parásitos donde mi ego se duele, el susurro preconcebido. A mi izquierda, junto al faro semihundido cuyo nombre no recuerdo, una muchacha intenta infructuosamente que la caracola le diga algo más que el eco de la espuma golpeando sus pies. Y sus pies ya son incluso eco. Son incluso más: son mis propias huellas.

Corría el viento, quizá, pero era noche. Estabas a mi lado y te confesé que me obsesionaba el mar, tan de repente. "Tú, que eres de monte". Y le conté esa parte de mi vida que transcurrió en una barca que aún no iba a la deriva, por unas calles en que el calor tropical impedían un paso firme, y aquellas noches en que un mojito era el comienzo de una efímera amistad. "¿Recuerdas la foto que deseabas hacer? En el puerto... no sé cómo llamar a aquello que tú definiste tan bien. Pues quiero una foto ahí mismo, y sé el lugar. Ocultaré parte de mi rostro tras un libro o el puño (el codo apoyado en mi pierna), y el mar tras de mí". Me callé que no sabía a ciencia cierta dónde se encontraba aquel escenario, y tú hablaste de la orientación del mar junto a mi cuerpo con el sarcasmo tan merecido.

El viento ruge ya -lo sé... aquella noche no- y no puedo separarme de un horizonte que no atisbo, sino que devoro. Qué lejos está el sur del Sur... Recuerdo la ropa empapada, la bruma serena, el motor heroico, la heroicidad increíble, con mi estandarte a cuestas y mi medalla al mérito de no temblar lo que más tarde tirité.

En Tarifa, antes de embarcar, vi el otro lado y dije sí al mar con un movimiento imperceptible. Tú te percataste, seguro. La lejanía del ferry dejaba en mi rostro la sana luminosidad de la huida distinta. Me hiciste una foto. No como la que quizá me regale en el puerto; otra especial: "se te ve distinta". Y no es cuestión de fronteras, ni de lo salado que fuese el océano. Anónima aún, recorrí tímidamente con los ojos lo que nos rodeaba. Cerré los ojos para sentir profundamente lo que seguramente no existe.

Hay un mar enfadado que me arrastra por su palacio hoy, y ha decidido dejar mi ropa en la orilla y hundirme con él. En mi mente, cerezos, encinas, Tras Os Montes, carámbanos, el desierto, un trilobites, aquel unicornio, una cuerda de guitarra vencida, la rama de tu vainilla, el grito desmesurado, el café de los viernes, un aplauso perdido sobre escena, un mal sueño, despertar y no estar sola, y la órbita de tus ojos observando a mis ojos desorbitados.

GABRIEL BETTENCOURT
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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Mariposas Migratorias

-Un paso adelante, otro al sur  -por qué siempre tenía que recordar y balbucear eso. Más que ninguna otra cosa. Elena mira distraída el movimiento de sus pies. 
Luce un ajetreado abrigo alemán, un portafolio repleto de papeles, desordenados cabellos crespos, y un gesto altivo que la embellece tanto como la traiciona. Da vueltas y vueltas por la esquina del edificio del Rectorado de la Universidad, parece una marioneta. Una marioneta maltratada.
Por aquellas conexiones invisibles de las que está hecha su vida, la profesora Elena Saravia ha regresado a Neuquén, su ciudad natal, un pueblo chico, al sur de un país chico, donde empieza a acabarse el mundo.
Es un mediodía apenas soleado de otoño, y una multitud ausente pasa a su lado, atropellándola, ignorándola. Sin embargo, de alguna extraña manera todos conocen a Elena. Saben que su presencia en esa esquina altera la lógica de los acontecimientos, altera el sentido del tiempo.
-Un paso adelante, otro al sur.
La mujer repite su letanía, cierra los ojos, y algo del pasado se escapa de las jaulas de su memoria: En esa misma esquina, en una lejanísima noche ventosa de invierno, ella se despidió de su mejor amiga y colega, Irene Harsányi. 
Elena Saravia ha pasado gran parte de su vida en Alemania, en ciudades de nombres impronunciables, exiliada de sus ritos cotidianos, de su trabajo docente, de las calles de su ciudad, y todo eso se debe a lo que sucedió hace veinte años atrás, en aquella esquina del Rectorado de la Universidad del Comahue, en Neuquén.
Elena cree volver a ver a su amiga con alas de mariposa nocturna. Cree que Irene, con esas grandes y borrosas alas, es una mariposa de las que migran, de las que se salvan y tienen una larga vida, vuelan  kilómetros y kilómetros, recorren continentes.
Vuelve a ver los ojos luminosos de Irene y vuelve a escuchar sus palabras.

-No puedo pensar. Estoy agotada. ¡Qué reunión de *****!
-Ese tipo ya debe haber tirado el petitorio a la basura. ¿Vos creés que nos denunciará?
-Sí. Pero hay que seguir. Hay que seguir.
-No sé, Irene. La actitud del Interventor... algo jodido está por pasar.
Elena e Irene eran delegadas del claustro docente. Irene Harsányi era nieta e hija de luchadores sindicalistas. Sus abuelos, descendientes de húngaros refugiados, habían organizado a los obreros ferroviarios contra la patronal inglesa a fines del mil ochocientos, cuando sucedió lo del tendido de rieles a lo largo de las pampas. La madre de Irene había fundado una unidad básica con sus vecinas y algunas compañeras de la industria textil del barrio. Su padre era delegado de la asociación local de empleados públicos y un hermano mayor lideraba el gremio de los transportistas.     
Elena conoció a Irene en las aulas de la escuela media y siguieron estudiando juntas Biología, derivaron en la Filogenia y de allí pasaron a la Entomología. Irene pertenecía a la primera generación de su familia que había tenido acceso a la Universidad y estaba muy consciente de ese privilegio. Era una académica distinguida y había sido premiada recientemente con un financiamiento europeo para estudiar el fenómeno del desplazamiento masivo de ciertos insectos patagónicos. En ese momento, dirigía una investigación pionera sobre las mariposas. Estaba casada y tenía un hijo.
Elena era soltera, vivía sola, era docente y ayudante de laboratorio en la misma investigación que lideraba Irene Harsányi. La mayoría de los profesores y alumnos de la Universidad pensaba que la profesora Saravia quería a su jefa y amiga con pasión. Algunos creían que la quería con la misma pasión con que la envidiaba.       
En aquella esquina del Rectorado intervenido por un gobierno militar, en esa noche de perros, Elena miró fijamente a Irene, y decidió encararla. Lo venía pensando desde hacía tiempo:
-Decime, ¿qué nos está pasando? Llegué feliz porque íbamos a tener tiempo para estar juntas, aunque sea esperando que nos atendiera un cabrón, y ahora me siento como en la morgue.
Irene la miró en silencio.
Elena sabía que su amiga podía ver, como ven los videntes. Y estaba segura de que en ese momento contemplaba el recipiente vacío que ella levaba adentro.
Elena insistió:
-¡Cuánto hace que no hablamos! Con esta cuestión del Partido y el Partido, ya no existimos. Ya no somos amigas, ni colegas, ni nada. Últimamente, no hablamos ni de los lepidópteros. ¿Sabés qué? Me siento presa. ¿Me entendés?... peor que las larvas del microscopio.
Ambas habían madrugado para terminar de escribir las demandas surgidas de la asamblea de la noche anterior, habían estado soportando una tensión continua, esperando de despacho en despacho hasta que las recibiera el Interventor. Fueron maltratadas por los funcionarios y transitaron más de la cuenta, de una sala a otra. Estaban agotadas y sobre todo las cansaba la pestilencia del miedo, un miedo que se olía en todas las calles de la ciudad.
Sin embargo, Irene, en la penumbra de aquella esquina, donde el flash de algún coche que pasaba le iluminaba la cara, se veía aún radiante. La profesora Harsányi era incansable, como toda su estirpe. Su cuerpo de deportista (campeona provincial de natación), su pelo rubio, largo y lacio se movía con el viento; la llovizna y el frío de julio brillaban en sus ojos. Los ojos verdes de Irene, húmedos, vivos, risueños.
-Quiero salirme –dijo Elena.
-¿Qué? No podés aflojar ahora.
-Quiero salirme. De verdad te lo digo –repitió Elena-. De ahora en más, quiero hacer todo lo que me cante el culo.
Esa vez se lo dijo con mayor convicción. Era cierto que hacía mucho tiempo que Elena Saravia andaba por la vida de mala gana, y suponía que en gran parte se debía a su militancia.   
-Culo de hormiga reina –replicó Irene riéndose- Culo de Tapinoma burguesa.
Seguían mirándose y ninguna de las dos tomaba una decisión.
Estar paradas en aquella esquina desolada, a aquella hora, era desde todo punto de vista inconveniente. Durante las noches de la dictadura, la oscuridad transformaba el destino de la gente en una incógnita mucho mayor que bajo la luz del día.
-Me están esperando los Franciscos, padre e hijo -dijo Irene.
-No vayas a llegar tarde a misa -se burló Elena.
Irene puso una mano sobre el hombro de su amiga y le acarició la mejilla. Miró su pelo negro y enrulado, agitado por el viento, se acercó con un gesto cariñoso y le acomodó un mechón rebelde atrás de la oreja. Le recordó la consigna, la llamada telefónica de control, y caminó hacia el sur.
Elena cruzó la calle y caminó hacia la esquina contraria. ¿Percibió un aleteo raro, apresurado? Irene volaba como una mariposa Thysania.
Se quedó sola en la esquina norte, bajo la lluvia, parada enfrente del edificio del Rectorado.

