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II Concurso de relatos Fórum Montefrío

Iniciado por Parlamento, Marzo 10, 2010, 17:13:53 PM

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Eventos Vinculados

Parlamento

EL VIAJE DE ISABELLA


El diablo enfurecido hace gárgaras con las piedras y expulsa su aliento fresco en forma de vapor.
El agua estalla contra las rocas y brama. En el horizonte, el cielo descarga relámpagos sobre el Iguazú.
Entrar en la garganta del diablo con el farol de la luna llena, tiene el vértigo de la alucinación.

"El calor es inmenso. Hace meses que no llueve," dijo la mujer y dejó un juego de tohallas. La más nueva, todavía conservaba los hilos que dibujaban "Hotel Buen Día". 
Me acosté vencida por el sopor del mediodía. El último pensamiento que recuerdo, antes de abandonar la vigilia, fue "no sé cómo será Macondo, pero seguramente debe tener algo de este lugar... más allá de la soledad, claro".
El sonido del viejo teléfono a disco me despertó. "Tiene una llamada desde Buenos Aires señora, es de parte de Carlos. Bueno señora, sí señora,  le digo eso. No, el ventilador funciona, lo que pasa es que se cortó la luz. Disculpe señora". 
   En busca de algo que produzca una sensación aunque sea parecida a la frescura, fui al parque y me zambullí en la pileta. Sentí que me hundía en una ciénaga de lodo tibio.

"Para ir a la ciudad se toma el micro amarillo que pasa por la ruta".
"Dos con cincuenta", me indicó el hombre con una camisa celeste, y cortó una tira de papel. Cuando arrancó, una nube de polvo inundó el ambiente.
"Disculpe, el centro dónde queda". "Ya lo pasamos" dijo el señor, y me miró por el espejo.
Me bajé entonces en una calle desierta y caminé por sus veredas angostas. En una esquina leí FOTOCOPIADORA Y CONFITE ÍA. TENEMOS AIRE ACOND. Increíble, el lugar soñado se había materializado.
   Entré y respiré profundo esa frescura que en Buenos Aires me secaba la garganta y los lagrimales, y se convertía así en objeto de rechazo. Qué extraña  se puede volver la sensación del frío en una atmósfera que arde. Por momentos, parece que hasta la piel se olvida ese registro.
Pedí una cerveza y me acomodé en la silla como para quedarme un tiempo bastante prolongado. Cuando vi sobre la mesa el vaso biselado por el hielo, me apuré a probarla. Y sí, por fin ella estaba fría, o mejor dicho, en ese contexto, estaba helada. Ya entiendo la revolución que provocó la llegada del hielo a Macondo.
Recorrí como con pinceladas, una y otra vez, aquellas paredes verdes,  las caras de los lugareños y la mesa donde dos viejos desplegaban un mapa. Las voces hablaban del clima, de la vida después de la represa, dos juegos  doble faz, esto no es normal y una canción, decía cómo ganarse el primer millón, vaya consejos. Mientras tanto, terminé de a poco la cerveza. No quiero ser reiterativa, pero hasta la espuma estaba fría.
Pegado en el mostrador, descubrí un afiche "Visite cataratas en luna llena", me gustaron esos dos sustantivos juntos. Buena combinación, pensé. Saqué la libreta, infaltable en el bolso de un periodista, y anoté el teléfono.

Con la luna alta y radiante, fui hasta la ruta y esperé el colectivo que iba "a cataratas".
Una vez en el parque, me sumé al grupo que caminaba hasta la estación Central. El tren que nos internaría en la selva parecía el de una montaña rusa, y las indicaciones también, "no se puede sacar los pies ni las manos, arrojar objetos," etcétera, etcétera.
Mientras tanto, una pareja de españoles me preguntaba por los indígenas y sus leyendas. En realidad, poco sabía de ese tema pero, hablando de historia, al menos podía mencionar a un coterráneo suyo.
   - "En el circuito de las cataratas, hay una placa que recuerda el paso de Álvar Núñez Cabeza de Vaca ¿La vieron?"
   - "¿Que recuerda a quién?"
Bueno, el olvido es un camino sin atardecer. 
   Cuando sonó el silbato, los vagones quedaron a oscuras y empezaron a moverse. La vegetación formaba un túnel que nos irradiaba humedad y frescura. Las luciérnagas eran los únicos puntos de luz intensa.
Nuestras pupilas se dilataron y se acostumbraron a un escenario de sombras y contornos. El movimiento alerta de los ojos y el despertar de los demás sentidos, reproducían, en algún punto, primitivas escenas que nos parecen enterradas, hasta que vuelven a emerger.
La española soltó por primera vez la mochila y envolvió con los brazos su panza en cuarto creciente. El hombre le cubrió la espalda a la mujer y escondió la linterna apagada entre las piernas como quien resguarda un arma. 
Dicen que la adrenalina se puede oler, y es posible que de ser así, haya quedado flotando en el aire estancado de la noche. Y también es posible, que un animal que estaba al costado del camino, haya percibido este olor que me imagino picante e intenso.
¿A qué se le teme en la noche? ¿Qué es amenazante en ese lugar? ¿Cómo son los sonidos en la oscuridad? ¿Qué tan intenso es el quiebre de una rama en la penumbra?¿A qué huele el aire de la selva? ¿Cómo es al tacto, la piel humedecida con el rocío?¿Qué sentido toman los músculos en esta naturaleza? ¿Cómo se ven los ojos del otro en un escenario desconocido? ¿Qué valor tiene la luz? ¿Qué historias se habrán inventado en estas tierras para disipar los temblores?
Nos bajamos del tren y empezamos a transitar en fila por los senderos. Lejos, sobre un horizonte negro, se levantaba una nube iluminada por la luna.
Aceleramos los pasos en la dirección de esa boca que rugía. Caminamos hasta desembocar en una especie de balcón que nos ubicó en el epicentro del sonido.

Ella estaba ahí, intensa, poderosa, brutal. El sonido ensordecedor, nos decía que en esa garganta ya no había nudos.
¿Quién bautizó a esta criatura como garganta del diablo? Quién logró nombrarla con tan sólo tres palabras. El diablo es un hombre, pero la garganta y las cataratas tienen la fuerza de una mujer furiosa que expulsa la espuma de la rabia.


Regresamos a la estación Central en silencio. Al bajar del tren, un camino de antorchas nos marcaron el sendero hasta una mesa vestida de blanco. "Felíz año nuevo", dijo un señor con la tonada dulce de los misioneros. "Salud", respondió un español, y chocamos las copas. Bienvenidos nuevamente al 2006.
En el trayecto de vuelta, cuando el colectivo salió a la ruta, el chofer abrió la puerta con la intención que circulara el aire. Sentimos que el viento que nos pegaba en la cara traía el olor de la tierra mojada. Un hombre con borceguíes, tradujo la sensación en un augurio. 
En el hotel, me acosté y fijé la vista en el techo, ante tantos estímulos, necesitaba una pantalla en blanco donde descansar los sentidos.

Al día siguiente, me despertó un trueno que hizo vibrar la lámpara. Fui hasta el comedor y vi a través de las ventanas que la gente se reía y levantaba los brazos.
Salí al parque descalza y sentí la humedad del pasto. Levanté la cabeza, cerré los ojos y dejé que las gotas me mojaran la cara. "Es una bendición", decía la mujer de la recepción, "una bendición". Noté, por primera vez, que las chicharras habían dejado de gritar.
Al entrar a la sala, nos repartieron tohallones blancos que enseguida se tiñeron de rojo, con el barro de los pies. Me acerqué a un hombre que intentaba encender un cigarrillo y le pregunté si sabía cómo llegar a la frontera.
- "La verdad es que no sé ¿Un cigarrillo?"
- "Bueno, gracias". Hacía años que no sentía el sabor incomparable del tabaco. 
-"Señora, tiene una llamada desde Buenos Aires, es de parte de Carlos".
Miré la lluvia que golpeaba contra el cristal, mi mano que sostenía el cigarrillo largo y fino y, en segundo plano, los pies descalzos del hombre.
- "Dígale que ya no estoy en este lugar". 