-Ya empezaron las patrullas militares. ¿No querés que te alcance a algún lado? –Elena escuchó al conductor de aquel auto y lo miró en medio de la oscuridad, con una sonrisa helada.   
-Es peligroso -insistió el hombre, quizá solo para sacarse de encima la sensación de estar hablando con una momia embalsamada.
Elena no lograba articular sonido. Intentó abrir y cerrar los labios pero no se escuchó a mí misma. Era como si estuviera debajo del agua, como en aquel año de las crecidas, cuando llegaron las lluvias. Ella había resbalado y su cuerpo se hundió en las corrientes del río Limay. Se debatió atrapada por los remolinos hasta que llegó Irene y la salvó del ahogo. Así se consolidó aquella amistad de náufraga, de manotazos desesperados. Elena Saravia nunca pudo olvidarlo.
Aquella vez se afilió. Irene le había salvado la vida y aprovechó el momento para incorporarla al Partido. Elena se afilió para darle el gusto a Irene.
-Subí de una vez, por favor -ordenó el tipo impaciente, a punto de acelerar. Elena obedeció maquinalmente, con la irracionalidad que nace del miedo. Subió al coche, se sentó y apretó su bolso sobre el pecho como si fuera el último trozo de madera carcomido por el diluvio. "No hay tabla de salvación", pensó.
- ¿Venís de ver al Interventor?
Elena se dio vuelta a mirarlo.
-¿Sos delegada? –el tipo no estaba disimulando.
Ella advirtió el peligro. Se alisó el pelo, que con la lluvia se había transformado en un nido de arañas; le temblaban las manos.
Los focos de los escasos autos circulando reflejaron las líneas oblicuas de la llovizna intensa, cada vez más copiosa.
Elena mintió acerca del camino que la acercaba a su barrio y empezó a tranquilizarse un poco. De pronto, advirtió algo raro. Le pareció ver en los ojos de aquel hombrecito un sentimiento de lástima. Era una pequeña lástima, pero una lástima capaz de luchar contra el sadismo, capaz incluso de vencerlo. Con sus buenos modales, con su indisimulada reserva de buena crianza, ese hombre era a todas luces despreciable y, sin embargo, la debilidad de Elena le daba pena, le inspiraba compasión. Ella estaba segura. Ella no era valiente, ella era sólo intuitiva.   
El auto se detuvo. Él puso una mano sobre la rodilla de Elena Saravia y la deslizó con torpe lentitud hacia su entrepierna. Con la otra mano sacó una tarjeta de presentación del bolsillo interior de su chaqueta.
-Tomá, no la pierdas. Por si alguna vez tenés problemas con el Interventor de la Universidad. No me llamés a mí, solo le mostrás mi tarjeta. Con eso basta.
Elena lo miró con su mejor cara de libélula desorientada. Volvió a tiritar. Zafó como pudo, bajó del auto, metió la tarjeta con furia en su bolsillo y empezó a caminar en contra del viento.

Los demonios aparecen de pronto y sólo producen cataclismos. Pero entonces Elena no lo entendió. ¡Cómo entender que aquel hombre insignificante, con aquel automóvil fabuloso y lúgubre, vestido de leguleyo refinado, iba a suponer un antes y un después en el curso de su vida!
Elena recorrió la calle larga que conducía al boulevard cercano a su casa: las veredas solitarias, mojadas, calamitosas, el agua por momentos cayendo a torrentes, los umbrales rotos. Las hojas de los árboles en el suelo, marchitas, fatigadas, oscuras.
Llegó a su departamento, calentó agua, tomó unos mates y se desplomó vestida sobre la cama. Después sonó el teléfono, pero ya era de madrugada. Escuchó la voz del compañero de seguridad, la información fue breve y en clave: Irene Harsányi había desaparecido después de la reunión en el Rectorado.
Las mariposas nocturnas también migran -susurró Elena.
Volvió a salir a la calle. Por primera vez, la que había caído en desgracia era su amiga y no ella.
Nadie podía suponer que a Irene podía pasarle algo malo. Todos sabían que la profesora Harsányi era la imagen del éxito. En Elena Saravia, en cambio, solo distinguían el retrato de una mujer que hacía  todo lo que podía y debía, que siempre había hecho todo lo que podía y debía, pero que nunca llegaba a ninguna parte. ¿Éste era su tiempo, su espacio, su victoria?
Caminó, caminó, caminó.
Caminó con satisfacción, con deleite por el dolor ajeno. Caminó con vergüenza por ese deleite. Caminó como un cartero.
Apenas unas horas atrás le había dicho a su mejor amiga que iba a desertar de la lucha por la que vivían ella y su familia. ¿Era una traición? No, era  un acto de ingratitud. En la cabeza de Elena Saravia discutían un millón de voces. Asomaban unas culpas deshilachadas y malignas que crecían rápido, que lo inundaban todo, como los primeros rayos del sol.
El frío de la madrugada le lastimaba la piel de las manos. Elena las metió en los bolsillos del abrigo y siguió y siguió caminando. Sus dedos palparon la tarjeta de presentación del desconocido de la noche anterior, se paró para leerla y entonces comprendió que la seguían. Todo sucedió rápido. Alcanzó a gemir en voz baja: "¡Perdoname, Irene!, perdoname". Después llegó el golpe, el grito, unas sacudidas, los empujones, el trapo en la boca. La arrastraron y escuchó el arranque del motor. Estuvo inmóvil en un espacio mínimo, sin aliento, con el taco de una de las botas quebrado, metido para adentro, lastimándole el pie. La tarjeta de presentación del hombrecito lúgubre apretada en una mano y la imagen de la ausencia de Irene Harsányi  clavada en la inconsciencia de su propia desgracia.
Entró a aquel sitio donde había puertas rotas a culatazos y agujeros de bala en las paredes. Vivió aquel delirio con el único deseo de morirse, morirse pronto, morirse de una vez por todas. Un deseo que se imponía por encima de todas las cosas, una idea fija.
Fue en ese sitio donde Elena se transformó en una mariposa sin alas.
-"Hija de ****, por qué no nos dijiste antes quién era el tipo que te protegía". Aquella frase llegó tarde a los oídos de Elena Saravia.             
El empujón final, el automatismo y la ayuda para sentarse en el asiento asignado en una de las últimas filas del avión, con rumbo al aeropuerto de Berlín. Toda la noche Elena soñó con las vulgares Monarca, esas mariposas migratorias que tienen un gusto tan horrible que todas las aves las desprecian, hasta las carroñeras.

-Un paso adelante, otro al sur. 
La profesora Elena Saravia está de regreso. Ha vuelto después de veinte años. Y no sabe para qué. Ni qué hacer, ni dónde ir. Todas sus relaciones con el mundo parecen tener lugar a través de un vidrio.
El cadáver de Irene Harsányi nunca fue localizado. El de Francisco Heredia, su marido, y el de su pequeño hijo del mismo nombre, fueron identificados después de varios años, en una fosa común, junto a decenas de otros cuerpos.
El abogado Sergio Doménech (nombre que constaba en la tarjeta que Elena arrugaba en su mano el día de su detención), continúa al frente de un buffet de prestigio, en las cercanías de los Tribunales; mantiene sus contactos con los Servicios de Seguridad y de vez en cuando lo abruma una rara sensación de lástima por algún cliente, se compadece frente a un desconocido y hasta siente pena. Nunca ha podido entender por qué le ocurren estas cosas.     
Todo ha cambiado mucho en Neuquén, aunque sigue siendo una ciudad chica, al sur de un país chico, cerca de donde se acaba el mundo.
Elena Saravia fue recontratada por la Universidad del Comahue, es docente en la carrera de Biología, pero ya no tiene paciencia para enseñar. Las autoridades universitarias han perdido interés por los estudios entomológicos. El destino de las mariposas migratorias se han vuelto insustanciales.
Elena vive en un eterno invierno. Regresa permanentemente a aquella noche de poca luz, viento y llovizna, y camina por aquella esquina en que el azar quiso que su amiga Harsányi  fuese la elegida. Muchas veces le parece ver las alas de Thysania con que imaginó a Irene. Ve el reflejo nocturno de sus ojos, esos ojos verdes de Irene, capaces de calmar tormentas.
Elena ha decidido seguir hasta que el tiempo, que todo lo vuelve trivial, consiga también banalizar esta inconclusa historia de amigas.

Julia Guillén
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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EL ARTISTA DEL ALAMBRE