Carmela
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

SIMULACIONES EN LA SELVA


En la sabana, el pastor guerrero masai que sale con su rebaño de vacas a aquel lugar próximo al río donde los pastos son abundantes y frescos es sorprendido por un león que, después de almorzar una porción de gacela, va a abrevar al cauce. El masai engaña su miedo respirando hondo, inmóvil y simulando ser una lisa pared de granito sobre la que fluye una breve cascada de agua cristalina y mansa. El león, sin hambre y ante el gran bípedo que extiende su brazo con un palo que finaliza en una cortante lengua de acero o una boca que escupe fuego, poderoso como para que le respeten casi todos en la selva, rehúye el peligroso encuentro simulando no ver vacas ni pastor y que el calor le urge buscar la fresca sombra que le regala un frondoso pero lejano árbol. El rebaño, ante la pasividad mineral del guía y la inquietante proximidad del felino, simula pastar y simulando y pastando se organizan en círculo con los adultos más fuertes de pezuñas, dientes y cuernos ocupando el perímetro que protege a hembras recién paridas, viejos de roma cuerna y terneros.
Restablecida la frágil normalidad, en el cauce, los cocodrilos simulan ser agua oscura que se mueve entre el agua clara, troncos de rugosa y grisácea madera que sobre la superficie flotan o troncos abandonados en la orilla al sol ardiente de la mañana, en espera que una res, vencida por la sed y el calor y desatento el pastor guerrero, se adentre apenas un metro o quizás menos en el atractivo frescor que desde el río llama, para saltar sobre ella y con hambre prehistórica comer su carne, su sangre, su piel y hasta a los rivales que la presa disputen y, después de la cruenta comida, volver a simular la quietud, la inmovilidad eterna economizadora de los saurios, hasta otros descuidos y otras presas.
Un creciente temblor del suelo perciben masai, vacas, león y cocodrilos. Como la piel de un tambor golpeada, la tierra tiembla, a menos de doscientos metros, entre una nube de polvo rojizo, la manada de elefantes avanza hacia el río. Los elefantes simulan ser una comitiva de carros blindados en formación de a cuatro con los machos y hembras más fuertes en la vanguardia, la retaguardia y los flancos, y los retoños, los ancianos y enfermos, como comando de infantería, protegidos entre ellos. El pastor y el ganado se alejan varias centenas de metros del cauce, él, evitando la proximidad del león que dormita a la sombra su siesta, el ganado mugiendo su sed que debe esperar un impreciso momento, el que dura el refrescante baño del auténtico rey de la selva, para ser colmada. El león levanta la cabeza cauteloso, se incorpora y se aleja hacia otra sombra, otro árbol más alejado de la manada, ha perdido su posición en el anfiteatro pero está a salvo de mortales acometidas inesperadas, las hembras están criando y un felino próximo es una amenaza. Los cocodrilos abren un extenso claro en el río con su anfibio e inquietante desplazamiento y vuelven a simular una siesta de troncos viejos que flotan en el agua, vuelven a simular ser agua en el agua, antiguos vegetales entre los nacientes vegetales de la orilla del cauce. Los elefantes llegan al río, al lugar de siempre de la manada, al que le condujeron sus padres y ellos conducen a sus crías, el desocupado por los hambrientos saurios. En riguroso orden, como un ejército muy disciplinado, se inicia el juego de abrevar y refrescarse, los jóvenes confiados y los adultos vigilantes y todos trasegando agua del cauce al estómago y desde éste, en parte, con la trompa a modo de surtidor, a la espalda y la cabeza, mientras mueven las orejas, inmensos orgánicos abanicos, para enlodarse el cuerpo. Dos machos y una hembra adultos, los pretorianos de la manada, avisados por una imperceptible brisa en la quietud de la sabana, llaman a formación de alerta, la ancestral maniobra protectora, formación en cuadro de adultos protegiendo en el interior a cachorros, parturientas y viejos; un terrible enemigo, el peor posible, en la lejanía se otea, ya desde muy temprano, de su inconfundible hedor y del rum rum de su máquina, el aire y la tierra a la manada han advertido. En una aldea distante unas horas, antes el azar y el dinero han reunido a un guarda del Parque Natural, ineficaz, borracho y corrupto y a un nuevo rico europeo que cansado de vender la Costa Mediterránea por kilómetros, con mar, peces, pescadores, pueblos blancos y sol incluidos en el lote, ha dejado de creerse un dios para pretender ser un hombre poderoso,  y quiere decorar la entrada de su lujoso apartamento de 1200 m2 con un arco de marfil, los magníficos colmillos del mayor y más sano de los elefantes africanos. Ellos; el guarda corrupto, que bebe licor de alta graduación alcohólica de una cantimplora mientras mantiene fuertemente agarrados con la otra mano los dos mil dólares en el bolsillo de su chándal de imitación de la marca Nike; el cazador millonario y furtivo, provisto de un arsenal de armas de alta precisión, molesto por el sofocante calor, ansioso por cobrar la pieza y volver al hotel de Nairobi, gozar varias noches  del alcohol, las drogas y el sexo de una de las muchas negras adolescentes que para los ricos turistas blancos ofrece el mercado, después, de todo harto, contemplar orgulloso su trofeo y volver en su jet a Barcelona para en las tertulias de amigos, contarlo; y el traductor -el guarda se expresa en un complicado swahili y el millonario en un torpe inglés-  sudoroso, asustado, espantándose las moscas con el sombrero; han observado apostado tras el brezo el juego de simulación del soldado guerrero masai, las vacas y el solitario león  y han hecho un ejercicio de paciencia y caridad, el guarda corrupto y borracho y el interprete, para convencer al asesino millonario, explicarle que la presa no es el pacífico león, que al elefante, cuando éstos llegaban, hay que sorprenderlo  relajado, desarmado. Pero los elefantes no se desarman, la ansiedad del cazador es mucha y la precisión, a pesar de la tecnología, poca. Suena un disparo, un silbido veloz recorre el cielo solo medio metro por encima de las cabezas del pastor y su rebaño, a la mala puntería se suma un molesto picazón en el cuello blanco, una hormiga roja está almorzando. Del cauce se levanta un denso y multicolor manto de asustados pájaros que durante unos segundos con un babel ensordecedor de píos, cantos y graznidos ocultan el mugido de las vacas, el rugido del león y el barrito amenazante de los paquidermos. El león huye confundido en la espesura del matojo seco de la sabana, con trotecillo apresurado pero sin la desordenada y veloz carrera, lo importante es no mostrar su diáfana silueta, simular ser tallo seco entre secos tallos, alejarse, poner distancia, sin abandonar su camuflaje, entre su cuerpo hermoso y el atronador estampido de olor a pólvora y fuego; el masai en guardia, presuroso y prudente, agrupa su ganado y busca temeroso el origen del disparo; los elefantes guardianes arrancan en veloz carrera hacia donde proviene el hedor a miedo, sudor y pólvora y, llegando al brezo, pisotean con las patas delanteras dando violentos cabezazos y barritando enojados retornan a la manada; los intrusos han subido apresurados al Land Rover y se alejan escupiendo peste a fueloil, humo y ruido desaforado; los cocodrilos con su simulación vegetal ocupan el claro dejado por los elefantes que, huido el enemigo, se disponen para volver a la selva en busca de árboles de hojas frescas y tiernos tallos. El Sol, ya vertical, aplastante en su insistencia ha convertido en un horno la sabana. Es hora de volver al poblado para el pastor y su rebaño. Pero antes la vacas tienen que beber, beber hasta saciarse, y aún más allá, en el poblado el agua es muy escasa y solo los humanos, y moderadamente, pueden degustarla. Se inicia un juego de estrategia en el que un error puede costar una vaca y el atrevimiento la vida a un cocodrilo. Separa en pequeños grupos el ganado y uno a uno los va arrimando al cauce, las patas sobre el seco talud y las bocas donde remansa el agua, las vacas beben con los ojos tristones vigilantes y el masai con su afilada lanza mantiene a raya a los anfibios de hambre atávica. Abrevadas las vacas, bajo el desafiante calor vuelven a la sombra del poblado, ese minúsculo claro en la selva, con cuatro cabañas de paja y barro y una robusta empalizada para corrales, que los funcionarios del Gobierno la han asignado; en Nairobi no gustan los pastores nómadas porque  su continuo transitar les hace incontables e ingobernables, además de no querer que muestren su mísero orgullo en los numerosos safaris fotográficos; allí él comerá carne y leche de cabra, frutos recolectados en la selva y el yogurt que, con leche y sangre de vaca, las mujeres han preparado. Horas más tarde cuando el cielo comience a pintarse de rojo, pasado el asfixiante calor, volverán al río y a los pastos para regresar con el fresco anochecer, las vacas a la cerca del establo a rumiar y mugir su satisfecho y complacido descanso, el pastor a cenar sentado en el círculo que frente al fuego han formado sus hermanos, a agradecer a la diosa, próxima y cierta, los pastos, el río, el ganado, las frutas, la sombra de los árboles, que la alegría inunde el poblado, que los viejos mueran de viejos y los niños nazcan pobres pero sanos, que los días transcurran sin miedos ni sobresaltos; que no sea como el dios anciano y barbudo del que le hablaron los misioneros blancos que les trajeron curas para sus heridas, zinc y ladrillos de arcilla para las cabañas, comida para los jóvenes y la doctrina de un dios lejano, incomprensible, injusto, intolerante y conminante, que prohibe amarse sin su bendición, vengar la muerte de un hijo o el robo de una vaca y en su nombre los pueblos poderosos a los pobres como ellos aplastaban.  El león protegido en la maleza, llegado el ocaso, sale  en busca de caza, de noche los grandes herbívoros, aunque cautelosos, son más accesibles y algunos están casi desarmados, su poderoso sentido de la vista a oscuras queda mermado. Los cocodrilos enlodados o amagados en el juncal de la orilla esquivan el frío de la noche simulando ser latentes minerales, economía de esfuerzos, ni un parpadeo que cueste una millonésima de julio de su bien guardada energía. En un  pequeño claro, protegidos por los grandes árboles y sus familiares parásitos, duermen su pesado sueño, de infantil reparo, los elefantes. Pero no dejan nada al azar, en una duermevela vigilan todos y rodeando al grupo se han situado los adultos jóvenes y sanos. En el poblado de los hombres, entre la capital y el Parque Natural, en la cantina que regenta un indio, el guarda corrupto bebe alcohol adulterado y a voces se lamenta, casi llorando, de que el bwana fuera tan mal tirador, tan ansioso en cobrar la pieza y poco paciente ante la mordedura de la hormiga; si hubiera habido éxito esta mañana, salvada la feroz embestida de los adultos, después de que la manada abandonase al muerto, dos o tres horas apenas, el bwana blanco tendría sus trofeos y él otros dos mil dólares americanos. En una suite de un lujoso hotel de Nairobi, después de un relajante baño espumoso, el millonario blanco apura su bourbon con hielo y descansa de la excitación y el miedo sufridos en la mañana. Está satisfecho, unas palabras en afrikaans del intérprete han hecho que cambie el sabor de amarga derrota de su saliva por el más dulce del éxito logrado:
‒Lo que importa bwana, es tener el marfil y vivir para contarlo. Hay furtivos profesionales que no tiene donde almacenar los mejores trofeos porque la presión de los jóvenes ecologistas complican su salida al mercado. Está de suerte, los precios han bajado. Por diez mil dólares, mañana tendrá el par de colmillos más grandes y sanos que lograrse puedan después de un año cazando, mucho mejores que los vistos en la accidentada jornada.
‒Toma el dinero, doce mil dólares, pero el marfil lo quiero en la suite esta noche antes de la doce, si sobra tanto, no representará una tarea descabellada.
Cena opíparamente y con una botella de champaña y una copa se tiende en una hamaca, mientras degusta el espumoso, espera su trofeo y observa a una jóvenes norteamericanas de blanca piel y cabellos rubios, casi albinos, que en la piscina iluminada nadan. Llegan el intérprete con su trofeo envuelto en una vieja alfombra, suben a la suite, la calidad y hermosura de las piezas le emocionan, guarda en el armario los trofeos y despide satisfecho al intérprete. Después, sentado en la cama, apurando el espumoso le invade una sensación de poder, de hombre resolutivo y eficaz y piensa en la entrada de su apartamento tan ostentosamente decorada. Pero, ay, una pequeña mácula aparece en su ufana complacencia y poco a poco se agranda, no fue hombre para cobrar la pieza, no fue hombre para la caza y, apurando las últimas gotas de champaña, como hombre acostumbrado a resolver, como mercader resolutivo, resuelve: llama a recepción y pide otra botella de champaña y que la suba una negrita adolescente, no más de catorce años, que le urge recomponer su hombría como Dios manda.

Blas villegas
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

ACCIDENTES


Se me antojó nacer justo cuando la tía Pepa estaba retando a la Clodomira, su gallina regalona, y bien chueca por la manía de poner huevos donde se le frunciera y dejarse pisar por don Cloro, el gallo del vecino que quedó desgallinado con la última sacudida de la tierra. También nací porque ya no me aguantaban más en la barriga y me tenían harto los berridos y las críticas de mi progenitora que estaba más pesado que tapa de submarino.

De chico me crié entre gallinas honradas y embusteras, las más veces al mando del Cipriano, un gallo de pechuga tan empingorotada que incluso hasta varias horas después de recocerla aún no se atrevía a entrarle el tenedor. Entonces afilamos los dientes del modo que pudimos, pero en mis tripas el Cipriano seguía mandándose la parte de que no había dejado gallina con ganas de extender la soltería, y que eran puras papas que los huevos de gallina soltera ayudaran a conseguir marido. Pobre Cipriano, sabroso después de todo.

A cargo mío estaba la labor de recoger huevos. De a una contar las gallinas. Caso de no hallarlas todas, ir donde el vecino y agarrar del pescuezo a las fugitivas, y eso que la alharaca se sentía hasta en el polo Norte, y el regadero de plumas daba para fabricar un plumón de **** madre. Pusieran la cara que pusieran, con o sin el consentimiento del gallo, a las buenas para volar adonde no corresponde al punto les recortaba las alas. Después del desayuno les llevaba afrecho. Pan añejo remojado en vino a ver si en lugar de cacarear se les ocurría hablar. Y cuanta sobra no encontraba en la cocina. Que yo sepa, nunca se quejaron. Sumisas se avanzaban hacia la comida en tanto yo métales palos y patadas a los patos que en un cerrar de ojos enchufaban el gaznate entre gallinas pánfilas viendo esfumarse la comida como si estuvieran en el cine admirando la gallardía de don Cloro.

Las veces que me lateaba, del velador de la tía me hacía con el espejo que le habían traído de Francia pero que años después supe que se le había olvidado a ese prometido que nunca se acordaba de las promesas. Explicándoles que no traía malas intenciones (tampoco buenas) me les acercaba hasta dar con la Tomasa, una gallina panzona, de patas poco menos que invisibles, que continuaba viva porque el de arriba es bien olvidadizo y, como el tío Roque, prefiere las pechugas tiernas. Unos cuantos granos de maíz me la conquistaban. Muy oronda emprendía vuelo a su cajón favorito dándome el trasero forrado en plumas naranjas, y yo comenzaba a iluminarle la entretención del gallo del modo que la llamaba la tía Pepa. En esto no se distinguía mucho de las gallinas cuando le bajaban las ganas locas y me confesaba estar muriéndose de frío en pleno verano así que me tendía a su lado y ella acércate un poco más que no muerdo. ¡Pamplinas! Mordía y lamía más que el Pocaspulgas, el perrazo del Laurel Podrido. Así llamaban al dueño de una huerta que seguía en pie gracias a  los acuerdos con don Sata, por lo que el cura del lugar, don Checho, le hacía el quite, no fuera a pegársele otro mal, porque con los que tenía daba para erigir una torre en medio de la plaza. Bien redondo era el padrecito asediado por las moscas cuando se las pergeñaba para subir al púlpito y los kilos lo bajaban ahí mismo. Fuera de esto, era como tonto para el pipeño y sólo practicaba la castidad durante la misa.

Como iba contando, a la hora de alumbrarle la salida a la Tomasa, volteaba la cabeza de cresta color lacre, caduca hacía tiempo, y empujaba un huevo. Ni ella comprendía lo que estaba pasando. Pero igual. El huevo no era para mí, era para la tía Pepa. Nada más llegar la noche le hacía un agujerito en el que introducía los tres pelos del último que le había echado el ojo de puro tentado de la risa y no porque de ahí salía una buena esposa.

Pobre tía Pepa moriría esperando a su príncipe azul. Qué no hacía cuándo venía un forastero. Comenzaba yendo a la misa de las seis de la mañana, mientras yo platicaba con mis gallinas. Les preguntaba cómo habían dormido. Al ver que se hacían las sordas, cogía dos trozos de pan y los ataba a las puntas de una cuerda que tiraba al gallinero. Primero no pasaba nada. Pero bastaba que una picoteara un trozo para luego ser imitada. A continuación, el forcejeo. Una gallina reculaba, y la otra, para no ser menos, hacía otro tanto. La más fuerte le arrancaba el pan del buche. ¿Qué hacía la debilucha? Bueno, miraba de lado, del modo que miran todos los plumíferos. Después de pensársela, vamos dando picotazos al trozo de pan que arrastraba la otra gallina hasta engullirlo. El segundo forcejeo. Ahora se invertían los papeles. Paraba la función al oír el alegre taconeo de la tía Pepa que, tras ir a la cocina, desaparecía en el baño. Aunque jamás le echó llave a la puerta de roble macizo, yo prefería aguaitarla por el ojo de la cerradura. Alta. Esbelta. De pelo renegrido. Ojos muy relucientes. Sin un grano adicional de grasa. De pechos erectos y nalgas diseñadas a la perfección. Equilibrando una apetitosa y frondosa "i griega" negra bajo el vientre. Adonde fuera captaba broncas y miradas en idéntica medida. Los hombres querían comérsela con ropa y todo; las mujeres juraban que era una fresca, una tal por cual que se lo pasaba echándole el ojo a maridos de mujeres castas, que todos los días van a misa, no como ella que únicamente va las veces que se deja caer un soltero, pero más casado aquí y allí, que si el día menos pensado se juntaran todas sus mujeres, ese mismo día lo colgaban de las bolas. La tía Pepa no les daba pelota. Que hablaran todo lo que quisieran. Total, mejor que nadie sabía cuánto placer podía esperarse de sus maridos.
Salía del baño en leche de burra convertida en una reina. Perfumada. A continuación se ponía su mejor vestido. Sacaba la porcelana fina en las ocasiones especiales. Me mandaba a cortar margaritas. Rosas. Claveles si era la época. De ahí, al gallinero. A recoger huevos. Como si las gallinas trabajaran para mí, para la tía Pepa. Si le traía la docena, me estrujaba contra sus pechos. Excitado oía yo, embutida la cara entre aquellas tibias colinas, que tan bien me hacía en las noches de invierno, los latidos de un corazón siempre demasiado esperanzado. Cuando seas grande, vas a ver cómo te llueven las mujeres, decía mirando el reloj. Impaciente. Más predispuesta a la desilusión que a montarse en el próximo sueño.

Entre dos y tres días duraban tales suplicios. Entonces sólo era el sobrino que quedó huérfano a los meses de nacer debido al trágico accidente de la Marisol, la hermana mayor. De memoria me conocía la versión del accidente. Sí. Accidente. Claro que no trágico de la forma que lo contaba la tía Pepa. Más bien medio trágico, medio chusco, medio al lote. Mejor dicho, bien al lote. Mi progenitora no se murió, sino se le murió... al campo. Fue parirme y decir que iba a la capital por unos díitas a hacerse unos exámenes importantes. Y los médicos dan mucha cuerda así que por favor no se impacientaran. No volvió más.

El accidente de la tía Pepa. Justo el mismísimo día de su matrimonio. Dio pie a mi accidente. Ella. Al fin en lo suyo. Más contenta que perro con pulgas. Viene y dice ante el altar que no pensaba casarse con ése. Del estupor casi se traga el cura la bandeja con los anillos. ¡Eh! ¿Un chiste? No padre, este hombre está casado. Si usted nos casa, por parte baja comete bigamia. Además eso, quiero un hombre para mí, el matrimonio no es un gallinero, menos una sociedad cooperativa, ni ella tampoco una gallina que se conforma con esperar el día que la pisen y hace la vista gorda cuando pisan a las demás. Sacando pecho (algo sencillísimo en su caso) se marchó de la iglesia. Mandó al carajo a los invitados. La fiestuca. Los anillos. Al futuro. Por supuesto que el novio se hizo humo. A la salida del templo la estaba aguardando yo. Vámonos rápido a casa, dijo cogiéndome del brazo. Acurrucándose para que nadie viera el menjunje de risa, llanto y otras cosas más.

Retornamos a pie. Necesito caminar, repuso, ordenar los pensamientos. También necesito cariñitos locos, agregó al cabo de unos segundos. Ella, vestida de novia. De blanco impecable. Yo encamisado y con la corbata con que habían fusilado al tío Roque. Íbamos por un camino encharcado. Echando chistes. Muy del brazo. Muy juntos. Detrás de los postigos veíamos los ojos agrandados. Oíamos los comentarios. De que otra vez no quiso casarse porque seguía arrecha conmigo. Vaca vieja, pasto tierno. La vieja perversa de treinta y sepa ella cuántos años más tenía el descaro de encamarse con su propio sobrinito de apenas veinte, y después de lavarse la zorra en el confesionario de nuevo en las mismas.

Había llegado la hora de emprender vuelo. La última noche que pasamos juntos. Y nos comimos con toda la fuerza de antes. Como quien dice, apoyados por distintos accidentes. Fue la del terremoto. Todavía dicen las malas lenguas que fue culpa nuestra. Que tanta degeneración tenía que provocar la ira del Señor y enviarnos un terremoto. Mis asuntos en la capital nos fueron distanciando. En la mañana aquélla me encontraba diseñando un conjunto habitacional antisísmico. Véngase cuanto antes, conminaba el telegrama. Hice caso. La casa de campo, así como el campo, se hallaban de lo más abandonados. Nadie sabía nada, pero todos estaban convencidos de que había ocurrido un accidente.

Hallé la casa ordenadita. Limpia. Como si la tía Pepa se hubiera marchado anoche. En la cornisa de la chimenea estudié las fotos. El sitio, era el de siempre, pero para mí uno nuevo. El retrato de una rubia de ojos burlescos paralizó mis ojos. ¡Hm! Volteé la foto. A mi querida Josefa de parte de alguien que te quiere como a una hermana, figuraba escrito con letra muy estilizada, y firmado a nombre Marisol. ¡Ajá! Luego, se trataba de mi madre. Y se vino al campo única y exclusivamente para tenerme. ¿Quién sería mi padre?

Actos seguido, me encaminé al gallinero. A través del enrejado lleno de agujeros divisé dos gallinas picoteando. Encantadas de la vida. De tarde en tarde escarbaban. De tarde en tarde volvía la infancia. Cuando yo y las gallinas platicábamos mañanas enteras.

Accidentado
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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ODIO LOS LUNES

                                           
Odio los lunes. Y, si llueve, todavía más. Mi compañera, una especie de Mari Poppins de bata blanca, siempre me dice que si no existieran los lunes y los martes, no apreciaríamos los viernes y los sábados. Y me lo dice sonriendo con carita de monja. Será verdad, pero no deja de ser jodido madrugar cinco días seguidos, esperando dos que se pasan volando, mientras se te pasan las semanas, los meses y los años, y la juventud y la vida en ese estúpido trajín de días... Estoy pesimista, sí. Es que es lunes, y llueve. Y, aunque mañana será fiesta, no dejo de pensar en que mucha gente no ha trabajado hoy. Cuando quieres amargarte, te amargas, no cabe duda. Y yo, últimamente, no puedo quitarme la tristeza ni restregándola. Pedro me lo dice todos los días, cuando aparece, claro, que, a veces, ya estoy durmiendo y se queda para otro día.

Así que me puse la bata, los zuecos y las medias, tan blancas como negro era mi ánimo y mi humor. Abrí la puerta de la consulta y le eché un vistazo al primer paciente, y único, de la mañana. Era un anciano delgado, y parecía que alto, que ocupaba su asiento con modestia y calma. Tranquilo. Distinguido. Sereno. Al mirarle no podía precisar si llevaba dos minutos o dos horas sentado en esa silla. Parecía como si el tiempo circulara a su alrededor con calma y armonía. Todo en él destilaba paciencia y seguridad. Se levantó al llamarle y entró en mi consulta. Me saludó, me sonrió y me tendió su mano lastimada.

Antes de atenderle, le pregunté si llevaba mucho tiempo en el centro de salud. Sonrió. "Más o menos, quince años. Mi mujer y yo entramos y salimos de aquí, por causas diferentes y achaques distintos, cada dos por tres. Le digo una cosa: hay semanas que voy a comprar el pan dos o tres veces, ¿no?, pues al médico tres o cuatro..." Me reí: "Ya será menos...!" "Claro, mujer, soy un poco exagerado, pero una cosa le digo: veo a Don Luis más que a mis hijos" Y se volvió a reír. Me contagió. No lo había dicho de una manera triste, melancólica ni enfadada. Lo dijo, porque era verdad. Y, como era verdad, estaba asumido por él. Nada más.

"A ver qué le ha pasado en la mano", le pregunté. "De todo: tengo la muñeca dislocada, me he quemado la palma y tengo un arañazo en un dedo. Tú verás por donde empiezas..." Y se volvió a reír. "Dios santo, ¿y cómo se ha hecho todo esto?". "Bueno, no fue a la vez, primero, tropecé en un seto y caí sobre la muñeca; después, haciendo el desayuno, me quemé la mano, y, para rematar, al poner la rosa en el vaso me pinché con una espina... Debo decirle, señorita, que eso fue lo que más me dolió... Le diré, con orgullo, que, después de 60 años, manipulando rosas, nunca, jamás me había pinchado con ninguna. Pero, alguna vez tenía que ser la primera... Creo que me estoy haciendo viejo".

Yo estaba aturdida. El señor, a pesar de su edad, tenía el aspecto más inteligente y vivo que había visto desde hacía muchísimo tiempo. Pero no cabía duda de que chocheaba. "Perdóneme, pero ¿dice que ha estado saltando setos y recogiendo rosas esta mañana, con la lluvia?" ¿Y a su edad?, pero me mordí la lengua.

"No, señorita, no fue esta mañana, fue ayer. Lo que pasa es que hacía un día tan triste y frío, que mi Marta estaba muy tristona y alicaída. Y no quise dejarla sola para venir a urgencias. Los domingos no le gustan ¿sabe? Le ponen triste. Desde siempre. Nos casamos hace casi sesenta años y no he conseguido quitarle la murria de los domingos. Y creo que ya no lo conseguiré. Así que, todos los domingos de nuestra vida, desde hace 57 años, le preparo el desayuno, le llevó una flor, casi siempre una rosa. Y la dejo desayunar tranquila, haciéndose a la idea de que es domingo, y que la sigo queriendo, a pesar de todo. No se me ha olvidado nunca. Y menos ahora, porque cada día lo necesita más. Verá, si venimos al médico es por ella. Hace muchos años que está enferma, que tiene muchos dolores, que duerme mal, que se cansa por todo, que tiene miedo a estar peor, que olvida lo que estaba haciendo, que tiene el mundo cambiado, que tiene frío en agosto y fiebre a todas horas. Pero me mira y sonríe. Y le brillan los ojos como cuando tenía quince años. Y se ríe a carcajadas de muchacha loca. Y nunca olvida ponerse sus pendientes y su carmín en los labios. Y su humor de todos los colores, hasta negro, y todos le sientan bien. Y riega las plantas, y me hace rosquillas y me hace reír y llorar con sus cosas. Siempre ha sido una compañera diligente, sorprendente y animosa. Generosa conmigo y con nuestros hijos. Todos los segundos, horas y años de nuestras vidas dedicado a otras personas. Y sin quejarse. Solo se permitía el lujo del malhumor unos minutos cada semana, cuando abría los ojos cada domingo. Pero ahí estaba yo, con su café, su tostada y su flor, perfectamente ridículo y enamorado, para que se le pasara pronto"

"¿Y de donde sacaba las flores; supongo que no encontraría rosas todas las semanas?" le pregunté ensimismada en su historia, mientras vendaba su mano.

"No", se reía a carcajadas, como si no dolieran sus heridas. "Muchas veces era difícil. No siempre eran rosas, claro. Hubo flores robadas de los parques y las macetas de los vecinos; compradas el día anterior o medio marchitas de varios días antes; hasta tuve una maceta clandestina en mi mitad del armario" Su risa era contagiosa, y yo procuré hacerle el menor daño posible, porque comprendí que era una persona muy delicada y un hombre insustituible y muy valioso. Como una flor. "Y, cuando había agotado todo, recurrí a la imaginación: postales, dibujos, figuras de todos los materiales, hasta compré un hierro con forma de rosa, y le puse una, al rojo vivo, en una tostada... Ya sé que es una niñería, pero solo por verla reír como se rió ese domingo, hubiera dado una fortuna..."

"¿Y nunca discutieron tanto como para que no hubiera flores un domingo?" Di que no, di que no, supliqué en mi interior. "No. Las flores son delicadas. Como el amor. Se mueren con los silencios, los reproches, el orgullo o la soberbia. Y no teníamos de eso. Teníamos demasiados problemas, disgustos, inquietudes y cosas que hacer cada día, como para cargar con todo eso. Y nuestra casa era demasiado pequeña para convivir con el egoísmo. Y lo echamos. Y solo quedamos nosotros. ¿Ha acabado ya, señorita? Tengo que hacer la compra y Marta me estará esperando para hacer la comida. Se preocupará si me retraso".

"Ya he acabado. Gracias por contarme su historia tan bonita. Parece un cuento. Ya no hay personas como ustedes. Se lo digo por experiencia. No quiero ser indiscreta, pero, dígame, ¿ha pensado qué pasará si algún día le faltara ella? ¿Como serían sus domingos sin desayunos en la cama, sin flores?

"Jajajaja. No sea cursi, señorita. Ustedes los jóvenes siempre pensando en la muerte. Prefiero que se muera ella antes que yo, para asegurarme que siempre va a estar cuidada. Y si es así, yo seguiré mi vida, con lo que me quede. Con mis recuerdos, mis libros, mis películas, mis paseos, mis hijos y mis nietos... Bueno, lo único que tengo claro es que los domingos me quedaré en la cama hasta muy tarde, sin prisa..."

Volvió a reír con su risa joven y clara; me rozó la mejilla como una caricia de aire fresco y limpio. Y salió por la puerta, frágil y fuerte. Me pregunté si dentro de unos días estaría listo para saltar un seto y robar una flor. Claro que sí, me contesté. Estará de **** madre. Igual que este lunes que huele a tierra mojada y a aire limpio. Me siento bien. Mañana es fiesta. Cuando venga Mari Poppins se lo voy a contar todo. Llorará. Es muy romántica. Y también a Pedro, cuando llegue a casa. ¡Quién sabe...!

Paki
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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DELIVERY


-   ¡María, ahí te lo dejo!
La mezcla de semen y orina que expulsó Dolores bajaba por la calle como si una pequeña tromba se hubiera instalado frente al portal de María. Más de una hormiga se extrañó por aquel diluvio repentino y espeso.
Manuel volvió a la hora. María lo esperó encima de la paja, al lado de las ovejas, en el pesebre que era salón de recibo de todas las casas en el pueblo. Su hija Agustina la acompañaba.
-   ¡Ya te fuiste con la **** aquella para seguir desgraciándome la vida!
-   Déjame tranquilo. Es que bebo y me enfermo, me pongo loco. ¡No me dejen beber más, no me dejen beber más!
-   Padre, lo fuimos a buscar donde Jacinto y usted nos golpeó. Luego se largó a casa de esa mujer, que dejó un regalico en el portal.
María subió a su cuarto. Por cada escalón que subía Manuel prometía, como lo hacía durante los últimos seis años, no volver a la casa de esa perdida.
Una hora antes, Dolores bajó hasta su casa y volvió a acostarse al lado de Manuel, abrazada al cuerpo que por cada visita semanal, a veces hasta dos, le dejaba un quintal de verduras y granos que cargaba al lomo. En ocasiones, algún pedazo de ovejo.
Vicente, el marido de Dolores, esperaba pacientemente en el bar del pueblo a que el señor del mercado se cobrara. Aquel pueblo fue pionero en muchas cosas, incluido eso que ahora llaman delivery.
Vicente escribía poemas y cuentos que nunca leyó a nadie. Mucha gente lo buscaba para que redactara cartas que luego eran enviadas a algún país de América del Sur o a otras zonas de España, a parientes lejanos o amores viajeros. Decían que era rojo. Una que otra vez le pedían que leyera esquelas enviadas desde aquellos mundos lejanos: "aquí hay mucho trabajo y la gente es alegre y ríe por todo. Algunos meses llueve mucho y en otros ya no llueve, pero hay sol caliente todo el año y en las noches refresca. Espero traerte pronto con los chiquillos ¿cómo están? Al Felipito se le quitarían todos los males del pecho aquí. Ya tengo reunido un dinerillo que les mandaré para que puedan venir y estemos juntos de nuevo", decía un escrito enviado por el esposo de Francisca desde Venezuela. Francisca, que para dar de comer a Felipito y a Lolita también recibía su mercado semanal, su delivery.
Vicente llegó a soñar con llegar a un puerto, esconderse, viajar de polizón y atracar en una playa soleada del sur de América. Llevarse a Dolores y a sus hijos a vivir otra vida, a hacer mercado como se debe, pagando en la caja, llevando las bolsas hasta su casa. Sus sueños los vaciaba en un papel, los leía y releía.
"Cuida que no se vaya sin pagar", ordenaba Jacinto, dueño del bar, a su hijo Pedro, quince años de edad y diez de monaguillo en la iglesia. Alguna vez, entre dientes, le dedicó un "Salve" o un "Ave María" al poeta rojo. "¿Has visto al diablo alguna vez?", preguntó Vicente. Pedro respondió que no. "Yo tampoco, aunque dicen que está entre nosotros".
Esa noche, al volver a su casa, Vicente se cruzó con Manuel. Se saludaron con cortesía y acordaron encontrarse el jueves para jugar la partida de dominó habitual.
-   Y hablar algo de poesía – gritó Manuel. María lo esperaba en casa.
Vicente cruzó el establo, subió las escaleras de madera de la vivienda más pequeña del pueblo. Dobló a la izquierda y al fondo. En la cama de mazorca vieja, encontró a su mujer tendida. Se acostó y abrazó al cuerpo que aterrorizaba, una o dos veces por semana, a algunas hormigas que transitaban frente al portal de la casa de Manuel y María.