La gente que viene aquí paga por la posibilidad de verme muerto. O más bien por lo que compra su entrada es por no perder la ocasión de que me mate ante sus ojos. Todo lo demás, todo lo que hay al rededor, todo aquello en lo que tanto trabajamos y nos esforzamos artistas como yo no tiene sentido ni importancia para las personas que ocupan su asiento y nos miran. Es verdad que a través del entrenamiento soy capaz de crear un cebo sofisticado, ofrezco con mis movimientos miles de veces ensayados un inminencia de carne rota y sangre derramada, un cuerpo muerto delante de sus narices, para luego quitárselo repentinamente sin dejarles otra forma de volcar su frustración que los aplausos. Ellos creen que baten sus palmas como pago por haber disfrutado de mi perfección técnica. Pero eso es mentira. Yo cobro primero en moneda de curso legal y después vuelvo a cobrar cuando siento las plantas de mis pies apoyadas en el suelo. Para lo que ellos me aplauden es para instigarme a que vuelva a arriesgarme una vez más, para que ya que hoy he esquivado ese accidente, ese error último y fatal, tiente a la suerte para que mañana no sea así. Quieren engatusarme, alimentar mi vanidad y una falsa confianza para que me equivoque y me mate, me rompa la cabeza contra el suelo de arena cubierto por una lona.
Disfruto, o disfrutaba, ya no lo sé muy bien, con ese juego. Con ese ofrecer y luego negar, con esa posibilidad de presenciar mi muerte para luego restregarles en su decepción que por las pocas monedas que han desembolsado no tienen más derecho que el de ser engañados con mis brincos y mis alardes, y que además después de descubrirse burlados habrán de rendirme adoración.
Pero no es fácil vivir así. No es fácil estar en este segundo en el que ahora me encuentro. Con cien gritos apenas contenidos dentro de sus cien gargantas, que por prometer la desaparición del silencio absoluto que me rodea, hacen de este algo más intenso, más material. No es fácil ni sencillo mantener la dignidad ni la cabeza fría con todos esos pares de ojos que se han dado ya cuenta de que mis pies no están tan bien sujetos  a este estrecho hilo de alambre. El mareo, el vértigo.
El suelo ya como una amenaza más que como un lugar de refugio. Y después la pregunta. Si es que puede ser posible el hecho de preguntarse algo y responderselo a si mismo en un solo segundo, si es posible que mi cerebro trabaje a tal velocidad de una manera eficaz. En realidad yo no deseo descubrir nada, pero el cuerpo tiene sus propios automatismos a los que es imposible eludir. Con tan solo percibir en la planta del pie que el centro de equilibrio se ha perdido, aparece la pregunta que me viene persiguiendo desde hace años: ¿me quiero matar?
Realmente la pregunta no es mía, no tuvo su origen en mi. Puede que de alguna forma siempre haya estado en mi inconsciente o en mi naturaleza, o en esa especie de cajón de sastre al que nos referimos cuando hablamos de lo más profundo y desagradable de nuestra mente. Pero si quiero ser concreto (debo de serlo, pues esto solo durará un segundo, poco más) quien primero formuló la pregunta fue mi mujer. Lo hizo cuando todavía no nos habíamos casado, cuando cada pregunta y cada respuesta todavía eran importantes. Luego me lo siguió preguntando muchas veces más, pero entonces ya no tenía sentido preguntarse acerca de ello. Por eso mismo nunca le contesté. Ni siquiera lo hice en aquella primera ocasión. Podía haberle dicho que no, que por supuesto que no quería matarme, que era ridículo plantearse una cuestión así. Nadie desea su propia muerte, y menos que nadie el que la arriesga de continuo. Normalmente los suicidas son personas asustadizas, y para subirse como yo hago a un alambre a veinte metros de altura hay que tener valor, es cierto que también un poco de insensatez, pero ante todo hay que ser valiente. Lo importante de su pregunta fue que me abrió los ojos. Si hubiese sido capaz de responderle, para bien o para mal, y no me hubiera quedado mirando el vacío que había entre mi taza de café y su cara, a lo mejor hubiese conseguido salvar ese abismo que se acababa de abrir ante mis ojos. Pero no dije nada, no supe qué decir (no sabía ni que pudiera pensar algo al respecto) y me quedé anclado a mitad de camino entre las dos orillas de esa sima. No siempre estaba allí, así como no siempre estaba presente en mi cabeza la pregunta, pero ya nunca pude regresar al estado previo. A los años en que la posibilidad de morir en mi trabajo era algo ajeno para mi.
Recorriendo el país he hablado con mineros que me han descrito, con sus propias palabras y desde su punto de vista, algo parecido a lo que siento. De jóvenes no tenían ningún reparo en entrar hasta la galería más profunda que se acabase de abrir, sin miedo, sin la conciencia del mismo ni del peligro. Pero a todos les llegaba el mismo momento que a mi, una especie de epifanía inversa. Se casaban, o tenían un hijo, o sucedía un pequeño accidente que les afectaba indirectamente y entonces todo cambiaba. Se transformaban en otros, en aquellos de quien antes de su iluminación se habían burlado por miedosos. Pero igualmente todos coincidían en que ese miedo les había hecho mejores en su trabajo.
También eso me sucedió a mi. No me convertí en el mejor, pero sí en uno de los mejores después de que ella pusiera en mi la pregunta, después de que ella quisiera saber por primera vez, ¿te quieres matar haciendo lo que haces? Y como consecuencia me casé con ella. El miedo y la posibilidad de matarme (ese abismo nuevo) estaba allí; pero también la perspectiva, la confianza, de que a su lado podría llegar tan alto como quisiera.
Noto que mis pies no están adecuadamente apoyados sobre el alambre después del último salto. El equilibrio ya no es perfecto y la pregunta ha emergido, ¿me quiero matar? Pero no sé qué responder. No tengo tiempo para pensar una respuesta, sino recupero el centro de gravedad me caeré y me romperé el cuello; no es el mejor momento para ponerme a buscar respuestas. Además, tampoco sabría cómo contestarla hoy. ¿Me quiero morir? Eso implica deseo, decisión. Y justamente hoy no siento nada aquí arriba. No puedo querer a nadie y tampoco puedo querer nada. Para mi estar vivo o no es algo que da la inercia de los días, y no una cosa que requiera voluntad.
Antes sí. Después de casarme con ella sí que quería estar vivo. Aunque no se lo dijese cuando me lo preguntaba. Junto con el miedo, o más bien a partir de él, surgió el deseo inequívoco de querer vivir. De tomarme el trabajo de pensar que quería llegar al día de mañana, que necesitaba vivirlo, y el siguiente, y el siguiente, para pasarlo junto a ella.
Mientras ensayaba tenía su cara y su cuerpo siempre en primer lugar en mis pensamientos y lejos de entorpecerme y de hacerme equivocar, su imagen y el deseo (en ese momento sí que era deseo, no dudaba de la naturaleza de la palabra, no podía confundir lo que sentía hacia ella con algo que no fuera deseo) de regresar a su lado hacían que fuera preciso y seguro en cada movimiento. Durante los primero meses quiso vivir conmigo. Le ilusionaba recorrer el país a mi lado y dormir por las noches en la cama estrecha y dura de mi caravana. Pero solo lo soportó durante un tiempo. Yo lo sabía, estaba seguro de que ella no podría aguantar una vida como la que yo llevaba, pero no se lo quise decir, al igual que nunca le dije muchas otras cosas. Con saber que era mía ya tenía suficiente, ya tenía de sobra con haber compartido un tiempo mesa, comida, cama y hasta ducha. Ella regresó a su ciudad. ¿Quieres que me quede? Me preguntó. Y de nuevo no la contesté. De haber abierto la boca solo le hubiese pedido que no me dejara otra vez solo. Pero no quería verla así: se había apagado; la piel más gris, los ojos más perdidos, el pelo más lacio. No quería verla sufrir, pero tampoco quería que se ajase. La quería fresca y hermosa, y no de otro modo, a mi lado. No le gustó tampoco que no respondiera en esa ocasión. Recogió sus cosas y yo corría a verla en cada oportunidad que me surgía, y entonces la veía de nuevo bella y alegre. Y mientras tanto el miedo y el deseo de seguir vivo me hacía mejor cada vez más.
Llegué a ser el mejor, incluso se puede decir ahora que ya no dejaré de serlo nunca.
Ella nunca quiso volver a verme trabajar sobre el alambre desde la noche en que me conoció. Pero mi fama creció tanto que la entrada que siempre tenía reservada para ella los fines de semana comenzó a ser usada. La podía ver desde arriba, como un punto diminuto pero que para mi era único e inconfundible. Luego pasaba la noche y la mañana siguiente conmigo y se iba antes de la primera función del domingo. Para ella la pregunta estaba mucho más presente que para mi. Arriba nunca tengo  tiempo de considerar nada a excepción de mi trabajo; si dispongo de tiempo para pensar, como ahora me está sucediendo, es que algo he hecho mal. En cambio para ella, que no estaba dentro de mi cabeza ni dentro de mi cuerpo perfectamente adiestrado, era muy doloroso verme bordear la muerte sobre la ridícula anchura de una alambre. La primera noche, (la segunda desde que la conocía) que vi que su asiento no estaba libre como de costumbre supe que era el mejor. Me sentí así porque era evidente que para ella yo lo era y con eso no necesitaba más, el resto quedaba en un segundo plano. Me daba igual que fuese cierto, que si ella había venido a verme era porque para todo el mundo era el mejor desde hacía mucho tiempo. No me importaba el mundo, el resto de la humanidad. Me importaba que ella estaba allí para darme un beso en cuanto bajase de la escala de cuerda.
Los compañeros y también la gente de fuera del circo empezó a decir que arriesgaba demasiado, que no era necesario llegar tan lejos. Me lo comenzaron a comentar tímidamente a partir de esa noche en que ella reapareció abajo entre el público. Primero fueron reprobaciones leves, comentarios como de pasada. Al final fueron críticas encendidas que contenían esa misma pregunta que ella sembró en mi la primera vez. Jamás hice caso a ninguno, aunque con lo que sí me quedé fue con que me había transformado en alguien distinto a mi mismo. Ya no era un equilibrista sin más, era una persona, que con mis saltos había logrado que me reconocieran como un ser humano que arriesgaba su vida y como tal me preguntaban (igual que lo haría el ser amado) ¿te quieres matar? El morbo de mi posible muerte era el mismo imán que les atraía noche tras noche, pero ya no había frustración tras la admiración falsa. En su lugar había ahora ira y reproche tras la misma. Me odiaban por arriesgar mi cuello de una forma tan poco razonable, también me felicitaban por mis proezas y mi perfección, pero en sus ojos descubría ese odio que me alimentaba tanto como el amor de ella.
Por supuesto que superé los límites, por supuesto que buscaba horrorizarles y hacerles admirarme como se admira a un kamikace, era consciente de ello aunque solo en parte. Tal vez ahora mismo me vence la duda, pero si no soy capaz de asumir un error es que no soy tan bueno como creo. Mi duda y al mismo tiempo mi confirmación de que me estaba comportando como un auténtico suicida procedió también de ella. Nunca hubiera pensado plenamente en esa posibilidad de no ser porque ella, del mismo modo que apareció sin aviso, desapareció igualmente.
No supe ver ningún otro cambio en nuestra relación excepto ese. No digo que no los hubiera, solo digo que yo no los vi. Nunca hablábamos demasiado, me gustaba escucharla pero yo siempre he sido un hombre silencioso. Y como no noté ninguna diferencia en lo que me contaba pensé que todo seguía igual entre nosotros, hasta que fue demasiado evidente que no era así. A la evidencia que me refiero no fue que desapareciera de entre el público, fue que desapareció de mi vida. Estuve meses sin verla, sin saber de ella, sin escuchar su voz, sin oler su pelo. Hasta hoy, hasta hace unas cuantas horas antes de subirme de nuevo al alambre otra vez.
No importa cómo, pero al final supe donde encontrarla. La miré desde mi altura (soy muy alto, más que mirar, escruto a la gente). La miré a ella y al hombre con el que entrelazaba sus manos. Los dos sentados en un banco en medio de un parque, con niños corriendo y chillando al rededor. Incluso alguno podía ser suyo, había pasado tiempo más que suficiente. Solo ella me miró, desde abajo, tan minúscula como me parecía  desde el alambre y me dijo, con desprecio y curiosidad a la vez: ¿todavía no te has matado?
Me empecé a dar cuenta de todo horas después, cuando ya estaba subido encima del alambre. Sentada junto a ese otro hombre estaba preciosa, tanto como el día que la conocí. Eso debía de significar algo, por supuesto. Quería decir, pensé en medio de mis brincos, que el tiempo que había pasado junto a mi solo le había estropeado, que no había sido bueno para ella el tener que llegar a preguntarme si realmente yo me quería matar. Supongo que eso no es bueno para nadie. Pensé en ella hasta que me di cuenta de que había ejecutado mal mi último movimiento, un salto más bien sencillo. Quizás fue porque en ese momento pensé en la prolongada mirada de desprecio que ella me había dirigido después de pronunciar las únicas cinco palabras que me dijo. Pero tampoco tengo motivos para valorar que ese pensamiento en concreto me distrajera. Había estado recordando cosas antes sin por ello equivocarme.
Ya no notaba el alambre bajo la planta de mi pie a pesar de que lo buscaba y pensé que tal vez había ido a buscarla precisamente hoy porque sí quería matarme allí arriba, pensé en eso y en más cosas. Pero juro que solo estuve pensando durante un segundo, imposible que fuera más tiempo. A pesar de ello sé que ha sido demasiado. Un solo segundo es demasiado allí arriba donde estaba. Aunque sigo teniendo la duda de cómo es posible que mi cerebro trabaje tan deprisa; no es posible que haya podido recordar, repensar tantas cosas, en tan solo ese segundo en el que he perdido la concentración y el apoyo. Un único segundo también puede ser muy poco. Pero tal vez, y solo tal vez, ya he comenzado a caer hacia el suelo de arena y por eso me está dando tiempo para pensar en ella y para recordar su pregunta, ¿te quieres matar?
Repentinamente tengo ganas de responderme ahora, a pesar de que sé que no encontraré la respuesta antes de que termine de caer.