El guayanés
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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ANCIANA MADRE TIERRA


Abro los ojos, parpadeo unos instantes, los cierro.
Abro los ojos progresivamente, casi con deleite. Las pestañas se despegan y la pupila emerge de la oscuridad a la luz. Amanece.
Parpadeo unos instantes. Luces y sombras ondean a media asta, ligadas unas a otras cual código de barras. Rítmicamente, las más claras son vencidas. Atardece.
Los cierro pausadamente, con descanso, con aplomo; como despedida de un absurdo. Un manto negro cubre el horizonte. Anochece.
Trazo sobre mí líneas que me fraccionan y reparten. En vertical unas, en horizontal otras. Van dando forma a mi esqueleto, componiendo mi estructura. Coloco en cada una de ellas el día, la tarde, la noche, con distancia, con cadencia; siguiendo una secuencia cíclica y equilibrada, distinta y certera.
Tres colores ocupan mi espacio repartidos indistintamente. Azul, marrón y verde. Con claridad observo que el azul destaca cubriéndome por completo, dotándome de vida. El marrón se acomoda y expande, mientras que a instancias de él nace el verde.
Salpico con ellos la sólida estructura que voy formando sobre el vacío donde todo queda en suspenso, todo es infinito.
Crean un orden compacto y férreo, poblando la existencia. Dejo brotar la energía - aplicando la Hipótesis de Gaia -, y permito que ésta se repliegue sobre mí para engendrar a la Madre Naturaleza: ahondando simas, abriendo volcanes, extendiendo la estepa, esculpiendo cordilleras, allanando caminos, recortando cabos, dando profundidad a los océanos, creando arroyos, encauzando ríos, despoblando el desierto, desplegando el manto celeste que corona el cielo, colgando de él estrellas y luceros; generando vida.

El astro sol refleja su luz en mi cuerpo líquido, azulado. Me cruza, abarca, rodea, poniendo con ella principio y fin a cada día.
La luna, enamorada insomne, jovial Selene, sonríe de lado cuando crece, cuando mengua. Desaparece si se vuelve vergonzosa por creerse nueva, para luego renacer altanera y brillante como ninguna; completa y llena.
Las estrellas y constelaciones hacen divertido el tránsito de la luz por el silencio, en este universo de brillos y sonidos ausentes donde yo me alojo; colgada de un hilo de seda con herraje de nácar.
La naturaleza fluye trazando sus leyes. Se adapta al cambio, evoluciona. Puebla y florece bajo la gélida  escarcha, bajo el dulce sol de agosto, bajo el agua que de la tierra mana; creando un lustroso manto de flores blancas, violetas, amarillas y malvas.
Los árboles agradecidos, extienden al cielo sus ramas dejando fluir la savia vital que les estimula, acariciando con la punta de sus hojas la horquilla celestial que los protege y guarda.
Los animales surgieron de un cataclismo, de una fórmula desconocida y ponderada; irrepetible y única. Quedaron exentos de racionalidad, vástagos mudos de una prole atávica, dotados de instinto, carentes de intelecto.
Y por fin la humanidad nació de mi unión con Urano, tras una prolífica transformación de bestias errantes (cíclopes, gigantes, titanes) en seres vitales dignos de raciocinio. Animales evolucionados gracias a la palabra. Organismos dotados de conciencia, capacidad de elección, conocimiento de sí mismos, de otros. Seres humanos, entes sociales poseedores de estados emocionales latentes y cadentes, son el colofón de mi obra.
Biosfera, atmósfera, océanos y tierra componen una desbordarte fuente de energía en continua transformación, amparadas en el sagrado equilibrio entre ying y yang.
Este matrimonio dual, esta unión de fuerzas opuestas y complementarias, abonan la vida  en el planeta por mí gestado, concediendo a sus habitantes el potencial divino de la reproducción y adaptación a los cambios que sufren  mientras evolucionan.
Soy la Anciana Madre Tierra que vela eternamente por su ancestral descendencia, manteniendo el complejo equilibrio que permite la vida. Agotada de emanar el principio creador en mi perpetua andadura, os cubro de bendiciones que guíen vuestro camino y me permito ahora descansar; para ello: abro los ojos, parpadeo unos instantes, los cierro.

Palo de Luz
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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UNA LECCION DE AMOR


Un padre le dijo  a dios, ¿Sr. Porque tienes a mi  hijo en esa cama? mira que lindo, es no le hace daño a nadie solo velo sr, esta tan enfermo  y me duele tanto verlo así, porque no le mandas este dolor que tengo de ver a mi hijo así a otros, a los que roban, matan, se drogan a esos porque no les mandas nada, entonces el padre comenzó a escuchar la voz de dios que le dijo, mira hijo no digas como todos ¿ porque a mi? Mejor escucha con atención todo lo que te voy a decir, yo soy  muy justo y  a todos les hago pasar pruebas para ver que tanto piensan en mi, y que tanto me quieren y confían en mi, mira hijo lo que tiene tu pequeño es algo insignificante que se cura con amor, el padre se quedo pensando y le dijo "con amor" Sr. Si hijo mira para que me entiendas la enfermedad que tiene tu hijo  solo con amor se puede curar, el padre estaba completamente confundido, dios le dijo no me entiendes verdad el moviendo la cabeza le dijo que no, y dios le siguió diciendo si mira yo le doy pruebas  a toda la humanidad a ti hoy en este día te toco esta, según tu creas en mi tu hijo se sanara. El padre le contesto: pero esta prueba es muy grande Sr. No creo lograrlo, dios le dijo, yo se que lo lograras porque he visto en tu corazón que tu me amas tanto como amas a tu hijo. Al padre se le escurrieron las lagrimas y le dijo es cierto Sr. Y si yo te amo a ti tanto como tu me amas  te prometo Sr. Que no seré como todos los demás al contrario yo te diré gracias sr, porque me mandas esta prueba para recordarte diario para no olvidarme que existes y para ver el milagro que harás en mi hijo porque yo se que lo que pase con el es por que así lo quieres y si tu me quieres no harías nunca nada para lastimarme al contrario tu siempre ves por todo el mundo  y te acuerdas de el, pero yo no quiero ser uno mas del montón yo prometo quererte siempre no quererte como todos nada mas para pedirte algo  y perdóname Sr. Por no creer en ti y llorar por una simple enfermedad, que como tu lo dices solo se cura con amor. Entonces Sr. Ya te puedo decir que mi hijo esta curado por que el amor que siento por ti es más grande que el mundo entero.
Entonces dios le dijo ves hijo que fácil es la vida a mi lado entonces no llores solo ámame y yo resolveré tus dolores, tus tristezas las volveré alegrías y  las penas no existirán mientras estés a mi lado. Entonces hijo recuerda que te quiero y no llores mejor regálame diario una sonrisa aaa y enséñale a tu hijo a amarme como yo lo amo, recuerda esto siempre y ahora vive la vida a mi lado como te enseñe "con amor".

"El padre sonrió y le dijo gracias Sr. Por enseñarme que en cada pena o alegría tu estas conmigo".

Un amigo del chat
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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EL MAESTRO


Aquella mañana tuve que madrugar. Antes de que llegaran los niños había que quitar la nieve de la puerta de la escuela y abrir un poco de camino para evitar  caídas dolorosas. Hacía tiempo que no nevaba tanto pero el frío intenso de la última semana parecía amenazar con alguna fechoría. Empezó a nevar el domingo por la tarde, y a las ocho de la mañana del lunes la capa de nieve continuaba creciendo. Si aquellos primeros días de 1941 ya eran duros por sí mismos, se convertían en insoportables con los latigazos de esta furiosa climatología.
Yo tenía veintinueve años y ejercía de maestro en el pequeño pueblo de La Coromina, en la provincia de Barcelona, desde hacia cinco. Durante la Guerra Civil mantuve la escuela en funcionamiento y una vez terminada y acatadas las nuevas normas de enseñanza al capricho de los vencedores, logré continuar en ella.
El día, a pesar de la nieve, era triste, con el cielo tapado y una blancura demasiado apagada para resultar bonita. Ya había abierto una franja de un metro de ancho que iba desde la puerta hasta la verja exterior cuando vi, difuminada entre la densidad de los copos que caían sin cesar, la silueta de alguien que se acercaba pisando la nieve de manera tan prudente como segura. Era Emeterio Salinas, jefe local de Falange.
- Buenos días García - me dijo levantando la mano derecha al más puro estilo fascista.
- Buenos días, Don Emeterio. Vaya nevada, ¿verdad?
- Sí – contestó, seco.
- ¿Qué le trae por aquí tan temprano?
- He venido a hablar con usted.
Dejé de apartar nieve con la pala y me incorporé por completo, mirando a Don Emeterio con rostro interrogante y, dándome la vuelta, me  dirigí al interior de la escuela sin decir nada. El me siguió.
Ya dentro de la clase, apoyado en mi mesa, levanté la vista asumiendo la dudosa bondad de la visita.
- Usted dirá.
- Un amigo me ha comentado que su hijo le contó que hace unos días se llevó todos los niños de excursión, a ver cómo el río "Aigua d'Ora" desembocaba en el Cardoner.
- Sí. Ya hace tiempo de eso. En otoño. Estudiábamos los ríos y como lo tenemos aquí cerca, pensé que sería una buena idea que pudieran ver una desembocadura.
- En cambio - prosiguió Salinas, que parecía no escuchar mis explicaciones - mi amigo le preguntó los principales afluentes del Duero y no supo de qué le hablaba.
En seguida me percaté de sus intenciones.
- Creo que es más lógico que primero conozcan los ríos que pasan cerca de sus casas – dije en tono defensivo.
- Lo que es lógico no lo debe decidir usted. Creo que los temarios que aceptó hace dos años son bastante claros - decía don Emeterio, ignorando mis argumentos.
Estuve a punto de iniciar una discusión sobre la enseñanza pero, a tiempo, pude vislumbrar su inutilidad.
- Vaya al grano, don Emeterio. ¿Qué ha venido a decirme?
Con déspota parsimonia sacó un papel de la parte interior de  su chaqueta y me lo acercó.
- Envié un informe al Gobernador Civil y este lo remitió al Ministerio de Educación recomendando tu traslado. El viernes llegó la orden al Ayuntamiento y me lo han dado a mí por si quería tener el placer de entregárselo - me dijo con cruel cinismo.
- ¿Un traslado? Pero,  ¿por qué lo ha hecho? - pregunté reteniendo la rabia interior que se apoderaba de mí por momentos - Hace cinco años que dedico las veinticuatro horas del día a la enseñanza de los niños de La Coromina.
- Por eso mismo. Ya es hora de un cambio de aires. En la provincia de Palencia hay un pueblo llamado Herrera de Pisuerga que se ha quedado sin maestro. Le esperan a usted el miércoles por la mañana. Y ya de paso conocerá uno de los principales afluentes de Duero. Buen viaje, García.
Y con este falso cumplimiento se puso el sombrero y salió de la clase sin cerrar la puerta, al ver que llegaban los primeros niños rebozados de nieve, más por las bolas que se habían lanzado que por los copos que seguían cayendo. Todos iban tapados con tanta ropa como tenían y, apenas entrar algunos se apresuraron a vaciar de nieve los zapatos agujereados y así evitar la hipotermia de algún dedo.
Me senté en mi mesa sin saludar a ninguno de los niños que poco a poco iban llegando a la escuela. Se me había caído el mundo encima. Tenía todo el lunes para encajar la situación, dejar la escuela en condiciones para el maestro que llegara y despedirme de todos. No había hecho grandes amigos en La Coromina, pero creo que me he había convertido en un maestro  popular y todo el pueblo me apreciaba. Pero, ¿y Dolores? Hacia dos domingos que, saliendo de la iglesia, conseguí compartir con ella un paseo de diez minutos ante las miradas complacientes del algunos vecinos y la presencia, ocho o nueve pasos por detrás, de su madre. Con diferencia, el mejor rato desde mi llegada a La Coromina. En cuanto llegara la primavera tenía previsto pedir permiso a su padre para salir con ella y, aunque  faltaban meses, ya tenía elegida la ropa que ponerme y pasaba largos ratos ensayando el discursito que pensaba soltarle. Pero entonces todo se iba al traste. Todos los planteamientos de vida entera que me había montado en dos semanas se esfumaban de repente por el capricho de los caciques.
Pasé casi toda la mañana en silencio. Mandaba trabajo a los niños y volvía a sentarme para zambullirme otra vez en esa corrosiva tristeza que hacia aflorar mis instintos mas agresivos.
- Si le hubiera soltado un palazo cuando lo tenía delante ...
A la hora de salir pensé que no podía dejar marchar a los niños y niñas sin despedirme. No hacerlo, solo significaba revelarse contra todo, ignorando a los únicos que no tenían ninguna culpa. Hacerlo, en cambio, era doloroso.
- Escuchadme un momento - dije mientras empezaban a recoger plumas y libretas - Os tengo que decir algo muy importante.
Todos se quedaron en silencio. Yo también. Mirando los rostros inocentes recordé que fue más o menos a su edad cuando decidí que de mayor sería maestro. ¿Vocación, quizás? ¿Puede una vocación desgarrar un sueño de vida?
- ¡Ni hablar!
Cogí mi chaqueta mientras los niños continuaban expectantes a aquello tan importante que debía decirles.
- Abrigaos bien. Hace mucho frío – dije finalmente.
La cara de decepción se apoderó de ellos. Esperaban recibir alguna noticia del tipo "mañana no habrá clase" o similar. Todos fueron saliendo mientras los  miraba sabiendo que no les volvería a contar nunca más qué ríos son más importantes, o cuáles son las cordilleras que más les interesan. Todos aquellos niños volverán a clase, pero yo no.
Al mediodía dejó de nevar y en el cielo empezaron a aparecer tímidas pinceladas de color azul. Decidí que dedicaría la tarde, y si era necesario, la noche, a luchar para poder seguir al lado de Dolores. Renunciaría a ser maestro y buscaría la manera de poder quedarme a vivir y trabajar en La Coromina.
Lo primero que hice fue ir a pedir trabajo a la mina de potasa. Pagaban poco, pero la empresa era grande y crecía. Me echarían del piso que ocupaba, reservado para el maestro, pero ya entraría como huésped en casa de algún vecino, o alquilaría alguna habitación. Mis condiciones de vida, ya bastante duras por sí mismas en aquellos años de posguerra, empeorarían, pero el solo hecho de poder seguir cerca de Dolores lo minimizaba todo.
Mi problema, sin embargo, era que no tenía  experiencia en ninguna de las tareas relacionadas con la empresa minera.
- Ven mañana- me dijo un encargado, después de rogarle trabajo como si fuera limosna - Empezarás de aprendiz en la carpintería.
Ser aprendiz significaba cobrar casi nada, pero lo más importante era poder entrar. Una vez dentro, ya intentaría ir progresando hacia empleos menos duros y más valorados haciendo valer mi capacidad intelectual.
Por otra parte, debería posponer la visita al padre de Dolores y continuar el "cortejo puntual" una temporada más, hasta haber conseguido algún ascenso que me asegurara una economía suficiente para poder aspirar a casarme con ella y poder mantenerla.
El maestro dejaría de serlo, pero seguiría viviendo en La Coromina. El maestro era inocentemente feliz.
El sol, que logró asomarse justo antes de esconderse, dio paso a una noche serena que  comenzó a helarlo todo. Las calles nevadas de La Coromina se endurecieron y el peligro de lastimarse hizo que casi todo el mundo se cerrara en casa y se acurrucara cerca del fuego, apurando leña para no tener que salir a buscar antes de que se fundiera la espesa capa de nieve que cubría los bosques de alrededor. A mí me quedaba muy poca, pero la estaba haciendo quemar con suficiencia consciente de que  seria mi última noche en aquel piso.
- El que venga, que se busque la vida - pensaba.
Alrededor de las ocho, estaba ordenando mis cosas para preparar un incierto traslado hacia no sabía dónde, cuándo alguien llamó a la puerta.
- ¿Quién es? - pregunté con voz enérgica, asustado, consciente de la rareza de una visita a esas horas y con las calles en aquellas condiciones.
- Soy Dolores – dijo una voz detrás de la puerta.
Con el corazón latiendo con fuerza exagerada, más que el día del paseo, me levanté corriendo a abrir. Cubierta de bufandas y pañuelos para protegerse del frío y al mismo tiempo pasar desapercibida, Dolores no se atrevía a entrar  y esperaba en el rellano de la escalera, temblando y con los ojos húmedos.
- Sólo he venido a despedirme – dijo con voz insegura.
Sonriente y cogiéndola de la mano la invité a entrar, cerrando la puerta tras ella. Con tanta educación y respeto como me permitía la inesperada situación, la ayudé a desenvolverse la cabeza hasta dejar su maravilloso pelo castaño a la vista. No me lo podía creer. Estábamos los dos solos en mi casa. Nadie nos vigilaba y la tristeza que acompañaba a Dolores se esfumaría al saber la decisión que yo había tomado.
- Mañana empiezo a trabajar en la carpintería de la mina, Dolores. No me voy. Me quedo en La Coromina - dije, contento, esperando en ella una reacción alegre.
Dolores se sorprendió, me miró y echó a llorar desconsoladamente sobre mi pecho, cogiéndome los brazos con rabia y apretándolos contra su cuerpo.
- No llores. Todo saldrá bien y podremos continuar juntos - decía yo.
- Mi padre no quiere que hable contigo - dijo sollozando.
- Ya le convenceremos, no sufras.
- Ayer por la tarde me comprometió con otro hombre.
Eso me paralizó. Asombrado, no sabía qué decir mientras Dolores continuaba con su llanto amargo y doloroso.
- Da igual. Lucharé por ti. No me daré por vencido - dije con inconsciente valentía.
-¿No lo entiendes? – dijo ella - Me han comprometido con el hijo de Emeterio Salinas. ¿Quieres luchar contra él? Te han trasladado para quitarte del medio. Vete Jaime. Aquí morirás de pena y dolor. Olvídate de mí y de La Coromina y empieza de nuevo.
Me besó en la mejilla, dejando una lágrima como único recuerdo y se marchó sin volver a mirarme.
El maestro no dejó de serlo. Dejó La Coromina y se convirtió en el maestro de unos niños que tenían la suerte de vivir al lado de un río importante.

Udura
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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UNA CITA PERFECTA


Aquél iba a ser el día o aquélla iba a ser la noche, qué importaba. Todavía no había amanecido pero a él le daba igual; ni siquiera había dormitado unos minutos, así que la posición de los astros tampoco era muy relevante. Porque aún faltaba mucho para que amaneciera, pero iba a verla, hablar con ella, tal vez olerla, quién sabía, mil cosas. Llevaba horas perfectamente vestido sentado en la penumbra de su dormitorio, junto a la ventana. Hacía ya un buen rato que los coches que cruzaban el horizonte, trazando a velocidad uniforme la gran curva de la nueva ronda de circunvalación, lo hacían de uno en uno y a intervalos imposibles de medir. Los veía aparecer por el este con sus luces blancas y luego se esfumaban en la oscuridad durante un segundo, para volver a materializarse transformados en resplandores rojos que miraba empequeñecer y empequeñecer hasta extinguirse para siempre. Eso era todo. Sin contar lo de dentro de su cabeza, claro. No había puesto música para acompañarle. No había hojeado un libro. Simplemente disfrutaba de la espera contemplando la porción de extrarradio nocturno que le ofrecía su ventana y escuchando cómo su propia voz le recitaba sus mejores deseos. En alguna ocasión le pareció que lo hacía en voz alta, pero no se preocupó de cerciorarse. Lo que sí comprobaba a menudo era la hora. No transcurrían diez minutos sin que se sacara el móvil del bolsillo e hiciera que la pantalla se iluminara en un color azul hielo que le gustaba. Con la misma frecuencia estiraba el cuello y miraba hacia la calle, receloso de que la mala suerte decidiera burlarse de él. Pero todo iba bien ahí abajo. Todavía faltaba un rato para que llegara el momento. La parada del autobús seguía solitaria. Envuelta en la iridiscencia pálida que emitían los neones que alumbraban la publicidad incrustada en la marquesina, parecía un escenario del futuro. En el póster, un tipo demasiado perfecto para pisar La Tierra del siglo XXI lucía unos calzoncillos carísimos, hiperelásticos, de diseño. Esa clase de ***** fashion-light-cool a treinta y seis euros la unidad era lo que les metían por los ojos a los ciudadanos condenados a usar el transporte público a diario. Y también a él, que llevaba toda la noche esperando con miedo su modesto momento de gloria. Toda la noche o toda la vida, sólo él lo sabía. Se sorprendió preguntándose si un equipo de publicistas habría cobrado montones de euros por colocar la **** de aquel modelo exactamente en esa posición. Y en seguida se levantó de la silla. Dio unas vueltas a la habitación mientras se planchaba la ropa con las palmas de las manos y sacudía la cabeza mirando al suelo. Intentando convencerse de que ese tipo de pensamientos extraños era lo que le hacía ser un tío extraño. Se detuvo, hurgó en sus pantalones y el móvil volvió a pintar la habitación de un aire azul desvaído. Ya sólo faltaba un cuarto de hora para las cinco y media. Comprobó por enésima vez que la parada permanecía tranquila y se dirigió al cuarto de baño. Y empleó esos últimos minutos en observar con detenimiento su reflejo, en perder el tiempo al trazar planes de última hora con la esperanza de mejorar su aspecto. Pero cualquier pequeña modificación que aplicaba a su pelo o cualquier recorte en su barba rala le parecía que empeoraban su imagen anterior. Acabó optando por meter la cabeza bajo el grifo y secarse/despeinarse con la toalla. Luego se envolvió en una nube de desodorante y no pudo evitar pensar que todo aquello era innecesario y ridículo. Pero no tanto como abortar la operación a estas alturas. Aunque sólo fuera por no haber pegado ojo en toda la noche, la situación exigía cierta culminación. Así que ahí estaba: sentado en la parada desde hacía unos minutos, medio encogido por el frío que condensaba su aliento en fugaces nubes blancas, cuando escuchó unos pasos que se aproximaban. Buscó una postura natural en el banco de metal o plástico, lo que fuera. Cruzó las piernas de modo indeciso y al instante las separó con un gesto aún más vacilante. Quería parecer tranquilo pero notaba sus músculos tensos como alambres. Mientras se removía sobre la superficie helada se lamentó de que ningún coche hubiera aparcado esa noche en el carril bus; le habría venido bien revisar su apariencia reflejada en una luneta. O tal vez no. Tal vez eso habría aumentado su inseguridad. Sí, probablemente, se dijo. En cualquier caso, dejó de preguntarse sobre esto y todo lo demás cuando se dio cuenta de que los pasos resonaban ya muy cerca. Un segundo después ella aparecía por detrás del cartel anunciador. Iba distraída, rebuscando cualquier cosa en su bolso, y se sorprendió de modo demasiado evidente de ver a alguien en la parada a esas horas. Y dudo, también de manera muy visible, si sentarse en el banco. De manera tan visible que hasta él se dio cuenta de la indecisión de la chica y se sintió todavía más incómodo, estúpido, extraño de lo habitual. Ella optó por permanecer de pie a unos cuantos metros de él, arrebujada en el interior de su abrigo. Vista de cerca le gustaba lo mismo que desde la ventana. En un arrebato de audacia pensó en levantarse y entablar una conversación intrascendente con ella. El frío, las deficiencias del transporte público, lo inmorales que son algunos horarios laborales. Cosas así, para parecer alguien normal. Pero se limitó a permanecer sentado y decir un Hola avergonzado en un momento en que ella pareció mirarle de reojo. No le quedó claro si la chica le había contestado. Sí, una rápida nubecilla de vaho había salido de su boca, pero podía haber sido la materialización de un suspiro de tedio o simplemente su respiración. Y ya no hubo tiempo para aclararlo. El autobús llegó y la chica se escupió algo en la mano y lo tiró a la papelera. Luego subió al bus sin despedirse. Tampoco lo miró desde detrás de las ventanillas empañadas. Él se quedó un rato viendo cómo se alejaba el vehículo. Era bonito, un luminoso oasis de calefacción rodando sobre el asfalto mojado la ciudad oscura y fría. Se preguntó dónde iría. Cuando lo perdió de vista se levantó, se dio unas palmadas en sus mulos ateridos y se acercó a la papelera. No le costó demasiado encontrar el chicle. Aparentemente de fresa ácida y recubierto de ceniza, una cáscara de pipa y una serie de pequeños fragmentos no identificables. Impregnado en saliva fresca y caliente, brillaba a la luz de las farolas. Subió a casa sosteniéndolo entre el índice y el pulgar. Se sentó de nuevo junto a la ventana y se metió la masa en la boca. La masticó. Los jugos y los tropezones se esparcieron por su paladar. Justo antes de quedarse dormido pensó que aquél era el sabor del amor.

Rojo13
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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EL PACTO


A los diez minutos de conocerse, obnubilados por la pasión, Marta y Julio hicieron un pacto de mutua sinceridad. "Nos lo diremos siempre todo. También lo malo. Porque callar es peligroso. No dejemos nunca que el silencio nos separe". Eso dijo Marta durante la vorágine del beso inicial. "Tienes mi palabra", respondió Julio febrilmente, convencido de que aquella era la mejor opción posible. Acto seguido, se fundieron en un abrazo asfixiante.
Diez años más tarde, con la pasión algo maltrecha, aún mantenían su pacto a rajatabla.
-¿Sabes, cariño –dijo él abriendo un yogur caducado- hoy apenas te deseo. Pero no debes preocuparte, ya me ha pasado otras veces y no es grave. Aunque podría ayudarme un poco que te depilaras con más frecuencia. También que perdieras algo de peso.
-Lo siento, querido –dijo ella removiendo con desgana su café- pero no haré ningún caso a tus indicaciones. Como sabes, nunca has sido una persona demasiado inteligente. De hecho, si no fuera por mi extraña fijación hacia el matrimonio, te habría abandonado hace siglos.
Pronto comprendieron que su relación naufragaba y buscaron ayuda. Una amiga de Marta les recomendó un psicólogo experto en parejas quebradizas, al que acudieron de inmediato.
El psicólogo fue tajante: "La relación peligra por un exceso de sinceridad. Les aconsejo silencio. Ni por asomo se digan todo lo que piensan. Acostúmbrense a hablar poco e intercambiar únicamente frases cordiales. En caso de necesidad, tendrán que desahogarse por escrito a espaldas del cónyuge. Secretamente, digamos. Aquí tienen dos cuadernos, donde podrán anotar sin peligro aquello que omitan en sus diálogos de pareja. Les deseo mucha suerte". Antes de irse, Marta y Julio cogieron con aprensión sus respectivos cuadernos mientras el psicólogo acariciaba un pingüino disecado que tenía sobre la mesa.
Durante meses, siguieron con rigor la terapia. Y la comunicación entre ambos se volvió más afable. Aunque también más escueta. A lo sumo, dos o tres frases raquíticas frente al televisor alguna noche. El resto del tiempo lo dedicaban a anotar minuciosamente en sus cuadernos lo que no se decían. Pero los cuadernos comenzaron a multiplicarse exponencialmente, ocupando habitaciones enteras (el desván, el estudio, la cocina).
Hasta que al final no quedó espacio para Marta y Julio.