Arcac
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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#6

EL ANDÉN

¿Que imaginario silencio nos  invade en el momento de  bañarnos? Girar la estrella plateada de la grifería y sentir el golpe sutil,  ligero de cada gota convertida en lluvia. La cabeza bendecida por el rocío tibio., y luego,  todo el cuerpo que calma su sed  en  el estrecho espacio que se forma, matemático, en el cerámico. Un circular charco transparente donde la espuma simula oleajes salados. Espejos  caprichosos que no devuelven la imagen reconocida. Nuestras manos creandi rutinas innecesarias para expulsar la niebla instalada en el cristal.
A veces jugamos un poco a vernos de pedacitos. Primero, desplazar la bruma, sólo para  observar los ojos. Esferas líquidas que  devuelven la pesada carga de la rutina para  luego retomar  la elipsis sagrada y observar la nariz que inhala el vaho aromático de ese jabón de lavanda que compramos en el supermercado, sólo porque la propaganda televisiva, nos  incitó a la compra desde una mujer esbelta y jabonosa. Nuevos círculos, que deshacen el velo opaco hasta vernos de frente desnudos de cuerpo y alma. ¿Cinco minutos? ¿Media o una hora? Todo se programa según el apuro por llegar a ninguna parte,  porque el tren partió hace años y decidimos quedarnos en el andén., estoicamente sufriendo cada despedida.
Escribir esto sin saber si llegaré a alguna parte, porque también estoy en ese andén y formo parte de una multitud que espera, sin saber que espera. En esa estación  estamos todos configurados en un tiempo mecanizado y pequeño, que cabe en una esfera chata, que se luce en la muñeca. La aguja secundaria, marcando rigurosa, la hora de levantarnos y la pregunta retórica ¿Para qué? Porque hacemos la vista gorda y nos incrustamos en una realidad aparente, mimética. Nos desplazamos autómatas con una mueca que se dibuja mientras el oxido que tenemos dentro, se desborda  en cada estertor para continuar vivos.
             Escribir, tratando  de que el cuento sea un cuento, aunque sepamos que es la rotunda realidad de la espera. Contar que el personaje de la ficción  toma el peine y lo parte en dos pedazos. Con el más pequeño de los trozos intenta peinarse pensando: Demasiados dientes para el poco pelo que me queda. Sostiene su paciencia al comienzo del día y realiza, con movimientos mínimos, el ritual que lleva haciendo millones de días. Jabón, pasta dental, la toallita de la cara. Diez minutos para secarse, ocho para ponerse la ropa interior, diez para colocarse el pantalón y dieciséis para calzar sus zapatos, tardando más de lo habitual, porque es verano y tiene los pies hinchados
               Tomar el café parado, a grandes sorbos, porque se ha hecho demasiado tarde y el colectivo de las seis y treinta ya pasó de seguro y él como siempre quedándose en el andén mirando el tren que no espera..Llamar por teléfono al remis. Equivocado. Se da cuenta que puso el pulgar en el dígito tres, número impar, y el anular en el  ocho, par. Comienza de nuevo prestando atención a ese alfabeto alfanumérico que lo conectará con el afuera.
                Llego  tarde. No pude ponerme los zapatos en los cinco minutos estipulados para ello. Y la voz del otro lado del cable, reconocida y seca. No te preocupés. Pero sí se preocupa porque seguro perderá el presentismo porque tardó  dieciséis minutos en ponerse los zapatos. Y ahora  le duelen los pies. Sin embargo anestesia esas sensaciones y corre casi como una liebre para alcanzar el colectivo de la seis y cuarenta y cinco que ya pasó y él no estaba, porque tardó dieciséis minutos y no cinco,  en ponerse el único par de  zapatos que pudo comprarse hace ya cuatro años. Y corre. Corre con la angustia de saber  que cobrará este mes un diez por ciento menos de su sueldo  por los once minutos demás que tardó en ponerse esas fundas de cuero que hacen doler los pues y la cabeza.              

SUREÑA
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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DONDE MUEREN LAS BURLAS

Siempre pensé que las ofrendas de carácter religioso que vemos junto a los caminos son la huella dolorosa de desgraciadas circunstancias concebidas por las trampas del destino; rayos, choques y las mil desventuras que nos depara el vivir.
Estas expresiones  del "no me olvides", siempre me han llenado de una dolorosa curiosidad.
Recuerdo desde niño una serie de cruces diversas que peleando contra el tiempo y el desanimo, ubicadas junto a cerradas curvas o al borde de acantilados de espanto.
En un viaje a Minas en tiempos menos asfaltados, observé una curva erizada de cruces que me congelaban la mirada y estrujaban mi corazón... esta es la curva de la muerte, me anunciaron con circunstancial voz, y apreté con mis manos el brazo de mi madre.
En todos mis viajes por el interior, en rincones intrincados, distantes, casi intransitados encontré estas ofrendas anónimas. Creo que el morbo despertó mi curiosidad; pero a medida que iba averiguando el origen histórico del hecho recordado, comprendí que más que homenajes, eran gestos de desprecio contra la arrogante impunidad de la muerte.
Con el tiempo conocí muchas historias, pero hoy elegí esta que nos pinta al ser nacional.
No hace mucho, juntando leña en un camino rural, entre estancias enormes y taperas de piedra, rodeado de cerros y arroyos que se desbocan al primer aguacero, en una fría tarde de junio tropecé entre chircas y espinillos con una cruz tambaleante, sostenida por el oxido que la carcomía y una desformada dignidad de mejores tiempos. La naturaleza había decidido integrarla a si, con su infinito he inmutable apetito.
Le retiré parte de la maleza que la cubría y pareció erguirse agradecida; una rara sensación me estremeció generando una intriga que me hizo profundizar en la búsqueda.
El entorno estaba desierto y el campo despoblado daba más soledad a la soledad, solo vacas curiosas y aves sin recelo me rodeaban, un golpe de aire frió me envolvió, mientras a la distancia un toro invisible demostraba su presencia bramando como un tren enfurecido.
Al subir a mi vehículo observé que jinete con paso cansino  se aproximaba.
-Lo que pasó aquí. No fue un accidente, fue el cobro de una afrenta.
Replicó a mi pregunta, y se alejó acomodándose el sombrero de ala ancha.
Como se imaginan este dato fue un estímulo de mi curiosidad.
En el borde del pueblo, junto a la ruta 12, que supo acarrear diligencias y tropas, existía un establecimiento de"Ramos Generales", a fines del siglo 19 alojó según turnos, soldados de bandos contrarios. Fue posta de diligencias camino a Minas y escuela primaria; en ese momento languidecía como un almacén y bar, y más que nada como un lugar de encuentro entre tan poca gente desperdigada.
Al entrar a ese lugar comprobé que era mucho más forastero de lo que me hubiera gustado ser, saludé a un grupo de vecinos agolpados en un rincón; todos tenían muchos inviernos en sus rostros. Pedí algo para beber y respeté el silencio que se hizo a mi llegada.
Lo rompieron con charlas desganadas por la rutina: que la esquila, que la Luna, que las heladas. Pero el tono subía cuando alguno de ellos comentaba las andanzas de otro, y resonaban carcajadas cuando eran de otra. Pero entre anécdota y tragos, un silencio pastoso invadía el lugar.  Me arrimé a la rueda, con un "invitación" para todos, y comprobé que era la mejor puerta de entrada. Me metí en sus temas, más como de oídas que de sabidas, pero tercie en la conversación.
Cuando lo creí oportuno me introduje en lo que me había llevado a ese lugar.
-Estaba juntando leña en el bajo que está cerca de la escuela vieja y en medio de ese mugrero encontré una cruz antigua, busqué algún nombre que me orientara, pero nada.¿Alguno de ustedes podría decirme a quien está dedicada?
Mi pregunta cayó peor que mal. Una corriente de turbación generalizada invadió a los parroquianos, se removieron en sus asientos, pero no pronunciaron palabra. Poco después reiniciaron sus charlas habituales, ignorándome y  esperando que me fuera, seguramente.
Saludé, retirándome vencido, cuando al subir a la camioneta sentí una voz que me preguntó.
-¿El hombre está muy interesado en saber lo que pasó en ese lugar?
-Por supuesto!, le contesté, el pasado muere cuando nadie lo recuerda, y se me hace que usted está más informado que los que están ahí dentro.
-Está en lo cierto, pero mejor lléveme hasta el lugar así se lo relato como se debe.
Al llegar, apenas bajamos de la camioneta el hombre ensombreció su gesto, se quitó el sombrero negro de ala pequeña, que parecía haberlo acompañado toda la vida, escarbó el suelo con la punta de sus desgastada bota y levantó su mirada despejada con una sonrisa tranquilizadora.
Comenzó su relato sin preámbulos, como quien debe cumplir un mandato doloroso.
-En este lugar, justo donde se encuentra la cruz mi padre mató un hombre; condenó su juventud y marcó para siempre nuestras vidas. Lo hizo por hechos que hoy tienen poca importancia, aunque son los mismos de siempre con el color de otros tiempos.
Usted sabe mi amigo, siguió, luego de un largo "beso" a la petaca de caña que le había alcanzado. Usted sabe mi amigo, continuó; que la vida en el campo es difícil, la pobreza con dignidad es uno de los mayores tesoros de los humildes, eso era mi padre; un hombre honesto y trabajador casado con la mujer más hermosa y noble de toda esta zona.
La historia siempre ha sido la misma, los frutos imposibles siempre han sido los más codiciados y mi madre a pesar de su respetabilidad, no le faltaba más de uno que le tuviese ganas. Usted me entiende.
Por aquellos años del 1900 la policía hacía un recorrido casa por casa, haciendo firmar cada vecino una constancia de su visita.  El día que llegó a mi casa mi padre no estaba, yo aún estaba en la cuna y mi madre lavaba la ropa en una cañada cercana. Seguramente ella tenía la falda mojada por su tarea, se la recogió un poco y apoyó en su rodilla el papel para firmar y no mojar el documento.
Nada habría pasado si el boquiabierta del policía no hubiera ido al almacén, el mismo en el que usted estaba y borracho comentara maliciosamente: ante todos los presentes el hecho; agregándole un poco más, junto a cada trago.
El rumor corrió, creciendo entre gente aburrida y envidiosa. El resto se adivina.
Mi padre lo esperó en el camino para enfrentar la situación y cuando el policía lleno de soberbia lo quiso llevar preso por desacato, mi padre le partió el corazón con su cuchillo.
El lengua larga dejó su vida acá, en el mismo lugar donde usted está parado, mientras mi padre dejó una punta de años entre unas rejas para las que no había nacido.
Mi niñez fue dura, la miseria se ensañó todo lo que pudo y a pesar de las distancias y soledades de estos parajes la marca de dignidad puesta por mi padre, nos mantuvo resguardados de otro tipo de desventuras.
A esta altura del relato ya habíamos secado la petaca y sentía que mi curiosidad había perturbado a un buen hombre, por lo que me sentía molesto conmigo mismo.
Le pedí disculpas torpemente, mientras el con una sonrisa me contestó.
-No se aflija amigo, recordar a mis padres más que un dolor es un orgullo y esa cruz que marca tan mala hora, recuerda que todo tiene un límite, hasta la vida misma.
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Basado en un hecho real