Luder Velipuolii
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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EL CRIMEN
                                                                                                 

A pesar de estar próxima la última hora vesperal, el calor con¬tinuaba antojándoseme sen¬cillamente insoportable. Algo así como un intangible vaho, insolente y pegajoso, rodeán¬dome con tenaz in¬sistencia en una insatisfecha y evidente eva¬poración en ab¬so¬luto agrada¬ble. Por el retrovisor sólo alcanzaba a ver una in¬dolente nube de polvo, de un sucio y macilento marrón tur¬bio, desatada por la tolvanera que levantaba el vehículo.
   Una inmensa alegría tremó por unos ins¬tantes entre mis manos cuando a derecha e izquierda comen¬zaron a pa¬sar veloces las desiguales hileras de los árboles. En realidad, los sedicentes árboles (por lo demás casi exclu¬sivos habitantes vegetales de aquellos contornos de hui¬diza ver¬dura), no pasaban de ser más que dos hileras de secos toco¬nes carcomidos y horada¬dos por efecto del degra¬dante clima. Sin embargo, me aliviaba tre¬men¬damente saber que tras ellos, y la pronunciada curva en insóli¬to des¬censo, apare¬cería aquel ventorrillo que tantas veces me había salvado la vida. La sequedad de la gar¬gan¬ta, una inape¬tente saliva pas¬tosa engolosada al paladar, se me hacía real¬mente in¬sufrible.
   Por fortuna, allí estaba el ventorro y no un indó¬cil cam¬pamento de tuareg entre las adustas arenas. Se ex¬tendían junto a la desigual y escorzada edificación unas raquíticas matas de evónimos ornadas por la ropa interior de la dueña, que parecía estar orgullosa de la dimensión de sus carnes hasta el punto de exhibirlas sin el más mínimo decoro: dos bragas (que bien pudieran servir de tapete a una mesa camilla) y un sujetador de descomunal tama¬ño. Más atrás, esparcidas con dudosa ecuanimidad a los flancos de un enteco camino, diez o doce casas de deplora¬ble aspecto terminaban de dar al paisaje la desalentadora sensación de pobreza y desen¬canto que tantas veces había refle¬jado en mis lienzos. Suspiré con cierto alivio al bajarme del coche, diluci¬dando con agrado sobre la certeza de que sería la última vez que me ve¬ría obligado a realizar tan incómodo viaje.
   Con indecible fruición (y afianzándome irremisiblemente a un tan ambiguo como evidente presa¬gio) tomé asiento en una ines¬table banqueta junto a una de las me¬sas de remendadas ta¬blas, saludando a los que como yo se refu¬giaban de los rigores del sol bajo el deshila¬chado y desafecto som¬brajo de cañizo que, inmisericorde, dejaba al resquemor del sol infiltrarse por sus abundantes brechas. Dos tipos de astroso aspecto y de rostros no total¬mente desconocidos, tras devolverme cortésmen¬te el saludo volvieron a enfras¬carse en la partida de dominó que interrum¬pieran con mi llegada evidenciando algo más que una perceptible curiosi¬dad.   
   Enfrente de mí la señora Engracia (tras su enorme e in¬separable vaso de ginebra) y su hija Nina, esperaban clientes. La señora Engracia era la única dama del lugar que, a lo vis¬to, se había ganado el tratamiento. Y llamar señora a tal mu¬jer no dejaba de ser un tácito eufe¬mismo o una mordaz ironía. Ex¬tremadamente vieja (o bien excesiva¬mente avejentada por la mala vida) solía usar una vestidura talar de lustroso aspecto aunque no por ello menos horrible, y un tupido velo insufriblemente ajado, que de usarlo para cubrirse el rostro por completo hubiese ganado, a no dudar, al menos en presencia. (Pocas veces había visto un ros¬tro tan horrendo y desagradable, digno de figurar en cualquier tratado de teratolo¬gía). De su enorme boca surgía una len¬gua desmesu¬rada, oscura y casi perfectamente trian¬gular, que asomaba en sus dos terceras partes a impulsos de un desacertado tic ner¬vioso.
   Por el con¬trario, Nina era una joven de extraor¬dinaria y deli¬cada belle¬za. Una núbil ninfa que desper¬taba en mí un ex¬traño sentimien¬to que me desasosega¬ba y atur¬día de singular manera. Tan sólo en contadas oca¬siones había hablado con algu¬na de las dos, es¬tableciéndose entonces por toda con¬versación un simple cifrado de miradas fugaces y mono¬sílabos en contes¬tación a las más tópicas preguntas. En realidad siempre, -no sabría decir porqué- las había evitado con manifiesta pre¬mura. Era la pri¬mera vez que acce¬día, con cierta premedita¬ción, a sen¬tarme enfrente de ellas, elu¬diendo la costumbre de situarme en algún rin¬cón lo más opuesto posi¬ble.
   La patrona, de serrana y excesivamente opaca presencia, sa¬lió de estampida por la estre¬cha puerta del vento¬rro, (cuántas veces creí que quedaría obturada allí, entre los qui¬cios) dándome la bienvenida con extrema vehemencia. Tras el estrujarme de rigor, (olía a sudor y cocina) tornó a entrar, proba¬blemente adivinando en un grato acto de volición mi más ferviente deseo en aquellos momentos, para volver al cabo de unos instantes con un gin-tonic cargado abundante¬mente de gi¬nebra e hielo. Mien¬tras sufría los rigores de su prolífica y exultante arenga, un muchacho de as¬pecto desaliñado sa¬lió del ventorro para acercarse diligente¬mente a la señora En¬gracia.
   Recibía con paciencia los dengues de la obesa ventera, pres¬t¬ándole tan sólo la mínima atención im¬pres¬cindible para no par¬ecer descortés, sin dejar de obser¬var la escena que acontecía ante mis ojos. El muchacho, que ha¬bía puesto encima de la mesa un billete, intentaba con¬ven¬cer a la señora Engra¬cia para que accediese a pres¬tarle los estragados servicios de la joven, al parecer sin demasiadas posibili¬dades. La vieja per¬manecía inaltera¬ble, limitándose a negar con un elocuente ges¬to de cabeza mientras esbozaba una sarcástica son¬risa de desdén. Una y otra vez vol¬vía el muchacho a in¬sis¬tir acer¬cándole el billete e impe¬trándole con la mirada, sin ob¬tener la poco dable anuencia. Al rato, convencido ya de lo estéril de su propósito, estrujó el billete con salvaje resen¬timiento para marcharse visible¬mente enojado, no sin antes volcar, como por descuido, el vaso de ginebra de la proxeneta mu¬jer. Una buida mirada de la an¬ciana acom¬pañada de invec¬tivas y toda suerte de improperios reptó tras la sombra hui¬di¬za del muchacho. En el ambiente que¬dó por unos instantes la ener¬vante presencia de algo así como el re¬manente de una eva¬nescente amenaza, a todas luces agorera.
   Tras tan inequívoca demostración de lo hirsuto de su carácter, la señora Engra¬cia miró sig¬nificativa¬mente a su pupila, (no sé por qué razón parte de aquella mira¬da no me pareció totalmente ajena mi persona) para adentrar¬se, con si¬giloso paso no exento de cierta altivez, en el ven¬torro.   
   Con precisa y disonante in¬mediatez, sentí una intensa vaha¬rada de calor asfixiándome el rostro, un ligero amago de des¬vane¬cimiento que no podía atribuir a lo caluroso del tiempo ni a la bebida. Quizá me percaté en aquel momento de que la pre¬sen¬cia in¬cierta de a¬quello que anómalamente se dejaba sen¬tir en mi interior desde hacía rato iba a tomar consistencia de in¬mediato. Sentía, por lo pronto, la leve mirada de la jo¬ven esforzándose por encontrarse con la mía, ajustada obsesi¬va¬mente y con fin¬gida convicción a las torpes evolu¬ciones en círculos del hielo al golpear descompasadamente contra las paredes del vaso. Ni siquiera me atrevía a alzar la vista. Desde hacía tiempo intuía que habría de llegar ese mo¬mento, y no me aver¬güenza el con¬fesar que lo temía pro¬funda¬mente. Había algo en la mirada de la muchacha, a menudo lán¬guida y triste, muestra de una resignación poco re¬primida, que me enternecía y desazo¬naba hasta límites ex¬tremos. Varias ve¬ces había descubierto un furtivo destello en aquellos apagados ojos, y en modo al¬guno podía permanecer ina¬ne ante tal mirada que no parecía sino encerrar una se¬creta súplica, un promiso¬rio mensaje que comprendía -no sin cierto temor- perfecta¬mente.
   -¿Puedo sentarme? -Dijo desusadamente alguien con voz de mujer al otro lado de la mesa.
   Pienso, aun sin poder precisarlo con un mínimo de cer¬teza, que respondí afirmativamente, o bien simplemente así lo enten¬dió ella, sorprendiéndome de nuevo cuando tomó asiento a mi lado, rozando su rodilla con la mía en un ambiguo gesto de premedi¬tación o descuido. Yo, en el fon¬do, me sentía cruel¬mente des¬plazado de toda conversación. Tan sólo llegaba a asu¬mir alguna acotación difusa, como parte de un lejano eco que llegaba a mis oídos fuera de todo contexto, revestido de absorbente de¬seo. Una obsesión represada a fuerza de fatua temperanza comen¬zaba a fluir por mis venas con pa¬radójica y elocuente voracidad.
   -¿Me estás escuchando? ¿Te pasa algo? -Sus preguntas me sobresaltaron de nuevo, sacándome sú¬bitamente del ensimis¬mamiento en el que estaba inmerso. Sentía más vivaz, más pun¬gente aún aquel impulso desmedido. Un insólito prurito cuyo antídoto de sobras conocía.
   Sin pensarlo más la tome de la mano, y ante la atónita mi¬rada de la ventera cogí la llave del cuarto que usaba habi¬tual¬mente de la mugrienta tabla colocada en uno de los ex¬tremos de la barra para bus¬car, sin más preámbulos, la con¬fidencia cóm¬plice de la habitación. No la idea de abra¬zar aquel deli¬cado cuerpo, ni de poseer efímeramente el fuego que se despren¬día de su misterioso halo titilante de deseo, me im¬pulsaban en a¬quel momento. Era algo más, can¬dente y de insospe¬chada vivaci¬dad. Quizá también de no propalada certi¬dumbre.
   Nada más abrir la puerta de la habitación Nina se lanzó a la cama que chirrió con estridencia al recibir su peso. Su cuerpo tremaba levemente, mientras sus ojos se ba¬ñaban en lágrimas de ignoto signifi¬cado. Un penetrante olor a azahar se des¬prendía de su cuerpo cuando la atraje hacia mí, abrazándonos con des¬medidas ansias, como si una extraor¬dinaria fuerza nos atra¬jese inevitablemen¬te. Mis labios, azacaneados en rozar su bo¬ca, no se detuvi¬eron hasta en¬contrar los suyos jugosos y dis¬puestos, apetecib¬les y abiertos, fundiéndonos entonces en un largo be¬so.
    No po¬dría precisar cuándo tiempo pasó. Creo que hubiese podido per¬mane¬cer allí, absor¬bido en la satisfacción más pro¬nun¬ciada, dete¬nido el diapasón elocuente del reloj de la año¬ran¬za, durante toda la eternidad, de no ser por la velei¬dad inoportuna de la cual hizo gala en aquel momento. Brusca¬mente se deshizo de mi abra¬zo. Su cuerpo inmarcesible delimitado en el eventual dintorno del bal¬cón como una unívoca pro¬yección abierta a la brisa pue¬ril del ata¬rdecer. Apoyada lánguidamente en la barandi¬lla, mien¬tras su miraba res¬balaba con una lasitud eminentemente especu¬lativa sobre las ensortijadas sombras del atardecer, dijo: 
   -Quiero irme de aquí. Esta noche. Contigo.
   En aquel momento tuve la certeza de que la evidencia que encerraban aquellas palabras era lo que siempre había temido y ansiado de ella. Hasta aquel preciso instante había inten¬tado soterrar un sen¬timiento ya irremisible¬mente afianzado a mi corazón, hasta convertirlo en un des¬amorado e instintivo odio por el baldón que significaba su forma de vida. Com¬prendí en¬tonces que era inútil resis¬tirme a lo que parecía ser inevita¬ble.
   Mientras intentaba ordenar de alguna manera mis sen¬ti¬mientos, ella decidió tomar un baño, quizá tan sólo en la certidumbre de darme tiempo a meditar. Al salir de la tosca bañera, su cuerpo semides¬nudo perlado levemente de gotas de agua hubiese eclip¬sado cualquier Venus soña¬da por el hombre. Nunca an¬tes había admirado tan per¬fecta y prís¬tina belleza. La dul¬zura dimanante de aquellos inten¬sos ojos negros cayó en mi cerebro como un turbión, ofuscando mis sen¬tidos.       
   Tras una frugal cena que la ventera nos sirvió en la habi¬ta¬ción (no sin dejar un mudo mensaje de desapruebo subrayado por elocuentes gestos y duras miradas marcadas de acrimonia) nos acostamos siendo aún temprano. Ni si¬quiera fui capaz de amar por una sola vez aquel cálido cuerpo que subrep¬ticia¬mente, deseaba con excesiva elocuen¬cia desde hacía tiempo. En los últimos resquicios de mi ce¬rebro se encerraban las agra¬man¬tes secue¬las de aquello que había intentado alejar en¬tre dudas y para¬dójicas conje¬turas. Quizá el anormal y ele¬vado número de lienzos arrancados a aquel poco prolijo pai¬saje de repetidos y monótonos rasgos había denunciado des¬de siemp¬re el auténtico motivo de mis reitera¬dos viajes.
   Al fin, el sueño pudo derrotar la vigilia exasperante im¬puesta por mis pensamientos, pues desperté sobresaltado cuando el sol hacía ya rato que recalcinaba el maltratado pai¬saje. El sudor empapaba por completo mi cuerpo, mientras diluía levemente el acíbar renuente de una cruel pesadilla. Entonces -creo que fue entonces- constaté con asombro que ella no estaba allí. Aguardé impaciente su regreso multiplicando los se¬gundos por eternidades. Sentía una atroz compresión en el estómago y el acerbo regusto de la hiel en la garganta cuando decidí mar¬char.
   Nada aparentemente fuera de lógica pude apreciar en el sa¬lón de la venta a excepción de la vacui¬dad más absoluta y la casi irreverente presencia de algunos vasos de con¬tenido aún humeante afian¬zados irremisiblemente al mostra¬dor como ine¬quívocos vestigios de una insólita premura. Pa¬seaba nervioso, intentando periclitar, o más bien exonerar de mi ánimo ex¬trañas aprehensiones. En el patio sólo el sofoco del calor hacía acto de pre¬sencia. Des¬pués de tomarme dos copas de aguardiente que hube de servirme yo mismo, aguar¬dé bajo el emparrado mientras fumaba un cigarrillo. Aquella desusada quietud parecía dar pábulo a cualquier ex¬traña y ant¬erior ¬con¬jetura almacenada en mi ce¬rebro. Dejé sobre el mostrador con cierta largueza el importe de lo que creí serían mis gas¬tos, no sin sentir un fuerte dolor en el estómago se¬guido de un amago de vómito. No dudaba de lo ur¬gente de aleja¬rme de aquellos parajes, pero tampoco me decidía cuerdamente a hacer¬lo.
   Aún indeciso, cogí los lienzos que la patrona había guar¬dado detrás del mostrador y subí al coche. Lancé el vehículo a toda velocidad, estando a punto de atropellar a una muchacha que salió de im¬proviso a la carretera de de¬trás de unas adel¬fas medio secas.
   Era Nina.
   Sus ojos pare¬cían crepitar con un extraño resplandor de alegría que acompañaba una amplia son¬risa de su boca. No obstante, algo así como una sombra oscura atenazaba su rostro. Abrí la puerta y la dejé entrar sin pronunciar palabra. Ella se limitó a dejar un pequeño adminículo en la parte posterior del vehículo y a depositar en mi mejilla un beso que me pare¬ció un tanto frío. Al pasar por el puentecillo que cruzaba el ancho y poco cauda¬loso río, divisé a lo lejos un grupo de personas apiñadas en uno de sus cembos. Me apresuré a bajar del coche sin parar siquiera el motor. Algo extraordinario y te¬rrible había sucedido.   
   En el centro del lecho había un árbol caído, ya total¬mente podrido. Junto a él, en un inverosímil y desmembrado abrazo, un bulto negro se balanceaba inerte a merced de la débil corrien¬t¬e, des¬tacando con viveza un rostro inmensamente blanco y la vio¬lácea hendidura de una boca de la que sobresalía una tri¬an¬gular y desmesurada lengua amoratada.
   Petrificado, exangüe, sólo acertaba a escuchar la voz de Nina que me llamaba. Volví al vehículo y arranqué con ins¬tin¬tiva premura, sin pronunciar palabra, sin dar pábulo a otras posibles dudas.
   Nina miraba la carretera con pretendido in¬terés. De sus labios apre¬tados y fir¬mes, no surgió una sola palabra. Yo me limitaba a seguir a veloz marcha el sinuo¬so trazado con sorprenden¬te firmeza y fia¬bilidad. Pa¬recía como si el vehículo circulase por unos intangibles raí¬le¬s, guiado por la mano de un destino tan si¬nuoso como la carretera.
   De soslayo la miraba. Su hermoso perfil reflejaba un sutil enigma del que quizá ya jamás obten¬dría respuesta. Sólo al salir de la amplia curva y llegar a la lla¬nura, desde donde ya no se divisaba el río, volvió la vista atrás. De sus inmensos ojos negros bro¬ta¬ron entonces tenues lágrimas som¬breadas de cierta luz de intensa amar¬gura y terri¬ble proximi¬dad.
   Un extraño fulgor que cierta¬mente la do¬taba aún más de una increíble e inquietante belleza

Álvaro sijé
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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A TRAVÉS DEL BOSQUE


Llegar a su casa por la vereda o la carretera es un trayecto de cuarenta a sesenta minutos en auto o caballo... si pudiera atravesar el bosque, desde mi ventana casi puedo ver la suya, lo que nos separa es este espeso bosque, a través de él la distancia no parece superior a tres kilómetros, a buen paso y sin desvíos podría estar en su casa en quince o veinte minutos y recuperar el anillo.
En realidad no sé que me orillo a entregarle el anillo como si yo la quisiera como esposa, desde que la conozco y aun antes he sentido su mirada penetrar mi mente, imponiéndome sus deseos no expresados como parte de mis deseos y cuando ella da la vuelta me doy cuenta de mi debilidad, me fortalezco sin embargo ya no es posible cambiar los hechos ni desandar lo andado. Pero este es el punto de no retorno y no pretendo llegar al altar condenado mi vida y mi alma a la esclavitud a la cual me somete mi  princesa encantadora, antes prefiero ser sacrificado y libre o prófugo de mi propia vida que vivir bajo el jugo de su amor.
Quisiera poder atravesar este bosque así como lo hace la niebla que lo puebla de norte a sur y de este a oeste, que navega sobre rodeando cada tronco de árbol negro elevándose untuoso alrededor y entre los helechos que se levantan como manos muertas desde la tierra, quisiera atravesarlo raudo como una flecha y llegar a su alcoba pero el bosque parece a veces tan impenetrable como una cortina de hierro, tan sólido como la pared de rocas del acantilado, tan frío y temible como el infierno de la mente humana.
Tomo el catalejo e intento hallarla pero ya es tarde y la oscuridad que se cierne sobre este paraje convierte en noche el atardecer, tomo entonces el rifle con mirilla telescópica nocturna y buscando un claro entre el apretado follaje de los abetos vislumbro al fin su frágil cuerpo, su pálido rostro. Ahí está mi verdugo regodeándose de mi aprisionamiento, tiemblo, ella se sabe mi dueña, planea mi sufrimiento. La luz de la mirilla le toca el pecho pero ella esta distraída y no se da cuenta, la acaricio durante unos segundos y me estremezco sé que si me topo con su mirada habré perdido la cordura final y no haré lo que debo hacer.
Me monto en el misil y atravieso el bosque hasta llegar a sus senos en los cuales abro un canal directo a su corazón para poder salir de él, dejar de ser su prisionero, su esclavo; ser al fin libre de esa pasión enfermiza que me une a ella. Ella exhala y yo soy poco a poco liberado y retomó mi camino a solas regresando de un mal sueño de mi letargo, cruzando de espaldas y a oscuras un bosque de encanto hasta llegar nuevamente a mi casa desde cuya ventana he disparado un tiro certero en contra de la mujer con quien planeaba casarme.

Ombligo de Luna
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

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LA LLUVIA


Cada una de las sillas del teatro está ocupada por una prenda de vestir, acabo de llegar muy mojada y me he sentado en el único hueco libre.
Afuera está lloviendo, lleva lloviendo toda la semana, llueve a ratos, llueve lento, llueve rápido, llueve agua de tristes nubes grises, llueve agua dulce, llueve ácido e incluso algún exquisito paladar declararía que llueve salado. Llueve en diminutas gotas que parecen no mojar pero calan hasta los huesos.
De camino al teatro se me ha enganchado el paraguas con el de una de esas rápidas señoras que no ven a dos pasos fuera de su mundo, rasgándose por completo la tela roja. He decidido tirarlo en un contenedor y ahora estoy empapada. Con suerte he llegado temprano  y podré acomodarme antes de que comience la función.
Voy al baño a secarme con papel la cara y el pelo, me miro al espejo y reconozco el error, no ha sido buena idea lo del papel porque ahora parezco a punto de ser devorada por un ejército de suaves hormigas blancas.
A la vuelta del cuarto de baño las prendas siguen inmóviles en las sillas. Mi asiento está en la tercera fila, más o menos en el centro de la sala, me doy cuenta de que es uno de los mejores sitios porque puedo ver panorámicamente todo el escenario, qué raro, pero es el único asiento que por razones obvias no sólo está ocupado por una prenda.

He tenido que salir veinte minutos antes de que terminara la clase de francés para que me diese tiempo a llegar a la función y todavía no hay nadie en la sala. Quizás la representación no sea esta tarde, últimamente ando con la cabeza en otros lugares. Busco la invitación en el bolso, no hay quién encuentre nada en esta maleta, parece mentira que necesite tantas estupideces en el día a día. Aquí la tengo:

"En nombre de la organización Tras los bastidores, tenemos el placer de invitarle a la representación de una nueva versión de El sueño de una noche de verano, de William Shakespeare, el miércoles 13 de agosto...bla bla bla..."

Efectivamente me he equivocado, más bien se equivocaron los de la imprenta porque hoy es miércoles pero doce de agosto no trece.

Por qué no me ha dicho nada el tipo de la entrada, el muy cretino demasiado ocupado en mirarme el escote, todo empapadito como estaba cuando he llegado. Ni se ha fijado en la invitación. Ha dicho algo como que la función comenzaría en unos veinte minutos, de todas maneras esperaré un rato a ver, total con esta lluvia la otra opción sería pasar el resto de la tarde encerrada en casa.

La sala es linda, conserva el romanticismo de uno de esos anacrónicos teatros de barrio en el que se representan irreconocibles versiones de clásicos, nadie diría que hasta hace unos años fuese una fábrica de telas. Creo que leí en algún lado que se trataba de una fábrica textil, levantada tras la consolidación de la industria catalana hasta finales de los años setenta, cuando comenzaron a llevarse las fábricas a China y a la India y tuvieron que cerrarla. Mayores excedentes, capitalismo, globalización, siempre la misma *****.

El techo quizás sea demasiado alto, aunque con esta estructura la acústica no será mala del todo. Por un momento me imagino cómo sería trabajar día tras día en un sitio como éste, frente a un telar casi diez horas cada jornada, en plena post-guerra y recién casado con Dolors, la regordeta hija de doña Eulalia, amiga inseparable de mamá y la única que aceptó mi propuesta de baile en las fiestas del barrio del ya lejano verano de 1940. 

Siempre me divirtieron estos viajes imaginarios y desplazados en el tiempo, ¡Ay Dolors qué noches de pasión pasamos en aquel pisito de la calle Regomir!. Son cortos trayectos atemporales de ida y vuelta, menos la vez que la vuelta parecía no llegar y me la pasé soñando con que era la artífice del secuestro y posterior asesinato de uno de los más despiadados cabezas de las familias florentinas del siglo XV casi tres días seguidos.

Lo peor de las reformas de las fábricas es que el resultado siempre es un edificio triste, aunque la sala sea una maravilla y esté cuidada al mínimo detalle nunca logrará librarse de la capa de nostalgia de un pasado truncado, "Factoría cerrada por traslado", "Factoría con ínfulas de teatro", "Factoría arrendada a un puñado de artistas"... ¿Dónde te metiste Pirandello?
Nostalgias aparte, el único inconveniente del teatro son estas sillas, todas de tapicería roja, muy bonitas, eso sí, pero tan incómodas que si sigo sentada mucho más tiempo acabarán con mi espalda.

Han pasado más de quince minutos y aún no ha llegado nadie.  Es increíble cómo llueve, hacía años que no llovía tanto. Quizás alguien se haya enfadado allá arriba y no pare de llover en meses, no me extraña porque con este panorama cualquiera es capaz de tomarla con nosotros. Lo peor es la humedad, los huesos se quedan algo así como sin aceite, les cuesta moverse y duelen por las noches. Y el olor, olor a fruta podrida, olor a Venecia, olor a mar mezclado con semen, un agobiante olor a muerte. Esta noche tuve una pesadilla  con la lluvia, y al despertarme lloviendo, pensé que tal vez ocurra como el año que en Macondo no dejó de llover y se nos quede cara de moho, las paredes encojan y la ciudad se convierta en un lodazal.

Acaba de oírse la puerta, por un momento la esperanza de compañía me perturba, pero desaparece en segundos porque simplemente se trataba de un anciano despistado en busca del cuarto de baño, pensé que sería alguno de los dueños de las prendas. Tendré que resignarme a aceptarlas como mis únicas compañeras, al menos guardarán silencio. Me fijo en el bolso rosa de mi derecha y en una chaqueta gris de un asiento más allá. Es como si cada prenda de vestir conservara la marca personal del dueño y qué raro, ese bolso rosa parece el bolso que Carol llevaba el viernes cuando cenamos en mi casa, lo recuerdo porque iba conjuntado con los pantalones y con las pequeñas piedras incrustadas en unos pequeños aros de plata que llevaba en las orejas. Por simple curiosidad miro la chaqueta gris, tal vez sea una de las chaquetas de Simón no lo sé, son todas tan parecidas y suelo fijarme más en la ropa femenina. Por el tamaño podría ser, pero Simón me dijo que el jueves no podría venir, claro que hoy es miércoles. Mejor llamo a Carol  y le pregunto; ***** saltó el contestador:
-   Hola Carol, soy Cris, estoy en el teatro, creo que me confundí de día pero no sé. Y vosotros ¿dónde estáis? Llámame luego, Ciao.
-   Silencio, el ensayo va a comenzar.- Se escucha tras el telón.
-   Perdona, no sabía que estabais ahí.- Mi voz resuena por toda la sala.

La cosa comienza a pintar bien, me gustan los ensayos, con sus bromas, confusiones, risas y meteduras de pata, que la impecable falsedad de la función intenta evitar. Además si veo la función esta tarde mañana no vuelvo, prefiero a Mdme. Lacourt y sus estrictas lecciones de passé compossé: Je suis allé(e), tu es allé, il est allé ...

Qué diferente es todo en los ensayos, con el telón a medio subir y los actores medio disfrazados, si no fuera por el chillido de esas dos goteras del escenario, debieron poner toallas para recogerlas y no cubos metálicos, casi no escucho nada con el goottteeeeooooo.

-   Cris, despertá, te dormiste, boluda.- Ángel me toca el hombro y del susto pego un salto en el asiento.
-   ¿Eh? ¿Qué pasa?
-   Que te dormiste, la función recién va a empezar.
-   Una mala noche, la lluvia no me dejó dormir.
-   ¿Qué decís? Hace que no cae gota desde mitad de febrero y calláte que ya aparecen Teso e Hipólita.
-   Pero...