Mario Frizzi
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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TODA UNA VIDA

"Los caminos de la vida
no son los que yo esperaba
no son los que yo creía
no son los que imaginaba"
Vicentico

La infancia

Fue un niño difícil, un pendenciero pasivo que nunca ganó una pelea. Su fijación por el honor,  a imagen del arquetipo encarnado por Errol Flynn en su General Custer, le obligaba a complacer a los más fuertes que lo provocaban, y a medir sus fuerzas ante los débiles que se burlaban de él. Años cincuenta.

La adolescencia
Su adolescencia fue una pesadilla permanente de hipocondrías, dudas y obsesiones malsanas.  La Religión.

Los veinte
Diez años de constancia, una oposición aprobada y sus ocho dioptrías diagnosticadas por un médico militar, le aseguraron a los veintiocho una discreta butaca negra de funcionario.

Los treinta
Aunque se esmeraba para los demás, nunca dedicó tiempo a su propia declaración de la Renta. Apenas le importaba poco o mucho dinero; pagarse la casa, comer, dormir sin que nadie le molestase, perderse en cualquier bar de La Avenida Queipo de Llano, sin más compañero de café que el periódico local; ¿de qué más podría servirle el dinero? Así fue como alcanzó los cuarenta.

Los cuarenta
A Emilio ya no le quedaban amigos de la infancia y en el trabajo se le tenía por un tipo serio y eficiente, pero  plano, cortante en el trato, que intimidaba bastante; se convirtió en un mueble más de la oficina raquítica, un mueble polvoriento y funcional en el cual nadie se apoyaba ya ni por casualidad , y que por atávica razón nunca sería reemplazado por otro más nuevo.
Nunca habló de sí mismo, ni emitió juicio alguno sobre terceros.
Su presencia resultaba a veces siniestra.
Sin embargo con el roce diario, con el paso de los años, algún detalle luminoso revelaba un fondo de honestidad. Con la mayoría de los compañeros, por sistema aprehendido,  se mostraba ecuánime y atento, casi oficioso, pero siempre muy reservado, bajo una suerte de  calma programada tras la cual a mí me parecía vislumbrar debatirse dos fieras enemigas.

Los cincuenta
Enamoróse Emilio – ya canoso - de una chica muy joven – y muy tierna – por la que todos sentíamos un cariño muy especial, y se le escapó con ella muy a su pesar – se le veía afectado durante el resto de la semana y toda la siguiente – alguna confidencia. Ella le disculpó todo siempre, conmovida, seguro, por la tortura interna del solitario.

Los sesenta
Emilio acudía religiosamente a las fiestas de despedida, de cambio de destino y de Navidad. Allí, rodeado de jóvenes, cuando las parejas más cansadas se excusaban y se iban, el brazo de él rodeando protectoramente el cuello de ella, tras el café, el "cacharro", los homenajes y el puro, cuando llegaba el instante de disgregarse en coches de seis en seis, en rara ocasión rechazó quedarse a ver las del alba y lo hacía con los dos o tres de veras bohemios – dos veces más jóvenes que él  - , y entonces sentía que estaba vivo y disfrutaba auténticamente, sin fingir, una, dos, tres veces al año de verdad, en un polígono junto a la misma distribuidora de cervezas. A solas, en algo parecido a un camarote, su mano con manchas y crispada acariciaba, como acaricia la inspiración obstusa por el alcohol a un poema que no termina de llegar, las estrías del vientre de seda de la misma huraña, paciente niña dominicana, y  él le sonreía patéticamente emocionado. Pero ella miraba al vacío de su lado izquierdo muy seria,  con asco.

sesenta y cuatro
Una hermosa uva pasada, mucho más joven que él, lo tuvo tras la copa de su despedida  atrapado en un delicioso brete. Y aunque lo vi después derrotado y solo en el lavabo, yo me alegré mucho por él al principio.

Los años de jubilación
Creo que Emilio viajó mucho.

La muerte
En su funeral conocí por vez primera a sus cuatro sobrinos y a sus dos hermanas y a sus dos cuñados y a sus cinco sobrinos-nietos que vinieron de Madrid y La Rápita, para despedirle. Yo había envejecido  con él en el mismo zulo de la Delegación de Hacienda, alojado en la creencia de  que no tenía hermanos, amigos ni rastro alguno de familia.

efil
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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LA REALIDAD

Martes, 11 de Octubre. 8 de la mañana. Otro día cargado de incógnitas se abre delante de mis narices. ¿Seré capaz de hacerlo? Quizás no, quizás vuelva de nuevo a casa, sombrío, huraño, consciente de mi eterna cobardía.
Dejo correr el agua fría sobre el lavabo. No la toco, no quiero mojarme, no quiero despertar a mi fétida realidad, a esa realidad que me devuelve el espejo y que refleja lo que no soy, un simple, sencillo y triste ser humano.
Como cada mañana, vuelvo a sentir esas increíbles ganas de vomitar. Siento la bilis llegar a mi garganta, empujando por salir, y su sabor ocre y gastado me inunda por completo. Mi cuerpo se rebela. ¿Qué pasó ayer? Apenas recuerdo gran cosa, gente caminando hacia ningún sitio, risas vacías, gestos deformes, copas, whisky, alcohol...
Mi ropa huele a desecho, no recuerdo cuándo fue la última vez que me puse una camisa limpia, aunque, a decir verdad, tampoco recuerdo lo que hice ayer... Creo que ya va siendo hora de que tome una decisión.
Miro mis manos y veo que empiezan a temblar. Este temblor..., ¿seré capaz de hacerlo? Mi mente duda, mis manos tiemblan y, sin embargo, sé que tengo que hacerlo, lo sé....
Lo supe desde hace meses, desde el mismo momento en que me despidieron, cuando aquel cerdo y piojoso me llamó a su despacho y, entre sarcasmos, me dio la esperada noticia. "Le echaremos de menos..." Maldito cabrón..., 20 años en la empresa, 20 largos años sufriendo, tragándome mi dignidad y mi orgullo, guardándome las ganas de gritar, de sacudir tu feo rostro... "Le echaremos de menos"..., no te preocupes, pronto acabará todo...
Salgo a la calle y todo me da vueltas. "Hoy es el día", lo sé. Siento que mis piernas se ponen en movimiento, autómatas, independientes, sabiendo qué rumbo tomar. Todo mi organismo funciona de forma autónoma, no depende de mí, no quiere que participe, la decisión está tomada...
La gente sigue su camino sin prestarme apenas atención, no soy nadie, sólo un ser invisible dentro de este laberinto. Mis manos siguen temblando, las encierro en los bolsillos, siento algo afilado en su interior, y mis labios resecos fuerzan una extraña mueca.



11.30 h. El primer whisky sirvió para calmar el temblor de mis manos, y ahora, después de otros 2 más, me siento tranquilo, muy tranquilo. Pensaba que el alcohol me infundiría el valor que me pudiera faltar cuando llegara el momento..., pero me siento bien, extrañamente bien, como si alguien dirigiera mis movimientos desde la distancia.
Quizás sólo sea un títere en todo este espectáculo, quizás alguien esté moviendo las cuerdas de mi vida. Desde luego, si fuese así, me gustaría conocer a ese alguien y decirle unas cuantas cositas... Es posible que incluso me cayese bien; sólo alguien con un fino sentido del humor y con una visión irónica de la vida podría estar dirigiendo mi destino.
¿Dios? Uff, más bien Lucifer, o al menos no ese Dios que me enseñaron en la escuela, ¿verdad, Sor Teresa? Un Dios justo, bondadoso, compasivo..., pues conmigo se ha lucido... O está probando nuevos martirios o es todo un cachondo... Mmmm, creo que el whisky está haciendo efecto...
Todavía tengo tiempo. Hasta dentro de media hora ese cabrón no vendrá a tomarse su café de media mañana, pero esta vez puede que le resulte un poco amargo... No, dejaré que se lo acabe, dejaré que lo saboree, que sea el último placer que tenga en este mundo, que se lleve su café al infierno y lo disfrute durante toda la eternidad.
Mi vida se ha ido a la *****, ya nada tiene sentido, lo sé, y no me importa. Tengo 47 años, un divorcio a mis espaldas, dos hijos a los que casi ni veo y a los que nada puedo ofrecer. Manos vacías, no hay futuro, no hay salida..., ¿para qué quiero vivir este maldito presente?
Y ese cabrón riéndose a mis espaldas. Jugando con mi vida a la ruleta rusa, echándome a la calle sin importarle una ***** lo que me pase... Pero pronto todo acabará, se hará justicia, al menos MI justicia...


Estoy sentado en una esquina del bar, de espaldas a la puerta. No le he visto entrar, pero siento su presencia. Mis manos han vuelto a temblar, parece que presienten lo que va a ocurrir, están nerviosas, activas..., los dedos repasan el borde afilado de la navaja...
-   Buenos días, D. José. ¿Lo de siempre?
-   Sí, Manolo, pero ponme la leche calentita, que hace un frío de muerte.


Su voz..., penetra en mis oídos, revuelve mi estómago..., de nuevo esas ganas de vomitar... Apuro de un trago el enésimo vaso de whisky y siento como su calor invade mis entrañas, mis manos se relajan, de repente el tiempo parece detenerse y vuelvo a ser el espectador privilegiado de una vida ajena.
Mis pies se ponen en movimiento, lentamente, sin prisas. Me aproximo a la barra del bar y me coloco a su lado, espalda contra espalda. No me ve, no le veo, pero cada poro de mi piel siente su viscosidad, su repugnante presencia.
Ha llegado el momento. Me giro y veo su espalda frente a mí. ¡Dios, qué asco...! Siento la bilis llegar hasta mis labios y hago un esfuerzo sobrehumano para no vomitar. Mi mano derecha sujeta con firmeza la navaja en el interior del bolsillo, mi mano izquierda se eleva hasta alcanzar su hombro. Tocarle..., será la primera vez que tenga un contacto físico con esta bazofia, pero no será la última...
¿Podré hacerlo? ¿Tendré el valor suficiente...? ¡Dios! ¡Por qué dudo ahora...! Es fácil, sólo un pequeño movimiento, saca la navaja y clávasela en su podrido corazón... Lo has pensado durante tanto tiempo, has vivido este mismo momento en tu cabeza tantas veces... que ahora no puedes permitirte vacilar.
Pero me siento petrificado, de pie, frente a su espalda, la mano derecha en el bolsillo, la izquierda sobre la barra del bar. Noto los latidos de mi corazón bombeando una sangre que parece haberme abandonado. Un líquido viscoso se extiende por el bolsillo de mi abrigo... Es mi sangre, mi mano ensangrentada sigue apretando el filo de la navaja...
Consigo darme la vuelta, de nuevo espalda contra espalda. No siento el dolor de la mano, no siento nada..., sólo un inmenso vacío, una tristeza infinita que me ahoga y que invade mis entrañas. De nuevo las ganas de vomitar..., siento que todo mi cuerpo se estremece con unas arcadas que provienen de lo más profundo de mi interior...
Y vomito, y expulso todas las miserias que me invaden, y el suelo del bar se llena de mi dolor, de mi cobardía, de mi llanto... Siento cómo el dueño del bar me empuja hacia la salida, oigo voces a lo lejos... "si no sabes beber...", risas, miradas..., mientras me llevan en volandas hacia la calle. Y me dejo llevar, y dejo que se rían de mí, y siento cómo las lágrimas se mezclan con mi saliva, y rompo a llorar...
Vuelvo a casa, sucio, desgastado, hundido... Me siento en el viejo sofá, y la navaja cae a mis pies. La recojo, aún conserva los rastros de mi sangre seca sobre su hoja, la acaricio... Mañana será otro día. ¿Tendré el valor suficiente...?

Dorian Gray
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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EL GUINDO AZUL

   Diego Maradona se encontraba en la consulta del dentista, afirmaba que para un blanqueamiento, más bien era por un exceso de tal, cuando sonó el timbre del portero automático. Diego se alegró superficialmente de que algo rompiera la monotonía de revistas insustanciales y música anodina que parecía especialmente compuesta para la ocasión. La enfermera, como era costumbre, accionó el mecanismo de apertura sin preguntar quién iba. Diego pensó que para eso era mejor que dejasen la puerta abierta.

   Un instante después alguien llamó a la puerta. Diego pensó que para eso ya podría haber dejado la enfermera la puerta abierta. Diego no cayó, porque se recreaba mentalmente en la impronta que dejó en Nápoles, en que la puerta por norma cerrada era algo más disuasoria para el usuario que tuviese tentación de irse sin pagar. La enfermera volvió a aparecer y abrió la puerta a Javier Bardém.

   Rápidamente se entabló una complicidad entre los dos personajes, que, si bien no eran los únicos que pacían en la sala, si que eran los más renombrados. El Pelusa preguntó a Javier que por qué le habían dado un premio por un flequillo y Javier le respondió que no era sólo eso, también había que poner cara de nada  y eso no es fácil,   ¿tú has puesto alguna vez cara de nada?, preguntó Bardém, a lo que el Pelusa respondió, después del lapso de mirarle el culo a la enfermera hasta que desapareció en una consulta, que no, que él una vez puso cara de todo y ahora todo el mundo se permitía hablar de él, viste, y prejuzgarle, y condenarle, y escribir relatos de conversaciones suyas de poco realismo y calidad escueta.

   Y Javier preguntó a Dieguito que cómo llevaba eso de que hubieran fundado una religión en su nombre, y Dieguito le respondió que no sabía de qué reconcha le hablaba. Acerquémonos a la acción.

   -Sí hombre, formaron un credo en tu país para adorarte, con su parroquia y todo.

   -Pero que tontería. Eso no puede ser.

   -De hecho, supongo que oficialmente podemos decir que eres un dios.

   -No digas majaderías, si yo fuera un dios no tendría que ir al dentista, ni tendría un orto, ceñidito, ojo, pero orto al fin y al cabo.

   -O sea, que quizá debería llamarte Su Ilustrísma.

   -Mira Bardensito, como no me llame pronto el dentista, puede que la trompada que estoy rifando...

   -Diego, que estoy de coña hombre...-

En este momento se interrumpen los dos para vigilar de nuevo las evoluciones de la enfermera; ésta, que más que una prueba de selección parece haber pasado un casting, viste a la antigua, cofia y falda ínfima algo más levantada por detrás, y es de carnes magras y escasas, como se llevan ahora.

-...sólo estaba haciendo de malo, pero sin flequillo. ¿A que soy buen actor, a que has picado?

-Ah, yo creía que estabas haciendo de boludo, viste. Mira que eres grande Bardém.

-Diego, ¿tú sigues pegándole a la coca?

En ese momento, mientras la sala de espera asiste boquiabierta a cómo el Pelusa se abalanza sobre Javier justo cuando la enfermera pasaba entre ambos, como los tres se enzarzan en un revoltijo de gritos histéricos de la auxiliar, chillidos demenciales con cara de todo de Diego en los que afirma que la coca se la compra a su madre, carcajadas histriónicas de Bardém, revistas volando impresas con la cara de la Preysler retocada hasta la demencia, un paciente que asustado se gira despavorido huyendo de la gresca para llevarse por delante un ficus de tamaño considerable, toda la escena regada por el hilo musical que escupe en ese momento el sonido de un saxofón insoportablemente delicado, en ese momento, digo, aparece el dentista, con manchas de sangre en el blanco uniforme y grita:

-¡¿De quién es el guindo azul aparcado en la puerta?!

A lo que Diego Maradona responde circunspecto:

- A mí que reconcha me cuentas, de la concha de tu madre, viste.

Bemba
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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SALVOCONDUCTO

Pedro decidió plantarse. Literal. Tras tentativas frustradas de sus familiares por convencerle de que saliera del huerto, decidieron regarle y abonarle casi a diario. No estaban dispuestos a que muriera. Lo veían tan feliz, y era una felicidad tan contagiosa y luminosa, que pasaron generaciones y generaciones y Pedro seguía allí, arraigado a su plenitud.

[...]

Fue estudiado por la ciencia hasta la desesperación, pero ningún dato resultaba fiable y objeto de ciencia alguna. Perdía centímetros supuestamente enterrados y ganaba otros tantos o más en su lucha por alcanzar la elevación. Producto de esa metamorfosis, Dr. Ferrer propuso su tesis que presentó con ciertas dudas ante un auditorio expectante: "Señorías, el caso Pláctom está convirtiendo este mundo en algo muy complejo, lejos de cualquier adaptación conocida". Tiempo después, la comunidad científica decidió no regarlo más ante la posibilidad de que pudiera ser algo hostil para la especie.

[...]