- TESEO: Bella Hipólita, nuestra hora nupcial  ya se acerca: cuatro días gozosos traerán otra luna. Mas, ¡ay, qué despacio  mengua ésta! Demora mis deseos, semejante a una madrastra o una viuda  que va mermando la herencia de un joven.
- HIPÓLITA: Pronto cuatro días se hundirán en noches;  pronto cuatro noches pasarán en sueños, y entonces la luna, cual arco de plata tensado en el cielo, habrá de contemplar la noche de nuestra ceremonia......

Sigo sin entender nada, Carol a mi derecha rebuscando desesperadamente algo en el bolso rosa, Oberón en el escenario y de fondo el molesto tintineo de una lluvia que no puedo dejar de escuchar. 

Lucia belano
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

LÁGRIMAS EN ARENA


Sola en casa, Amalia no puede desviar la mirada perdida de una de las ventanas de la sala; fuera llueve a mares, pero esa lluvia embravecida es un mar que no le trae a Alonso de vuelta, que no le arroja a descansar en sus brazos después de otra dura jornada de trabajo en la barca, y encima anochece tras el cristal donde pega la frente y las manos extendidas, y el vaho deja una señal que se enciende y se apaga en vano, inútil como la luz de un faro que alumbrara un océano desierto. Además el tiempo vuela aunque a Amalia se le haga eterna la espera; comienzan a brillar las farolas en la penumbra de las calles vacías del pueblo, de repente un relámpago le ilumina la cara, arrebatada da media vuelta y atraviesa resuelta el pasillo, coge su chubasquero del colgador atornillado en el envés de la puerta de la casa, abre y cierra a su espalda con un portazo.
Amalia se sumerge en el furioso diluvio cubriéndose con la capucha y al doblar la esquina camino de la playa empieza a andar a fuerza de piernas contra el viento de levante, que le azota el rostro con un látigo de nueve colas de agua y la frena entera pero no la vence, así que alcanza el paseo marítimo, se detiene, mira a su derecha y a través de las olas que caen del cielo y rompen en la acera observa el viejo caserón que desde que ella tiene memoria acoge a la cofradía de pescadores, cerrada. Esto debería sosegarme, se dice, porque de ahí no se marcha nadie hasta que ficha el último colega, pero entonces... ¿¡Dónde se ha metido mi marido!? Y comienza a pensar lo peor. ¿Y si la barca se ha ido a pique, un compañero le ha encontrado en alta mar a la deriva, exhausto y congelado, y le ha llevado a urgencias para que le hagan entrar en calor? ¿Y si ha naufragado y se ha hundido antes de que pudieran salvarle? No, no, no puede ser, todo el mundo le estaría buscando; no permitirían que el piélago les derrotara sin lucha, no se rendirían hasta hallar los restos de la catástrofe o el cuerpo...
De un golpe de timón Amalia aleja de sí aquella imagen funesta, reanimada pisa la arena, atraca en la orilla y entorna los ojos para escrutar mejor el horizonte mientras la tormenta le acribilla la cara, pero la noche viste de viuda por una gaviota petroleada y la vista se pierde en la oscuridad mar adentro. Ella intenta calmarse de nuevo, convencerse de que vive una cruel pesadilla de la que despertará en cualquier momento con Alonso a su lado sano y salvo, pero en seguida se reconoce incapaz de aquietar la zozobra de su mente, de ahogar los fatales presagios que vuelven a tenerla en vilo. ¿Y si la barca? ¿Y si él? ¿Y si una pérfida sirena?
A Amalia se le va la cabeza, las lágrimas pugnan por asomarse a la playa, ella se muerde los labios para que el llanto no le aborrasque la mirada, entonces siente un nudo marinero en la garganta, la presión en el pecho que le impide respirar, un grito contenido en las entrañas, violentos temblores que la agitan desde los hombros hasta las yemas de los dedos de los pies, y estremecida ruega a un Dios en el que no cree, con voz convulsa, que no le haya ocurrido nada malo a Alonso.

Solo en su barca, Alonso arranca el motor fuera borda y pone rumbo a la costa. El crepúsculo empieza a dorar un mar que pronto cesará de ser balsa de aceite; el viento del este arrecia y por el cielo se avecina el temporal.
El pescador alcanza la playa cuando ya llueve a mares y aunque la corriente marina le ha apartado unos metros del punto donde suele atracar en tierra firme, salta a la orilla, arrastra a fuerza de brazos el bote hasta la arena que no acostumbra a empapar la marea, recoge sus bártulos de la cubierta, le da media vuelta a la barca y ahí la planta, de vuelta a casa.
Protegido por el chubasquero del bravo oleaje que le embiste a traición, a Alonso parece propulsarle el levante al paseo marítimo, sin embargo allí se detiene, mira a su derecha, se levanta un poco la capucha con la mano izquierda y a través de la colérica tempestad que se lanza contra las oscuras calles desiertas del pueblo ve el viejo bar donde suelen reunirse algunos compañeros a maldecir la faena, abierto. Amalia quizá se preocupe, se dice, porque ya anochece, pero... ¡Un día es un día, diantre!
Alonso pisa la acera mojada, se acerca al refugio que hoy le va a resguardar también de las ráfagas de agua con que ahora le ametralla el viento francotirador apostado en la fosca, empuja la puerta, sano y salvo entra, en el televisor juega España, se sienta en un taburete, se acoda a la barra y pide un sol y sombra.
-Oye, ¿ésa que baja por ahí no es tu mujer? –le apunta un colega.
De un trago Alonso apura la copa, paga, desciende de su asiento, tira de la puerta, sale del bar, mira a su derecha, reconoce el chubasquero de su esposa que se apresura en la playa, camina a su estela, se le aproxima en silencio, por la espalda la abraza sin mediar palabra y ella que hasta ese instante ha conseguido contener las lágrimas a duras penas, empieza entonces a deshacerse en llanto, resbala entre los brazos de su marido, cae hecha charco, comienza a filtrarse en la arena, al fin desaparece y queda Alonso estupefacto, solo y de luto.

Ala chica
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente

Parlamento

UN ACTO SENCILLO


Una voz llorona al otro lado del teléfono, dice:
—Mamá me cogieron.
— ¿Qué paso?
—Iba para el concierto de Metallica y el mono se agarró con unos tombos.
— ¿Cómo así? ¿Qué estás diciendo?
—Y luego Felipe se metió a defenderlo y le pegaron.
—Como así, Natalia, qué paso ¡hágame el favor!
—Y el flaco también se metió, mejor dicho todos nos metimos y nos cogieron y nos llevan en una camioneta.
— ¿Y ahora en dónde estás?
—En una camioneta te estoy diciendo.
—¿Y para dónde te llevan?
—Para la UPJ.
—¿Qué es eso?
—No sé, es como una cárcel provisional.
—Natalia por favor habla en serio.
—Es en serio mamá, me llevan a la UPJ (sollozos).
— ¿Dónde estás, por qué lado?
—Déjame miro... Vamos como por la treinta, creo... Oiga espere qué le pasa, suelte mi teléfono, no sea abusiva.
—Natalia, Natalia, háblame.
—Mamá... mamá me están...
Martha tira las sabanas al piso, se levanta y camina por la habitación golpeando libros, revistas y ropa. Enciende la luz y marca al celular de su hija: ...tendrá cobro a partir de este momento. Siente el viento frío de la madrugada. Siente que el apartamento está vacío porque su hija, su pequeña niña recién salida del colegio está afuera. Hace las llamadas que puede y nadie la ayuda. Siente deseos de llorar pero no puede.

Por las llamadas que hizo se entera que la UPJ es un sitio inmundo en el centro de la ciudad a donde llevan, sin discriminación, a todos los infractores o aquellos que la policía sienta que deban pasar una noche encerrados por cuenta del estado. Llama a la UPJ y le informan cordialmente que su hija saldrá en veinticuatro horas, tal vez menos, pero que tranquila que estará separada de los hombres, por el momento junto a otras quince mujeres. Un sargento, lapidario, le dice:
—Mi señora no hay nada que yo pueda hacer. Con mucho gusto le colaboraría pero no se puede.
Y le da la dirección de la UPJ:
—Eso se ve de lejos, es la puerta naranja grande en la trece con treintaitrés, por el ladito de trasmilenio mi doña y si viene no venga sola porque es peligroso.

¡Claro que Martha irá a ver a la niña! Toma el carro que tiene parqueado en el garaje de un edificio de diez pisos del norte de la ciudad, donde los celadores pasan sus rondas mientras ella piensa que hacen muy poco por el barrio. La zona se ha venido a menos por estar rodeada de barrios de invasión. Personas que se asentaron y que Martha mira con desprecio porque quieren tener lo que a ella le ha costado años y años de sacrificio y cuotas en el banco que aún debe. Gente que se tomó por asalto aquella tierra y han construido viviendas que después de un tiempo tendrán agua, luz y teléfono, allí, muy cerca del estrato cinco de Martha en donde ella paga servicios costosos.

Mientras acelera por la circunvalar piensa que hubiese sido mejor haber cogido un taxi, pero no quería tener que justificarse con un taxista morboso. Ella es una mujer de cuarentaicinco años, hermosa como pocas, alta, desgarbada con una delgadez casi anoréxica pero revitalizada por unas caderas protuberantes y unos ojos azules que miran profundo como el océano. Se sabía de memoria la lascivia de los taxistas y su preguntadera: ¿Para dónde vas belleza? ¿Qué haces a esta hora por aquí tan solita? ¡Pendejos!, qué piensan que les voy a sonreír y a mirarlos con deseo. Idiotas. Ni en sus sueños. Acelera el pedal hasta llegar a los noventa kilómetros por hora; no hay congestión pero aun así sigue pensando que fue mala idea traer el carro.

Mientras enciende un cigarrillo se imagina a su pequeña. Recuerda lo que le acaba de decir su esposo: ese sitio es una porquería, una especie de cancha grande, casi un coliseo en donde meten a hombres y mujeres separados por una reja. Allí van a parar todos los subnormales de esta ciudad, todos los ñeros, ladrones, gamines, indigentes en fin toda la escoria. Eso dijo. Se imaginó a su pequeña, aterrada. Su hija, estudiante de ingeniería en una universidad privada. Tendría miedo, frío y hambre. Lamentó no haber traído una chaqueta.

Había hablado con un general viejo amigo de su padre y le había dicho que eso era bueno para el carácter de la niña: He sabido que es muy rebelde Martha, a lo mejor eso le ayuda, sólo es una noche, no le va a pasar nada. No le respondió pero hubiera querido decirle muchas cosas. Pensaba en su niña, su pequeña, y recordó las peleas diarias, la tirada de platos y ollas, los gritos, el sarcasmo y el odio, los reclamos.

El auto iba veloz. Era rojo, deportivo, del año, y podía alcanzar cien por hora en una curva como si nada. La cabellera rubia de Martha se movía con el viento de la madrugada. Fumaba. Pensó en su niña rodeada de indigentes pidiéndole cosas. Tratando de robarla. Quizá se masturbarían cerca de la reja mientras su niña cerraba los ojos, mientras se untaba de ese olor asqueroso y oía aquellos gemidos, acurrucada en una esquina de ese patio. Esos hijueputas podían verla, pensar en ella, decirle monita, mamacita.

Los odiaba, odiaba el mundo, odiaba la ciudad, odiaba a su hija por meterse en problemas y hacerla levantar a estas horas, odiaba haber traído el carro, odiaba sentir ese frío de cristal cortado que le golpeaba el rostro a las 3 de la mañana, odiaba no haber abortado cuando tenía veinticinco años, odiaba haber perdido la beca de especialización en Francia, ahora estaría peor o mejor, qué importa. Odiaba este país de *****. Odiaba madrugar a trabajar y maquillarse en la baño todos los días y gastar dinero en joyas y artilugios para parecer más bella. Odiaba que su cigarrillo se hubiera acabado, odiaba que su **** marido la tratara durante años como a una ****, que la hubiese usado de esa manera. Odiaba a su padre y a su madre por haberla metido en esta vida de ***** como gerente de un banco, a comer *****. Odiaba a sus jefes, morbosos que le miraban el culo a la menor oportunidad. Odiaba que le cogieran las tetas duro, así fuera en medio del placer. Se odiaba a sí misma. Odiaba no poder llorar como quería, odiaba esa única lágrima, diminuta, que se deshizo contra el marco de la ventana.

Al fin llegó, parqueó al frente de la puerta inmensa de color naranja. En una caseta cercana compró comida y le dio 10.000 pesos adicionales a la mujer, para que le cuidara el carro. Aunque vestía casual, Martha atraía todas las miradas. Ella y su jean apretado que delineaba sus bellas formas resultado de muchos años de gimnasio y buena dieta. Ella con sus ojos azules y su furia de madre.

En la puerta gigante y anaranjada, Martha increpó al auxiliar de policía que hace la guardia:

—Hágame el favor y déjeme hablar con quien esté a cargo.
El muchacho la miró burlonamente. Algunos la ven con la resignación de los que ya intentaron todo preguntando por sus seres queridos. Martha mira fijamente al patrullero, y aguarda. Él la remite a su sargento que es una mujer madura y malgeniada, casi de la misma edad que Martha. La sargento la mira con desdén y en un listado confirma que sí, que Natalia Prada, la hijita de Martha, está detenida en la UPJ. Martha le agradece la información.

Un acto sencillo.

Martha toma a la sargento del cabello y la golpea contra la pared, varias veces, la golpea en el rostro y, finalmente, le da un rodillazo en la pelvis y la tumba, justo antes de que dos agentes se abalancen sobre ella.

Martha golpeó a la sargento, con decisión, pero no tan violento como para que le levanten cargos, apenas lo necesario para que la encierren en la UPJ de doce a veinticuatro horas, lo suficiente para encontrarse con su hija y protegerla, como debe ser.

Bruno dexter
Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida, hacerte perder tiempo,buen humor,apetito, y todo esto sin malicia,sin remordimientos y sin razón. Estupidamente