Corría el año 179 d.P. Las extremidades inferiores de Pedro se las había tragado las entrañas de lo allá abajo, pero su carrera olímpica hacia los cielos había sido vertiginosa. Ahora su tronco era muy alargado y flexible y su felicidad archiconocida denotaba también un crecimiento sano. Pero un día, durante el ocaso, un dedo se desprendió de su mano y cayó a la tierra húmeda. Ese día aclaró algunas dudas.

[...]

Siglos después, la mujer de Pedro, fallecida en la era cristiana dos años después de su  plante, brotó de la tierra, al lado de un Pedro tan largo como inalcanzable. Seguía faltando el dedo anular de su mano derecha.

[...]

El día de su cumpleaños, el niño Pablo decidió plantarse junto a la pareja feliz, pero nada surgió efecto. Con grandes dosis de rabieta infantil, preguntó:

   - "¿Eres Pedro? ¿Por qué tienes un ojo más pequeño que otro?"

   - "No tengo un ojo más pequeño, tengo uno más grande. Por eso, siempre he    visto la luz que emana de la madre tierra. Vuelve a casa, muchacho, tu madre te    estará esperando con su regalo. Te sorprenderá"

Cándido Cantinela
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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THE BOXER

Aquella lóbrega taberna había sido descrita en multitud de ocasiones por novelistas dublineses. La turgencia del mugre era el elemento predominante, eso junto a una serie de personajes apátridas y desheredados de cualquier fortuna terráquea; ex convictos, prostitutas, tísicos, marineros alcohólicos que habían sido piratas cuando eran jóvenes, jugadores profesionales de naipes, eran la concurrencia habitual de aquel tugurio flanqueado por el principal puerto de Irlanda. Aquella fauna urbana era la herencia de la enfermedad de la patata que había producido hambre, miserias y mucha inmigración hacia la tierra nueva descubierta por los españoles. Colgado en un pared estaba el único signo de alfabetización de aquel lugar, aunque todo hay que decirlo, se había quedado en un intento muy loable, pues aquel letrero insultaba las reglas gramaticales. Iba dirigido a unos enemigos irreconciliables; los italianos: "Prohibida la entrada a perros e italianos". Rezaba aquel axioma una vez que era corregido y traducido.
La única nota de cordura la ponía un hombre pelirrojo, de ojos azules, mediana estatura, nariz chata y cicatrices por todo el rostro que siempre portaba un gabán desgastado de cuero y una gorra visera calada hasta las cejas. Aunque tenía un aspecto rudo  y tosco, y a primera vista encajaba perfectamente en aquel ambiente, esto dejaba de ser así, cuando sentado en una mesa comenzaba a relatar historias, las cuales le servían para ganarse la vida, pues al terminar los miembros del corrillo que se formaba a su alrededor le obsequiaban con peniques y chelines, que le servían para regar su seco gaznate con cerveza después de que la historia contada le hubiera dejado muy sedienta la garganta.
Las historias que relataba aquel hombre servían para resucitar los sentimientos y el alma de aquellos seres que por muchos momentos parecían no tener alma. Su nombre  era una incógnita, aunque los parroquianos de la taberna más sucia de la isla decidieron apodarle el poeta.
En un atardecer de invierno, cuando el poeta estaba describiendo como uno de los grandes una desigual batalla entre españoles e ingleses, uno de los hombres más borrachos que había en el bar se acerco al grupo y se dirigió al narrador:
-   Yo te conozco. Yo estuve aquel día en el combate del siglo. Tu fuiste un cobarde que te dejaste vencer por aquel italiano. Tus puños eran de acero, pero aquel día parecías una niña a manos de aquel hijo de ****.
Aquel tipo, había hecho dos cosas casi imperdonables, interrumpir por un lado al poeta, y, por otro, y más grave nombrar la palabra prohibida y encima para bien: Italia y todo lo relacionado con aquella tierra.
-   ¡Malditos espaguetis, y maldito el irlandés que osa alabar a uno de esos mal nacidos!- Dijo Molly la camarera mientras arrastraba sus largas faldas por el suelo, a la vez que enseñaba un escote prominente y portaba una bandeja llena de jarras de cerveza.
La concurrencia se abalanzó sobre el hombre que de alguna manera se había metido con todos los presentes, pero aquel hombre misterioso se colocó delante de aquel borracho para defenderlo:
-   Este hombre tiene razón. Uno siempre es vencido por su pasado. Tarde o temprano el pasado siempre aflora, y nunca aciertas a convivir con él.
En otro tiempo fui campeón de los pesos medios de boxeo. No me preguntéis por la fecha, pues el que conoce las fechas con exactitud, es un perfecto conocedor de la desgracia y la desdicha. La tarde de la que habla aquel hombre marcó mi vida, y la de todos los irlandeses allí presentes. Los dos púgiles éramos los exponentes de las dos naciones. Aquella pelea se había convertido en una cuestión de estado. Lo que vino a continuación ya lo sabéis, el miedo y el pánico se apoderaron de mí, y aquel siciliano no paro de golpearme desde el primer asalto hasta el último. Tan sólo logre mantenerme en pie para prolongar la derrota aunque esta fuera más dolorosa. Aquel día salí tapado con la bandera de esta patria a aquel improvisado ring. Cuando concluyo la pelea quise hacer lo mismo. Pero mis compatriotas se avergonzaban de mí:"Has deshonrado a nuestra patria, a nuestra bandera". – Me dijo mi coach.
-   Te equivocas amigo. Acerté a pronunciar. El verde de nuestra bandera representa a la comunidad católica, el color naranja a los protestantes, y el blanco, ¿sabes a quién representa el blanco?
El trainer se encogió de hombros. El color blanco representa a la paz. La paz que tiene que existir entre católicos y protestantes. La paz que todo bien nacido tiene que enarbolar como bandera. La bandera a la cual voy a representar desde este día.

JACK SPARROW
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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LA ESPERA

Había llegado a la orilla con puntualidad. Ni un minuto pasada la hora en que habían quedado en verse la misma tarde bien entrada, que ya era. De su parte y seriedad no podría esperase menos. Una vez allí, pocos minutos le sobraban para acicalar lo que no había, no obstante lo hizo. El tiempo le cundió, además de para eso, para pensar sólo un poco en el trabajo para, inmediatamente, hacerlo sobre cómo había sucedido, tan ideal...
Única e inicialmente se proponía llegar a aquel encuentro con el que llevaba soñando tantos años y lo había conseguido, así que además de la alegría por la cita soñada, acomodarse el pelo que, impertinente, caía sobre los párpados y, definitivamente, mostrar más lozanía que la de ese mediodía en el que se habían conocido, unas horas antes, apenas cuatro que le significaban una eternidad. A partir de conocerse, y únicamente para darse la importancia que no tenía, le dijo haber quedado con unos amigos para comer en cualquiera de las terrazas de la playa colindante (mentira), antes de prometerle que se volverían a reencontrar a las seis, justo antes del atardecer. El cambio horario que impone el invierno era inminente y por ello comenzaba a oscurecer antes. Querían aprovechar la bucólica puesta de sol, eso sí era verdad. 
Sería el destino de su vida. Quería pensar que lo era. Tanta ilusión le sobraba que suponía que la persona que había conocido dos metros más allá de donde ahora estaba esperaba, podría convertirse en concluyente para sus ganas de emparejarse. Con soñar nada se pierde, soñar no cuesta nada o algo por el estilo -pero en alemán- pensó.
¿Y si llegó y se cansó de esperarme...? No puedo ser. Es de Italia...no puedo esperar más –dijo con más cansancio que con furia. Tampoco lo quería, su paciencia tenía un límite y sus principios le impedían extender más de los 15 minutos de cortesía. Ya había transcurrido más de una hora desde las seis de la tarde que fijaron para encontrarse delante de la quinta sombrilla de la primera fila del tercer bar de aquella playa, una más de las tantas paradisíacas que inundan el Golfo de Salerno, por más que la vista fuera inmejorable y le deleitaba pensar en planes futuros. Lo primero que se planteaba era lo obvio: aprender italiano. Optimista. Porque, a pesar de que llevaba casi un año viviendo en Barcelona, no había conseguido aprender a hablar ni siquiera correcto español; con decir que ni tan solo lo entendía medianamente, (y eso que dicen que el pasivo es más fácil en estos casos). En su caso estaba segura la pérdida de la paciencia cuando se le intentaba transmitir la frase más básica. En cuanto al trabajo, previamente tendría que a su jefe solicitar su traslado hasta allí, labor también costosa en términos de constancia, porque no era la primera vez que realizaba la solicitud, pero, pensaba que con volver a intentarlo nada perdía.
Finalmente hizo lo que no acostumbraba a hacer. Sus citas siempre llegaban con su misma puntualidad, quizás porque les eran culturalmente similares y no faltaban deseos de aparentar quedar bien, más que las ganas de hacerse esperar a propósito, como es costumbre sureña, pensó aunque poco más que esa actitud grosera conocía. Era la primera vez que lograba un encuentro de este tipo con alguien del mundo latino pero ¡Basta!, exclamó en tan alta voz  que la familia que estaba a su lado expulsó una risa ridícula que estalló contra su ira. No tenía paciencia ni ganas de continuar esperando. Por mucho que le gustase... más atentaba en su contra lo impuntual que era. No quería comenzar malcriando ni tanto como valer la pena seguir esperando, pensaba. Su sensibilidad había sido tocada y tras una hora pasada, pensaba que no compensaba como para dejarse perder en ensoñaciones. Decidió hacer lo que pensó debió haber hecho hacía mucho más tiempo antes: su localización directamente y, en un tono que se saltaba toda la educación de la que presumía, pedirle cuentas de la demora.
Ello se resumía en una  llamada al teléfono que esa mañana le había dado para que le comunicara una posible ausencia a la cita. Cada parte aseguró que de la suya no vendría la negligencia, en todo caso previeron al prometerse mutuamente que en caso de que alguno de los dos no pudiera llegar a tiempo, se avisarían con la seriedad que le sobraba a quien ahora esperaba. Fue valiente. No tenía dudas de que eso era lo que debía hacer. Aterrizó en la lista de nombres. Vio el suyo de primero. Lo era, no conocía otro nombre o persona que no fuese y no dudaba que escuchó que así le dijo llamarse; suponer lo contrario era desconfiar demasiado en su buena voluntad (ahora no sabía si en realidad tanto lo era). Pero las dudas no dejaban de asaltarle una contra la otra. ¿Para qué iba a mentirle? También podría hacerlo, ¿por qué no? Pero fingió no percatarse de que el nombre era el primero, para dar más tiempo y oportunidades al evidente desplante. La inicial del nombre obligaba que en la lista apareciese el número como el primero, no obstante despreció la opción de marcarlo inmediatamente. La furia que llevaba acumulada le impedía desatarse y prefirió llamar a la cordura y continuar rumbo navegando a través de la lista,  para ver si con eso se calmaba. Corrió la pantalla con el dedo hasta el hasta terminar la lista de la aes, deteniéndose casi cuando llegaba a la c, entonces volvió atrás y empezó nuevamente.
Marcó y llamó. El teléfono comenzaba a sonar en la otra orilla. Al menos no lo tiene desconectado, pensó optimista. Cógelo, cógelo, ya van dos tonos, tres, me va a saltar el contestador y esta llamada me sale por bastante porque no tengo tarifa, en esos momentos se dijo como si en su caso aquella banalidad fuera lo realmente importante. Tras el cuarto tono una voz femenina: ¿Pronto?, le contestó. Con temor tembloroso dio un golpe hacia atrás que casi le hace caer sobre la arena nuevamente. Para llamar se había puesto de pie porque la situación lo requería y no quería causar las mismas risas de la familia que ahora estaba expectante del resultado de su espera, disfrutando constantemente con sus continuos cambios de humor y desaliento. No tenían en qué entretenerse. El sol se había ocultado hacía unos pocos minutos y, para sus pesares inversos y comunes, la tarde en la playa terminaba, dejando paso a la previsible oscuridad que, en todos los sentidos, traería una noche solitaria en el interior de una de las partes por aquellos lares y fingidamente complaciente para la otra. Sólo rondaba por las cabezas de estas últimas, volver a territorio tirolés de donde para entretener la inacabable espera, dedujo el acento. Para la pareja, la madre de uno de ellos y sus dos hijos, todo era buen entretenimiento con tal de obviar el repugnante mal tiempo que había arribado a los alrededores de su casa, rodeada por montañas sobre las que ya caían los primero copos que, con más resignación que anhelo el resto de sus coterráneos reivindicaba de inmediato. La lluvia congelada y blanca duraría hasta pasado abril del año siguiente, consideración que los alejaba del romanticismo del resto de los austriacos que decían desear verla. Tendrían tiempo suficiente para desear ver u odiar la nieve, así que preferían continuar aprovechándose de las delicias que, además del buen tiempo, les regalaba la espléndida Costa amalfitana.
Desconociendo el origen común y tras entretenerse en la escucha mutua, la visión de sucesos, expectantes ambas partes en qué sucedería con el destino de la inversa, cada cual se resignó a tomar posesiones definitivas. La familia del Tirol comenzó  a recoger sus bártulos para marcharse a la habitación del hotel, por lo que, comprendiendo que eso le llevaría más tiempo que el que él tuviera las ganas de esperar, decidió repetir la llamada. Con valor. Los tiroleses tardaron más de lo que estrictamente les marcaba la agilidad de sus idiosincrasias al percatarse que volvía a apretar el teléfono entre sus garras, lo miró para luego marcar el número. Desearon conocer el desenlace de lo que disfrutaban hacía más de dos horas, a su lado, sin dejar de mirar hacia un lado y hacia el otro, tiempo en el que no había hecho más que una interesante llamada telefónica y circulitos nerviosos sobre el espacio de arena que formaba con sus piernas colocadas en ángulo agudo. Finalmente, como buscando un cómplice a su fechoría, volvió a marcar el teclado. Esta vez era decisivo. Ahora sí llamaría sin importarle que no fuera la voz esperada quien descolgara del otro lado, temiendo que fuera un desliz amatorio pero inoportuno de quien esperaba, que sería capaz de perdonar en pos de lograr una cita nocturna. Incluso eso era capaz de permitir con tal de que el desenlace fuera feliz. Llamó y esta vez se encontraba incluso en disposición de habla con quien respondiese al otro lado, o que le sucediese lo mejor que pudiera pasar, que nadie le respondiese y dejarle un mensaje en el contestador, que no sería insultante ni mucho menos, como mucho le pediría cuentas, creyéndose con derecho a ello.
En comparación con lo que había esperado, casi llegaba a la media hora desde la última llamada a esta, así que tengo derecho a volver a llamar, dijo en tono que alcanzó a escuchar la familia, siempre creí tenerlo, pensó.   
Al cuarto tono volvió a descolgarlo la misma voz que la primera vez: ¿Sí?, preguntó.
Buenas. ¡Ay!, perdón, m parece que me he equivocado –comedido contestó.
Sí....-respondió la otra parte, tras tragar en seco, que no era la por él esperada-. ¿Quién es?
Perdone la molestia... No sé..., creo que me he equivocado. Discúlpeme.
No, tranquilo, no estás equivocado...
La respuesta lo perturbó aún más.
¿Está? Es que... si molesto dígale que me llame más tarde, que recuerde que quedamos este mediodía en vernos a las seis en la playa y ya son pasadas las siete y no ha llegado...si no va a venir que me lo diga, por favor, que se está haciendo de noche y...para no seguir esperando, podría decirle yo personalmente si no es mucha molestia...
En medio de su tono nervioso, hasta que terminó de hablar no se percató que la otra parte lo escuchaba sollozando, pero a medida que silenciaba su monólogo, sí que le iba descubriendo un tono de madurez.
¿Estuvieron juntos esta tarde? ¿Tenían ustedes amistad?
No, si, bueno nos dejamos de ver al medio día y nos pasamos lo números de teléfono para llamarnos por si pasaba algo, por eso. No nos conocíamos de antes, nos conocimos esta tarde –respondió.
La respuesta a su suposición anterior lo alejó de las dudas: yo soy..., soy su madre -le dijo-, y su cuerpo me lo acaban de traer. Lo estamos velando en la casa. No pudieron hacer nada. –dijo la mujer antes de romper en sollozos que se convirtió en el grito ensordecedor de una costosa plañidera.
¿Cómo? –preguntó más confundido de lo que le pareció estarlo la mujer-. ¿Pero cómo dice que se lo llevaron? No entiendo...
Se ahogó en la playa a las seis menos cinco de la tarde –dijo, pareciendo estar más serena-. Pero ya me trajeron el cadáver después de que le hicieran la autopsia, antes tuve que hacer el reconocimiento que doloroso momento... Y monstruoso. Pero todo fue muy rápido. Ahora ya está aquí. Parece como si durmiese. Estará eternamente a mi lado. Me gustaría que te pasases, ¿sabes donde vivimos?...-preguntó de nuevo envuelta entre gimoteos.
No puede ser. ¿Cómo es eso? –preguntó él, perplejo y tembloroso, aunque su tono pareciera incólume- ¿Usted está enfrente de la playa, no? –preguntó.
Lo siento, pero es que no puedo seguir hablando...–respondió la madre que no pareció o no quiso escuchar la pregunta. Luego colgó. El insensible y ensordecedor tono que impuso el teléfono al escindirse unilateralmente la comunicación, fue interceptado por el grito apabullante que no pudo contener, alimentado por el que, telepáticamente lanzó la madre al lado opuesto.

El perro verde
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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LA JOVEN

Como sucede a todas las personas, había nacido virgen y sin lugar a duda con una inocencia que llevó pegada a su historia el tiempo que duró su fragilidad, sorprendida de que todo cuanto giraba a su alrededor lo hiciera flotando sin nada que le impidiese saborear los momentos, las caricias y las palabras amables que le prodigaban las personas que se cruzaban con ella, con el orgullo de su madre por tener una hermosa niña con el pelo color miel y la piel clara y fina, como sin duda era Natali.

Su primer desengaño si puede llamarse asi, lo tuvo a los tres años cuando Pablito, el compañero de guardería no le prestó el juguete y tuvo que arrebatárselo a la fuerza, allí conoció el enfado de la mujer que le ordenó devolverlo a su propietario y a la que obedeció mientras el niño con aire de superioridad sonreía sin tener en cuenta la aflicción de su compañera.

A los siete años tuvo su segundo amor  cuando conoció al niño que jugaba muy bien al futbol, pero no fue tan duro porque realmente si se había fijado en él era porque todas las demás compañeras lo hacían, por lo que el que no le hiciera caso no le llegó a preocupar mucho.

Sin embargo, su primer beso en la adolescencia hizo que se enamorase perdidamente del chaval unos años mayor que ella y que conseguiría que modificase su comportamiento, desde la ropa que utilizaba hasta su forma de andar pasando por un aire de superioridad manifiesto ante sus amigas al ser la única que paseaba cogida del brazo de una persona del sexo opuesto.

Son los recuerdos que le machacan continuamente y mas en los momentos como ahora, que ha tenido que saltar de la cama y abrir de par en par la ventana que da a la calle para tomar una bocanada de aire con el fin de atenuar la angustia que le oprime despertándole de su sueño ligero y poco reparador.

El principal temor que mantenía en la juventud –recuerda- era el miedo al envejecimiento y lo expresaba no aguantando nada que no fuese lo que ella deseaba.

Perdió la virginidad por las prisas en hacerse mujer en el asiento trasero del coche y al contrario de lo que le comentaban, no fue dulce, el dolor se incrementó al ver unas gotas de sangre y el temor a un embarazo le acompañó hasta que la naturaleza le demostró lo contrario.

Hizo el amor varias veces, con distintos hombres y se sintió realizada como mujer, vivió libremente sintiéndose amada por sus padres y envidiada por algunas compañeras y amigas.

Se le acabaron las clases, pasó a la universidad y apenas comenzó sus estudios en la misma para darle paso a una angustia que no puede evitar cuando un día, aquél atardecer entró en su casa y en la bañera encontró el cuerpo de su madre cubierto con la sangre que había salido de sus muñecas cortadas previamente.

Mr. Fatiga
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente